16

El aguanieve silbaba, agitada por un cielo oculto sobre una tierra que la lluvia ya había medio ahogado. La vista pronto se perdía; acres llanos, hierba marchita, árboles sin hojas agitándose al viento, los restos quemados de una casa disueltos en las tinieblas de un mediodía. La ropa protegía poco de la humedad del frío. El viento del norte olía a los pantanos sobre los que había soplado, al mar y al invierno que se aproximaba desde el Polo.

Everard se acurrucó sobre la silla, con la capa a su alrededor. El agua le goteaba de la capucha. Los cascos de los caballos producían un sonido amortiguado por el agua y el barro. Y, sin embargo, era la gran entrada a través de una finca hasta la casa principal.

El edificio apareció frente a él, de estilo mediterráneo modificado, techos inclinados, estucado, construido por Burhmund cuando era Civilis, aliado y oficial de Roma. Su esposa era la matrona, sus hijos la llenaban con sus risas. Ahora servía de cuartel general a Petilio Cerial.

Había dos centinelas en el pórtico. Como los de la puerta, se dirigieron al patrullero cuando se detuvo al pie de la escalera.

—Soy Everardo, el godo —les dijo—. El general me espera.

Uno de los soldados dirigió a su compañero una mirada inquisitiva. Este último asintió.

—Me han dado instrucciones —dijo—. De hecho, escolté al mensajero previo.

¿Estaba buscando demostrar un poco de importancia, de orgullo? Sorbió y tosió. Probablemente aquel hombre fuese un reemplazo de última hora para alguien que estaba enfermo, castañeteando los dientes, en la enfermería. Aunque parecían galos, no tenían demasiado buen aspecto. El metal manchado, las faldas sucias, los brazos con piel de gallina y las mejillas hundidas indicaban raciones muy pobres.

—Pasa —dijo el segundo legionario—. Llamaremos a un mozo para que lleve la montura al establo.

Everard entró en un atrio oscuro, donde un esclavo tomó su capa y su cuchillo. Varios hombres sentados y hundidos, personal sin nada que hacer, le dedicaron miradas en las que, quizá, de pronto había una ligera esperanza. Un asistente lo acompañó a una habitación en el ala sur. Llamó a la puerta, se oyó un «Abre», obedeció y anunció:

—Señor, el delegado germano está aquí.

—Que entre —rugió la voz—. Déjanos solos pero quédate fuera, por si acaso.

Everard entró. La puerta se cerró tras él. Una escasa luz entraba por la ventana emplomada, Había velas en sus palmatorias. De sebo, no de cera, que olían mucho y producían bastante humo. Las sombras se concentraban en las esquinas y se deslizaban sobre una mesa cubierta de informes redactados sobre papiro. Aparte de eso, había un par de taburetes y un cofre que podría contener una muda de ropa.

Una espada de infantería y su vaina colgaban lado a lado sobre la pared. Un brasero de carbón había calentado el aire, pero también lo había cargado.

Cerial estaba sentado tras la mesa. Vestía solamente túnica y sandalias: un hombre ancho con un rostro cuadrado y duro que en su cuidadoso afeitado mostraba grandes arrugas. Sus ojos examinaron al recién llegado.

—Eres Everardo, el godo, ¿eh? —saludó—. El intermediario dijo que hablabas latín. Mejor que sea así.

Sí. —Va a ser complicado, pensó el patrullero. No sería propio de este personaje humillarme, pero podría decidir que soy arrogante y que hay cosas que no soportará de un maldito nativo. Debe de tener los nervios destrozados, como todo el mundo—. El general demuestra amabilidad e inteligencia al recibirme.

—Bien, para ser francos, a estas alturas escucharía a un cristiano si afirmase tener algo que ofrecer. Si resultase que no era así, al menos tendría el placer de crucificarlo. —Everard fingió perplejidad—. Una secta judía —gruñó Cerial—. ¿Has oído hablar de los judíos? Otro montón de ingratos rebeldes. Pero en tu caso, tu tribu está muy al este. ¿Por qué, en nombre de Tártaro, estás corriendo por aquí?

—Pensé que eso se lo habían explicado al general. No soy enemigo de Roma, ni tampoco de Civilis. He pasado tiempo en el Imperio así como en diferentes partes de Germania. Conocí a Civilis un poco, y un poco más a jefes guerreros menores. Confían en que hable directamente por ellos, porque al ser un extranjero Roma no tiene nada contra mí. Y porque al conocer los usos romanos, de alguna forma puedo transmitir las palabras con claridad, sin confusión. Y en cuanto a mí, soy un comerciante al que le gusta hacer negocios en esta región. Pienso beneficiarme de la paz y de su agradecimiento.

Persuadirlos había sido más complicado que lo relatado, pero no mucho más. De hecho, los rebeldes estaban cansados y descorazonados. El godo podría conseguir acceso personal al comandante imperial. Podría hacer algún bien y apenas causar mal. Cuando los heraldos hubieron llevado la petición, la facilidad con la que se habían establecido los preparativos sorprendió a los germanos. Everard lo había esperado. Sabía mejor que ellos, por Tácito y por el reconocimiento aéreo, lo mal que también lo pasaban los romanos.

—¡Lo sé! —contestó Cerial—. Excepto que no dijeron qué ganabas tú. Muy bien, hablaremos. Te lo advierto, vuelve a dar tantos rodeos y te echo de una patada. Siéntate. No, primero sírvenos vino. Hace que este país de ranas sea algo menos horrible.

Everard llenó dos copas de plata con una elegante licorera de vidrio. El asiento que tomó era igualmente agradable, y la bebida sabía bien, aunque algo demasiado dulce para su gusto. Todo aquello debía de haber pertenecido a Civilis. A la civilización.

Nunca me han gustado los romanos, pero traen otras cosas con ellos aparte del comercio de esclavos, impuestos para los agricultores y juegos sádicos. Paz, prosperidad, un mundo más amplio… No durará, pero cuando la marea baje dejará atrás, dispersos por el desastre, libros, tecnología, creencias, ideas, recuerdos de lo que una vez fue, material que generaciones posteriores podrán recuperar, atesorar y usar para volver a construir. Y entre los recuerdos, que una vez hubo, por un tiempo, una vida no dedicada por completo a la supervivencia pura.

—Así que los germanos están listos para rendirse, ¿no? —preguntó Cerial.

—Ruego perdón al general si he dado la impresión equivocada. No dominamos la lengua latina.

Cerial golpeó la mesa.

—Te lo he dicho, ¡deja de hablar sin comprometerte o sal de aquí! Eres de casa real, descendiente de Mercurio. Tienes que serlo por la forma en que te comportas. Y yo soy pariente del emperador, pero él y yo somos soldados que hemos soportado mucho. Los dos aquí podemos ser bruscos, mientras estemos solos.

Everard se aventuró a sonreír.

—Como desee, señor. Me atrevería a decir que el general realmente no nos entendió mal. Entonces, ¿por qué no va al grano? Los jefes guerreros que me enviaron no se proponen ir bajo el yugo o encadenados en triunfo. Pero les gustaría terminar con esta guerra.

—Qué descaro tienen para pedir condiciones. ¿Qué les queda para luchar? Nosotros apenas vemos ya a nadie hostil. El último intento de Civil que vale la pena mencionar fue una demostración naval en otoño. No me preocupo, me sorprendió que se molestasen. No sacó nada y se retiró al otro lado del Rin. Desde entonces hemos asolado su tierra natal.

—Lo he visto, incluido el hecho de que se ha perdonado su propiedad.

Cerial soltó una risotada.

—Claro. Para meter cuña entre él y el resto, hacer que se pregunten por qué deberían sangrar y morir para beneficio suyo. Sé que están bastante hartos. Tú vienes en nombre de un grupo de jefes tribales, no de él.

Cierto, y es usted sagaz, caballero.

—Las comunicaciones son lentas. Además, los germanos estamos acostumbrados a actuar con independencia. Eso no quiere decir que me enviase a traicionarlo.

Cerial bebió de la copa, la dejó de un golpe y dijo:

—Vale, oigámoslo. ¿Qué se me ofrece?

—Paz, ya se lo he dicho —declaró Everard—. ¿Puede permitirse rechazarla? Tienen ustedes tantos problemas como ellos. Dice que ya no ven guerreros enemigos. Eso es debido a que ya no avanzan. Están atascados en una tierra desnuda, con cada carretera convertida en un cenagal, sus tropas congeladas, mojadas, hambrientas, enfermas y miserables. Tiene terribles problemas de suministros y no mejorarán hasta que el Estado no se haya recuperado de la guerra civil, lo que llevará más tiempo del que puede esperar. —Me gustaría poder citar esa frase genial de Steinbeck sobre que las moscas han conquistado el papel matamoscas—. Mientras tanto Burhmund, Civilis, está reclutando en Germania. Podría perder, Cerial, de la misma forma que Varo perdió en el bosque de Teutoburgo, con las mismas consecuencias a largo plazo. Mejor llegar a un acuerdo mientras tenga la oportunidad. Bien, ¿he sido lo suficientemente claro?

El romano había enrojecido y tenía las manos entrecruzadas.

—Ha sido insolente. No recompensamos la rebelión. No podemos.

Everard suavizó el tono.

—Les parece… a aquellos por quienes hablo… que la ha castigado adecuadamente. Si los bátavos y sus aliados vuelven a su lealtad y a la paz más allá del río, ¿no habrá conseguido sus objetivos? Lo que piden a cambio no es más de lo que deben a la gente. Nada de diezmar, nada de esclavitud, nada de cautivos para el triunfo o la arena. En lugar de eso, amnistía, incluido a Civilis. Restauración de las tierras tribales, si estuviesen ocupadas. Corrección de los abusos que se produjeron durante la revuelta. Es decir, principalmente tributos razonables, autonomía local, acceso al comercio y el fin de la conscripción. Si se concede eso, volverá a tener tantos voluntarios para alistarse en Roma como pueda emplear.

—No son pocas exigencias —dijo Cerial—. Sobrepasan mi autoridad.

Ah, estás dispuesto a considerarlo. La emoción recorrió el cuerpo de Everard. Se inclinó hacia delante.

—General, eres de la casa de Vespasiano, el Vespasiano por el que también luchó Civilis. El emperador le escuchará. Todos dicen que es un hombre de cabeza fría que está interesado en hacer que las cosas funcionen, no en la gloria vana. El Senado… escuchará al emperador. Puede lograr este tratado, general, si quiere, si hace el esfuerzo. Puede ser recordado no como un varo sino como un germánico.

Cerial lo miró con ojos entrecerrados desde el otro lado de la mesa.

—Hablas con muchísima astucia para ser un bárbaro —dijo.

—He tenido experiencia, señor —respondió Everard.

Oh, sí la he tenido, sí la he tenido, por todo el globo, arriba y abajo por los siglos. Más recientemente en la fuente de tus más temibles enemigos, Cerial.

Cuán lejos parecía ya ese idilio en Öland, no, en Eyn. Veinticinco años atrás en el calendario. Hlavagast y Viduhada y la mayoría de aquellos que habían parecido tan hospitalarios probablemente estaban ya muertos, huesos en la tierra y nombres en lenguas que se dirigían al olvido. Con ellos se habían ido el dolor y el desconcierto que habían dejado unos niños a los que lo extraño había reclamado. Pero para Everard apenas había pasado un mes desde que él y Floris habían dicho adiós a Laikian. Un hombre y su esposa, vagabundos desde el lejano sur, que habían conseguido pasaje por mar para ellos y sus caballos, y a los que les gustaría plantar la tienda cerca de ese asentamiento hospitalario… Era extraordinario, por tanto, encantador; hacía que la gente hablase con mayor libertad que nunca antes en sus vidas; pero también estaban las horas a solas, en la tienda o en el brezal veraniego… Después los agentes de la Patrulla se pusieron en marcha con celeridad.

—Y tengo mis contactos —dijo Everard.

Las historias, los archivos de datos, los grandes ordenadores de coordinación, los expertos de la Patrulla del Tiempo. El conocimiento de que ésta es la configuración adecuada de un pleno que tiene una fuerte retroalimentación negativa. Hemos identificado el factor aleatorio que podría producir una avalancha de cambios; debemos atenuarlo.

—Humm —dijo Cerial—. Quiero un informe completo. —Se aclaró la garganta—. Más tarde. Hoy nos centraremos en los negocios. Quiero que mis hombres salgan del barro.

Resulta que hasta me cae bien este tipo. Me recuerda de muchas formas a George Patton. Sí, podemos regatear.

Cerial sopesó sus palabras.

—Diles esto a tus señores, y que se lo transmitan a Civilis. Veo un único obstáculo. Hablas de los germanos del otro lado del Rin. No puedo conceder lo que quiere y retirar a las legiones mientras esperan a alguien que los vuelva a alborotar.

—No lo hará, se lo aseguro —dijo Everard—. Bajo las condiciones propuestas, él habrá obtenido todo aquello por lo que luchaba, o al menos un compromiso decente. ¿Quién más podría empezar una nueva guerra?

Cerial apretó la mandíbula.

—Veleda.

—¿La sibila de los brúcteros?

—La bruja. ¿Sabes?, he considerado un ataque a esa región sólo para capturarla. Pero se perdería en los bosques.

—Y si tuviese éxito, sería como atrapar un nido de avispas.

Cerial asintió.

—Todos los nativos locos desde el Rin hasta el mar Suevo levantados en armas. —Se refería al Báltico y tenía razón—. Pero podría ser peor para mis nietos, si no para mí, dejar que siga extendiendo su veneno entre ellos. —Suspiró—. Exceptuando por eso, el furor podría caer. Pero tal como es…

—Creo —dijo Everard con cuidado—, que si a Civilis y a sus aliados se les prometen condiciones honorables, creo que podrían conseguir que reclamase la paz.

Cerial se quedó atónito.

—¿Lo dices en serio?

—Inténtelo —dijo Everard—. Negocie con ella así como con los líderes masculinos. Puedo ser el intermediario.

Cerial negó con la cabeza.

—No podríamos dejarla libre. Demasiado peligroso. Tendríamos que vigilarla.

—Pero no retenerla.

Cerial parpadeó, luego rió.

—¡Ja! Entiendo lo que quieres decir. Tienes el don de la labia, Everardo. Cierto, si alguna vez la arrestamos o algo similar tendríamos una nueva rebelión entre manos. Pero ¿y si ella la provocase? ¿Cómo sabemos que se comportará?

—Lo hará, una vez que se haya reconciliado con Roma.

—¿De qué valdrá eso? Conozco a los bárbaros. Son frívolos como los gansos. —Evidentemente, no se le había ocurrido al general que podía ofender al emisario, a menos que no le importase—. Por lo que sé, sirve a una diosa de la guerra. ¿Y si a Veleda se le mete en la cabeza que su Bellona vuelve a reclamar sangre? Podríamos tener a otra Boadicea entre manos.

Ahí te duele, ¿eh? Everard tomó vino. La dulzura se deslizó por su garganta, invocando veranos y el sur frente al clima del exterior.

—Inténtelo —dijo—. ¿Qué puede perder intercambiando mensajes con ella? Creo que es viable un acuerdo con el que todos puedan vivir.

Ya fuese por superstición o como metáfora, Cerial respondió con voz sorprendentemente tranquila:

—Eso dependerá de la diosa, ¿no?

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