6 La marcha a Silvanost

Nadie sabía exactamente cómo se había corrido la voz por toda la capital del reino de que las manos de la muchacha humana, llamada Mina, eran las de una sanadora. Podría pensarse que a los elfos les había llegado información sobre ella desde el mundo exterior, pero los silvanestis no habían tenido contacto con el resto del mundo desde hacía mucho tiempo, aislados por el escudo que supuestamente los protegía, pero que en realidad los estaba matando lentamente. Ningún elfo era capaz de decir dónde había oído ese rumor por primera vez, pero lo atribuía a un vecino, un primo o un transeúnte.

El rumor comenzó al caer la oscuridad y se extendió a lo largo de la noche, susurrado en la brisa nocturna cargada de perfume a flores, entonado por el ruiseñor, mencionado por el buho. Se propagó con entusiasmo y regocijo entre los jóvenes, si bien hubo otros, entre los elfos de mayor edad, que fruncieron el entrecejo al oírlo y manifestaron su recelo contra él.

La oposición más fuerte provino de los Kirath, los elfos que habían patrullado y guardado las fronteras de Silvanesti. Ellos habían observado con gran congoja cómo el escudo iba matando a todo lo que tenía vida a lo largo de la frontera. Habían combatido contra la cruel pesadilla creada por el dragón Cyan Bloodbane largos años atrás, durante la Guerra de la Lanza. Los Kirath sabían por propia y amarga experiencia con la pesadilla que el Mal podía presentarse bajo la más hermosa apariencia, sólo para volverse progresivamente espantoso cuando se le hacía frente. Advirtieron a la gente contra esa muchacha humana. Intentaron frenar los rumores que se extendían por la ciudad, tan rápidos, brillantes y escurridizos como el azogue. Pero cada vez que el rumor llegaba a una casa donde una joven madre abrazaba contra su pecho a un niño moribundo, el rumor se daba por cierto. Se desoyeron las advertencias de los Kirath.

Esa noche, cuando la luna se alzaba muy alta en el cielo —la única luna, aquella a la que los elfos jamás se habían acostumbrado a ver en el firmamento, donde antaño la plateada y la roja brillaban entre las estrellas—, los guardias de las puertas de Silvanost que vigilaban la calzada que conducía a la ciudad, una calzada de polvo de luna, divisaron una fuerza humana avanzando hacia Silvanost. Era una fuerza pequeña, veinte caballeros vestidos con la armadura negra de los Caballeros de Neraka y varios cientos de soldados de infantería que marchaban detrás. Su aspecto no era bueno. Los hombres de la infantería caminaban a trompicones, cojeando, doloridos los pies y cansados. Hasta los caballeros iban a pie, pues sus caballos habían muerto en la batalla o habían servido de alimento a sus hambrientos jinetes. Sólo uno de ellos cabalgaba, y era su cabecilla, una esbelta figura montada en un corcel rojo como la sangre.

Un millar de arqueros silvanestis, armados con los excelentes arcos largos elfos, legendarios por su precisión, observaron el paso de aquel ejército y cada cual escogió su blanco. Había tantos arqueros que, de haberse dado la orden de disparar, cada uno de esos soldados habría caído acribillado con tantas flechas como púas tiene un puerco espín.

Los arqueros elfos miraron con incertidumbre a sus oficiales. Tanto los unos como los otros habían oído los rumores. Los arqueros tenían enfermos en casa: esposas, maridos, madres, padres, hijos, todos aquejados por la enfermedad que consumía poco a poco sus vidas. Muchos de los propios arqueros padecían los primeros síntomas de la devastadora dolencia, y permanecían en sus puestos sólo por pura fuerza de voluntad. Lo mismo ocurría con sus oficiales. Los Kirath, que no pertenecían al ejército elfo, se encontraban entre los arqueros, envueltos en sus capas que se camuflaban con los árboles de los bosques que amaban, y observaron el avance con gesto adusto.

Mina cabalgó directamente hacia las puertas plateadas, entró en el radio de alcance de las flechas sin vacilar; su caballo marchaba con la testa erguida y agitando la cola. A su lado caminaba un gigantesco minotauro, sus caballeros venían tras ella, seguidos de la infantería. Al encontrarse ahora a la vista de los elfos, los soldados se esforzaron por alinearse bien en fila, enderezaron la espalda y avanzaron firmes y erguidos, aparentando no sentir temor aunque muchos debían de haber temblado al contemplar las puntas de flechas brillando bajo la luna.

Mina frenó su caballo ante las puertas y alzó la voz, que sonó clara y vibrante como las notas de una campana de plata.

—Me llamo Mina. Vengo a Silvanost en nombre del dios Único. Vengo a enseñar a mis hermanos y hermanas elfos la fe en el dios Único y a admitirlos a su servicio. Invito al pueblo de Silvanost a abrir las puertas para que entre en paz.

—No os fiéis de ella —instaron los Kirath—. ¡No le creáis!

Nadie les hizo caso, y cuando uno de los Kirath, un hombre llamado Rolan, alzó su arco para disparar una flecha a la joven humana, los que estaban a su lado lo golpearon hasta que cayó al suelo, aturdido y sangrando. Al ver que nadie prestaba oídos a sus advertencias, los Kirath recogieron a su compañero herido y abandonaron la ciudad, retirándose de nuevo a sus amados bosques.

Un heraldo avanzó y leyó una proclama.

—Su majestad el rey ordena que las puertas de Silvanost se abran a Mina, a quien su majestad nombra Exterminadora del dragón y Salvadora de los silvanestis.

Los arqueros elfos bajaron los arcos y prorrumpieron en vítores. Los guardias corrieron hacia las puertas construidas con acero, plata y magia; a pesar de parecer tan frágiles como una telaraña, la resistencia que les proporcionaban los antiguos conjuros era tal que ninguna fuerza de Krynn las habría destruido, salvo el aliento de un dragón. No obstante, Mina sólo tuvo que poner su mano sobre ellas para que se abrieran.

La joven entró en Silvanost, con el minotauro pegado a su estribo y lanzando ojeadas desconfiadas y feroces a los elfos, puesta la mano sobre la empuñadura de su espada. A continuación lo hicieron sus soldados, nerviosos, vigilantes, recelosos. Los elfos guardaban silencio tras su vítor inicial. Una muchedumbre de silvanestis se alineaba en la calzada, blanca como tiza bajo la luz de la luna. Nadie hablaba, y sólo se oían el tintineo metálico de cotas de malla, armaduras y espadas y el ruido apagado y regular de botas de las tropas al paso.

Mina sólo había recorrido un corto trecho y algunos de sus soldados todavía no habían cruzado las puertas, cuando la joven hizo detenerse a su caballo. Oyó un sonido y miró hacia la multitud.

Desmontó y dejó la calzada para dirigirse hacia el gentío. El enorme minotauro desenvainó la espada y habría ido en pos de ella para cubrirle las espaldas, pero la joven alzó una mano en una orden silenciosa, y él se frenó como si lo hubiese golpeado. Mina llegó junto a una joven elfa que intentaba en vano acallar el lloriqueo de una pequeña de unos tres años. Había sido el llanto de la niña lo que Mina había oído.

Los elfos le abrieron paso, apartándose con un respingo, como si su roce les hiciese daño. Sin embargo, una vez que hubo pasado, algunos de los más jóvenes extendieron las manos, titubeantes, para volver a tocarla. Ella no les hizo caso y cuando llegó ante la mujer se dirigió a ella hablando en elfo.

—Tu pequeña llora. Arde de fiebre. ¿Qué le ocurre?

La madre estrechó a la niña protectoramente e inclinó la cabeza sobre ella; sus lágrimas cayeron en la frente ardorosa de su hija.

—Sufre el mal consumidor. Lleva enferma varios días, y no deja de empeorar. Me temo que... se está muriendo.

—Déjamela —dijo Mina mientras tendía las manos.

—¡No! —La elfa apretó contra sí a la niña—. ¡No, no le hagas daño!

—Déjamela —repitió quedamente.

La madre alzó los ojos temerosos hacia los de la joven humana. El cálido ámbar fluyó sobre la madre y la hija, y la elfa le tendió la niña a Mina. La pequeña pesaba muy poco; parecía tan liviana como un fuego fatuo.

—Te bendigo en nombre del Único —entonó Mina— y te llamo de vuelta a esta vida.

El llanto de la pequeña cesó; se quedó fláccida en brazos de Mina, y los elfos mayores dieron un respingo.

—Ahora está bien —dijo Mina mientras le entregaba a la pequeña—. La fiebre ha desaparecido. Llévala a casa y mantenía caliente. Vivirá.

La madre contempló temerosa el semblante de la niña y luego soltó un grito de alegría. El lloriqueo había cesado y se había quedado fláccida porque ahora dormía plácidamente. Tenía la frente fresca y respiraba con facilidad.

—¡Mina! —gritó la mujer al tiempo que caía de rodillas—. ¡Bendita seas!

—Yo no —contestó la joven—. El Único.

—¡El dios Único! —entonó la madre—. Le doy gracias al Único.

—¡Mentiras! —chilló un elfo, que se abrió paso a empujones entre la multitud—. Mentiras y blasfemias. El único dios verdadero es Paladine.

—Paladine os abandonó —repuso Mina—. Paladine se marchó. El dios Único está con vosotros. El Único se preocupa por vosotros.

El elfo abrió la boca para expresar una dura réplica, pero Mina se adelantó antes de que pudiese hablar.

—Tu amada esposa no te acompaña esta noche.

El elfo cerró la boca y, mascullando entre dientes, empezó a dar media vuelta para marcharse.

—Se encuentra en casa, enferma —continuó Mina—. No se siente bien desde hace mucho, mucho tiempo. Ves cómo se va consumiendo de día en día, tendida en el lecho, incapaz de caminar. Esta mañana ni siquiera podía levantar la cabeza de la almohada.

—¡Se está muriendo! —clamó ásperamente el elfo, sin volver la cabeza hacia Mina—. Muchos han muerto. Soportamos nuestros sufrimientos y seguimos adelante.

—Cuando llegues a casa, tu esposa te recibirá en la puerta —afirmó Mina—. Te tomará de las manos y bailaréis en el jardín como solíais hacer.

El elfo se volvió hacia la joven. Las lágrimas corrían por sus mejillas y su expresión era recelosa, incrédula.

—Esto es alguna clase de truco.

—No, no lo es —respondió, sonriente, Mina—. Digo la verdad, y lo sabes. Ve con ella. Ve y lo verás.

El elfo la miró fija, intensamente, y después, con un grito ahogado, se abrió paso a empujones y desapareció entre la multitud.

Mina extendió la mano hacia una pareja. El padre y la madre llevaban de la mano a dos niños. Eran gemelos; estaban delgados y lánguidos, sus rostros infantiles tan transidos de dolor que parecían las caras arrugadas de unos ancianos. La joven hizo un gesto a los chiquillos para que se acercaran a ella.

—Venid —pidió.

Los niños se encogieron y se echaron hacia atrás.

—Eres humana —dijo uno de ellos—. Nos odias.

—Nos matarás —abundó su hermano—. Lo dice mi padre.

—Para el Único da lo mismo que seas humano, elfo o minotauro. Todos somos sus hijos. Pero debemos ser unos hijos obedientes. Venid a mí. Venid al dios Único.

Los chiquillos miraron a sus padres, que a su vez miraron a Mina sin pronunciar palabra, sin hacer gesto alguno. La multitud contemplaba el drama en absoluto silencio. Finalmente, uno de los crios se soltó de la mano de la madre y se adelantó, caminando con pasos vacilantes, débiles, y asió la mano de Mina.

—El Único tiene poder para sanar a uno de los dos —manifestó la joven—. ¿A cuál de vosotros será, a ti o a tu hermano?

—A mi hermano —contestó de inmediato el chiquillo.

Mina puso su mano sobre la cabeza del niño.

—El Único admira el sacrificio. Se siente complacido. El Único os cura a ambos.

Un color saludable tifió las pálidas mejillas del chiquillo. Los lánguidos ojos brillaron con vida y vigor. Las débiles piernas dejaron de temblar, y la espalda encorvada se irguió. El otro chico se soltó de su padre y corrió junto su hermano; los dos se abrazaron a Mina.

—¡Bendita! ¡Bendita seas, Mina! —empezaron a clamar los silvanestis más jóvenes y se aproximaron a ella extendiendo las manos para tocarla, suplicándole que los sanara, a sus esposas, a sus maridos, a sus hijos. La multitud se agolpó alrededor de la joven hasta el punto de que ésta corrió el peligro de morir en el despliegue de adoración.

El minotauro, Galdar, segundo al mando de Mina y autoproclamado guardián de la joven, se abrió paso entre la muchedumbre. Agarró a Mina y la sacó de la enfervorizada masa, apartando a empujones a los desesperados elfos.

Mina montó a caballo, se irguió sobre los estribos y alzó la mano para pedir silencio. Los elfos callaron al punto, ansiosos por escuchar sus palabras.

—Se me ha concedido que os diga que todos aquellos que se lo pidan con humildad y reverencia al dios Único serán curados de la enfermedad que os aqueja y que provocó el dragón Cyan Bloodbane. El Único os ha liberado de ese peligro. Orad al Único de rodillas, reconocedlo como el único dios verdadero de los elfos y seréis curados.

Algunos de los elfos jóvenes cayeron de hinojos y empezaron a rezar. Otros, los de mayor edad, se resistieron. Los elfos jamás habían adorado a otro dios que no fuera Paladine. Unos cuantos empezaron a murmurar que los Kirath tenían razón, pero entonces aquellos que habían rezado alzaron los ojos al cielo y clamaron jubilosos que el dolor había dejado de atormentar sus cuerpos. A la vista de la milagrosa curación, más elfos se postraron de rodillas y alzaron sus voces en plegarias. Los elfos mayores contemplaron la escena con incredulidad y consternación, sacudiendo las cabezas. Uno en particular, que vestía con la mágica capa de camuflaje de los Kirath, dirigió una dura y larga mirada a Mina antes de desaparecer en las sombras.

El caballo rojo como la sangre reanudó la marcha mientras los soldados abrían paso entre la multitud apiñada. La Torre de las Estrellas brillaba suavemente con la luz de la luna, como si apuntase hacia el cielo. Galdar, que caminaba al lado del caballo, procuraba respirar lo más superficialmente posible. Para el minotauro, el olor de los elfos era muy intenso, empalagoso, nauseabundo, como el hedor de algo muerto mucho tiempo.

—Mina, ¡son elfos! —dijo con un gruñido, sin esforzarse en absoluto por ocultar su asco—. ¿Qué puede querer el Único de los elfos?

—Las almas de todos los mortales son valiosas para el Único, Galdar.

El minotauro meditó la respuesta de Mina, pero no comprendió. Al alzar la vista hacia la joven, vislumbró, a la luz de la luna, las imágenes de incontables elfos atrapados en el cálido y dorado ámbar de sus ojos.

Mina siguió avanzando a través de Silvanost mientras las plegarias al dios Único, pronunciadas en el lenguaje elfo, susurraban en la noche.


Silvanoshei, hijo de Alhana Starbreeze y Porthios de la Casa Solostaran, heredero de los dos reinos elfos, Qualinesti y Silvanesti, se encontraba con el rostro y las manos pegados contra el cristal del ventanal, escudriñando la noche.

—¿Dónde está? —demandó, impaciente—. ¡Un momento! ¡Creo que la veo! —Contempló larga e intensamente la avenida y después se apartó del cristal con un suspiro—. No, no es ella. Me equivoqué. ¿Por qué no viene? —Se giró para inquirir con un repentino temor—. ¿Crees que le habrá pasado algo, primo?

Kiryn abrió la boca para contestar, pero antes de que hubiese podido pronunciar una sola palabra, Silvanoshei le ordenó a un sirviente:

—Ve y entérate de lo que ha pasado en las puertas. Vuelve a informar de inmediato.

El sirviente inclinó la cabeza y se marchó, dejando solos a los dos en la estancia.

—Primo —empezó Kiryn, con un tono sosegado—, es el sexto criado que envías durante la última media hora. Regresará con el mismo mensaje que trajeron los otros. El avance de la comitiva es lento debido a que son muchos los que quieren verla.

Silvanoshei volvió junto al ventanal y oteó la avenida con una impaciencia que no se molestó en disimular.

—Fue un error no salir a su encuentro para recibirla. —Lanzó una fría mirada a su primo—. No debí hacerte caso.

—Majestad —dijo Kiryn con un suspiro—, no habría sido correcto que el rey diese la bienvenida a la cabecilla de nuestros enemigos. Ya es bastante malo que la hayamos admitido en la ciudad —añadió para sí en voz baja, pero Silvanoshei tenía un oído finísimo.

—¿Es que necesito recordarte, primo, que fue esa misma cabecilla de nuestros enemigos quien nos salvó de las maquinaciones del dragón Cyan Bloodbane? —instó el rey, secamente—. Gracias a ella volví a la vida y tuve la oportunidad de bajar el escudo que nos rodeaba, el mismo que nos estaba consumiendo hasta matarnos. Gracias a ella, pude destruir el Árbol Escudo y salvar a nuestro pueblo. De no ser por ella, no habría silvanestis en las calles, sino cadáveres.

—Soy consciente de ello, majestad —contestó Kiryn—. Sin embargo, me preguntó por qué. ¿Qué motivos tiene?

—Podría preguntarte lo mismo a ti, primo —adujo fríamente el rey—. ¿Cuáles son tus motivos?

—No sé qué quieres decir.

—¿De veras? He sido informado de que conspiras a mi espalda. Te han visto reunirte con miembros de los Kirath.

—¿Y qué hay de malo en eso, primo? —preguntó sosegadamente Kiryn—. Son tus leales súbditos.

—¡No lo son! —replicó, furioso, Silvanoshei—. ¡Conspiran contra mí!

—Conspiran contra tus enemigos, los caballeros negros...

—Contra Mina, quieres decir. Conspiran contra ella. Y eso es lo mismo que conspirar contra mí.

Kiryn suspiró suavemente.

—Hay alguien que espera hablar contigo, primo —informó después.

—No recibiré a nadie.

—Creo que deberías verlo —continuó Kiryn—. Viene de parte de tu madre.

Silvanoshei se giró y miró de hito en hito a Kiryn.

—¿Qué dices? Mi madre ha muerto. Murió la noche que los ogros atacaron nuestro campamento, la noche que caí a través del escudo...

—No, primo. Tu madre, Alhana, vive. Ella y sus tropas han cruzado la frontera. Se ha puesto en contacto con los Kirath. Esa es la razón de que me... Intentaron verte, primo, pero se denegó su petición. Acudieron a mí.

Silvanoshei se sentó pesadamente en un sillón y hundió el rostro en las temblorosas manos para ocultar las lágrimas.

—Perdóname, primo —dijo Kiryn—. Debí buscar un modo mejor de decírtelo...

—¡No! ¡Es la mejor noticia que podrías haberme dado! —protestó Silvanoshei, alzando la cara hacia él—. ¿Dices que un mensajero de mi madre está aquí? Hazlo pasar —ordenó mientras se incorporaba y caminaba hacia la puerta con impaciencia.

—No está en la antecámara. Correría peligro en palacio. Me tomé la libertad de...

—Sí, por supuesto. Lo olvidé. Mi madre es una elfa oscura —comentó el rey amargamente—. Tiene prohibida la entrada bajo pena de muerte. Ella y quienes la siguen.

—Eres el rey y ahora tienes la facultad de derogar esa orden.

—De acuerdo con la ley, tal vez —adujo Silvanoshei—. Pero las leyes no pueden borrar años de odio. Ve, entonces, a buscarlo dondequiera que lo hayas escondido.

Kiryn abandonó la estancia y Silvanoshei regresó junto al ventanal, sumido en un confuso revoltijo de pensamientos gozosos. Su madre, viva. Mina regresaba a su lado. Debían conocerse las dos. Se caerían bien. Bueno, quizás al principio no...

Oyó un ruido rasposo a su espalda y se volvió a tiempo de ver un movimiento detrás de una pesada cortina. Ésta se corrió, dejando a la vista una abertura en la pared, un pasaje secreto. Silvanoshei había oído hablar a su madre de esos pasajes secretos. Los había buscado por mera diversión, pero sólo había encontrado ése. Conducía al jardín privado, un lugar recoleto ahora muerto, cuyas plantas y flores habían sido aniquiladas por la plaga del escudo.

Kiryn apareció detrás de la cortina, y otro elfo, embozado y encapuchado, salió a continuación.

—¡Samar! —exclamó Silvanoshei al reconocerlo con una mezcla de placer y dolor.

Su primer impulso fue correr hacia Samar y estrechar su mano o incluso abrazarlo, tal era su alegría de verlo y saber que estaba vivo, que su madre estaba viva. Kiryn había confiado en que el encuentro se produjera exactamente así, que la noticia de que su madre se encontraba cerca, que ella y sus tropas habían cruzado la frontera, arrancaran a Mina de la mente del joven monarca.

Las esperanzas de Kiryn estaban condenadas al fracaso.

Samar no vio a Silvanoshei el rey. Vio al jovencito malcriado, vestido con ropas excelentes y relucientes joyas mientras su madre llevaba prendas toscas y como único adorno el frío metal de la cota de malla. Vio a Silvanoshei residiendo en un magnífico palacio, con todas las comodidades que pudiera desear, vio a su madre tiritando en una cueva inhóspita. Samar vio un inmenso lecho con gruesas mantas de fina lana y sábanas de seda, y vio a Alhana durmiendo en el frío suelo, envuelta en su ajada capa.

La rabia encendió la sangre de Samar, le nubló la vista, le ofuscó la mente. Entonces dejó de ver a Silvanoshei y sólo vio a Alhana, rebosante de felicidad y emocionada al saber que su hijo, a quien había dado por muerto, estaba vivo. Y no sólo eso, sino que había sido coronado rey de Silvanesti, su más caro deseo para él.

Había querido ir a verlo inmediatamente, un acto que no sólo habría puesto en peligro su vida, sino la de su gente. Samar había argumentado largo y tendido para hacerla entrar en razón y disuadirla, y sólo la certeza de saber que pondría en peligro todo por lo que había trabajado durante tanto tiempo la convenció finalmente de que él fuese en su lugar. Debía transmitir a su hijo su amor, pero Samar no pensaba adular al chico ni rendirle pleitesía. Le recordaría el deber de cualquier hijo para con su madre, ya fuese rey o plebeyo. Para con su madre y para con su gente.

La fría mirada de Samar frenó a Silvanoshei cuando daba el primer paso hacia él.

—Príncipe Silvanoshei —saludó con una mínima inclinación de cabeza—. Confío en que gocéis de buena salud. Ciertamente os veo bien alimentado. —Dirigió una mirada mordaz a la mesa cargada de comida—. ¡Con eso podría alimentarse al ejército de vuestra madre durante un año!

El cálido sentimiento de afecto de Silvanoshei se tornó hielo en un instante. Olvidó cuánto le debía a Samar y en cambio recordó sólo que nunca había tenido la aprobación de ese hombre, quizá que ni siquiera le había caído bien. Se irguió todo lo posible.

—Indudablemente no conoces la noticia, Samar —dijo con tranquila dignidad—, así que te perdonaré. Soy rey de Silvanesti, y te dirigirás a mí como tal.

—Me dirigiré a vos como lo que sois —repuso Samar, a quien le temblada la voz—. ¡Un mocoso malcriado!

—¿Cómo te atreves...?

—¡Basta! ¡Los dos! —Kiryn los miraba horrorizado—. ¿Qué hacéis? ¿Habéis olvidado la terrible crisis que atravesamos? Primo Silvanoshei, conoces a este hombre desde que naciste. Me has dicho muchas veces que lo admirabas y lo respetabas como a un segundo padre. Samar arriesgó su vida para venir a verte. ¿Es así como se lo pagas?

El joven rey no contestó. Apretó los labios y miró a Samar con una expresión de dignidad herida.

—Y en cuanto a ti, Samar —continuó Kiryn, volviéndose hacia el guerrero elfo—, tu actitud es incorrecta. Silvanoshei es el rey coronado y ungido del pueblo silvanesti. Tú eres qualinesti, y es posible que las costumbres de tu gente sean distintas. Los silvanestis reverenciamos a nuestro rey. Cuando le desairas a él también nos desairas a todos nosotros.

Samar y el rey guardaron silencio unos segundos, mirándose el uno al otro, pero no como amigos que se han peleado y se alegran de hacer las paces, sino como dos espadachines que están midiéndose mientras se ven obligados a estrecharse las manos antes de iniciar el duelo. A Kiryn le dolió en lo más hondo la actitud de ambos.

—Hemos tenido un mal comienzo —dijo—. Empecemos de nuevo.

—¿Cómo se encuentra mi madre, Samar? —preguntó bruscamente Silvanoshei.

—Vuestra madre está bien... majestad —contestó Samar. Hizo una pausa deliberada antes del tratamiento—. Os envía su amor.

Silvanoshei asintió con la cabeza. Se notaba que le costaba un gran esfuerzo controlarse.

—La noche de la tormenta, pensé que... Parecía imposible que pudieseis sobrevivir.

—Al final resultó que la Legión de Acero había estado siguiendo los movimientos de los ogros, de modo que acudieron en nuestro auxilio. Al parecer —añadió Samar con voz áspera—, vos y vuestra madre habéis sufrido igualmente el uno por el otro. Al ver que no regresabais, os buscamos durante días. La única conclusión posible era que los ogros os habían capturado y os habían llevado con ellos para torturaros hasta mataros. Cuando el escudo cayó y vuestra madre entró en su patria, los Kirath salieron a nuestro encuentro. Su alegría no tuvo límites al enterarse de que no sólo estabais vivo, sino que erais rey, Silvanoshei. —Su tono se endureció—. Entonces llegaron los informes sobre vos y esa mujer humana...

Silvanoshei asestó una mirada fulminante a Kiryn.

—Ahora entiendo la razón de que lo hayas traído aquí, primo. Para sermonearme.

—Silvanoshei... —empezó Kiryn.

Entonces Samar se adelantó y agarró al monarca por el hombro.

—Sí, voy a sermonearte —dijo, obviando el tratamiento—. Te comportas como un mocoso consentido. Tu honorable madre no creía esos rumores, llamó embusteros a los Kirath que se lo contaron. ¿Qué pasó? Te he oído hablar sobre esa humana. ¡He escuchado de tus propios labios que los rumores son ciertos! Estás melancólico y lloriqueas por ella mientras un gran ejército de caballeros negros cruza la frontera. Un ejército que esperaba cerca del escudo para entrar cuando éste cayera.

»Y, ¡hete aquí, el escudo cae! ¿Cómo es que ese ejército se hallaba allí, Silvanoshei? ¿Una coincidencia? ¿Acaso los caballeros negros llegaron justo en el preciso momento en que, quién lo hubiera dicho, el escudo cayó? No, Silvanoshei, los caballeros negros estaban en la frontera porque sabían que el escudo iba a desaparecer. Ahora esa fuerza, un contingente de cinco mil hombres, marcha sobre Silvanost y tú has abierto las puertas de la ciudad a la mujer que los trajo aquí.

—¡Eso no es cierto! —replicó acaloradamente el joven monarca, sin hacer caso a los intentos de Kiryn para que se calmara—. Mina vino a salvarnos. Sabía la verdad sobre Cyan Bloodbane, sabía que el dragón era el creador del escudo y que éste nos estaba matando. Cuando morí a manos del dragón, ella me devolvió la vida. Ella... —Silvanoshei enmudeció, sintiendo la lengua pegada al paladar.

—Ella te dijo que bajaras el escudo —abundó Samar—. Te dijo cómo hacerlo.

—¡Sí, bajé el escudo! —espetó, desafiante, el joven—. ¡Hice lo que mi madre había intentado conseguir durante años! Sabes que es cierto, Samar. Mi madre supo ver lo que era realmente el escudo. Sabía que no estaba levantado para protegernos, y tenía razón. Su función era acabar con todos nosotros. ¿Qué querías que hiciese, Samar? ¿Dejar el escudo puesto? ¿Contemplar cómo absorbía la vida de mi pueblo?

—Podrías haberlo dejado un poco más, el tiempo suficiente para comprobar si tu enemigo se estaba concentrando en tu frontera —adujo cáusticamente el qualinesti—. Los Kirath te lo habrían advertido si te hubieses molestado en escucharlos, pero no, preferiste prestarle oídos a una humana, la cabecilla de aquellos que se ocuparán de destruiros a ti y a tu pueblo.

—Fui yo quien tomó la decisión —respondió Silvanoshei con dignidad—. Actué por mi cuenta. Hice lo que habría hecho mi madre de estar en mi lugar. Lo sabes, Samar. Ella misma me contó que en cierta ocasión se había lanzado contra el escudo montada en un grifo en un intento de hacerlo añicos. Lo intentó una y otra vez, saliendo despedida en el aire...

—¡Basta! —Samar lo interrumpió, impaciente—. Lo hecho, hecho está. —Había perdido ese asalto y lo sabía. Guardó silencio un momento, pensativo. Cuando volvió a hablar, había un cambio en su voz, un dejo de disculpa en su tono—. Eres joven, Silvanoshei, y es atribución de la juventud cometer errores, aunque éste, me temo, quizá resulte fatal para nuestra causa. Sin embargo, no nos hemos rendido. Todavía podemos reparar el daño que, aunque con la mejor intención, has causado. —El guerrero sacó de debajo de su capa otra prenda igual con capucha.

»Los caballeros negros caminan por nuestra sagrada ciudad con total impunidad. Los vi entrar. Vi a esa humana. Vi a nuestras gentes, especialmente a los jóvenes, caer en su embrujo. Están ciegos a la verdad, y nuestra tarea será abrirles los ojos. Ocúltate bajo esta capa, Silvanoshei. Nos marcharemos por el pasadizo secreto por el que he entrado y huiremos de la ciudad aprovechando la confusión.

—¿Partir? —Silvanoshei miró a Samar estupefacto—. ¿Por qué habría de marcharme?

Samar iba a contestar, pero Kiryn se adelantó con la esperanza de salvar su plan.

—Porque estás en peligro, primo. ¿Os es que crees que los caballeros negros permitirán que sigas siendo rey? Y, si lo hacen, te convertirás en su marioneta, como tu primo Gilthas. Sin embargo, como rey en el exilio, serás una figura influyente que unirá al pueblo...

«¿Irme? No puedo irme —se dijo el joven rey para sus adentros—. Ella regresa conmigo. Está más cerca a cada momento. Quizás esta noche la estreche entre mis brazos. No me marcharía aunque supiera que la propia muerte viene por mí.»

Miró a Kiryn y a Samar y no vio unos amigos, sin extraños que conspiraban contra él. No podía fiarse de ellos. No podía fiarse de nadie.

—Decís que mi pueblo corre peligro —manifestó mientras se volvía hacia el ventanal, como si estuviese contemplando la ciudad. En realidad la buscaba a ella—. Mi pueblo está en peligro y queréis que huya y me ponga a salvo dejándolo que se enfrente sólo a esa amenaza. ¿Qué clase de rey es el que hace algo así, Samar?

—Un rey vivo, majestad —respondió el guerrero—. Un rey que piensa en su pueblo lo bastante como para vivir para ellos, en lugar de para sí mismo. La gente lo entenderá y te honrará por esa decisión.

Silvanoshei giró la cabeza para mirarlo fríamente.

—Te equivocas, Samar. Mi madre huyó, y el pueblo no la honró por ello. La despreció. No cometeré el mismo error. Agradezco tu visita, Samar. Tienes mi permiso para marcharte.

Tembloroso, sorprendido por su propia temeridad, volvió de nuevo la cara hacia el ventanal y miró a través de él sin ver.

—¡Cachorro ingrato! —La ira casi ahogaba a Samar, que apenas podía hablar—. ¡Vendrás conmigo aunque tenga que llevarte a rastra!

Kiryn se interpuso entre el rey y el guerrero.

—Creo que será mejor que os marchéis, señor —dijo con voz tranquila y mirada firme. Estaba furioso con los dos; furioso y desilusionado—. O me veré obligado a llamar a la guardia. Su majestad ha tomado una decisión.

Samar hizo caso omiso del joven noble, sin apartar su mirada torva de Silvanoshei.

—Me marcho, sí. Le contaré a tu madre que su hijo ha hecho un noble y heroico sacrificio en nombre de su pueblo. No le diré la verdad: que se queda por amor a una bruja humana. Yo no se lo diré, pero habrá otros que lo harán. Lo sabrá, y se le romperá el corazón. —Tiró la capa a los pies de Silvanoshei—. Eres un necio, joven. No me importaría si tu estupidez acarreara la ruina sólo a ti, pero las consecuencias las pagaremos todos nosotros.

Giró sobre sus talones y cruzó la sala hacia el pasadizo secreto. Apartó la cortina con tal violencia que por poco la arranca de las anillas. Silvanoshei asestó una mirada feroz a Kiryn.

—No creas que no sé lo que te propones. ¡Destituirme y ocupar tú el trono!

—No es verdad que pienses eso de mí, primo —dijo sosegadamente el otro joven—. No puedes pensar tal cosa.

Silvanoshei lo intentó con todas sus fuerzas, pero no lo consiguió. De toda la gente que conocía, Kiryn era la única persona que parecía sentir cariño por él realmente. Por él, no por el rey. Por Silvanoshei.

Se apartó del ventanal y se acercó a Kiryn; cogió su mano y la apretó con afecto.

—Lo siento, primo. Perdóname. Ese hombre me pone tan furioso que no sé lo que digo. Sé que tu intención era buena. —El joven monarca dirigió la vista hacia la cortina tras la que había desaparecido Samar—. Sé que él también lo hacía con buena intención, pero no lo entiende. Nadie lo entiende.

Silvanoshei se sintió muy cansado de repente. No dormía desde hacía mucho tiempo, no recordaba cuánto. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Mina, oía su voz, sentía el roce de sus labios en los suyos, y el corazón le daba un salto, se le estremecía la sangre y yacía despierto, mirando la oscuridad, esperando que regresara con él.

—Ve con Samar, Kiryn. Asegúrate de que sale de palacio sin incidentes. No querría que le pasara nada malo.

El joven noble dirigió una mirada de impotencia a su rey; después suspiró, sacudió la cabeza e hizo lo que le mandaban.

Silvanoshei regresó junto al ventanal.

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