28 Quedarse dormido

Lady Odila se despertó y se encontró con los fuertes rayos del sol dándole en los ojos. Se sentó en la cama, irritada y molesta. Rara vez dormía hasta tarde; su hora habitual de levantarse era poco antes de que la luz gris del amanecer se filtrara por la ventana. Detestaba dormir más de la cuenta, porque se despertaba atontada y apática y con dolor de cabeza. Cierto, después de la sesión del Consejo de Caballeros había ido a El Perro y el Pato, una taberna frecuentada por miembros de la caballería, pero no a beber. Hizo lo que había prometido a la Primera Maestra que haría: preguntar para comprobar si alguien conocía a Gerard Uth Mondor.

Todos los caballeros respondieron negativamente, pero uno sabía de alguien que procedía de esa parte de Ansalon o las inmediaciones, y otro creía que, quizá, la modista de su esposa tenía un hermano que había sido marinero, y tal vez hubiese trabajado para el padre de Gerard. Poco satisfactorio el resultado. Odila había tomado una jarra de sidra fuerte con sus compañeros y después se había ido a la cama.

Masculló imprecaciones entre dientes mientras se vestía, poniéndose a tirones la túnica de cuero acolchada, la camisa de lino y los calcetines de lana que llevaba debajo de la armadura. Había planeado levantarse temprano para dirigir a una patrulla en busca del Dragón Azul, con la esperanza de atrapar a la bestia mientras cazaba en la fría niebla de la madrugada, antes de que desapareciese en su cubil para dormir durante gran parte del soleado día. Adiós a esa idea. Con todo, todavía cabía la posibilidad de que sorprendiesen al dragón durmiendo.

Se metió la gonela —bordada con el martín pescador y la rosa de la caballería solámnica— por la cabeza y se abrochó el cinturón de la espada, tras lo cual salió, cerró la puerta y se alejó apresuradamente. Vivía en el piso alto de una antigua posada que se había entregado a la caballería para albergar a los que prestaban servicio en Solanthus. Bajó la escalera en medio de los ruidos metálicos de la armadura y reparó en que sus compañeros parecían moverse tan lentamente como ella esa mañana. Casi chocó con sir Alfric, que salía precipitadamente de su habitación, con la camisa y el talabarte en una mano y el yelmo en la otra. Se suponía que debía ocuparse del cambio de guardia en las puertas principales de la ciudad; llegaría tarde a su servicio.

—Buenos días también a vos, milord —dijo Odila, con una mirada significativa a la parte delantera de sus pantalones.

Sir Alfric enrojeció y se abrochó como exigía el decoro, tras lo cual salió corriendo.

Riendo por lo bajo su broma y agradecida de no estar a sus órdenes para recibir una reprimenda, Odila se encaminó a buen paso hacia la armería. El día anterior había llevado su peto para que arreglaran una correa rota y una hebilla doblada. Le habían prometido que estaría listo por la mañana. Todos con los que se encontraba parecían adormilados y desaliñados o irritados y molestos. Pasó junto al hombre que era el relevo por la noche del carcelero. Bostezaba y tropezaba con sus propios pies en su prisa por presentarse al trabajo.

¿Es que todo el mundo en Solanthus se había dormido?

Odila reflexionó sobre esa inquietante pregunta. Lo que al principio parecía un suceso extraño y enojoso, empezaba a tener ahora un significado siniestro. No había razón alguna para pensar que el inusitado ataque de pereza por parte de los habitantes de Solanthus tuviese algo que ver con los prisioneros, pero, sólo para asegurarse, cambió de dirección y se encaminó a la prisión.

Al llegar lo encontró todo tranquilo. Cierto, el carcelero estaba echado sobre la mesa, roncando tan feliz, pero las llaves seguían colgadas del gancho de la pared. Despertó al hombre con un seco golpe de los nudillos en la calva cabeza. El carcelero se sentó erguido y la miró con los ojos entrecerrados, confuso. Mientras él se frotaba la coronilla, Odila hizo la ronda y encontró que todos los presos roncaban sonoramente en sus celdas. La prisión nunca había estado tan silenciosa.

Aliviada, Odila decidió que bajaría a ver a Gerard, ya que estaba allí, y le informaría que le habían hablado de alguien que quizá pudiera confirmar su identidad. Bajó la escalera, volvió la esquina y se frenó de golpe, sorprendida. Sacudió la cabeza, giró sobre sus talones y subió despacio la escalera.

«Y acababa de decidir que ese hombre decía la verdad —comentó para sus adentros—. Eso me enseñará a que no me fije en ojos del color del aciano. ¡Hombres! Mentirosos innatos, del primero al último.»

—¡Da la alarma! —ordenó al carcelero, que todavía tenía cara de sueño—. Pon en marcha a la guardia. Los prisioneros han escapado.

Se paró un momento, preguntándose qué hacer. Primero desengañada, ahora estaba furiosa. Había confiado en él, los dioses ausentes sabrían por qué, y la había traicionado. No era la primera vez que le pasaba, pero estaba decidida a que fuese la última. Giró sobre sus pasos y se encaminó hacia el establo. Sabía dónde habían ido Gerard y sus amigos, dónde debían ir. Al encuentro de ese dragón. Cuando llegó al establo, comprobó si faltaban caballos. No era así, de modo que dedujo que el caballero iba a pie. Sintió alivio. El gnomo y el kender, con sus piernas cortas, lo retrasarían.

Montó en su caballo y galopó por las calles de Solanthus que cobraban vida poco a poco, como si la ciudad entera sufriese los efectos de una mala resaca.

Pasó por todas las puertas de la muralla, deteniéndose sólo lo suficiente para preguntar si habían visto a alguno de los prisioneros durante la noche. Nadie los había visto; claro que, por el aspecto de los guardias, no habían visto nada salvo la parte interior de sus párpados. Llegó a la ultima puerta y encontró al Maestro de la Estrella Mikelis allí.

Los guardias estaban colorados, con aire apesadumbrado. El oficial hablaba con Mikelis.

—... sorprendidos durmiendo durante el servicio —decía el oficial, iracundo.

Odila sofrenó su caballo.

—¿Qué ocurre, Maestro de la Estrella? —preguntó.

Absorto en sus propios problemas, el místico no la reconoció del día anterior, en el juicio.

—La Primera Maestra ha desaparecido. No durmió en su lecho anoche...

—Pues fue la única en Solanthus que no durmió, al parecer —contestó Odila, encogiéndose de hombros—. Quizá fue a visitar a un amigo.

—No —contestó Mikelis, sacudiendo la cabeza—. He buscado en todas partes, he preguntado a todo el mundo. Nadie la ha visto desde que salió del Consejo de Caballeros.

Odila reflexionó sobre aquello.

—El Consejo de Caballeros, donde la Primera Maestra habló en favor de Gerard Uth Mondor. Quizás os interese saber, Maestro de la Estrella, que el prisionero ha escapado de su celda.

—¿No estaréis sugiriendo, señora...? —empezó Mikelis con gesto escandalizado.

—Tuvo ayuda —dijo Odila, ceñuda—. Una ayuda que sólo pudo venir de alguien con poderes místicos.

—¡No lo creo! —gritó acaloradamente el Maestro de la Estrella—. La Primera Maestra Goldmoon jamás...

Odila no esperó a oír lo que Mikelis tenía que decir sobre la Primera Maestra. Puso a galope a su caballo, cruzó las puertas y cabalgó calzada adelante. Mientras, intentó entender todo aquello. Había creído la historia de Gerard, por extraña y singular que pudiese parecer. Le había impresionado su elocuente súplica al final del juicio, una súplica no para sí mismo, sino para los elfos de Qualinesti. Le había impresionado profundamente la Primera Maestra, y eso era raro habida cuenta de que ella no daba mucho crédito a los milagros del corazón o lo que quiera que los clérigos vendiesen para ganar prosélitos. Incluso había creído al kender, y fue en ese momento cuando se preguntó si no tendría fiebre.

Odila había cabalgado unos cuatro kilómetros cuando vio a un jinete que iba hacia ella. Cabalgaba a galope tendido, inclinado sobre el caballo y taconeando al animal en los flancos para que corriera aún más deprisa. Cuando pasó junto a ella, como un relámpago, el caballo iba soltando espuma por la boca. Por sus ropas Odila identificó al jinete como un explorador y llegó a la conclusión de que la noticia que llevaba tenía que ser urgente, a juzgar por su vertiginosa velocidad. Sintió curiosidad, pero siguió su camino. Fuera la noticia que fuese, podía esperar hasta que regresara.

Había cabalgado otros tres kilómetros cuando escuchó la primera llamada de los cuernos.

Odila sofrenó al caballo, se giró en la silla y contempló, consternada, las murallas de la ciudad. Ahora los tambores acompañaban a los cuernos, llamando a las armas. Se había avistado a un enemigo que se aproximaba a la ciudad en gran número. Al oeste, una gran nube de polvo oscurecía la línea del horizonte. Odila la observó intensamente, intentando ver qué la ocasionaba, pero estaba demasiado lejos. Se quedó parada allí un momento, sin saber qué hacer. Los cuernos la llamaban para que volviera a cumplir con su deber tras las murallas. Su propio sentido del deber la instaba a continuar, a capturar de nuevo al prisionero huido.

O, al menos, a tener una conversación con él.

Odila echó un último vistazo a la nube de polvo y advirtió que parecía estar aproximándose. Azuzó al caballo para incrementar la velocidad del trote calzada adelante.

Mantuvo ojo avizor al lateral del camino, con la esperanza de encontrar el lugar donde el grupo lo había abandonado para ir en busca del dragón. Unos cuantos kilómetros más de marcha la llevaron a ese punto. Se sorprendió —y se sintió extrañamente complacida— al ver que no se habían molestado en borrar su rastro. Un delincuente huido, un criminal habitual y astuto, se habría preocupado de despistar a sus perseguidores. El grupo había dejado una franja de hierba aplastada a su paso por la pradera. Aquí y allí se marcaban otras más pequeñas como si alguien, probablemente el kender, se hubiese desviado hacia un lado y se le hubiese hecho regresar de inmediato con los demás.

Odila tiró de las riendas para que el caballo girara y siguió el rastro claramente marcado. A medida que avanzaba, acercándose al arroyo, encontró más pruebas de que iba bien encaminada al ver objetos que debían de haberse caído de los saquillos del kender: una cuchara doblada, un trozo de reluciente mica, un anillo de plata, una jarra con el emblema de lord Tasgall. Ahora avanzaba ya entre los árboles, a lo largo de la orilla del río en el que había sorprendido y capturado a Gerard.

El grupo se había mojado con la humedad de la niebla matinal y Odila vio huellas: un par de pies grandes calzados con botas; otro de pies más pequeños también calzados con botas, pero de suela blanda; un tercero de pequeños pies de kender —iba a la cabeza— y otro más de pies pequeños que marchaban rezagados. Ése debía de ser el gnomo.

Odila llegó a un sitio donde tres de ellos se habían detenido y uno había seguido adelante; el caballero, por supuesto, para buscar al dragón. Vio señales de que el kender había empezado a seguir al caballero, pero al parecer le habían ordenado volver atrás porque las huellas pequeñas volvían sobre sus pasos. También advirtió que el caballero había regresado y los demás habían reanudado la marcha, en pos de él.

La dama solámnica desmontó y dejó al caballo en la orilla del río tras darle la orden de que se quedase allí hasta que lo llamara. Siguió adelante a pie, moviéndose en silencio pero tan deprisa como las circunstancias lo permitían. Las huellas eran recientes; el suelo empezaba a secarse con el sol matutino. No temía llegar tarde, porque había vigilado el cielo por si aparecía un Dragón Azul volando, percutía había visto nada.

Razonó que el caballero tardaría un rato en persuadir al reptil —los Azules tenían fama de ser extremadamente orgullosos y estar dedicados plenamente a la causa del Mal— para que transportara a un kender, un gnomo y una mística de la Ciudadela de la Luz. En realidad, Odila no podía imaginar a la Primera Maestra, que había arriesgado la vida durante tanto tiempo luchando contra los Dragones Azules y lo que representaban, accediendo a acercarse a uno de ellos y mucho menos a montar en él.

—Esto es cada vez más extraño —se dijo.

La llamada de los cuernos sonaba distante, pero todavía podía oírla. Ahora las campanas de la ciudad también tañían, advirtiendo a los campesinos, los pastores y quienes vivían fuera de la ciudad que abandonaran sus hogares y buscaran la seguridad de las murallas de la urbe. Odila aguzó el oído para captar un sonido en particular distinto al toque de cuernos y el clamor de campanas: el de voces.

Siguió avanzando sigilosamente, atenta. Oyó voces, que reconoció como las de Gerard y Goldmoon. Soltó la trabilla que sujetaba la espada a la vaina. Su plan era lanzarse en un ataque rápido, derribar a Gerard antes de que pudiese reaccionar, y utilizarlo como rehén para evitar que el Azul contraatacara. Naturalmente, dependiendo de la relación entre dragón y caballero, el Azul podría atacarla sin importarle lo que le pasara a su jinete. Ése era un riesgo que estaba dispuesta a correr. Estaba más que harta de que le mintieran, y allí había un hombre que iba a decirle la verdad o a morir en el proceso.

Odila reconoció la caverna. La había encontrado en sus anteriores intentos de capturar al dragón. Su patrulla y ella habían registrado la cueva, pero no hallaron rastro del reptil. Mientras se aventuraba un poco más adelante, llegó a la conclusión de que la bestia debía de haberse trasladado a ella posteriormente. Concentrada en dónde plantaba los pies para no pisar una rama o un montón de hojas secas, cuyo ruido la delataría, escuchó atentamente las voces.

—Filo Agudo os llevará a Foscaterra, Primera Maestra —decía en ese momento Gerard en tono bajo y respetuoso—. Si, como afirma el kender, la Torre de la Alta Hechicería está ubicada allí, el dragón la encontrará. No tenéis que depender de las indicaciones del kender. Sin embargo, os ruego que recapacitéis, Primera Maestra. —Su voz se tornó más preocupada, su tono más intenso—. Foscaterra tiene una mala fama que, por lo que he oído contar, es bien merecida. —Hubo una pausa, y luego:— De acuerdo, Primera Maestra, si estáis decidida a seguir adelante con esto...

—Lo estoy, señor caballero. —La voz de Goldmoon, clara y firme, resonó en la cueva.

—La última voluntad de Caramon antes de morir —habló de nuevo Gerard—, fue que llevase a Tasslehoff con Dalamar. Quizá debería reconsiderarlo e ir con vos. —Su tono sonaba reacio—. Empero, ya oís los cuernos. Solanthus está siendo atacada. Debería volver allí y...

—Sé lo que Caramon se proponía, sir Gerard —lo interrumpió Goldmoon—, y el motivo de que os pidiera tal cosa. Habéis hecho más que suficiente para cumplir su última voluntad. Os eximo de ese compromiso contraído. Vuestra vida y la del kender se habían entrelazado, pero los hilos ya se han destrenzado. Hacéis bien en regresar a defender Solanthus. Yo seguiré adelante sola. ¿Qué le habéis contado al dragón sobre mí?

—Le dije a Filo Agudo que sois una mística oscura que viaja disfrazada. Que habéis traído al kender porque afirma que ha encontrado un modo de entrar en la Torre, y que el gnomo es un cómplice del kender que no se separará de él. Filo Agudo me creyó. Claro que me creyó. —En la voz de Gerard había un dejo amargo—. Todos creen las mentiras que cuento, pero nadie cree la verdad. ¿En qué clase de mundo extraño y retorcido habitamos? —Suspiró profundamente.

—Ahora disponéis de la carta del rey Gilthas —adujo Goldmoon—. Eso tienen que creerlo.

—¿De veras? Les dais demasiado crédito. Debéis daros prisa, Primera Maestra. —Gerard hizo una pausa, debatiéndose en una lucha interior—. Sin embargo, cuanto más lo pienso, menos me gusta la idea de dejaros entrar sola en Foscaterra...

—No necesito protección —le aseguró la mujer, cuya voz adquirió un timbre más suave—. Y tampoco creo que pudieseis hacer nada para protegerme. Quienquiera que me está emplazando, se ocupará de que llegue sana y salva a mi destino. No perdáis la fe en la verdad, sir Gerard —añadió afablemente—, y no le tengáis miedo, por horrible que pueda parecer.

Odila permaneció fuera de la cueva, irresoluta, considerando qué hacer. Gerard tenía la ocasión de escapar y no la aprovechaba, sino que planeaba regresar a Solanthus para defender la ciudad. «Todos creen las mentiras que cuento, pero nadie cree la verdad.»

Tras desenvainar la espada, que asió firmemente, Odila abandonó la cobertura de los árboles y caminó con aire resuelto hacia la boca de la cueva. Gerard se encontraba de espaldas a ella, mirando hacia el oscuro interior. Vestía las ropas de cuero de un jinete de dragón, las únicas que tenía, las mismas que había llevado puestas en la prisión. Había recuperado su espada y el talabarte. En la mano sostenía el casco de cuero de jinete de dragón. Estaba solo.

Al oír los pasos de la mujer, Gerard volvió la cara. Al verla, puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.

—¡Tú! —masculló—. Lo único que me faltaba. —De nuevo miró hacia la oscuridad del fondo.

Odila apoyó la punta de la espada en la nuca del hombre. Al hacerlo, reparó en que se había vestido con prisas. O a oscuras. Llevaba la túnica puesta al revés.

—Eres mi prisionero —dijo con voz dura—. No hagas un solo movimiento ni intentes llamar al dragón. Una palabra y te...

—¿Me qué? —instó Gerard, que giró rápidamente, apartó la espada con la mano y salió de la cueva—. Date prisa, señora, si piensas venir —la apremió con brusquedad—. O llegaremos a Solanthus cuando la batalla haya terminado.

Odila sonrió, pero sólo cuando él le volvió la espalda y no pudo verla. Adoptando de nuevo la expresión severa, corrió en pos del hombre.

—¡Espera un momento! ¿Dónde crees que vas?

—A Solanthus —repuso fríamente—. ¿No has oído los cuernos? La ciudad está bajo ataque.

—Eres mi prisionero...

—De acuerdo, soy tu prisionero —dijo Gerard, que se volvió y le entregó su espada—. ¿Dónde tienes el caballo? Supongo que no habrás traído otro para que lo montase yo. No, claro que no. Eso habría requerido previsión, y tú tienes el cerebro de un escuerzo. Sin embargo, por lo que recuerdo tu caballo es un animal robusto. No hay mucha distancia hasta Solanthus, podrá llevarnos a los dos.

Odila le cogió la espada y usó la empuñadura para rascarse la mejilla.

—¿Dónde están la mística y los otros? Me refiero al kender y al gnomo. Tus... ummm... cómplices.

—Ahí dentro —contestó Gerard al tiempo que hacía un gesto con la mano, señalando la cueva—. El dragón también está ahí, al fondo de la gruta. Van a esperar hasta que caiga la noche para marcharse. Adelante, por mí puedes volver para enfrentarte al dragón. Sobre todo considerando que sólo has traído un caballo.

Odila apretó los labios para contener la risa.

—¿De verdad te propones regresar a Solanthus? —demandó a la par que fruncía el entrecejo.

—De verdad, señora.

—Entonces, supongo que necesitarás esto —dijo, y le lanzó la espada.

Su gesto lo pilló tan de sorpresa que la recogió torpemente en el aire, a punto de dejarla caer. Odila echó a andar y al pasar ante él le hizo un guiño y le dedicó una mirada maliciosa de reojo.

—Mi caballo puede llevarnos a los dos, «Mollete de Maíz». Como bien has dicho, más vale que nos demos prisa. Ah, y será mejor que cierres la boca. Podrías tragarte una mosca.

Gerard se la quedó mirando de hito en hito, atónito, y después salió corriendo tras ella.

—¿Me crees?

—Ahora sí —contestó con un énfasis significativo—. No quiero herir tus sentimientos, Mollete de Maíz, pero no eres lo bastante inteligente para montar una escena como la que acabo de presenciar. Además —añadió, soltando un hondo suspiro—, tu historia es un enredo tal, con jóvenes decrépitas de noventa y tantos años, un kender muerto muy vivo y un gnomo, que no queda más remedio que creérsela. Nadie se inventaría algo así. —Giró un poco la cara para mirarlo—. ¿Así que tienes realmente una carta del rey elfo?

—¿Te gustaría verla? —preguntó él con una sonrisa forzada.

—En absoluto. Para ser sincera, ni siquiera sabía que los elfos tuviesen rey. Y tampoco me importa. Pero supongo que es bueno que a alguien sí le interese. ¿Qué clase de guerrero eres, Mollete de Maíz? No pareces tener mucha fuerza muscular. —Miró desdeñosamente sus brazos—. Quizá seas del tipo de constitución enjuta y nervuda.

—Eso, si lord Tasgall me permite luchar —rezongó Gerard—. Pediré que me dejen en libertad bajo palabra, comprometiéndome a no intentar escapar. Si no aceptan, haré cuanto esté a mi alcance para ayudar a los heridos o para apagar incendios o cualquier otra cosa en la que pueda prestar servicio.

—Opino que te creerán —manifestó la mujer—. Como ya he dicho, una historia con un kender y un gnomo...

Llegaron al lugar donde Odila había dejado el caballo. La dama solámnica se subió a la silla y miró a Gerard, que la observaba desde abajo. Realmente tenía unos ojos extraordinarios; nunca había visto ojos de un color azul tan increíble, tan límpidos y brillantes. Le tendió la mano.

Gerard la agarró y la mujer tiró de él para que se sentara en la incómoda grupa, detrás de ella. Chasqueó la lengua y el caballo se puso en marcha.

—Será mejor que te agarres a mi cintura, Mollete de Maíz —comentó—. Así no te caerás.

Gerard le rodeó el talle con los brazos, ciñéndolos firmemente, y se echó hacia adelante, de manera que se pegó contra ella.

—No es nada personal, lady Odila —dijo.

—Oh, pobre de mí —repuso la mujer con un exagerado suspiro—. Y yo que pensaba ya en elegir mi traje de boda.

—¿Nunca te tomas nada en serio? —preguntó Gerard, irritado.

—Casi nada —contestó Odila, que se volvió y le sonrió—. ¿Por qué iba a hacerlo, Mollete de Maíz?

—Me llamo Gerard.

—Lo sé.

—Entonces ¿por qué me llamas así?

—Porque te va bien, simplemente —adujo mientras se encogía de hombros.

—Pues yo creo que es porque llamarme por mi nombre me convertiría en persona, en lugar de en un objeto de bromas. Desprecio a las mujeres, y tengo la sensación de que no tienes muy buena opinión de los hombres. A los dos nos han herido. Puede que ambos le tengamos más miedo a la vida que a la muerte. Podemos discutir sobre ello después, tomándonos una jarra de cerveza fría, pero de momento pongámonos de acuerdo al menos en una cosa: llámame Gerard. O sir Gerard, como prefieras.

Odila creía que tendría una respuesta para eso, pero no se le ocurría ninguna que, al menos, fuese graciosa. Taconeó al caballo para ponerlo a galope.

—¡Alto! —gritó de repente Gerard—. Me ha parecido ver algo.

Odila sofrenó al caballo. El animal respiraba agitadamente. Habían salido de la línea de árboles que crecían a lo largo de la orilla del río y se dirigían a campo abierto. La calzada se extendía ante ellos; descendía en una ligera depresión del terreno antes de ascender de nuevo hacia las puertas de la ciudad. La mujer vio entonces lo que Gerard había visto antes, lo que tendría que haber visto si no hubiese estado tan condenadamente absorta en unos ojos azules.

Jinetes. Cientos de jinetes avanzando por la llanura, procedentes del oeste. Cabalgaban en formación, con las banderas ondeando al viento. El sol arrancaba destellos en moharras de lanzas y yelmos de acero.

—Un ejército de Caballeros de Neraka —dijo Odila.

—Y están entre la ciudad y nosotros —añadió Gerard.

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