Esa noche, en la villa portuaria Mirador del Delfín, al norte de Abanasinia, un barco zarpó a través del estrecho de Schallsea. La nave transportaba a un único pasajero cuya identidad sólo conocía el capitán. Envuelto en una amplia capa y cubierto con capucha, el pasajero embarcó durante la noche sin llevar consigo más que su caballo, una bestia de mirada salvaje y genio vivo, a la que se acomodó bajo cubierta, en un establo especialmente construido para la ocasión.
Obviamente, el misterioso pasajero era una persona de buena posición económica, ya que había alquilado el Ala de Gaviota, pagando un extra por su caballo. Los marineros, que sentían una gran curiosidad por la identidad del pasajero, envidiaron al grumete, al que se había encargado llevar la cena al pasajero. Esperaron con ansiedad a que el chico regresara y les contara lo que había visto y oído.
El grumete llamó a la puerta. Nadie respondió, y tras tocar con los nudillos varias veces, probó con el tirador, tembloroso, por si la puerta estaba abierta. La hoja se abrió.
Un hombre alto, delgado, envuelto en su capa, se encontraba de pie contemplando el vasto y reluciente mar a través del ojo de buey. No se volvió, ni siquiera cuando el grumete mencionó la cena varias veces. El chico se encogió de hombros e iba a retirarse cuando el misterioso pasajero habló. Lo hizo en Común, pero con un marcado acento. Su voz vibraba de impaciencia.
—Dile al capitán que quiero que el barco vaya más deprisa. ¿Me has oído? Debemos ir más rápido.
En su cubil de la montaña, rodeada de los cráneos de dragones que había matado, la gran hembra Roja Malystryx soñaba con agua, un agua negra como tinta que subía por sus rojas patas, su vientre, su inmensa cola. Subía hasta cubrirle las alas, la espalda. Le llegaba a las crestas del cuello, a la cabeza; le cubría la boca y la nariz. No podía respirar. Se debatió para elevarse sobre el agua, pero tenía sujetas las patas, no podía soltarse. Los pulmones le estallaban, empezó a ver puntitos luminosos en sus ojos. Jadeó, abrió la boca, y el agua entró a raudales. Se estaba ahogando...
Malystryx despertó de golpe, miró alrededor, furiosa e inquieta. Había soñado, y ella nunca soñaba. Jamás un sueño había alterado su descanso. Había oído voces en el sueño; voces burlonas, provocadoras. Y seguía oyéndolas. Las voces provenían del Tótem de las Calaveras, y entonaban un canto sobre dormir. Dormir para siempre.
La gran Roja alzó la enorme cabeza y miró fijamente el tótem, los blancos cráneos de Dragones Azules apilados sobre los de Dragones Plateados, los cráneos de Dragones Rojos colocados sobre los de Dragones Dorados.
Desde las cuencas vacías de todos los dragones muertos, unos ojos —unos ojos vivos— le sostenían la mirada.
Dormir. Dormir para siempre.
En la Torre de la Alta Hechicería, Galdar esperaba a Mina, pero la muchacha no regresaba. Finalmente, preocupado por ella, receloso de aquel lugar o de los hechiceros que lo habitaban, fue en su busca.
La encontró en el antiguo laboratorio.
Mina estaba sentada en el suelo, acurrucada, junto al cuerpo de una mujer muy, muy vieja. Galdar se acercó y le habló, pero Mina no levantó la cabeza. El minotauro se agachó y vio que la anciana había muerto.
Galdar levantó a Mina, la rodeó con su fuerte y recobrado brazo derecho y la condujo fuera de la cámara.
La luz de las cabezas de dragón se apagó.
El laboratorio volvió a quedar envuelto en la oscuridad.