17

La temprana puesta de sol ardía sobre el bosque. Las ramas eran como huesos negros retorcidos. Los charcos en campos y prados ardían de un rojo apagado bajo un cielo verdoso tan frío como el viento que se movía entre ellos. Pasó tina bandada de cuervos. Los graznidos ásperos resonaron durante un tiempo después de que la oscuridad se los hubiese tragado.

Un gañán que llevaba heno desde el montón hasta la casa se estremeció, no sólo por el tiempo, cuando vio pasar a Wael-Edh. Ella no era desconsiderada, a su modo austero, pero estaba en contacto con los Poderes, y ahora salía del lugar sagrado. ¿Qué había oído y dicho allí? Durante meses ningún hombre había conseguido hablar con ella, como había sido común antaño. Durante el día recorría los campos o se sentaba bajo un árbol a meditar, sola, por su propio deseo, pero ¿por qué? Era una época terrible, incluso para los brúcteros. Demasiados de sus hombres habían regresado de tierras bátavas o frisias con historias de percances y desgracias, o ni siquiera habían vuelto. ¿Podrían los dioses estar dando la espalda a su profetisa? El gañán murmuró un hechizo de buena suerte y se alejó apresuradamente.

La torre se alzaba tenebrosa frente a la mujer. El guerrero de guardia bajó la lanza ante ella, que asintió y abrió la puerta. En la habitación más allá, un par de esclavos estaban sentados con las piernas cruzadas frente a un fuego bajo, las palmas unidas. El humo dio vueltas amargo hasta que encontró una salida. Sus alientos se mezclaban con el humo, pálido bajo la luz de dos lámparas. Se pusieron en pie.

¿Desea la dama comida o bebida? —preguntó el hombre.

Wael-Edh negó con la cabeza.

—Voy a dormir —contestó.

—Guardaremos vuestro sueño —dijo la muchacha. Era innecesario, nadie excepto Heidhin se atrevería a subir la escalera sin ser anunciado, pero ella era nueva. Le dio a su ama una de las lámparas y Wael-Edh subió.

Un espíritu de luz diurna colgaba en la ventana cubierta con tripa fina, y la llama ardió amarilla. Por otra parte, la alta habitación estaba ya llena de oscuridad, en la que sus cosas se acurrucaban como trolls bajo tierra. No deseaba irse todavía a la cama. Dejó la lámpara en un estante y se sentó en el alto asiento de bruja de tres patas, envuelta en la capa. Su mirada buscó en las sombras cambiantes.

El aire le golpeó la cara. El suelo gimió bajo un súbito peso. Edh retrocedió de un salto. El taburete chocó con el suelo. Tomó aliento.

Una luz suave fluía de una esfera sobre los cuernos de la cosa que tenía frente a ella. Tenía dos asientos en el lomo, Era el toro de Frac, hecho de hierro, y sobre él cabalgaba la diosa que lo había reclamado para sí.

—Niaerdh, oh, Niaerdh …

Janne Floris bajó del cronociclo y se mantuvo todo lo regia que pudo. La última vez, tomada por sorpresa, iba vestida como una mujer germana de la Edad de Hierro. Entonces no había importado, pero sin duda el recuerdo la hacía más impresionante, y para esta visita se había vestido con cuidado. Su traje era de un blanco inmaculado, en el cinturón relucían joyas, el pectoral de plata tenía el dibujo de una red de pesca y el pelo le colgaba en dos trenzas bajo una diadema.

—No temas —dijo. La lengua que usó era el dialecto de la infancia de Edh—. Habla bajo. He regresado como te prometí.

Edh se enderezó, apretó las manos contra el pecho, tragó una o dos veces. Tenía los ojos enormes en el rostro delgado de fuertes huesos. La capucha había caído hacia atrás y la luz resaltaba el gris que recorría su cabeza. Durante unos segundos se limitó a respirar. Luego, asombrosamente rápido, a ella fluyó una especie de calma, una aceptación más estoica que exaltada pero completamente voluntaria.

—Siempre supe que lo harías —dijo—. Estoy lista para irme. —Un susurro—: Estoy completamente dispuesta.

—¿Irte? —preguntó Floris.

—Por el camino del infierno. Me llevarás a la oscuridad y la paz. —La agitó la ansiedad—. ¿No lo harás?

Floris se puso tensa.

—Ah, lo que deseo de ti es más duro que la muerte.

Edh permaneció en silencio un momento antes de responder:

—Como desees. No soy extraña al dolor.

—¡No te haría daño! —exclamó Floris. Recobró la debida gravedad—. Me has servido durante muchos años.

Edh asintió.

—Desde que me devolviste la vida.

Floris no pudo reprimir un suspiro.

—Una vida incompleta y retorcida, me temo.

La emoción se agitó.

—No me salvaste por nada, lo sé. Era por todos los demás, ¿no? Todas las mujeres violadas, hombres asesinados, niños privados, gente libre encadenada. Yo debía invocar su venganza sobre Roma. ¿No era así?

—¿Ya no estás segura?

Las pestañas se llenaron de lágrimas.

—Si estaba equivocada, Niaerdh, ¿por qué me dejaste continuar?

—No estabas equivocada. Pero, escucha. —Floris extendió las manos. Como una niña real, Edh las cogió. Las suyas estaban frías y temblaban ligeramente. Floris tomó aliento. Surgieron las palabras majestuosas—. Todo tiene su tiempo, y todo bajo el cielo tiene un propósito: hay un tiempo de nacer y un tiempo de morir; un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar lo que se plantó; un tiempo de dar muerte y un tiempo de dar vida; un tiempo de derribar y un tiempo de edificar; un tiempo para llorar y un tiempo de reír; un tiempo de luto y un tiempo de gala; un tiempo para esparcir piedras y un tiempo de recogerlas; un tiempo de abrazar y un tiempo de alejarse de los abrazos; un tiempo de ganar y un tiempo de perder; un tiempo de conservar y un tiempo de arrojar; un tiempo de rasgar y un tiempo de coser; un tiempo de callar y un tiempo de hablar; un tiempo de amor y un tiempo de odio; un tiempo de guerra y un tiempo de paz.

La miró con sobrecogimiento.

—Te escucho, diosa.

—Es una vieja sabiduría, Edh. Sigue escuchando. Has labrado bien, has plantado para mí como yo deseaba. Pero tu obra todavía no ha terminado. Ahora recoge la cosecha.

—¿Cómo?

—Gracias a la voluntad que despertaste en ellos, la gente del oeste ha luchado por sus derechos, hasta que al final los romanos devolverán lo robado. Pero ellos, los romanos, todavía temen a Veleda. Y mientras tú sigas pidiendo su caída, no se atreverán a retirar sus tropas. Es tiempo de que tú, en mi nombre, pidas las paz.

El éxtasis ardió.

—¿Y entonces se irán? ¿Nos libraremos de ellos?

—No. Recogerán sus tributos y tendrán sus carceleros entre las tribus como antes. —Añadió con rapidez—: Pero serán justos, y los habitantes de este lado del Rin también ganarán con el comercio y el orden.

Edh parpadeó, agitó la cabeza con violencia, engarfió los dedos.

—¿No verdadera libertad? ¿No venganza? Diosa, no puedo…

—Es mi voluntad —ordenó Floris—. Obedece. —Una vez más suavizó la voz—. Y en cuanto a ti, niña, habrá una recompensa, un nuevo hogar, un lugar de calma y comodidad donde atenderás mi santuario, que a partir de entonces será el lugar sagrado de la paz.

—No —tartamudeó Edh—. Debes, debes saber que he… jurado…

—¡Dime! —exclamó Floris. Después de un instante—: Me… me gustaría que fueses clara contigo misma.

La figura temblorosa y tensa recuperó el equilibrio. Edh había soportado durante mucho tiempo amenazas y horrores. Podría superar la confusión. Durante un momento pareció incluso nostálgica.

—Me pregunto si alguna vez lo he sido… —Se enderezo—. Heidhin y yo, Me hizo jurar que nunca haría la paz con los romanos mientras él viviese y los romanos permaneciesen en tierra germana. Unimos nuestras sangres en un bosquecillo frente a los dioses. ¿Estabas en otra parte?

Floris frunció el ceño.

—No tenía derecho.

—Él… invocó a los Anses…

Floris simuló arrogancia.

—Yo me encargaré de los Alises. Te libero de esa promesa.

—Heidhin nunca… ha sido fiel durante todos estos años. —Edh vaciló—~ ¿Me obligarás a echarlo como a un perro? Porque él nunca dejará la guerra contra los romanos, no importa lo que otros hombres o los dioses digan.

—Dile que te di mi orden.

—¡Lo sé, lo sé! —saltó de la garganta de Edh. Se hundió en el suelo y escondió la cara entre las rodillas que abrazaba. Se le agitaban los hombros.

Floris miró a lo alto. Las vigas del techo se perdían en la oscuridad. La luz había abandonado la ventana y el frío entraba. El viento aullaba.

—Me temo que tenemos una crisis —subvocalizó—. La lealtad es la forma más alta de moral que conoce esta gente. No estoy segura de que Edh consiga romper la promesa. O, si lo hace, puede quedar destrozada.

—Lo que la haría inútil —dijo Everard en inglés en su cabeza—, y debemos tener su autoridad para que el trato salga adelante. Además, esa pobre mujer torturada…

—Debemos hacer que Heidhin la libere del juramento. Espero que me escuche. ¿Dónde está?

—Estoy comprobándolo. Está en casa. —Habían puesto micrófonos un tiempo antes—. Vaya, resulta que Burhmund está con él, en su viaje para mantener conversaciones con los jefes de más allá del Rin. Encontraré otro día para que hables con él.

—No, espera. Esto podría ser un golpe de suerte. —¿O las líneas del mundo se tensan para recuperar la configuración adecuada?—. Como Burhniund intenta que las tribus colaboren en un nuevo esfuerzo…

—Mejor que con él no usemos una aparición. No sabemos cómo podría reaccionar.

—Claro que no. Es decir, no apareceré directamente frente a él. Pero si de pronto ella ve al implacable Heidhin convertido…

—Bien… vale. Hagas lo que hagas es peligroso, así que confiaré en tu buen juicio, Janne.

—¡Tranquila!

Edh levantó la vista. Por las mejillas le corrían las lágrimas, pero había contenido los sollozos.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó, pálida.

Floris se movió para colocarse sobre ella, se inclinó y le volvió a ofrecer las manos. La ayudó a ponerse en pie, la abrazó y permaneció así un minuto dándole el calor que tenía su cuerpo. Luego, apartándose, dijo:

—La tuya es un alma limpia, Edh. No necesitas traicionar a tu amigo. Iremos juntas a hablar con él. Entonces tendrá que entender.

La admiración y el temor se hicieron uno.

—¿Nosotras dos?

—¿Es conveniente? —preguntó Everard—. Bueno, sí, supongo que llevarla a ella te reforzará.

—El amor puede ser más fuerte que la religión, Manse —dijo Floris.

A Edh:

—Vamos, monta en mi corcel, detrás de mí. Agárrate con fuerza a mi cintura.

—El toro sagrado —dijo Edh—. ¿O el caballo del infierno?

—No —dijo Floris—. Ya te lo he dicho, tu camino es más duro que el del infierno.

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