Un kender nunca se siente mal durante mucho tiempo, ni siquiera, como era el caso de Tas, después de haber topado con su propio fantasma. Cierto, había sido muy impresionante, y Tasslehoff todavía experimentaba una desagradable náusea cada vez que lo pensaba, pero sabía cómo manejar lo de las arcadas. Contenía la respiración mientras bebía cinco sorbos de agua, y entonces la náusea desaparecía. Hecho esto, su siguiente decisión fue que tenía que abandonar aquel sitio terrible donde los muertos iban por ahí revolviéndole a uno el estómago. Tenía que marcharse, cuanto antes, y no volver nunca, nunca.
El musgo y su padre resultaron ser de poca ayuda, ya que, hasta donde Tas alcanzaba a ver, el musgo tenía la mala costumbre de crecer por toda la superficie de las rocas y los árboles de ese sitio, trayéndole aparentemente sin cuidado el hecho de que alguien quisiera utilizarlo para orientarse y encontrar el norte. En consecuencia, Tasslehoff decidió recurrir a las técnicas consagradas por la tradición, desarrolladas por los kenders a lo largo de siglos de «ansia viajera», unas técnicas que garantizaban que uno se encontraba a sí mismo después de haberse perdido. La más conocida y que gozaba de mayor popularidad entre los kenders consistía en utilizar la «brújula corporal».
La teoría sobre la que se basa la brújula corporal es la siguiente: de todos es conocido que el cuerpo está hecho de diversos elementos, entre ellos el hierro. La razón de que se sepa que el cuerpo tiene hierro es porque puede catarse el gusto del hierro en la sangre. En consecuencia, es lógico que el hierro de la sangre sea atraído hacia el norte, del mismo modo que es atraída la aguja de hierro de una brújula. (Los kenders llegan incluso a afirmar que todos nosotros nos congregaríamos en el extremo norte del mundo si dejáramos que nuestra sangre se saliera con la suya. Se trata de una lucha constante con nuestra sangre, porque, en caso contrarío, nos apiñaríamos todos en lo alto del mundo y provocaríamos que éste se ladeara.)
A fin de conseguir que la brújula corporal funcione, uno debe cerrar los ojos —para no crear confusión—, extender el brazo derecho, con el índice apuntando, y después girar tres vueltas a la izquierda. Cuando uno se detiene, abre los ojos y descubre que está mirando hacia el norte.
Los kenders que utilizan esta técnica casi nunca llegan a donde van, pero dirán que siempre llegan a donde tienen que estar. Y de esta suerte Tasslehoff deambuló por los bosques de Foscaterra durante muchas horas (él nunca se perdía) sin encontrar Solanthus ni la salida, y estaba a punto de utilizar la brújula corporal una última vez cuando oyó voces, voces de verdad, vivas, no los susurros cosquilleantes de los pobres espíritus.
La reacción natural de Tasslehoff habría sido presentarse a los dueños de las voces, que quizás andaban perdidos, y ofrecerse para mostrarles en qué dirección estaba el norte. Sin embargo, en ese momento oyó otra voz. Ésta se encontraba dentro de su cabeza, y pertenecía a Tanis el Semielfo. A menudo Tasslehoff oía la voz de Tanis en ocasiones similares a ésa, recordándole que se detuviera a pensar si lo que iba a hacer «conducía a una larga vida». A veces Tas hacía caso a la voz que sonaba en su cabeza, y a veces, no; casi, casi, lo mismo que pasaba entre ellos cuando Tanis aún estaba vivo.
Esta vez Tas recordó que huía de Dalamar y de Palin, los cuales querían matarlo, y que podrían haber salido en persona —o enviado secuaces— a darle caza. El kender no estaba seguro de lo que significaba «secuaz» —le sonaba a un tipo de pez pequeño—, pero decidió que trepar a un árbol y esconderse entre las ramas era algo que conduciría a una larga vida.
Tasslehoff trepó con destreza y rapidez y enseguida se encontró instalado cómodamente a gran altura, entre las agujas de la conifera. Las voces —tres—, con sus correspondientes cuerpos, pasaron caminando justo debajo de él.
Al ver que eran Caballeros de Takhisis o de Neraka o comoquiera que se llamaran entonces, Tas se alegró de haber hecho caso a Tanis. Todo un ejército, caballeros y soldados de infantería, marchó bajo el árbol de Tas. Avanzaban a buen paso y no parecían sentirse muy animados. Algunos lanzaban miradas inquietas a izquierda y derecha, como si buscasen algo, mientras que otros mantenían la mirada fija al frente, temerosos de lo que podrían ver si echaban ojeadas a los lados.
Casi no hablaban entre ellos, y si lo hacían era en voz baja. El final de la fila de soldados pasaba por debajo de Tasslehoff, y el kender se felicitaba a sí mismo por el éxito de evitar ser detectado, cuando la cabeza de la marcha se detuvo, lo que significó que la parte de atrás también tuvo que pararse.
Los soldados se quedaron inmóviles debajo del árbol. Respiraban con esfuerzo y parecían agotados, a punto de desplomarse, pero cuando se transmitió la orden de que habría un descanso de quince minutos, ninguno de ellos pareció alegrarse. Unos cuantos se sentaron en cuclillas, pero no salieron del sendero ni se desprendieron de las mochilas.
—Pues yo digo que sigamos adelante —comentó uno—. No quiero pasar otra noche en esta guarida de muertos.
—En eso tienes razón —contestó otro—. Marchemos a Solanthus, ahora mismo. Sería un alivio sostener un combate con un enemigo de carne y hueso.
—Somos doscientos, y vamos a tomar Solanthus —añadió un tercero—. ¡Tonterías! Aunque fuésemos doscientos mil no podríamos tomar esa ciudad, ni siquiera con la ayuda del dios Único. Tiene murallas del tamaño del Monte Noimporta, y también máquinas infernales, según me han contado. Balistas gigantescas capaces de derribar a un dragón en vuelo.
—Igual que dijiste que nunca tomaríamos la ciudad elfa —replicó uno de sus camaradas, irritado—. ¿Os acordáis, muchachos? «Tendríamos que ser doscientos mil para barrer a esos orejas puntiagudas.»
Los demás se echaron a reír, pero eran risas nerviosas, en tono bajo y muy breves.
—Allá vamos otra vez —anunció uno mientras se incorporaba.
Los otros se levantaron y formaron en fila. Los de delante se volvieron para decirles algo a los de detrás.
—Ojo avizor al kender. Pasad la orden. —La advertencia llegó al final de la columna—. Ojo avizor al kender.
Los soldados que cerraban la marcha esperaron con impaciencia que los de delante se movieran. Por fin, con una lenta sacudida, la columna empezó a avanzar y poco después Tas los perdió de vista.
—«Ojo avizor al kender» —repitió Tas—. ¡Ja! Ésos deben de ser los secuaces de Dalamar. Me equivoqué en lo de los peces. Voy a quedarme aquí hasta que esté seguro de que se han marchado. Me pregunto quién será ese tal dios Único. Debe de ser muy aburrido tener un solo dios. A menos, claro, que fuera Fizban. Claro que, entonces, seguramente no habría mundo, porque no dejaría de perderlo por ahí, como hace con su sombrero. —El kender soltó un ahogado gemido al reparar en que el ejército se encaminaba en la misma dirección que su dedo había señalado—. Van hacia el norte. Eso significa que tengo que ir en otra dirección. La opuesta, de hecho.
Y así fue como Tasslehoff logró finalmente salir de Foscaterra y a la calzada que conducía a Solanthus, demostrando, una vez más, que la brújula corporal kender funcionaba.
Al llegar a la gran ciudad fortificada de Solanthus, Tasslehoff caminó alrededor de las murallas hasta dar con la entrada principal. Allí se detuvo para descansar un poco y observar con interés la multitud de gente que iba y venía. Los que entraban formaban una larga fila que avanzaba muy despacio. La gente que iba a pie se abanicaba o charlaba con los que estaban delante o detrás. Los granjeros dormitaban en sus carretas, ya que los caballos avanzaban por sí mismos a medida que lo hacía la fila. Los soldados apostados fuera de la muralla vigilaban para asegurarse de que la hilera siguiera moviéndose, que nadie se impacientara e intentara abrirse paso a codazos. La gente no parecía demasiado molesta por el retraso, sino que daba la impresión de que esperaba que ocurriera así y se lo tomaba con calma.
Los guardias interrogaban a cada persona que entraba en la ciudad. Se registraban las bolsas y las carretas. Si las carretas transportaban mercancías, éstas se registraban también: se abrían los sacos, se levantaban las tapas de las cajas y se hurgaban con horquillas las cargas de heno. Una vez familiarizado con el procedimiento y dispuesto a cumplirlo a rajatabla, Tasslehoff se puso al final de la fila.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —saludó a una mujerona con aspecto de matrona que llevaba una gran cesta de manzanas y cotorreaba con otra mujerona que llevaba un cesto de huevos—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot. Vaya, qué cola tan larga. ¿Hay alguna otra entrada?
Las dos se volvieron para mirarlo, y ambas lo contemplaron ceñudas; una incluso agitó un puño.
—Mantente lejos de mí, pequeña sabandija. Estás perdiendo el tiempo. A los kenders no les permiten entrar en la ciudad.
—Pues qué sitio tan poco amistoso —comentó Tasslehoff antes de apartarse.
No llegó lejos, sin embargo. Se sentó a la sombra de un árbol próximo a la entrada principal para comerse la manzana a gusto. Mientras masticaba, observó que aunque no se veía entrar a ningún kender en la ciudad, sí vio salir a dos, acompañados por los guardias.
Tas esperó hasta que los kenders se levantaron del suelo, se sacudieron el polvo y recogieron sus saquillos. Entonces empezó a agitar la mano y a gritar. Satisfechos como siempre de encontrar a uno de los suyos, los dos kenders corrieron a saludarle.
—Cenizo Pulgarazote —se presentó uno.
—Campanilla Espínula —se presentó la otra.
—Tasslehoff Burrfoot —correspondió Tas.
—No, ¿de verdad? —dijo Campanilla, muy complacida—. Vaya, pero si nos conocimos la semana pasada. Sin embargo no pareces el mismo. ¿Te has hecho algo en el pelo?
—¿Qué llevas en los saquillos? —inquirió Cenizo.
Entre la excitación de responder esa pregunta interesante que se produjo a continuación, a la que siguió la pregunta de Tas sobre qué llevaban en sus saquillos y una ronda general de volcar los contenidos e intercambio de objetos, Tas explicó que no era uno de los innumerables Tasslehoffs que andaban por todo Ansalon, sino que era el original. Se sintió particularmente orgulloso de mostrar las piezas del ingenio de viajar en el tiempo, acompañándolo con la historia de cómo Caramon y él habían viajado al pasado y cómo lo había llevado inadvertidamente al Abismo y cómo lo había vuelto a trasladar a un futuro que no era su futuro, sino el de algún otro.
Los dos kenders se mostraron muy impresionados y muy felices de cambiar sus más valiosas posesiones por piezas del ingenio. Tas las vio desaparecer en los saquillos de Cenizo y de Campanilla, sin albergar demasiadas esperanzas de que permanecieran allí. Sin embargo, valía la pena intentarlo. Finalmente, cuando se hubieron intercambiado todos los objetos posibles y se hubieron contado todas las historias que podían contarse, les explicó por qué había ido a Solanthus.
—Tengo una misión —anunció, y los otros dos kenders asumieron una expresión muy respetuosa—. Busco a un caballero solámnico.
—Pues has venido al lugar adecuado —dijo Cenizo mientras señalaba con el pulgar hacia las murallas de la ciudad—. Ahí dentro hay caballeros a montones.
—¿Qué planeas hacer una vez que tengas uno? —quiso saber Campanilla—. A mí no me parece que sean muy divertidos.
—Busco a un caballero en particular, no a uno cualquiera —explicó Tas—. Lo tuve un tiempo, ¿sabes?, pero lo perdí, y esperaba que hubiera venido aquí al ser un sitio donde los caballeros tienden a congregarse, o eso tengo entendido. Es, más o menos, así de alto —Tas se incorporó y se puso de puntillas, con el brazo extendido hacia arriba—, y muy, muy feo, incluso para un humano, y tiene el pelo del color de los molletes de harina de maíz de Tika.
Los dos kenders sacudieron la cabeza. Habían visto a montones de caballeros —describieron a varios—, pero a Tas no le interesaban ésos.
—He de encontrar al mío —dijo mientras volvía a sentarse en cuclillas—. Él y yo somos buenos amigos. Supongo que tendré que ir a buscarlo personalmente. Esas señoras me dijeron... Por cierto, ¿os apetece una manzana? Bueno, como os decía, esas señoras me contaron que a los kenders no nos dejan entrar en Solanthus.
—Eso no es cierto. En Solanthus se aprecia mucho a los kenders —le aseguró Campanilla.
—Lo que pasa es que tienen que decir eso para guardar las apariencias —añadió Cenizo.
—En Solanthus no meten en la cárcel a los kenders —continuó Campanilla con entusiasmo—. ¡Imagínate! Cuando te atrap... ¡Ejem! Cuando te encuentran, te ponen una escolta armada que te acompaña por la ciudad...
—Para que veas los lugares de interés...
—Y te echan por la puerta principal. Como a una persona normal y corriente.
Tasslehoff estuvo de acuerdo en que Solanthus parecía un sitio maravilloso. Lo único que tenía que hacer era encontrar un acceso a la ciudad. Sus nuevos amigos le proporcionaron información sobre varias entradas que eran poco conocidas por la gente, y añadieron que era mejor tener una ruta alternativa por si acaso resultaba que la primera que intentara había sido cerrada por los guardias.
Después de despedirse de sus nuevos amigos, Tas fue a probar suerte. La segunda ubicación funcionó extraordinariamente bien (se nos ha pedido que no la revelemos) y sólo tras una hora de brega, Tasslehoff entró en la ciudad de Solanthus. El kender estaba acalorado y sudoroso, sucio y lleno de arañazos, pero sus saquillos se encontraban intactos y eso, por supuesto, era de primordial importancia.
Fascinado por la inmensidad de la urbe, así como por la ingente cantidad de personas, deambuló por las calles hasta que le dolieron los pies, y las manzanas que había tomado de comida sólo fueron un lejano recuerdo. Vio montones de caballeros, pero ninguno que se pareciese a Gerard. Tas habría parado a alguno de ellos para preguntar, pero temía que le dieran el amable trato que le habían descrito los otros dos kenders, y aunque le habría gustado que unos guardias armados le enseñaran los lugares de interés de la ciudad, y de que nada le habría encantado más que ser lanzado por el aire a través de las puertas principales, no le quedó más remedio que renunciar a esos placeres en favor de la más importante tarea de cumplir su misión.
Cerca ya del anochecer, Tas empezó a sentirse realmente enfadado con Gerard. Habiendo decidido que el caballero tendría que estar en Solanthus, el hecho de que no se encontrara donde se suponía era muy irritante. Cansado de recorrer las calles buscándolo, harto de esquivar a guardias de la ciudad (lo que al principio resultó divertido, pero que se volvió aburrido al cabo de un tiempo), Tas decidió que se sentaría y dejaría que fuese Gerard quien lo encontrase a él, para variar. El kender se acomodó a la sombra de una gran estatua, cerca de una fuente próxima a la entrada principal, en la calle mayor, imaginando que desde allí vería a todos los que entraban y salían, y que Gerard acabaría dando con él antes o después.
Se encontraba sentado, con la barbilla apoyada en la mano e intentando decidir qué posada iba a honrar con su presencia a la hora de la cena, cuando vio entrar por las puertas a alguien conocido. No era Gerard, sino alguien mucho mejor. Tasslehoff se incorporó de un brinco y soltó un grito de alegría.
—¡Goldmoon! —llamó a voces mientras agitaba las manos.
Mostrando gran respeto por los ropajes blancos de Goldmoon, que la señalaban como una mística de la Ciudadela de la Luz, uno de los guardias la acompañaba como escolta al interior de la ciudad. Luego señaló en una dirección. Ella asintió y le dio las gracias. El guardia saludó llevándose la mano a la frente y después regresó a su puesto. Una figura pequeña y cubierta de polvo trotaba detrás de Goldmoon, y se veía en apuros para mantener el paso de las largas zancadas de la mujer. Tas no prestó mucha atención a esa persona. Se sentía tan contento y tan agradecido de ver a Goldmoon que no se fijaba en nadie más, y se olvidó completamente de Gerard. Si había alguien que pudiera salvarlo de Dalamar y de Palin, era Goldmoon.
Tas corrió a través de la avenida atestada de viandantes. Chocando contra la gente y evitando ágilmente el largo brazo (y las manos) de la ley, Tasslehoff estaba a punto de saludar a Goldmoon con el estrecho abrazo habitual cuando se paró en seco.
Era Goldmoon, pero no lo era. Seguía en el cuerpo joven que tan aborrecible había sido para ella. Seguía siendo hermosa, con su brillante cabello rubio plateado y sus encantadores ojos, pero llevaba el pelo despeinado y desgreñado y en su mirada había algo de vago y distante, como si no viese lo que tenía cerca, sino que contemplara algo muy lejano. Sus ropas blancas estaban manchadas de barro y con el repulgo deshilachado y rozado. Parecía cansada hasta el punto de desplomarse en cualquier momento, pero caminaba resueltamente, usando un cayado de madera como apoyo. La persona pequeña y polvorienta mantenía su paso.
—¿Goldmoon? —preguntó Tas con incertidumbre.
Ella no se detuvo, pero bajó la vista hacia el kender.
—Hola, Tas —contestó de un modo distraído, y siguió adelante.
Sólo eso. «Hola, Tas.» Nada de «Caramba, me alegro de verte, ¿dónde has estado todo este tiempo?». Sólo «Hola, Tas».
Sin embargo, el personaje pequeño y polvoriento sí se asombró al verlo. Y también se mostró complacido.
—¡Burrfoot!
—¡Acertijo! —gritó Tas, reconociendo por fin al gnomo bajo la capa de polvo.
Los dos se estrecharon la mano.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el kender—. La última vez que te vi, dibujabas el mapa del laberinto de setos de la Ciudadela de la Luz. A propósito, la última vez que vi el laberinto de setos ardía por los cuatro costados.
Tasslehoff se dio cuenta demasiado tarde que no debería haber soltado una noticia tan terrible al gnomo de un modo tan repentino.
—¡Ardía por los cuatro costados! —exclamó Acertijo—. ¡Mi Misión en la Vida! ¡Ardiendo!
Herido en lo más profundo, el gnomo se recostó contra la pared de un edificio, desfallecido, con las manos crispadas sobre el pecho y boqueando para respirar. Tas se detuvo para dar aire al gnomo con el sombrero, aunque sin perder de vista a Goldmoon, que no se había dado cuenta del mal momento que pasaba Acertijo y seguía caminando. Cuando el gnomo dio señales de estar recuperándose, Tas lo cogió del brazo y fue en pos de Goldmoon tirando de él.
—Míralo de este modo —empezó Tas en tono tranquilizador mientras ayudaba al tambaleante gnomo a caminar—. Cuando empiecen la reconstrucción, acudirán a ti porque tienes el único mapa del laberinto.
—¡Es verdad! —exclamó Acertijo al reflexionar sobre ello. Su ánimo mejoró considerablemente—. Tienes toda la razón. —Se habría parado allí mismo, en ese instante, para sacar el mapa de su mochila, sin acordarse de que lo había dejado en la Ciudadela, pero Tas lo apremió argumentando que no tenían tiempo, que debían alcanzar a Goldmoon.
—Por cierto, ¿cómo es que vosotros dos habéis venido a parar aquí? —preguntó el kender a fin de distraer al gnomo y que no pensara en el laberinto de setos ardiendo.
Acertijo relató a Tas la triste historia del naufragio del Indestructible, de cómo Goldmoon y él habían sido arrojados a una playa desconocida y que no habían dejado de caminar desde entonces.
—No vas a creerlo —continuó Acertijo, bajando la voz hasta un susurro atemorizado—, ¡pero va en pos de los muertos!
—¿De verdad? Pues yo acabo de salir de un bosque lleno de fantasmas.
—¡Tú también, no! —El gnomo miró a Tas con gesto de asco.
—Bueno, tengo bastante experiencia con seres de ultratumba —contestó el kender con actitud despreocupada—. Guerreros esqueléticos, manos incorpóreas, espectros arrastrando cadenas... Ningún problema para un viajero consumado. Tengo la Cuchara Kender de Rechazo que me dio mi tío Saltatrampas. Si quieres verla...
Empezó a rebuscar en un bolsillo, pero se paró de repente al tocar los fragmentos del ingenio para viajar en el tiempo.
—Personalmente, creo que esa mujer está loca, trastornada, chiflada, desquiciada, ida, mochales. Vamos, que le falta un tornillo —sentenció Acertijo en tono bajo y solemne.
—Sí, sospecho que tienes razón —convino Tas, que miró a Goldmoon y suspiró—. Desde luego no actúa como la Goldmoon que conocí antaño. Aquella Goldmoon se alegraba de ver a un kender. Aquella Goldmoon no habría permitido que unos perversos hechiceros enviaran a un kender al pasado para que lo aplastara el pie de un gigante. —Tas dio unas palmaditas en el brazo a Acertijo—. Es muy amable por tu parte haberte quedado con ella, atento para que no le pase nada.
—He de ser sincero contigo. No lo habría hecho si no fuera por el dinero. Mira esto.
Tras echar una ojeada en derredor para asegurarse de que no había cortabolsas merodeando por allí, el gnomo sacó del fondo de la mochila una gran bolsa de dinero, llena a reventar. Tasslehoff expresó su admiración y alargó la mano para echarle una ojeada, pero Acertijo le propinó un manotazo en los nudillos y volvió a guardar la bolsa en la mochila.
—¡Y no la toques! —advirtió el gnomo, ceñudo.
—No me gusta el dinero —dijo Tas al tiempo que se frotaba los nudillos doloridos—. Pesa mucho, y ¿para qué sirve? Mira, tengo todas estas manzanas. Pues bien, nadie va a atizarme un golpe en la cabeza para quitármelas, pero si tuviese dinero para comprar manzanas, entonces sí me golpearían en la cabeza para robármelo, así que es mucho mejor tener las manzanas, ¿no te parece?
—¿Por qué hablas de manzanas? —gritó Acertijo, agitando las manos—. ¿Qué tienen que ver? O de cucharas, dicho sea de paso.
—Empezaste tú —replicó Tas. Conociendo a los gnomos y sabiendo lo excitables que eran, decidió actuar con educación y cambiar de tema—. En cualquier caso, ¿cómo habéis conseguido todo ese dinero?
—La gente se lo da a ella —contestó Acertijo, señalando más o menos hacia Goldmoon—. Allí donde vamos, la gente le da dinero o una cama para pasar la noche o comida o vino. La tratan con extraordinaria amabilidad. Y a mí también. Nadie había sido amable conmigo nunca —añadió, melancólico—. La gente siempre me dice cosas desagradables, estúpidas, como «¿Se supone que eso tiene que echar tanto humo?» o «¿Quién va a pagar los desperfectos?», pero cuando estoy con Goldmoon me dicen cosas agradables. Me dan comida y cerveza fría y una cama para dormir y dinero. Ella no quiere el dinero. Me lo entrega a mí, y yo lo guardo. —La expresión de Acertijo era feroz—. Las reparaciones del Indestructible van a costar un dineral. Creo que sólo estaba asegurado contra terceros, no por colisión...
Tas tenía la sensación de que el tema se estaba desviando a un terreno aburrido, así que lo interrumpió.
—Por cierto, ¿dónde vamos?
—Algo relacionado con los caballeros —contestó el gnomo—. Caballeros vivos, espero, aunque no apostaría nada. No te imaginas lo harto que estoy de oír hablar sobre gente muerta todo el tiempo.
—¡Caballeros! —gritó alegremente Tasslehoff—. ¡Yo he venido a lo mismo!
En ese momento, Goldmoon se detuvo, miró hacia una calle y luego hacia otra, y pareció que se había perdido. Tasslehoff dejó al gnomo, que seguía mascullando entre dientes algo sobre seguros, y se acercó presuroso a ella por si necesitaba ayuda.
Goldmoon no le hizo caso, sino que paró a una mujer que, a juzgar por el tabardo marcado con una rosa roja que vestía, era una Dama de Solamnia. La dama le dio indicaciones y después le preguntó qué hacía en Solanthus.
—Soy Goldmoon, una mística de la Ciudadela de la Luz —contestó, presentándose—. Espero que el Consejo de Caballeros acceda a recibirme.
—Yo soy lady Odila, Dama de la Rosa —se presentó a su vez la otra mujer, que inclinó la cabeza respetuosamente—. He oído hablar de Goldmoon de la Ciudadela de la Luz. Una mujer muy venerada. Debes de ser su hija.
La expresión de Goldmoon se tornó de repente muy cansada, como si hubiese oído lo mismo muchas veces.
—Sí, soy su hija —contestó con un suspiro.
Lady Odila volvió a hacer una reverencia.
—Bienvenida a Solanthus, hija de Goldmoon. El Consejo de Caballeros tiene muchos asuntos importantes que resolver, pero siempre recibe con agrado a uno de los místicos de la Ciudadela, sobre todo después de la terrible noticia que hemos recibido sobre el ataque.
—¿Qué ataque? —Goldmoon se quedó muy pálida, tanto que Tasslehoff le cogió la mano y se la apretó con afecto.
—Yo puedo contarte... —empezó Tas.
—Maldición, es un kender —dijo lady Odila en el mismo tono que habría utilizado para decir: «Maldición, es un trasgo gigante». La dama solámnica apartó la mano de Tas, y se interpuso entre Goldmoon y él—. No te preocupes, sanadora, yo me ocuparé de esto. ¡Guardia! ¡Otra de esas bestezuelas se ha colado en la ciudad! ¡Sacadlo...!
—¡Yo no soy una bestezuela! —manifestó el kender, indignado—. Estoy con Goldmoon... Es decir, con su hija. Soy amigo de su madre.
—Y yo su administrador de finanzas —intervino Acertijo, dándose muchos aires—. Si queréis contribuir con algunas monedas...
—¿Qué ataque? —demandó desesperadamente Goldmoon—. ¿Es eso cierto, Tas? ¿Cuándo ocurrió?
—Todo empezó cuando... ¡Disculpa, pero estoy hablando con Goldmoon! —gritó Tas mientras se retorcía entre las manos de un guardia.
—Por favor, suéltalo. Viene conmigo —abogó Goldmoon—. Asumo toda la responsabilidad.
El guardia parecía dudoso, pero no podía ir en contra de los deseos de uno de los reverenciados místicos de la Ciudadela. Miró a lady Odila, que se encogió de hombros y dijo en voz baja:
—No te preocupes. Me ocuparé de que se lo eche de la ciudad antes de que caiga la noche.
Tas, entretanto, relataba su historia.
—Todo empezó cuando fui a la habitación de Palin porque había decidido que debía ser noble y regresar a mi tiempo y dejar que el gigante me despachurrara, sólo que ahora he cambiado de idea, Goldmoon. Verás, lo pensé bien y...
—¡Tas! —instó Goldmoon a la par que lo sacudía—. ¡El ataque!
—Oh, sí, vale. Bueno, pues resulta que Palin y yo estábamos hablando sobre eso y entonces miré por la ventana y vi un gran dragón que volaba hacia la Ciudadela.
—¿Qué dragón? —Goldmoon se llevó la mano al corazón.
—Beryl. La misma que me echó la maldición —comentó Tas—. Lo sé porque se me puso el pelo de punta y empezó a darme escalofríos por todo el cuerpo, incluso en el estómago, como me pasa cada vez que la veo. Y a Palin también. Intentamos utilizar el ingenio de viajar en el tiempo para escapar, pero Palin lo rompió. Para entonces, Beryl había llegado con un montón de dragones más y de draconianos que saltaban desde el cielo, y la gente corría y gritaba. Igual que pasó en Tarsis, ¿lo recuerdas? ¿Cuando los Dragones Rojos nos atacaron y el edificio se me cayó encima y perdimos a Tanis y a Raistlin?
—¡Mi gente! —susurró Goldmoon medio ahogada, y se tambaleó—. ¿Qué les ha pasado a los míos?
—Sanadora, siéntate, por favor —dijo suavemente lady Odila mientras la sostenía entre los brazos y la conducía hasta un múrete bajo que rodeaba la camarina fuente.
—¿Es cierto todo eso? —preguntó Goldmoon a la dama solámnica.
—Lamento decir que, por extraño que parezca, la historia del kender es verdad. Recibimos un comunicado de nuestra guarnición destacada en Sancrist en el que informaban que la Ciudadela había sido atacada por Beryl y sus dragones. Causaron una gran destrucción, pero la mayoría de la gente pudo escapar sana y salva a las colinas.
—Gracias le sean dadas al Único —musitó Goldmoon.
—¿Cómo, sanadora? —preguntó lady Odila, perpleja—. ¿Qué has dicho?
—No estoy segura —balbuceó Goldmoon—. ¿Qué he dicho?
—Dijiste: «Gracias le sean dadas al Único». No sabemos de ningún dios que haya vuelto a Krynn. —Lady Odila parecía intrigada—. ¿A qué te referías?
—Ojalá lo supiera —contestó quedamente Goldmoon, cuya mirada se tornó abstraída—. Ignoro por qué dije eso...
—Yo también escapé —exclamó en voz alta el kender—. Junto con Palin. Fue de lo más excitante. Palin arrojó trozos del ingenio de viajar en el tiempo a los draconianos y realizó algunos conjuros espectaculares. Corrimos hacia la Escalera de Plata en medio del humo del laberinto de setos incendiado...
Ante aquel nuevo recordatorio de que su Misión en la Vida se había reducido a cenizas, Acertijo empezó a gimotear y se sentó pesadamente al lado de Goldmoon.
—¡Y Dalamar nos salvó! —anunció Tas—. En cierto momento nos encontrábamos en la misma punta de la Escalera de Plata, y al siguiente, ¡puf!, estábamos en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, sólo que ya no está allí. En Palanthas, me refiero. Sigue siendo una Torre de la Alta Hechicería...
—Pequeño mentiroso —dijo lady Odila, cuyo tono pareció casi respetuoso, de modo que Tas prefirió tomarlo como un cumplido.
—Gracias —contestó con modestia—, pero no lo estoy inventando. Encontramos realmente a Dalamar y la Torre. Por lo visto llevaba perdida mucho tiempo.
—Los abandoné y tuvieron que enfrentarse al dragón solos —musitaba Goldmoon, como enajenada, sin prestar atención a Tas—. Dejé a los míos solos ante el dragón, pero ¿qué podía hacer? Las voces de los muertos me llamaban... ¡Tenía que seguirlos!
—¿Has oído? —preguntó Acertijo a la dama solámnica mientras la azuzaba con el dedo en las costillas—. Fantasmas. Espectros. Con ésos es con los que habla, ¿sabes? Loca. Está ida. —Hizo sonar la bolsa del dinero—. Si quieres hacer un donativo... Es deducible de impuestos.
Lady Odila los miraba como si todos fuesen candidatos adecuados para un donativo, pero al advertir la fatiga y la angustia de Goldmoon la expresión de la dama solámnica se suavizó. Rodeó con un brazo los hombros de la mujer.
—Has sufrido una conmoción, sanadora. Al parecer has hecho un largo viaje, y en extraña compañía. Ven conmigo. Te llevaré ante el Maestro de la Estrella, Mikelis.
—¡Sí, lo conozco! Aunque —añadió Goldmoon con un profundo suspiro—, él no me reconocerá.
Lady Odila se incorporó para llevarse a Goldmoon de allí. Tas y Acertijo hicieron otro tanto y las siguieron de cerca. Al oír las pisadas, la dama solámnica se volvió. Tenía esa expresión que adoptan los caballeros cuando están a punto de llamar a la guardia de la ciudad para que se lleve a alguien a la cárcel. Suponiendo que ese alguien podía ser él, Tasslehoff discurrió rápidamente.
—Por cierto, lady Odila, ¿conoces a un caballero llamado Gerard Uth Mondor? Es que lo estoy buscando.
La dama solámnica, que de hecho estaba a punto de llamar a la guardia, cerró la boca y lo miró de hito en hito.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Que si conoces a Gerard Uth Mondor —repitió Tas.
—Quizá. Perdona un momento, sanadora, esto no me llevará mucho tiempo. —Lady Odila se puso en cuclillas delante del kender para mirarlo a los ojos—. Descríbemelo.
—Tiene el cabello como los molletes de maíz de Tika y una cara que parece fea al principio, hasta que lo conoces, y entonces, por alguna razón, ya no te parece fea en absoluto, sobre todo después de haberme rescatado de los caballeros negros. Sus ojos son...
—Azules como las flores del aciano —se adelantó lady Odila—. Harina de maíz y flores de aciano. Sí, eso lo describe bien. ¿Cómo es que lo conoces?
—Es un buen amigo mío —dijo Tas—. Viajamos juntos a Qualinesti...
—Ah, de modo que venía de allí. —Lady Odila miró intensamente al kender y luego explicó—. Tu amigo Gerard se encuentra en Solanthus. Lo han llevado ante el Consejo de Caballeros. Está bajo sospecha de espionaje.
—¡Oh, vaya! Lamento oír que está enfermo —comentó Tas—. ¿Dónde se encuentra? Seguro que le gustará verme.
—En realidad ese encuentro podría resultar extremadamente interesante —contestó la dama—. Trae a esos dos, guardia. Supongo que el gnomo también es parte de este enredo, ¿verdad?
—Oh, sí —aseguró Tas, que agarró con fuerza la mano de Acertijo—. Él guarda el dinero.
—¡No menciones el dinero! —espetó el gnomo, furioso.
—Una confusión mía, sin duda. —Se disculpó Tas, que luego añadió en un susurro:— No te preocupes, Acertijo. Yo lo arreglaré todo.
Sabedor de que ese «yo lo arreglaré todo» se reflejaba en los anales de la historia de Krynn como las últimas palabras que muchos compañeros de kenders oían en este mundo, el gnomo no se sintió reconfortado precisamente.