A paso lento y solemne, Galdar se encaminó hacia las andas funerarias llevando el cuerpo de Mina en sus brazos. Las lágrimas corrían por el rostro desolado del minotauro, que tenía la garganta tan constreñida por la congoja que no podía hablar. La cargaba acunada en sus brazos, con la cabeza recostada en el brazo derecho que ella le había restituido. Su cuerpo estaba frío y su piel tenía una palidez cadavérica, sus labios una tonalidad azulada. Los párpados cerrados ocultaban la mirada fija de unos ojos muertos.
Cuando había entrado en la tienda donde yacía el cuerpo de la joven, Galdar había intentado, subrepticiamente, hallar alguna señal de vida en ella. Acercó el brazal metálico a sus labios con la esperanza de ver el tenue vaho del aliento en el metal. Al alzarla en sus brazos había confiado en percibir el leve latido de su corazón.
Nada empañó el metal del brazal. No hubo palpitación alguna.
«Parecerá que estoy muerta —le había dicho—. Sin embargo, seguiré viva. El Único creará ese engaño para que pueda arremeter contra nuestros enemigos.»
Era lo que había dicho, pero también había afirmado que despertaría para acusar a su asesino y hacer justicia; sin embargo, allí seguía, en sus brazos, tan fría y pálida como un lirio cortado y helado en la nieve. Y él estaba a punto de poner ese delicado lirio sobre un montón de leña que ardería en una rugiente hoguera con una simple chispa.
Los caballeros de Mina formaban una guardia de honor que marchaba detrás de Galdar en el cortejo fúnebre. Vestían sus negras armaduras, lustradas hasta brillar, y llevaban las viseras de los yelmos bajadas, cada cual ocultando su dolor tras una máscara de acero. De manera espontánea, sin que se lo ordenaran sus oficiales, las tropas habían formado dos filas que iban desde la tienda hasta las andas. Soldados que la habían seguido durante semanas se alineaban codo con codo con aquellos que acababan de llegar pero que ya la adoraban. Galdar caminó lentamente entre las filas de soldados sin detenerse en ningún momento, aunque los hombres extendían las manos en un intento de tocar su cuerpo helado para una última bendición. Los más jóvenes lloraban sin rebozo. Veteranos canosos y cubiertos de cicatrices mantenían el gesto adusto y se limpiaban precipitadamente los ojos.
El capitán Samuval caminaba detrás de Galdar, llevando de las riendas al caballo de Mina, Fuego Fatuo. De acuerdo con la tradición, las botas de la joven iban colocadas en sentido contrario sobre los estribos. El brioso corcel estaba nervioso e inquieto, tal vez por la proximidad del minotauro —los dos habían creado una forzada alianza, aunque en realidad no se caían bien— o tal vez las emociones a flor de piel de los soldados afectaban al animal o quizá también él acusara la pérdida de Mina. Samuval tenía que emplearse a fondo para controlar al caballo, que resoplaba y temblaba, enseñaba los dientes, giraba los ojos hasta ponerlos en blanco y amagaba repentinas y peligrosas arremetidas contra la multitud.
El sol casi había alcanzado su cénit. El cielo tenía un extraño color azul cobalto, un cielo invernal en pleno verano, con un sol invernal que brillaba intensamente pero sin dar calor, un sol que parecía perdido en la vacía inmensidad azul. Galdar llegó al final de las filas de soldados y se detuvo frente a la enorme pira. En el suelo, a los pies del minotauro, había una litera enrollada con cuerdas. En lo alto de la pira, hombres de rostros sombríos y surcados de lágrimas esperaban para recibir a su Mina.
Galdar miró hacia la derecha. Lord Targonne estaba en posición de firmes y mostraba su máscara de pesar, seguramente la misma que había exhibido en el funeral de Mirielle Abrena. No obstante, deseaba que la ceremonia acabara y dejaba que su mirada se desviara con frecuencia hacia el sol para comprobar su avance, un recordatorio nada sutil a Galdar para que se diera prisa.
El general Dogah se encontraba a la izquierda del minotauro, y éste le lanzó una mirada elocuente.
«Tenemos que retardarlo, ganar tiempo», suplicaban sus ojos.
Dogah alzó la vista al sol, que casi se encontraba en línea vertical sobre sus cabezas. Al mirar a lo alto, Galdar vio siete Dragones Azules que volaban en círculo, mostrando un inusitado interés en el desarrollo de la ceremonia. Por norma, a los grandes reptiles les resultaba tremendamente aburrido ese tipo de actos. Los humanos eran como insectos; tenían una vida corta y frenética y, al igual que los insectos, morían continuamente. A menos que dragones y humanos hubiesen forjado un vínculo especial, a los primeros les importaba poco lo que les ocurría a los segundos. Sin embargo, ahora sobrevolaban la pira funeraria de Mina. Las sombras proyectadas por sus alas se deslizaban repetidamente sobre el rostro inmóvil de la muchacha.
Si el propósito de Targonne era que los dragones los intimidaran, lo había conseguido. Dogah sintió el miedo al dragón oprimiéndole el corazón, destrozado ya por la pena. Bajó la vista, capitulando. No podía hacerse nada más.
—Adelante, Galdar —ordenó con voz queda.
El minotauro se arrodilló y puso el cuerpo de Mina en las andas con extraordinaria delicadeza. Alguien, en alguna parte, había encontrado un paño de fina seda, dorada y púrpura. Seguramente robado a los elfos. Galdar colocó el cuerpo de la muchacha sobre la litera, con las manos cruzadas sobre el pecho. Luego la cubrió con el paño, como haría un padre amoroso con su hijita dormida.
—Adiós, Mina —susurró.
Medio cegado por las lágrimas que corrían sin freno por su hocico, se puso de pie e hizo un gesto feroz. Los soldados situados en lo alto de la pira tiraron de las cuerdas; éstas se tensaron y la litera empezó a subir lentamente. Al llegar arriba, los soldados la soltaron sobre el verde enramado y colocaron de nuevo el paño que cubría a la joven. Antes de bajarse de la pira, todos se agacharon para besarle la fría frente o las manos heladas.
Mina se quedó allí, sola.
El capitán Samuval hizo que Fuego Fatuo se parara al pie de la pira. El caballo, que ahora parecía darse cuenta de que lo observaban, se plantó muy quieto, con porte orgulloso y digno.
Los caballeros de Mina se reunieron alrededor de la pira; todos sostenían una antorcha encendida. Las llamas no titilaban ni se mecían, sino que ardían de manera regular; el humo ascendía recto hacia el cielo.
—Acabemos de una vez —dijo lord Targonne en tono enfadado—. ¿A qué esperáis?
—Un momento, milord —intervino Dogah, que luego alzó la voz para gritar—: ¡Traed al prisionero!
—¿Para qué lo necesitamos? —instó Targonne, que lanzó al general una mirada funesta.
«Porque así lo ordenó Mina», podría haber contestado Dogah. Sin embargo, dio la primera explicación que se le vino a la cabeza.
—Planeamos echarlo a la pira, milord.
—Ah, un holocausto. Habrá ofrenda de elfo chamuscado —comentó Targonne; soltó una risita divertida y se enfadó cuando nadie rió su chanza.
Dos guardias llegaron con el rey elfo, que había sido responsable de la muerte de Mina. El joven iba cargado de cadenas, que unían las argollas de muñecas y tobillos a una trena de hierro ceñida a la cintura y a una argolla de hierro ajustada a su cuello. Apenas podía caminar por el peso y los guardias tenían que ayudarlo. Tenía la cara magullada hasta el punto de ser casi irreconocible, con uno de los ojos cerrados por la hinchazón. Sus finas ropas estaban cubiertas de sangre.
Los guardias lo hicieron detenerse al pie de la pira. El joven alzó la cabeza y vio el cuerpo de Mina tendido en lo alto del montón de leña. Se puso tan pálido que se quedó más blanco que el cadáver; soltó un grito lastimero, desgarrado, y de repente se lanzó hacía adelante. Los guardias, creyendo que intentaba escapar, lo agarraron de manera violenta.
Sin embargo, Silvanoshei no trataba de huir. Los oyó maldecirlo y clamar que lo arrojarían al fuego, pero no le importó. Esperaba que lo hicieran; así moriría y se reuniría con ella. Se quedó con la cabeza inclinada, de manera que el largo cabello le caía sobre el rostro maltrecho.
—Ahora que hemos acabado con las demostraciones histriónicas —instó Targonne, irascible—, ¿podemos proceder?
Galdar hizo una mueca, enseñando los dientes, y apretó los enormes puños.
—Por mis barbas, ahí vienen los elfos —exclamó Dogah con incredulidad.
Mina había dado orden de que se permitiera asistir a la ceremonia a todos los elfos que quisieran hacerlo, y que no se los agobiara ni amenazara ni causara daño alguno, sino que se les diese la bienvenida en nombre del Único. Los oficiales no habían esperado que los elfos acudieran. Temiendo la venganza, se habían encerrado en sus casas, preparándose para defender sus hogares y familias o, en algunos casos, haciendo planes para huir a los bosques.
A pesar de todo, por las puertas de la ciudad salía una gran concurrencia de silvanestis, jóvenes en su mayoría, que habían sido seguidores de Mina. Llevaban flores —las que habían sobrevivido al efecto devastador del escudo— y caminaban a paso lento, marcado por una música fúnebre entonada por arpas y flautas. Los soldados humanos tenían buenas razones para ofenderse por la aparición de sus enemigos, a quienes consideraban responsables de la muerte de su amada líder. Se alzó un murmullo entre las tropas que se convirtió en un gruñido de rabia y una advertencia a los elfos de que no se acercaran.
Galdar se animó. Allí estaba la ocasión perfecta para una táctica dilatoria. Si los hombres decidían saltarse las órdenes y descargar su ira contra los elfos, los otros oficiales y él tendrían que actuar para detenerlos. Miró hacia el cielo. Los Dragones Azules no se entrometerían en una matanza de elfos. Después de que un tumulto tan grave hubiese interrumpido la ceremonia, no quedaría más remedio que posponer el funeral.
Los elfos se encaminaron hacia la pira. Las sombras de los dragones se proyectaron sobre ellos. Muchos se pusieron pálidos y temblaron; el miedo al dragón que afectaba incluso a Galdar debía de ser espantoso para esos elfos. Que ellos supieran, podían sufrir el brutal ataque de los soldados humanos, que tenían buenas razones para odiarlos. Con todo, habían acudido para rendir homenaje a la muchacha que los había sanado.
El minotauro no pudo menos que admirar su valor. Y también lo hicieron los hombres. Quizá porque Mina les había llegado al alma a todos ellos, humanos y elfos sintieron que compartían un vínculo ese día. Los silvanestis se situaron a una respetuosa distancia de la pira, como si fueran conscientes de que no tenían derecho a acercarse más. Alzaron las manos; una suave brisa sopló del este, atrapó las flores que llevaban y las transportó en una nube de fragancia hasta la pira, donde los blancos pétalos cayeron flotando alrededor del cuerpo de Mina.
La fría luz del sol iluminó la pira, el rostro de Mina, arrancó destellos del paño dorado de manera que la tela pareció arder con su propio fuego.
—¿Esperamos a alguien más? —demandó Targonne con sarcasmo—. ¿Enanos, quizá? ¿Un contingente de kenders? ¡En caso contrario, acabemos de una vez con esto, Dogah!
—Por supuesto, milord. Antes, sin embargo, comentasteis que haríais su panegírico. Como vos dijisteis, milord, las tropas apreciarían oíroslo pronunciar.
Targonne frunció el entrecejo. Se estaba poniendo más nervioso por momentos y no se explicaba por qué. Quizá se debía al modo en que esos tres oficiales lo observaban de hito en hito, el odio trasluciendo en sus ojos. Tampoco es que tal cosa fuera algo inusitado. Había muchos en Ansalon que tenían buenas razones para odiar y temer al Señor de la Noche. Lo que inquietaba a Targonne era el hecho de que no podía penetrar en sus mentes para descubrir lo que estaban pensando, lo que estaban tramando.
De pronto se sintió amenazado, y no lograba entender por qué tal cosa le producía nerviosismo. Estaba rodeado de su escolta, unos caballeros que tenían motivos para asegurarse de que siguiera vivo. Tenía siete dragones a su mando, reptiles que harían trizas a humanos y elfos por igual si el Señor de la Noche lo ordenaba. Aun así, esos argumentos no lograban erradicar la sensación de un inminente peligro.
Esa sensación lo irritaba, lo sacaba de quicio y le hacía desear no haber ido allí. Las cosas no estaban saliendo como había planeado. Había hecho el viaje para alardear de esa victoria atribuyéndose el mérito del triunfo, regodearse con la renovada adulación de oficiales y tropas. En cambio, se encontraba eclipsado por una chica muerta.
Se aclaró la voz y se puso erguido.
—Cumplió con su deber —dijo en un tono frío, sin inflexión.
Los oficiales lo miraron atentos, esperando que continuara.
—Ése es su panegírico —añadió fríamente Targonne—. Un panegírico digno para cualquier soldado. Dogah, da la orden de prender la pira.
El general no dijo nada y miró con impotencia a los otros dos oficiales. La expresión del capitán Samuval era abatida, derrotada. Galdar alzó la vista, con el alma en los ojos, a lo alto de la pira, donde Mina yacía, inmóvil.
¿O se había movido? El minotauro captó una leve oscilación en el paño dorado que la cubría, vio que el color había retornado a su pálida mejilla, y el corazón le dio un vuelco. Miró fijamente, embelesado, esperando que ella se incorporara. No lo hizo, y Galdar llegó a la amarga conclusión de que el movimiento del paño lo había causado la ligera brisa, y que la engañosa calidez de la piel era obra de la luz del sol.
Soltando un desgarrado gemido de dolor y rabia, Galdar arrebató la antorcha que sostenía uno de los caballeros de Mina y la arrojó con toda la potencia de su fuerte brazo derecho a lo alto de la pira funeraria.
La ardiente antorcha cayó a los pies de Mina y prendió el paño dorado que la cubría.
Alzando sus voces en ahogados gritos, los caballeros a las órdenes de Mina lanzaron sus antorchas a la pira. La madera empapada en aceite estalló en llamas. El fuego se propagó con rapidez, extendiéndose como manos ansiosas para unirse y rodear la pira. Galdar no apartaba la mirada de lo alto del montón de madera para no perder de vista a la joven, parpadeando a medida que el humo le entraba en los ojos y las ardientes cenizas caían sobre su pelambre. Finalmente, el calor se hizo tan intenso que se vio obligado a retroceder, pero no lo hizo hasta que dejó de ver el cuerpo de su adorada Mina, oculto tras la densa humareda.
Lord Targonne, tosiendo y agitando las manos para librarse del humo, se echó hacia atrás de inmediato. Esperó justo lo suficiente para asegurarse de que el fuego ardía impetuoso, y después se volvió hacia Dogah.
—Bien —empezó su señoría—, me marcho...
Una sombra ocultó el sol. El luminoso día se convirtió en noche cerrada en un instante. Pensando que era un eclipse —aunque uno extraño y repentino— Galdar, todavía escociéndole los ojos por el humo, alzó la vista hacia el cielo, sorprendido.
Ciertamente una sombra tapaba el sol, pero no era la redonda de la única luna. Perfilado contra la corona de fuego había un cuerpo sinuoso, una cola ondulada, una cabeza de dragón. Visto contra el sol, el reptil parecía tan negro como el final de los tiempos. Cuando extendió las colosales alas, el sol desapareció por completo, sólo para reaparecer como una llamarada en el ojo del dragón.
Las más profundas e impenetrables tinieblas cubrieron Silvanost y, en un instante, las llamas que consumían la pira se apagaron por un soplo que no se oyó ni se sintió.
Galdar soltó un bramido triunfal. Samuval cayó de hinojos, cubriéndose el rostro con las manos. Dogah contemplaba al dragón con maravillado asombro. Los caballeros de Mina miraban a lo alto sobrecogidos.
La oscuridad se hizo más intensa, hasta el punto de que Targonne apenas si alcanzaba a ver a los que estaban a su lado.
—¡Sacadme de aquí! ¡Deprisa! —ordenó secamente.
Nadie obedeció. Los caballeros de su escolta contemplaban absortos al extraño e inmenso dragón que había tapado el sol y parecían haberse quedado petrificados.
Ahora profundamente asustado, sintiendo que la oscuridad se cerraba sobre él, Targonne pateó a sus caballeros a la par que los insultaba. El miedo le hacía temblar, lo aplastaba, le atenazaba las entrañas. Tan pronto amenazaba a sus oficiales con encargarse de que los desollaran vivos como les prometía una fortuna en acero si lo salvaban.
Las tinieblas se volvieron aún más tenebrosas. Estallaron blancos relámpagos, hendiendo la noche sobrenatural. Retumbó un trueno, sacudiendo la tierra. Targonne empezó a gritar a sus dragones que acudieran a rescatarlo, pero el grito murió en su garganta.
Un brillante rayo iluminó una figura erguida en lo alto de la pira, una figura vestida con una negra y reluciente armadura y envuelta en un paño dorado chamuscado y quemado. Los Dragones Azules volaban sobre ella, los relámpagos restallaban a su alrededor. Descendiendo suavemente hacia lo alto de la pira, todos y cada uno de los reptiles inclinaron la cabeza ante ella.
—¡Mina! —entonaron los Dragones Azules como un himno—. ¡Mina!
—¡Mina! —Galdar sollozó y cayó de rodillas en el suelo.
—¡Mina! —susurró el general Dogah con alivio.
—¡Mina! —clamó el capitán Samuval como un grito vindicador.
Detrás de ellos, en la oscuridad, los elfos corearon el nombre haciendo de él un canto.
—Mina... Mina...
Los soldados se unieron a ese canto.
—Mina... Mina...
La oscuridad se disipó; el sol brilló, cálido y resplandeciente. El extraño dragón descendió a través de las capas celestiales; su llegada produjo tal pavor y sobrecogimiento que fueron muy pocos los que pudieron alzar sus miradas amedrentadas hacia él. Los que lo hicieron, Galdar entre ellos, vieron un dragón como jamás se había columbrado en Krynn. No pudieron mirarlo mucho tiempo, porque su contemplación parecía quemarles los ojos y les hacía llorar como si estuviesen mirando al sol.
El dragón era blanco, pero no el blanco de los reptiles que vivían en territorios de nieves y hielos perpetuos, sino el blanco del fuego de la más ardiente forja. El blanco que es la esencia totalmente opuesta al negro. El blanco que no es ausencia de color, sino la fusión de todos los colores del espectro.
El extraño dragón descendía más y más hacia el suelo, sin que sus alas agitaran el aire, y tampoco tembló el suelo por el impacto cuando aterrizó. Los Dragones Azules, los siete al completo, inclinaron las cabezas y extendieron las alas rindiéndole homenaje.
—¡La muerte! —clamaron al unísono, como una sola voz cruel y terrible—. ¡Los muertos regresan!
Ahora podían ver que el dragón no era una criatura viva, sino un ser fantasmal, un dragón formado por los espíritus de los reptiles cromáticos que habían muerto durante la Era de los Mortales, asesinados por los de su propia especie.
El dragón espectral alzó su garra delantera, la giró con la palma hacia arriba, y la acercó a lo alto de la pira. Mina se subió a ella, y el dragón espectral la bajó reverentemente al suelo ennegrecido, chamuscado y cubierto de ceniza.
—¡Mina! ¡Mina!
Los soldados golpeaban con el pie en el suelo, batían las espadas contra los escudos, gritaban hasta quedarse roncos, y el canto siguió resonando. Las voces elfas habían hecho de su nombre un madrigal cuya belleza embrujaba hasta los corazones humanos más duros y empedernidos.
Mina los miró a todos con una complacencia que caldeaba el ámbar de sus ojos, de manera que resplandecían como el oro más puro. Abrumada por la demostración de amor y adoración, parecía no saber cómo reaccionar. Finalmente, aceptó el homenaje agitando la mano casi con timidez y con una sonrisa agradecida.
Extendió las manos y estrechó las de Dogah y Samuval, tan llenos de gozo que no podían hablar. Después Mina se acercó a Galdar y se detuvo ante él.
El minotauro cayó de hinojos, la cabeza tan inclinada que los cuernos rozaban el suelo.
—Galdar —dijo suavemente la muchacha.
Él levantó la cabeza, y Mina le tendió la mano.
—Cógela, Galdar —le pidió.
El minotauro cogió su mano, sintió la carne cálida al tacto.
—Alaba al Único, Galdar, como prometiste.
—¡Alabado sea el Único! —susurró el minotauro, ahogado por la emoción.
—¿Vas a dudar siempre, Galdar? —le preguntó Mina.
Él la miró con aprensión, temeroso de su ira, pero vio que su sonrisa era afectuosa y benévola.
—Perdóname, Mina —balbuceó—. No volveré a dudar, lo prometo.
—Sí que la harás, Galdar —afirmó la joven—, pero no estoy enfadada. Sin escépticos no habría milagros.
Él le besó la mano.
—Levántate, Galdar —ordenó Mina, cuya voz se endureció al igual que el ámbar de sus ojos—. Levántate y prende al que buscaba mi muerte.
Mina señaló al asesino.
No apuntó con el dedo al desdichado Silvanoshei, que la miraba de hito en hito con aturdida sorpresa e incredulidad.
Su índice apuntaba a Targonne.