Morgham Targonne no creía en los milagros. Los había visto todos en sus tiempos, había visto el humo y había visto los espejos. Como todo lo demás en este mundo, los milagros se podían comprar y vender en el mercado como el pescado, y como pescado pasado, dicho fuera de paso, ya que todos apestaban. Tenía que admitir que el espectáculo que acababa de presenciar era bueno, mejor que la mayoría. No podía explicarlo, pero estaba convencido de que existía una explicación. Debía encontrarla. Y la buscaría en la mente de esa chica.
Lanzó una sonda mental a la pelirroja cabeza de Mina tan rápida y directa como una flecha. Cuando descubriera la verdad, la desenmascararía ante sus bobalicones seguidores. Les revelaría lo terriblemente peligrosa que era y ellos se lo agradecerían...
En su mente vio eternidad, esa que no es para ser contemplada jamás por ningún mortal.
Ninguna mente mortal puede abarcar la pequeñez que contiene la inmensidad.
Ningún ojo mortal puede ver esa cegadora luz para la esclarecedora oscuridad.
La carne mortal se marchita en el fuego gélido del ardiente hielo.
Los espíritus mortales no pueden comprender la vida que empieza en la muerte ni la muerte que vive en la vida.
Ciertamente, ninguna mente mortal como la de Targonne. Una mente que dividía el honor por la ambición y multiplicaba el beneficio por la avaricia. Las cifras que eran la suma de su vida estaban partidas por la mitad, y divididas por dos otra vez, y otra vez más, y al final era una mera fracción.
Los grandes se sienten humildes incluso con un atisbo de eternidad. Los ruines tiemblan de miedo. Targonne estaba aterrorizado. Era una rata en aquella insondable inmensidad, una rata acorralada que no podía encontrar un rincón.
Empero, incluso al final, la rata acorralada es una rata astuta. La astucia era lo único que le quedaba a Targonne. Miró alrededor y vio que no tenía ningún amigo, ningún aliado. Los únicos que tenía eran aquellos que lo servían por miedo o ambición o necesidad, y todos y cada uno de esos insignificantes intereses no eran más que polvo barrido por una mano inmortal. Su culpabilidad era obvia hasta para el más necio. Podía negarla o aceptarla.
Torpemente, con el borde del flojo peto golpeando contra sus huesudas rodillas, Targonne se arrodilló ante Mina en una actitud de humildad abyecta.
—Sí, es cierto —lloriqueó, derramando con esfuerzo un par de lagrimillas—. Planeé tu muerte. No tenía otra opción. Se me ordenó que lo hiciera. —Mantenía la cabeza inclinada humildemente, pero se las arregló para echar una ojeada para ver cómo se recibía su alegato—. Malystryx ordenó tu muerte. Te teme, y con razón.
Pensó que era el momento de levantar la cabeza y compuso el gesto para que armonizara con sus palabras.
—Me equivoqué, lo admito. Temía a Malystryx. Pero ahora veo que ese temor era infundado. Ese dios tuyo, el dios Único... un dios magnífico, maravilloso y poderoso. —Enlazó las manos ante sí—. Perdóname. Déjame servirte, Mina. ¡Déjame servir a tu dios!
Miró los ojos ambarinos y se vio a sí mismo, un insignificante insecto corriendo frenéticamente hasta que el ámbar fluyó sobre él y lo dejó inmovilizado.
—Predije que algún día te arrodillarías ante mí —manifestó Mina, y su tono no era petulante, sino dulce—. Te perdono. Y, lo que es más importante, el Único te perdona y acepta tu servicio.
Targonne, sonriendo para sus adentros, empezó a levantarse.
—Galdar —siguió Mina—, tu espada.
El minotauro desenvainó la enorme y curva espada y le enarboló. La mantuvo suspendida sobre la cabeza de Targonne un momento, lo suficiente para dar tiempo al cobarde a entender lo que iba a pasar. El grito de terror de Targonne, el chillido de una rata moribunda, se cortó de golpe por el barrido de la cuchilla que le separó la cabeza del tronco. La sangre salpicó a Mina. La cabeza rodó a sus pies y se paró, cara abajo, en un horripilante charco de sangre, barro y ceniza.
—¡Salve, Mina, Señora de la Noche! —gritó el general Dogah.
—¡Salve, Mina, Señora de la Noche! —corearon los soldados, y sus voces llevaron el clamor al cielo.
Asombrados por lo que habían visto y oído, los elfos se aterraron por la brutal muerte, incluso de alguien que tan sobradamente había merecido un castigo. Sus himnos de alabanza se apagaron en una nota discordante y se quedaron pasmados al ver que Mina ni siquiera se molestaba en limpiarse la sangre que la había salpicado.
—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —preguntó Dogah al tiempo que saludaba.
—Tú y los hombres bajo tu mando os quedaréis aquí para mantener Silvanesti en nombre de los Caballeros de Neraka —contestó Mina—. Enviarás ricos tributos a la gran señora Malystryx en mi nombre. Eso debería aplacarla, sin despertar su interés por lo que pasa fuera de su cubil.
—¿Dónde vamos a encontrar ese rico tributo, Mina? —inquirió Dogah mientras se rascaba la barba.
La muchacha hizo un gesto a Samuval para que soltara a Fuego Fatuo, y el caballo corrió hacia ella y le dio con el hocico. Mina acarició afectuosamente el cuello del animal y empezó a quitarle las alforjas.
—¿Dónde crees que puedes encontrarlo, Dogah? —preguntó a su vez—. En la tesorería real de la Torre de las Estrellas. En los hogares de los miembros de la Casa Real. En los almacenes de los mercaderes elfos. Hasta el más pobre de estos silvanestis —continuó a la par que tiraba al suelo las alforjas— posee reliquias familiares escondidas.
El general soltó una risita.
—¿Y qué hay de los propios elfos? —preguntó.
Mina echó una mirada al cadáver decapitado, al que algunos soldados hacían rodar sin miramientos hacia la base de la pira.
—Prometieron servir al Único, y el Único los necesita ahora —respondió—. Que aquellos que se han comprometido con el Único cumplan su promesa colaborando con nosotros para mantener el control sobre el país.
—No lo harán, Mina —adujo seriamente Dogah—. Su promesa de servicio no llegará a ese extremo.
—Te llevarás una sorpresa, Dogah —comentó la joven—. Como todos nosotros, los elfos han estado buscando algo más allá de sí mismos, algo en que creer. El Único se los ha proporcionado, y muchos acudirán a su servicio. Los silvanestis que le son fieles le erigirán un templo en el corazón de Silvanost. A los clérigos elfos del Único se les otorgará el poder de la curación y el don para hacer otros milagros.
»Antes, sin embargo, Dogah, el Único esperará que demuestren su lealtad. Deberán ser los primeros en entregar sus riquezas y deberán ser los que tomen las riquezas de aquellos que sean reacios a hacerlo. De los elfos que afirman ser fieles al dios Único se espera que denuncien a los que son enemigos del Único, incluso si se trata de sus propios amantes, esposos o esposas, padres o hijos. Todo esto les pedirás, y aquellos que sean realmente fieles harán el sacrificio. Si no lo hacen, pueden servir igualmente al Único muertos como lo servirían vivos.
—Comprendo —dijo Dogah.
Mina se agachó para desabrochar las correas de la silla de montar que ceñían el vientre de Fuego Fatuo. Sus caballeros habrían hecho gustosos ese trabajo por ella, pero en el momento que uno de ellos hacía un movimiento hacia el caballo, Fuego Fatuo enseñaba los dientes y frenaba al hombre con mirada celosa.
—Te dejo al mando, Dogah. Hoy cabalgo hacia Solamnia con los que están bajo mi mando. Debemos llegar allí en dos días.
—¡Dos días! —protestó Galdar—. ¡Mina, Solamnia está al otro lado del continente! ¡A mil quinientos kilómetros, a través del Nuevo Mar! Semejante empresa es imposible...
Mina se irguió y miró a los ojos al minotauro. Galdar tragó saliva con esfuerzo.
—Semejante empresa sería imposible para cualquiera excepto para ti —rectificó, contrito.
—Para el Único, Galdar. Para el Único —lo corrigió Mina.
Quitó la silla a Fuego Fatuo y la soltó en el suelo. Por último, hizo lo mismo con la brida y la tiró junto a la silla.
—Empaquetad eso con el resto de mis cosas —ordenó.
Luego se abrazó al cuello del caballo y habló en voz baja al animal. Fuego Fatuo escuchó atentamente, con la cabeza inclinada y las orejas echadas hacia adelante para no perderse ni el menor susurro. Finalmente, Fuego Fatuo movió la testa arriba y abajo. Mina lo besó y lo acarició amorosamente.
—Estás en las manos del Único —dijo—. Él te traerá a mí sano y salvo cuando te necesite.
Fuego Fatuo irguió la cabeza y sacudió orgullosamente la crin; luego dio media vuelta y se alejó a galope, en dirección al bosque. Los que estaban en su camino tuvieron que apartarse de un salto, pues al animal le importaba poco si arrollaba a alguien.
Mina lo siguió con la mirada y entonces, como por casualidad, reparó en Silvanoshei.
El elfo había presenciado todo lo ocurrido con la expresión aturdida de quien camina en sueños y no puede despertar. Había contemplado cómo ardía la pira con un dolor que rayaba la locura. Presenció el triunfante regreso a la vida de Mina con incredulidad que desembocó en gozo. Tan convencido estaba de su culpabilidad que cuando la oyó acusar a su asesino se dispuso a morir. Ni siquiera ahora entendía lo que había pasado. Sólo sabía que su amada estaba viva. La miraba maravillado y desesperado, con esperanza y con desánimo, viendo todo y no entendiendo nada.
La muchacha caminó hacia él. Silvanoshei intentó levantarse, pero las cadenas lo doblaban con su peso, dificultando sus movimientos.
—Mina... —Intentó hablar, pero sólo fue capaz de farfullar a causa de la hinchazón de la cara y la mandíbula rota.
La joven tocó su frente y el dolor se disipó al tiempo que la mandíbula se curaba. Desaparecieron los moretones y la inflamación. Silvanoshei le cogió las manos y las besó apasionadamente.
—¡Te amo, Mina!
—No soy digna de tu amor —dijo ella.
—¡Pues claro que sí, Mina! —dijo atropelladamente—. Seré un rey, pero tú eres una reina...
—No me has entendido, Silvanoshei —lo interrumpió suavemente—. Tu amor no debe ser para mí, sino para el Único, que me guía y dirige.
Retiró sus manos de las del elfo.
—¡Mina! —gritó, desesperado el joven.
—Que tu amor por mí te conduzca al Único, Silvanoshei —manifestó la muchacha—. La mano del Único nos unió, y su mano nos obliga a separarnos ahora, pero si dejas que Él te guíe, volveremos a estar juntos. Eres el Elegido del Único, Silvanoshei. Toma esto y guárdalo con fe.
Se quitó el anillo de rubíes del dedo, el aro envenenado, y lo soltó en la temblorosa mano del joven, tras lo cual se dio media vuelta y se alejó sin mirarlo una sola vez.
—¡Mina! —gritó Silvanoshei, pero ella no le hizo caso.
El joven elfo no prestaba atención a nada de lo que ocurría alrededor y siguió arrodillado en el ensangrentado suelo, con las manos encadenadas colgando flojamente ante sí, asiendo el anillo, contemplando a Mina con el corazón y el alma en sus ojos.
—¿Por qué le dijiste eso, Mina? —preguntó Galdar en voz baja mientras se apresuraba a ponerse a su lado para acompañarla—. El elfo no te importa nada, eso es evidente. ¿Por qué seguir engatusándolo con falsas esperanzas? ¿Para qué tomarse la molestia?
—Porque puede representar un peligro para nosotros, Galdar —repuso la muchacha—. Dejo un contingente reducido para dirigir una extensa nación. Si los elfos encontraran un cabecilla fuerte, podrían unirse y derrocarnos. En su interior alienta ese líder.
Galdar echó una ojeada hacia atrás y vio al joven elfo postrado en el suelo.
—¿Ese desgraciado llorica? Déjame que lo mate. —El minotauro puso la mano sobre la empuñadura de la espada que estaba manchada con la sangre de Targonne.
—¿Y hacer de él un mártir? —Mina sacudió la cabeza—. No, es mucho mejor para nosotros que se lo vea adorando al Único, sin hacer caso a los lamentos de su pueblo, porque esos lamentos se convertirán en maldiciones. No temas, Galdar —añadió mientras se ponía unos suaves guantes de montar—. El Único se ha ocupado de que Silvanoshei no sea ya una amenaza.
—¿Quieres decir que el Único le hizo esto? —inquirió el minotauro.
—Por supuesto, Galdar. El Único guía el destino de todos nosotros. El de Silvanoshei, el tuyo, el mío. —Los ojos ambarinos se quedaron prendidos en él largamente y luego añadió en voz queda, casi para sí misma:— Sé lo que sientes. También yo tuve dificultad en aceptar la voluntad del Único, tan contraria a la mía propia. Luché y me resistí contra ella durante mucho tiempo. Te contaré una historia y quizás así lo entiendas.
»Una vez, cuando era una niña, un pájaro entró volando en el lugar donde vivía. Las paredes eran de cristal y el pájaro podía ver el exterior, el sol, el cielo azul y la libertad. Se lanzaba contra el cristal intentando frenéticamente regresar al aire libre, bajo la luz del sol. Tratamos de cogerlo, pero no nos dejaba acercarnos a él. Por fin, herido y agotado, el pájaro cayó al suelo y se quedó allí tendido, tembloroso. Goldmoon lo recogió, le acarició las plumas y curó sus heridas. Luego lo llevó fuera y lo liberó.
»Yo era como ese pájaro, Galdar. Me lanzaba contra las paredes de cristal creadas por mí, y cuando estuve magullada y herida el Único me recogió, me curó y ahora me guía y me lleva, como lo hace con todos nosotros. ¿Lo entiendes, Galdar?
El minotauro no estaba seguro de entenderlo, de querer entenderlo, pero contestó afirmativamente porque deseaba complacerla, que se borrara el ceño de su frente y que la luz volviera a sus ojos ambarinos. Ella lo miró larga e intensamente y luego se volvió a la par que ordenaba enérgicamente:
—Llama a los hombres. Que recojan su equipo y se preparen para emprender el viaje a Solamnia.
—Sí, Mina.
La joven se detuvo y se volvió a mirarlo. Sus labios se curvaron ligeramente.
—No me has preguntado cómo llegaremos allí, Galdar —dijo.
—No, Mina. Si me dices que vuele, espero que me crezcan alas.
La joven rió alegremente. Su ánimo era excelente, chispeante y vivaz. Señaló hacia el horizonte.
—Ahí tienes, Galdar —dijo—. Así es como volará un minotauro.
El sol descendía hacia el poniente, hundiéndose en un halo de fuego y sangre. Galdar contempló un espectáculo emocionante en su terrible belleza. Los dragones llenaban el cielo, y el sol resplandecía en alas rojas y azules, brillando a través de ellas como lo haría un fuego a través de cristales de colores. Las escamas de los Dragones Negros rutilaban con oscuros reflejos irisados, las de los Verdes como esmeraldas esparcidas sobre cobalto.
Dragones Rojos, poderosos y enormes; Azules, ágiles y veloces; Negros, sanguinarios y crueles; Blancos, fríos y hermosos; Verdes, tóxicos y mortíferos. Dragones de todos los colores, machos y hembras, viejos y jóvenes acudían a la llamada de Mina. Muchos de esos reptiles habían permanecido escondidos en la profundidad de sus cubiles, a causa del pánico a Malys y Beryl, así como a Khellendros, uno de los suyos que se había vuelto contra ellos. Se habían escondido por miedo a que sus cráneos acabaran en uno de los tótems de los grandes señores dragones.
Entonces había estallado la gran tormenta. Por encima de los vientos aterradores, los rayos desgarradores y los truenos restallantes, esos dragones habían oído una voz diciéndoles que se prepararan, que estuviesen listos para acudir cuando fueran convocados.
Hartos de vivir con miedo, ansiosos de venganza por las muertes de sus parejas, sus hijos, sus compañeros, respondieron a la llamada y ahora volaban hacia Silvanesti, sus escamas multicolores formando un terrible arco iris sobre la patria ancestral de los elfos.
Las escamas de los reptiles rutilaban con el sol, de manera que sus cuerpos parecían cuajados de gemas incrustadas. A su paso, las sombras que proyectaban ondeaban debajo de ellos, deslizándose sobre colinas y granjas, lagos y bosques.
Los elfos experimentaron el terror de su llegada y muchos se desplomaron inconscientes mientras otros huían enloquecidos por el miedo. Dogah envió a sus hombres tras ellos, instándolos a asegurarse de que ningún elfo escapara a territorio agreste.
Los hombres de Mina corrieron a recoger sus equipos y todas las provisiones que pudieran transportarse a lomos de dragones. Llevaron a Mina sus mapas, y la joven dijo que no necesitaba nada más. Estaban preparados y esperando para montar cuando el primer dragón empezó a descender en círculos y aterrizó en el campo de batalla. Galdar se subió a un gigantesco Rojo, y Samuval eligió a un Azul, mientras que Mina montó al extraño reptil, al que llamaba «dragón de la muerte».
—Viajaremos en la oscuridad —anunció la muchacha—. No brillará la luz de la luna ni de las estrellas esta noche, para que nuestro viaje permanezca en secreto.
—¿Cuál es nuestro destino? —preguntó Galdar.
—Un lugar donde los muertos se reúnen —contestó—. Un lugar llamado Foscaterra.
Su dragón extendió las fantasmales alas y se alzó en el aire sin esfuerzo, como si no pesara más que las cenizas que flotaban arremolinadas de la pira donde se incineraba el cadáver de Targonne. Los otros reptiles, llevando a los soldados de Mina sobre sus espaldas, levantaron el vuelo. Por el oeste aparecieron nubes que taparon el sol y se concentraron densamente alrededor de los numerosos dragones.
Dogah regresó a la tienda de mando. Tenía trabajo que hacer: requisar almacenes donde guardar las riquezas incautadas; establecer campos de trabajo para esclavos, centros para los interrogatorios, prisiones, y burdeles para tener entretenidos a los hombres. Mientras se hallaba en Silvanost había reparado en un templo dedicado a una antigua deidad, Mishakal. Establecería el culto al dios Único allí, decidió. Un lugar muy apropiado.
Mientras hacía sus planes, podía oír los gritos de los elfos a los que, probablemente en ese momento, se estaba despachando al servicio del Único.
Fuera del campo de batalla, Silvanoshei seguía en el mismo sitio donde lo había dejado Mina. Había sido incapaz de apartar los ojos de ella. Desesperado, la había visto marcharse, aferrado al jirón de esperanza que le había dado del mismo modo que un niño se aferra a la vieja manta que mantiene lejos a los terrores nocturnos. No oyó los gritos de su pueblo. Sólo oía la voz de Mina.
«El dios Único. Abraza su fe y volveremos a estar juntos.»