16 Un kender aburrido

Palin colocó al comatoso kender en una de las sillas raídas, mohosas y cubiertas de polvo que había al fondo de la biblioteca, una zona envuelta en las sombras. Fingiendo que acomodaba a Tas, Palin aprovechó para observar detenidamente a Dalamar, que seguía sentado detrás del escritorio, con la cabeza apoyada en las manos.

A su llegada, sólo había tenido ocasión de ver al elfo de pasada, y le impresionó el deterioro físico operado en el otrora apuesto y vanidoso hechicero elfo: el negro cabello surcado de mechones grises, el rostro ajado, las delgadas manos con las venas azuladas semejando ríos dibujados en un mapa. Ríos de sangre, ríos de almas. Y ése, su amo... El Señor de la Torre.

Una idea repentina condujo a Palin hacia la ventana y oteó el suelo del bosque, allá abajo, donde los muertos seguían fluyendo en silenciosos remolinos entre los troncos de los cipreses.

—El conjuro de cerrojo en la puerta principal no era para impedirnos salir a nosotros, ¿verdad? —preguntó bruscamente. Como Dalamar no contestaba, Palin se dio la respuesta a sí mismo—. Su propósito era impedirles el paso a ellos. Si estoy en lo cierto, quizá quieras reemplazarlo.

El elfo oscuro abandonó la habitación con gesto adusto y regresó al cabo del rato. Palin no se había movido, y Dalamar se acercó a la ventana, junto a él, a fin de contemplar la niebla arremolinada de espíritus.

—Se apiñan alrededor de ti —empezó quedamente el elfo—. Sus manos frías como una tumba te agarran. Sus labios gélidos se pegan a tu carne. Sus brazos heladores te ciñen, clavando los dedos muertos en ti. ¡Lo sabes!

—Sí, lo se. —Se quitó de encima el horror recordado—. Tampoco tú puedes marcharte.

—Mi cuerpo no puede marcharse —lo corrigió Dalamar—. Mi espíritu es libre de vagar por ahí. Pero cuando parto, siempre debo regresar. —Se encogió de hombros—. ¿Qué era lo que solía decir el shalafi?. «Incluso los hechiceros deben pagar un precio.» Siempre hay un precio, ¿no es cierto? —preguntó mientras bajaba la vista a los dedos rotos de Palin.

El mago humano metió las manos en las mangas de la túnica.

—¿Y dónde ha estado tu espíritu? —preguntó.

—Viajando por Ansalon, investigando esa fantástica historia tuya de viajar en el tiempo.

—¿Historia? Yo no te he contado nada —replicó resueltamente Palin—. No he hablado contigo. Has ido a ver a Jenna, ella fue la que te lo contó. ¡Y luego afirma que hace años que no te ha visto!

—No te mintió, Majere, si es eso lo que insinúas, aunque admito que no te dijo toda la verdad. No me ha visto, al menos físicamente. Ha oído mi voz, y eso sólo recientemente. Preparé una reunión con ella después de la extraña tormenta que barrió todo Ansalon en una sola noche.

—Le pregunté si sabía dónde podía encontrarte.

—De nuevo te dijo la verdad. No sabe dónde encontrarme. No se lo dije. Nunca ha estado aquí. Nadie ha estado aquí. Eres el primero y, créeme —las cejas de Dalamar se fruncieron—, si tu situación no hubiese sido tan desesperada, no te encontrarías aquí ahora. No suspiro por tener compañía —añadió con una mirada sombría.

Palin guardó silencio, dudando si creerle o no.

—¡Oh, por la magia bendita, Majere, no te enfurruñes! —dijo Dalamar malinterpretando intencionadamente el silencio del otro mago—. Es indecoroso en un hombre de tu edad. ¿Cuántos años tienes, por cierto? ¿Sesenta, setenta, cien? Nunca sé calcular la edad de los humanos, pero me pareces bastante viejo. En cuanto a que Jenna «traicionara» tu confianza, te ha venido bien a ti, y también al kender, que lo hiciera, o de otro modo no me habría interesado por vosotros y ahora estarías bajo el tierno cuidado de Beryl.

—No pierdas el tiempo intentando zaherirme haciendo comentarios sobre mi edad —repuso tranquilamente Palin—. Sé que he envejecido. En los humanos es un proceso natural, pero no así en los elfos. Mírate en un espejo, Dalamar. Si los años me han pasado factura, contigo se han ensañado. En cuanto al orgullo —añadió, encogiéndose de hombros—, hace mucho que lo perdí. Resulta muy difícil conservarlo cuando ya ni siquiera se puede reunir suficiente magia para calentarte el té de la mañana. Creo que tienes razones para saber eso.

—Tal vez. Sé que he cambiado. La batalla que sostuve con Caos me robó siglos de vida, pero eso lo sobrellevé. Después de todo, salí victorioso. Victorioso y derrotado al mismo tiempo. Gané la guerra y caí derrotado por lo que vino después. La pérdida de la magia. Arriesgué mi vida por el bien de la magia —continuó con voz apagada—. La habría dado por ella, y ¿qué pasó? Que desapareció. Los dioses se marcharon y me dejaron despojado de poder, indefenso, sin recursos. Me dejaron... ¡reducido a un ser normal y corriente!

»Todo aquello a lo que había renunciado por la magia: mi país, mi gente, mi casa, solía considerarlo un intercambio justo. Mi sacrificio, y fue terrible, aunque sólo otro elfo lo entendería, había sido recompensado. Pero esa recompensa se esfumó y no me quedó nada. Nada. Y todo el mundo lo sabía.

»Fue entonces cuando empecé a oír rumores sobre que Khellendros, el Azul, iba a apoderarse de mi Torre, que los caballeros negros se disponían a atacarla. ¡Mi Torre! —Dalamar dio un feroz gruñido y su delicado puño se apretó. Luego, relajó la mano y soltó una risa chirriante.

»Te aseguro, Majere, que hasta unos gullys habrían tomado mi Torre y yo no habría podido hacer nada para impedírselo. Antaño era el hechicero más poderoso de Ansalon, y ahora, como bien dices, ni siquiera soy capaz de hacer que hierva el agua.

—No eres el único. —En la voz de Palin no había el menor asomo de compasión—. A todos nosotros nos afectó del mismo modo.

—No, ni hablar —replicó con ardor el elfo—. Lo tuyo no tiene ni punto de comparación. No sacrificaste lo que yo sacrifiqué. Tenías a tus padres. Tenías a tu esposa y a tus hijos.

—Jenna te amaba... —empezó Palin.

—¿De veras? —Dalamar torció el gesto—. A veces pienso que nos limitábamos a utilizarnos el uno al otro. Tampoco ella podía entenderme. Era como tú, con su condenada esperanza y su maldito optimismo. ¿Por qué sois así los humanos? ¿Por que seguís abrigando esperanzas cuando resulta obvio que no hay ninguna posibilidad? No soportaba sus tópicos. Discutimos. Se marchó, y yo me alegré de que se fuera. No la necesitaba. No necesitaba a nadie. Dependía de mí proteger mi Torre de esos enormes e hinchados reptiles, e hice lo que tenía que hacer. El único modo de salvarla era que pareciera que la destruía. Mi plan funcionó. Nadie sabe que la Torre está aquí, y nadie lo sabrá a menos que yo quiera que la encuentre.

—Trasladarla debió de requerir una extraordinaria cantidad de poder... Un poco más de lo que se necesita para hervir agua —observó Palin—. Debía de quedarte algo de la antigua magia.

—No, te lo aseguro —contestó Dalamar, calmada ya su pasión—. Estaba tan vacío como tú. —Le dirigió una mirada significativa—. Al igual que tú, comprendí que había magia en el mundo si se sabía dónde buscarla.

Palin esquivó el intenso escrutinio del elfo.

—No sé qué insinúas. Descubrí la magia primigenia...

—Solo, no. Tuviste ayuda. Lo sé porque yo también la recibí. De un extraño personaje conocido como el Hechicero Oscuro.

—¡Sí! —Palin estaba estupefacto—. Encapuchado y vestido con túnica de color gris. Una voz suave como la sombra que podría haber pertenecido tanto a un hombre como a una mujer.

—Nunca viste su rostro...

—Desde luego que sí —protestó Palin—. En aquella terrible batalla final vi que era una mujer, una espía al servicio de Malystryx...

—No me digas. —Dalamar enarcó una ceja—. En mi «terrible» batalla final vi que el Hechicero Oscuro era un hombre, un espía al servicio del dragón Khellendros que, según mis fuentes de información, supuestamente había abandonado este mundo en busca del espíritu de su última ama, esa artera arpía, Kitiara.

—¿Dices que el Hechicero Oscuro te enseñó la magia primigenia?

—No. El Hechicero Oscuro me enseñó la magia de la muerte. La necromancia.

Palin volvió a mirar por la ventana, hacia los espíritus errantes. Recorrió con la vista la deteriorada habitación, con sus libros de magia, que eran otros fantasmas más, alineados en las estanterías. Luego miró al elfo, que estaba tan consumido como un hueso mordisqueado.

—¿Qué salió mal? —preguntó finalmente.

—Me embaucó. Me hizo creer que era el señor de los muertos. Demasiado tarde descubrí que no era el amo, sino un prisionero. Un prisionero de mi propia ambición, de mi ansia de poder. No me resulta fácil decir esas cosas sobre mí mismo, Majere —continuó—. Es especialmente duro admitirlas ante ti, el hijo querido de la magia. Oh, sí, lo sabía. Eras el dotado, el bienamado de Solinari, querido por tu tío Raistlin. Habrías llegado a ser uno de los grandes archimagos de todos los tiempos. Lo vi. ¿Que si estaba celoso? Un poco. Más que un poco. Sobre todo del afecto y el interés que recibías de Raistlin. Nunca habrías imaginado que querría eso para mí, ¿verdad? Que ansiaría ganarme su aprobación, su atención. Pues lo deseaba.

—Todo este tiempo he tenido celos de ti —confesó Palin mientras desviaba de nuevo la vista hacia los espíritus atrapados.

El silencio de la desierta Torre los envolvió a los dos.

—Quería hablar contigo —dijo finalmente Palin, casi odiando romper el silencio vinculante—. Preguntarte sobre el ingenio de viajar en el tiempo...

—Demasiado tarde para eso ahora —lo interrumpió Dalamar en un tono cáustico—, puesto que lo has destruido.

—Hice lo que tenía que hacer —replicó Palin, exponiendo un hecho, no disculpándose—. Debía salvar a Tasslehoff. Si el kender muere en una época que no es la suya, la nuestra y todo cuanto hay en ella desaparecerá.

—Pues adiós en buena hora. —Dalamar agitó una mano y regresó al escritorio. Caminaba despacio, hundidos los hombros—. El olvido será bienvenido.

—Eso si pensaras que estarías muerto a estas alturas —replicó Palin.

—No —repuso el elfo. Se paró ante otra ventana y miró hacia fuera—. Dije el olvido, no la muerte. —Se sentó pesadamente en la silla que había detrás del escritorio—. Tú podrías marcharte. Tienes el pendiente mágico que te transportaría a través de los portales de la magia, de regreso a tu hogar. El pendiente funcionará aquí, puesto que los muertos no pueden interferir.

—La magia no transportaría a Tasslehoff, y no me marcharé sin él —puntualizó Palin.

Dalamar observó al dormido kender con gesto meditabundo.

—Él no es la llave —dijo, caviloso—, pero quizá sí es la ganzúa.


Tasslehoff estaba aburrido.

Todo el mundo en Krynn sabe, o debería saber, lo peligroso que puede ser un kender aburrido. Palin y Dalamar lo sabían, pero por desgracia ambos lo olvidaron. Su lapsus quizás era comprensible, habida cuenta de su preocupación por encontrar respuestas a sus innumerables preguntas. Peor aún, no sólo olvidaron que un kender aburrido es un kender peligroso, sino que se olvidaron completamente de él, y eso sí que rayaba lo imperdonable.

La reunión de estos viejos amigos había tenido un buen comienzo, al menos en lo concerniente a Tas. Lo habían despertado de su inesperada siesta para que explicara su participación en los importantes acontecimientos ocurridos últimamente. Sentado al borde del escritorio de Dalamar y golpeando con los talones la madera —hasta que el elfo le ordenó secamente que dejara de hacerlo— Tasslehoff participó alegremente en la conversación.

Le resultó entretenido durante un rato. Palin describió su visita a Laurana en Qualinesti, su descubrimiento de que Tasslehoff era realmente Tasslehoff y la revelación sobre el ingenio de viajar en el tiempo y su posterior decisión de viajar al pasado para encontrar ese otro tiempo del que Tas le había hablado. Puesto que el kender había estado estrechamente relacionado con todo eso, se le pidió que aclarara ciertos detalles, cosa que estuvo encantado de hacer.

Y habría estado aún más encantado si le hubiesen permitido relatar la historia completa sin interrupción, pero Dalamar dijo que no tenía tiempo para escucharla. Como cuando era un kender pequeño le habían repetido que uno no puede tenerlo todo (siempre se había preguntado por qué, pero al final había llegado a la conclusión de que sus saquillos no eran lo bastante grandes para contenerlo todo), Tas tuvo que contentarse con relatar la versión abreviada.

Después de describir cómo había llegado al primer funeral de Caramon y encontró que Dalamar era el portavoz de los Túnicas Negras, Palin el de los Túnicas Blancas y Silvanoshei el rey de las Naciones Elfas Unidas, y que la paz reinaba en casi todo el mundo y no había —repitió— no había dragones supergigantes yendo de aquí para allí y matando kenders en Kendermore, a Tasslehoff se le dijo que ya no eran necesarios sus comentarios. En otras palabras, que fuera a sentarse en una silla y se quedara callado a menos que tuviera que contestar si se le hacía una pregunta.

De vuelta en la silla situada en el rincón oscuro, Tasslehoff escuchó a Palin contar cómo había utilizado el ingenio de viajar en el tiempo para regresar al pasado, sólo para descubrir que no había un pasado. Eso era interesante, porque Tas había estado allí para ver lo que pasaba y podría haber proporcionado testimonio de primera mano, como testigo presencial, si alguien le hubiese preguntado, cosa que no sucedió. Cuando se prestó a dar la información motu proprio, de nuevo le dijeron que se callase.

Entonces llegó la parte en la que Palin explicó que lo único de lo que había estado seguro era que Tasslehoff tendría que haber muerto al aplastarle el pie de Caos y que no estaba muerto, lo que significaba que todo, desde los dragones supergigantes hasta los dioses desaparecidos, era culpa suya.

A continuación contó como él —Palin— le había dicho —a Tasslehoff— que tenía que utilizar el ingenio de viajar en el tiempo para volver a morir y que Tasslehoff se había negado enérgicamente —y lógicamente, no pudo por menos de hacer constar Tas— a hacerlo. Palin relató que Tasslehoff había huido a la Ciudadela para buscar la protección de Goldmoon explicándole a ésta que Palin intentaba asesinarlo, y cómo Palin había llegado para decir que no, que no era ésa su intención, y que encontró a Goldmoon rejuvenecida, no más vieja. Aquello hizo que la conversación se desviara un poco de su curso, pero pronto —demasiado pronto para gusto de Tas— volvió a sus cauces.

Palin le explicó a Dalamar que finalmente Tasslehoff había llegado a la conclusión de que regresar al pasado era la única alternativa honorable; aquí, Palin lo elogió muchísimo por su valor. Entonces contó que antes de que Tas pudiera volver, los muertos habían roto el ingenio de viajar en el tiempo y los draconianos los habían atacado. Palin se había visto obligado a utilizar las piezas del ingenio para rechazar a los draconianos, y ahora los distintos componentes del ingenio estaban desperdigados por todo el laberinto de setos, así que, ¿cómo iban a mandar de vuelta al kender para que muriese?

Tasslehoff se puso de pie para exponer la original idea de que quizá no habría que mandar de vuelta al kender para que muriera, pero en ese momento Dalamar le asestó una mirada fría y dijo que, en su opinión, lo más importante que podían hacer para ayudar a salvar el mundo, aparte de acabar con los dragones supergigantes, era enviar a Tasslehoff de regreso para morir, y que tendrían que hallar algún modo de hacerlo sin el ingenio de viajar en el tiempo.

Dalamar y Palin empezaron a sacar libros de las estanterías y a hojearlos mientras murmuraban y mascullaban sobre ríos del tiempo y Gemas Grises y kenders metiéndose en todo y fastidiando las cosas y un montón más de cosas soporíferas. Dalamar usó la magia para encender fuego en la enorme chimenea, y la habitación, antes fría y húmeda, empezó a caldearse y a tener cargado el ambiente, con olor a papel de vitela, moho, aceite de lámparas y rosas muertas. Como ya no había nada interesante que ver ni oír, los ojos de Tasslehoff decidieron cerrarse, sus oídos estuvieron de acuerdo con ellos, y su mente estuvo de acuerdo con sus oídos, y todos se echaron otra siestecita, ésta por decisión propia.

Tas despertó con la desagradable sensación de que algo se le hincaba en el trasero. Por lo visto, el sueñecito que había echado no había sido tan corto como creía, pues fuera estaba oscuro, tan oscuro que la negrura se había colado en la habitación. No veía nada. Ni a sí mismo ni a Dalamar ni a Palin.

El kender rebulló en la silla para intentar que lo que quiera que se le estaba clavando en una zona tan tierna dejara de incordiarle. Fue entonces, al espabilarse un poco, cuando comprendió que la razón por la que no veía a Palin y a Dalamar era porque ya no estaban en la habitación. O, si estaban, es que jugaban al escondite, pero aunque ése era un juego divertido, los dos magos no le parecían el tipo de personas que practicaran esa clase de entretenimiento.

Se bajó de la silla y se dirigió a tientas al escritorio de Dalamar. En la chimenea quedaban unas brasas moribundas. Tas tanteó la mesa hasta dar con un papel. Esperando que no tuviera un conjuro escrito o que, si lo tenía, fuera un hechizo que Dalamar ya no necesitaba, Tas arrimó un pico de la hoja a las brasas, lo prendió y encendió la lámpara de aceite.

Ahora que podía ver, rebuscó en el bolsillo trasero para comprobar qué era lo que se le había estado clavando. Sacó el molesto objeto y lo sostuvo frente a la lámpara.

—¡Oh, oh! —exclamó—. ¡Oh, no! —gritó—. ¿Cómo has llegado ahí? —gimió.

Lo que le había estado molestando era la cadena del ingenio de viajar en el tiempo. Tas la tiró sobre el escritorio y volvió a meter la mano en el bolsillo trasero. Sacó otra pieza del artilugio, y a continuación otra, y otra más. Sacó todas las gemas, una por una. Soltó las piezas sobre el escritorio y las miró tristemente. Habría querido amenazarlas con el puño, pero eso no habría sido digno de un Héroe de la Lanza, así que no lo hizo.

Como uno de los Héroes de la Lanza, Tas sabía qué debía hacer. Debía recoger todas las piezas en su pañuelo (es decir, el de Palin) y llevarlas directamente a donde estuvieran Palin y Dalamar, entregárselas y decir, con gran valentía, que estaba dispuesto a regresar y morir por el mundo. Éso sería un Acto Noble —así, con mayúsculas— y él ya había estado dispuesto a realizar un Acto Noble con anterioridad. Pero uno tenía que estar de humor para ser noble, y Tas descubrió que no estaba en absoluto de ese humor. Suponía que uno también tenía que estar de humor para dejarse aplastar por un gigante, y tampoco estaba de humor para eso. Después de ver a los muertos deambulando sin norte ahí fuera —en especial a los kenders muertos, a los que ni siquiera les importaba lo que guardaban en sus saquillos— Tasslehoff sólo estaba de humor para vivir y seguir viviendo.

Sabía que tal cosa no era muy probable que ocurriera si Dalamar y Palin descubrían que tenía el ingenio mágico en el bolsillo, aunque estuviese roto.

Temiendo que los dos magos entraran en cualquier momento para ver cómo le iba y ofrecerle la cena, Tasslehoff se apresuró a recoger las piezas del artilugio mágico, las envolvió en el pañuelo y las guardó en uno de sus saquillos.

Ésa fue la parte fácil. A continuación venía la parte difícil.

Lejos de ser noble, iba a ser innoble; creía que ésa era la palabra correcta. Iba a huir.

Salir por la puerta principal quedaba descartado. Ya había probado con las ventanas, y no había funcionado. No se las podía romper lanzándoles una piedra al cristal, como se haría con una ventana normal y decente. Tas había lanzado una piedra, y ésta había rebotado y le había caído en el pie, machacándole los dedos.

—Tengo que pensar esto con lógica —se dijo a sí mismo. Puede considerarse como algo histórico el hecho de que ésta fue la única vez que un kender pronunciaba semejante frase, y ello demostraba hasta qué punto era apurada la situación en que se encontraba—. Palin salió, pero es un mago, y tuvo que utilizar la magia para hacerlo. Sin embargo, recurriendo a la lógica, he de plantearme: si nada ni nadie salvo un hechicero puede salir, ¿puede algo o alguien que no sea hechicero entrar? En tal caso, ¿qué o quién y cómo?

Tas reflexionó sobre eso. Mientras pensaba, contempló las brasas de la chimenea. De pronto soltó un grito, y al punto se tapó la boca con la mano, temeroso de que Palin y Dalamar lo oyeran y se acordaran de él.

—¡Lo tengo! —susurró—. ¡Hay algo que entra! ¡El aire! Y también sale. Y donde va el aire, también yo puedo ir.

Tasslehoff pisoteó y pateó las brasas hasta apagarlas. Cogió la lámpara de aceite, se acercó la chimenea y la examinó. Era un hogar grande, y no tenía que inclinarse mucho para meterse en él. Sosteniendo en alto la lámpara, escudriñó las sombras del tiro. Casi de inmediato tuvo que agachar la cabeza y parpadear frenéticamente hasta librarse del hollín que le había caído en los ojos. Una vez que pudo ver de nuevo, tuvo la recompensa de una vista estupenda. La pared del tiro de la chimenea no era lisa, sino maravillosamente irregular, llena de pequeñas protuberancias, con los picos, extremos y lados de grandes piedras sobresaliendo en todas direcciones.

—Vaya, podría trepar por esa pared con una pierna atada a la espalda —exclamó Tas.

Como eso no era algo que hiciera por norma, decidió que sería mucho más práctico usar las dos piernas. No le sería fácil trepar llevando la lámpara, así que la dejó en el escritorio; la apagó de un soplido para que no prendiese fuego a nada. Se metió en la chimenea, encontró un par de buenos agarres para la mano y el pie derechos, y empezó a subir.

Sólo había recorrido un corto trecho —moviéndose despacio porque tenía que buscar a tientas el camino en la oscuridad y deteniéndose de vez en cuando para limpiarse la porquería de los ojos— cuando oyó voces que venían de abajo. Se quedó muy quieto, aferrado como una araña a la pared de la chimenea, por miedo a desprender un montón de hollín sobre el suelo del hogar. Pensó, bastante resentido, que Dalamar podía haber dedicado al menos un poco de magia en deshollinar la chimenea.

Las voces sonaron más fuertes y acaloradas.

—¡Te digo, Majere, que tu historia no tiene sentido! De acuerdo con todo lo que hemos leído, deberías haber visto el pasado discurrir junto a ti como un gran río. En mi opinión, realizaste mal el conjuro.

—Y yo te digo, Dalamar, que aunque no tenga tu tan cacareado poder en la magia, no realicé mal el conjuro. El pasado no estaba, y todo va mal a partir del preciso momento en que se suponía que Tasslehoff tenía que morir.

—Por lo que he leído en el diario de Raistlin, la muerte de un kender debería ser una gota en el vasto río del tiempo y no tendría que afectarlo en modo alguno.

—Por enésima vez, el hecho de que Caos estuviese involucrado altera completamente las cosas. La muerte del kender adquiere una importancia capital. ¿Y qué hay de ese futuro que dice que visitó? ¿Un futuro en el que todo era distinto?

—¡Bah! Eres un crédulo, Majere. Y el kender un mentiroso. Se lo inventó todo. ¿Dónde está ese condenado pergamino? En él se explica todo. Sé que lo vi por aquí, en algún sitio. Busca en esos anaqueles.

Tasslehoff se sentía comprensiblemente molesto de que lo hubiera llamado mentiroso. Consideró la posibilidad de descolgarse y decirles un par de frescas a Dalamar y a Palin, pero se le ocurrió que si lo hacía iba a resultarle difícil explicar por qué había empezado a trepar por la chimenea, de modo que guardó silencio.

—Me ayudaría saber qué estoy buscando.

—¡Un rollo de pergamino! Supongo que sabes identificar un rollo de pergamino si ves uno.

—¡Encontradlo de una maldita vez! —murmuró Tasslehoff, que empezaba a notar el esfuerzo de estar colgado de la pared. Las manos empezaban a dolerle, las piernas le temblaban, y temió no aguantar mucho más.

—Sé el aspecto que tiene un rollo de pergamino, pero... —Hubo una pausa—. Por cierto, ¿dónde está Tasslehoff?

—Ni lo sé ni me importa.

—Cuando nos marchamos, dormía en esa silla.

—Entonces, probablemente se haya ido a la cama o está intentando otra vez forzar la cerradura de la puerta del laboratorio.

—Aun así, ¿no crees que deberíamos...?

—¡Lo encontré! ¡Aquí lo tengo! —Sonó un papel desenrollándose—. «Tratado sobre viajar en el tiempo ocupándose específicamente de la interdicción de permitir que cualquier miembro de las razas originadas por la Gema Gris viaje hacia atrás en el tiempo debido a lo imprevisible de sus actos y cómo podrían afectar no sólo al pasado sino al futuro.»

—¿Quién es el autor?

—Marwort.

—¡Marwort! ¿El que se autoproclamó el Insigne? ¿El mago favorito del Príncipe de los Sacerdotes? Todo el mundo sabe que cuando escribía sobre la magia el Príncipe de los Sacerdotes guiaba su mano. ¿De qué sirve esto? No puedes creer una sola palabra dicha por ese traidor.

—Así se hizo constar en la historia de nuestra Orden y, en consecuencia, nadie lo estudia. Sin embargo, con frecuencia he encontrado interesante lo que expone... si se lee entre líneas. Por ejemplo, fíjate en este párrafo. El tercero.

Los dedos agarrotados de Tas empezaron a resbalarse. El kender tragó saliva y reajustó su agarre en las piedras mientras deseaba con toda su alma que Palin, Dalamar y Marwort se largaran de allí.

—No puedo leer con esta luz —contestó Palin—. Mis ojos no son lo que solían ser. Y el fuego se ha apagado.

—Puedo encenderlo otra vez —ofreció Dalamar.

Faltó poco para que Tasslehoff perdiera el agarre en las piedras.

—No, esta habitación me resulta deprimente. Llevemos el pergamino a otro sitio donde podamos estar cómodos.

Apagaron la luz y dejaron a Tas en la oscuridad. El kender soltó un suspiro de alivio y, cuando oyó cerrarse la puerta, reanudó el ascenso por la chimenea.

Ya no era un kender ágil y joven y no tardó en descubrir que trepar a oscuras por una chimenea resultaba agotador. Afortunadamente, había llegado a un punto donde las paredes empezaban a estrecharse, de modo que al menos podía apoyar la espalda en una de ellas al tiempo que evitaba deslizarse hacia abajo haciendo palanca con los pies en la otra.

Estaba cansado y sudoroso, y el hollín le había entrado en los ojos, en la nariz y en la boca. Tenía las piernas arañadas, los dedos excoriados, las ropas rasgadas. Estaba aburrido de la oscuridad, de las piedras y de todo el asunto, y no parecía encontrarse más cerca de la salida que cuando empezó a trepar.

—Realmente no veo la necesidad de tener tanta chimenea —rezongó, maldiciendo al constructor de la Torre cada vez que plantaba un pie o una mano en un nuevo y pringoso saliente.

Justo cuando pensaba que sus manos iban a negarse a asir una piedra más y que sus piernas iban a fallarle y caería chimenea abajo, algo entró en su nariz y, para variar, esta vez no era hollín.

—¡Aire fresco! —Tasslehoff respiró profundamente y recobró el ánimo.

El soplo de aire que bajaba por el tiro devolvió fuerza a las piernas del kender e hizo que desapareciera el dolor de sus dedos. Escudriñando hacia arriba con la esperanza de atisbar estrellas o quizás el sol —pues tenía la sensación de haber estado trepando durante seis meses como poco— se llevó una desilusión cuando sólo vio más oscuridad. Estaba harto de oscuridad; más que harto. Sin embargo, el aire era fresco y ello significaba que venía del exterior, así que continuó trepando con renovado vigor.

Finalmente, como ocurre con todo, ya sea para bien o para mal, la chimenea se acabó.

La abertura estaba protegida con una rejilla de hierro, a fin de que pájaros, ardillas y otras criaturas indeseables no anidasen en el tiro de la chimenea. Después de todo lo que había pasado Tas, una rejilla de hierro era un pequeño inconveniente. Le dio un empujón de prueba, sin esperar conseguir ningún resultado. Sin embargo, la suerte lo acompañaba. Los pernos que la sujetaban llevaban mucho tiempo corroídos por la herrumbre —probablemente desde antes del Primer Cataclismo— y el enérgico empellón del kender la hizo saltar.

Tasslehoff no estaba preparado para que cediera tan repentinamente. Intentó agarrarla, pero falló, y la rejilla salió lanzada por el aire. El kender se quedó muy quieto, con los ojos apretados y los hombros encogidos, esperando que la rejilla cayera al suelo provocando lo que sin duda sería un golpe lo bastante fuerte para despertar a los muertos, o al menos a aquellos que estuviesen dormitando en ese momento.

Esperó y esperó y siguió esperando. Considerando el larguísimo tramo de chimenea que había subido, suponía que debía de haber un par de cientos de kilómetros hasta el pie de la Torre, pero, al cabo de un tiempo, hasta él tuvo que admitir que si la rejilla hubiese sonado al caer ya tendría que haberlo hecho. Asomó la cabeza por el agujero y al punto le dio en la cara el extremo de una rama; el intenso olor a ciprés le despejó la nariz llena de hollín.

Apartó a un lado la rama y miró en derredor para orientarse. La extraña y desconocida luna de ese extraño y desconocido Krynn se encontraba muy alta esa noche, y Tasslehoff por fin pudo ver algo, aunque ese algo era sólo más ramas de árbol. Ramas de árbol a su izquierda; ramas de árbol a su derecha; ramas de árbol arriba; ramas de árbol debajo. Ramas de árbol hasta donde alcanzaba la vista. Miró por el borde de la chimenea y descubrió la rejilla, enganchada en una rama, unos dos metros más abajo.

Tasslehoff intentó calcular a qué distancia estaba del suelo, pero las ramas se lo impedían. Miró a un lado y localizó la parte superior de uno de los minaretes rotos, que estaba más o menos a la misma altura que él. Eso le dio una idea de lo alto que había trepado y, lo más importante, lo lejos que estaba el suelo.

Eso no representaba un problema, sin embargo, ya que tenía todos esos árboles a mano.

El kender se aupó y salió de la chimenea, localizó una gruesa rama y gateó cuidadosamente por ella, tanteando la resistencia para sostener su peso a medida que avanzaba. La rama era fuerte y ni siquiera crujió. Después de trepar por una chimenea, descender por un árbol era pan comido. Tasslehoff se deslizó por el tronco, se descolgó de rama en rama, y, finalmente, soltando un suspiro de alivio y júbilo, sus pies tocaron suelo firme y sólido.

Allí abajo la luz de la luna no era muy brillante, filtrándose apenas a través del denso follaje. Tas distinguía la silueta de la Torre, pero sólo porque era un manchón negro y grande perfilado contra los árboles. Atisbo, muy, muy arriba, un rectángulo de luz e imaginó que debía de ser la ventana de los aposentos de Dalamar.

—He llegado hasta aquí, pero aún no he salido del bosque —se dijo—. Dalamar le comentó a Palin que estábamos cerca de Solanthus. Recuerdo haber oído decir a alguien que los Caballeros de Solamnia tenían un cuartel general en Solanthus, así que ése parece un buen sitio para ir y enterarme de lo que ha sido de Gerard. Será un plomo y, desde luego, es feo y no le caen bien los kenders, pero es un caballero solámnico, y si hay algo que pueda afirmarse de los caballeros solámnicos es que no son de los que mandarían a nadie de vuelta al pasado para que le despachurrase el pie de un gigante. Encontraré a Gerard y le explicaré todo, y estoy seguro de que se pondrá de mi parte.

Tasslehoff recordó de repente que la última vez que había visto a Gerard, el joven estaba rodeado de caballeros negros que le disparaban flechas. Esa idea desanimó mucho al kender, pero entonces se le ocurrió que había muchos Caballeros de Solamnia, de modo que si uno estaba muerto siempre podía encontrarse a otro.

Ahora la cuestión era cómo salir del bosque.

Desde que puso los pies en el suelo, los muertos habían flotado alrededor como niebla que tuviese ojos, bocas, manos y pies, pasando a su lado y por encima, pero en realidad no había prestado atención ya que había estado muy ocupado pensando. Ahora sí se fijó. Aunque estar rodeado de gente muerta con sus rostros tristes y sus manos tirando de uno de sus saquillos no era la experiencia más agradable del mundo, pensó que quizá podrían compensar ser tan escalofriantes si le indicaban el camino.

—Esto, disculpe, señor... Señora, disculpe... Hobgoblin, camarada, ¿podrías decirme...? Perdona, pero ése es mi saquillo. Eh, chico, ¿si te doy una moneda me enseñarás...? ¡Kender! ¡Eh, compadre! Tengo que encontrar el camino para ir a... Maldición —dijo Tas tras pasar un tiempo intentando en vano conversar con los muertos—. Parece que no me ven. Miran a través de mí. Le preguntaría a Caramon, pero nunca está cuando uno lo necesita. Y no es mi intención insultar —añadió en tono irritado, al tiempo que trataba sin éxito de encontrar un sendero entre los cipreses que se apiñaban alrededor de él—, ¡pero realmente sois un montón de muertos! Muchos más de los necesarios.

Siguió buscando un camino —cualquier clase de camino—, pero sin fortuna. Caminar en la oscuridad resultaba difícil, aunque los muertos irradiaban una especie de brillo suave que al principio le pareció interesante a Tas, pero que después de un rato, contemplando la expresión perdida, doliente y aterrada de los espíritus, decidió que la oscuridad —cualquier oscuridad— sería preferible.

Al menos podría poner cierta distancia entre él y los dos magos. Si él, un kender que jamás se perdía, estaba desorientado entre esos árboles, no le cabía duda de que un simple humano y un elfo oscuro —por muy hechiceros que fuesen— se extraviarían, de modo que perdiéndose también los perdía a ellos.

Continuó caminando, chocando con los árboles y golpeándose la cabeza con las ramas bajas, hasta que tropezó con una raíz y cayó de bruces sobre la capa de agujas secas. Al menos las agujas tenían un olor dulce y estaban decentemente muertas —tan marrones y quebradizas—, no como otros muertos que él podría mentar.

Sus piernas agradecían que no las estuviera utilizando. Las agujas muertas resultaban cómodas después de que uno se acostumbraba a que le pincharan en diversos sitios; así que Tasslehoff decidió que, ya que estaba en el suelo, podía aprovechar la ocasión para descansar.

Se arrastró hasta el pie de un ciprés y se acomodó lo mejor posible, con la cabeza apoyada en un blando parche de musgo. No es de extrañar, pues, que en lo último que pensara, a punto de quedarse dormido, fuera en su padre.

Eso no quería decir que su padre estuviera cubierto de musgo. Se lo recordó porque solía decirle: «El musgo crece en la parte del árbol que está orientada hacia...».

Hacia...

Tas cerró los ojos. Vaya, si pudiera acordarse qué dirección...

—Norte —dijo, y se despertó.

Comprendiendo que ahora podía saber en qué dirección viajaba, estaba a punto de girarse y volver a dormirse cuando alzó los ojos y vio a uno de los espíritus plantado a su lado, mirándolo fijamente.

Era el fantasma de un kender, un kender que le resultaba vagamente familiar; claro que la mayoría de los kenders les resultaban familiares a sus congéneres ya que existen muchas posibilidades de que, en su constante deambular por el mundo, acaben encontrándose unos con otros en alguna ocasión.

—Oye, mira —dijo Tasslehoff mientras se sentaba—. No quiero ser descortés, pero me he pasado casi todo el día intentando escapar de la Torre de la Alta Hechicería y, como sin duda sabes bien, escapar de las torres de hechiceros agota a cualquiera. Así que, si no te importa, voy a dormirme otra vez.

Tas cerró los ojos, pero tenía la sensación de que el fantasma del kender continuaba allí, mirándolo. Y no sólo eso, sino que Tas seguía viéndolo en la parte interior de los párpados, y cuanto más lo pensaba más convencido estaba de que había conocido a ese kender antes.

El fantasma kender era un tipo apuesto, y vestía unas ropas que a otros quizá les parecieran chillonas y estrafalarias, pero que a Tas le encantaban. Llevaba cantidad de saquillos, lo cual no era raro. Lo inusitado era la expresión del kender: triste, perdida, solitaria, ansiosa.

Un escalofrío estremeció a Tas. No un escalofrío emocionante, excitado, como el que uno siente cuando está a punto de sacar el reluciente anillo del huesudo dedo de un esqueleto y el dedo se mueve. Éste era la clase de escalofrío desagradable, horrible, que estruja el estómago y comprime los pulmones, de manera que casi impide respirar. Tas pensó que abriría los ojos, y después pensó que no. Apretó los párpados para que no se abrieran por sí mismos, y se hizo un ovillo. Sabía dónde había visto antes a ese kender.

—Vete —musitó—. Por favor.

Sabía muy bien, aunque no podía verlo, que el fantasma no se había marchado.

—¡Vete, vete, vete! —gritó, frenético, y cuando eso tampoco funcionó, abrió los ojos y se incorporó de un salto para gritarle al espíritu—: ¡Márchate!

El fantasma miraba fijamente a Tasslehoff.

Tasslehoff se miraba fijamente a sí mismo.

—Dime —inquirió con voz temblorosa—. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres? ¿Estás... enfadado porque aún no he muerto?

El fantasma de sí mismo no contestó. Siguió mirando a Tas un poco más y luego dio media vuelta y se alejó, pero no como si quisiera hacerlo, sino como si algo lo obligara. Tas vio como su fantasma se unía a la arremolinada corriente de espíritus agitan os. Siguió mirando hasta que ya no pudo distinguir a su fantasma de los demás.

Sintió el ardiente escozor de las lágrimas en los ojos. El pánico se apoderó de él y corrió como jamás había corrido. Corrió y corrió, sin mirar hacia dónde iba, chocando con los arbustos, rebotando contra los troncos, cayendo, levantándose, corriendo de nuevo, corriendo y corriendo hasta que se desplomó y no pudo levantarse porque las piernas ya no lo sostenían.

Exhausto, asustado, horrorizado, Tasslehoff hizo algo que jamás había hecho.

Lloró por sí mismo.

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