Palin Majere ya no estaba prisionero en la Torre de la Alta Hechicería. Es decir, lo estaba y no lo estaba. No estaba prisionero al no encontrarse confinado a una única habitación de la Torre; tampoco estaba atado, encadenado ni inmovilizado físicamente de ningún modo. Podía deambular libremente por la Torre, pero no más allá. No podía abandonar la construcción. Una puerta en la planta baja era el único acceso que permitía la entrada o la salida de ella, y estaba encantada, sellada a cal y canto por un hechizo de cerrojo.
Palin disponía de su propio cuarto, con una cama, pero sin silla ni escritorio. La habitación tenía puerta, pero no ventana; había una chimenea, pero no fuego, y el ambiente era frío y húmedo. Para comer había hogazas de pan, apiladas en lo que otrora fue la despensa de la Torre, junto con cuencos de loza —la mayoría de los cuales estaban rajados y desportillados— llenos de frutos secos. Palin reconoció el pan creado con magia, no hecho por el panadero, ya que carecía de sabor, tenía una textura esponjosa y no estaba dorado. Para beber, había agua en jarras que se rellenaban continuamente. El agua era salobre y tenía un olor desagradable.
Palin había sido reacio a bebería, pero no encontró otra cosa, de modo que, tras realizar un conjuro para asegurarse de que no contenía algún tipo de poción, la utilizó para bajar los trozos de pan que se quedaban atascados en su garganta. Realizó un hechizo que hizo aparecer un fuego, pero que no ayudó a aliviar la lobreguez del ambiente.
Por la Torre de la Alta Hechicería rondaban fantasmas. No los de los muertos que le habían robado su magia; algún tipo de conjuro de salvaguarda los mantenía a raya. Estos otros fantasmas eran del pasado. En un recodo, se encontraba con su propio fantasma dentro de la Torre, llegando a ella para someterse a la temida Prueba. En otro, imaginaba ver el de su tío, que había pronosticado un gran futuro para el joven mago. Allí, topaba con el fantasma de Usha cuando la conoció: bella, misteriosa, cariñosa, tierna. Eran fantasmas de pesadumbre, sombras de promesa y esperanza, ambas muertas. Fantasmas de amores, ya estuvieran muertos o moribundos.
El más terrible era el fantasma de la magia. Le susurraba desde las grietas de la escalera de piedra, desde los hilos rotos de la alfombra, desde el polvo de las cortinas de terciopelo, desde el moho seco y muerto muchos años atrás pero que nunca se había desprendido de las paredes.
Tal vez a causa de la presencia de los fantasmas, Palin se sentía como en casa en la Torre, curiosamente. Se sentía más en su ambiente allí que en su propia casa luminosa, espaciosa y confortable de Solace. No le gustaba admitir tal cosa ante sí mismo. Hacía que se sintiera culpable.
Tras varios días de deambular solo por la Torre, encerrado consigo mismo y con los fantasmas, comprendió por qué aquel lugar frío y temible era su hogar. Allí, en la Torre, había sido un hijo de la magia. Allí, la magia lo había guardado, guiado, amado, cuidado. Aun ahora, a veces podía percibir el tenue olor del perfume de pétalos de rosa y evocaba aquellos momentos, aquellos tiempos felices. Allí, en la Torre, todo guardaba silencio. Nadie le demandaba nada. Nadie esperaba nada de él. Nadie lo miraba con lástima. No decepcionaba a nadie.
Fue entonces cuando comprendió que tenía que marcharse. Tenía que escapar de ese lugar o se convertiría en otro fantasma más entre muchos otros.
Puesto que gran parte de los cuatro días que llevaba encerrado se los había pasado deambulando por la Torre, casi como un fantasma rondando por los lugares que está condenado a frecuentar, estaba familiarizado con la estructura física del edificio, muy semejante a como la recordaba, pero con ciertas diferencias. Cada Señor de la Torre cambiaba el edificio para acomodarlo a sus necesidades. Raistlin había hecho suya la Torre cuando entró en ella como el Amo del Pasado y del Presente. No la había compartido con nadie, excepto con un aprendiz, Dalamar, los espectros que le servían y los Engendros Vivientes, unas pobres criaturas deformes que arrastraban sus miserables y mal concebidas vidas en el subsuelo, en la Cámara de la Visión.
A la muerte de Raistlin, Dalamar fue nombrado Señor de la Torre de la Alta Hechicería. La Torre se encontraba en la ciudad de Palanthas, que se consideraba el centro del mundo conocido. Anteriormente, la Torre de la Alta Hechicería había sido un lugar siniestro, símbolo de mal agüero y de terror. Dalamar era un mago atrevido, a pesar de ser elfo y Túnica Negra (o tal vez precisamente por ser elfo y Túnica Negra). Quería hacer ostentación del poder de los magos, no ocultarlo, así que había abierto la Torre a los estudiantes, añadiendo habitaciones en las que sus aprendices pudieran vivir y estudiar.
Amigo de la comodidad y del lujo, como cualquier elfo, había llevado a la Torre muchos objetos coleccionados en sus viajes: los maravillosos y los horrendos, los bellos y los espantosos, los sencillos y los curiosos. Esos objetos habían desaparecido, al menos que Palin supiera. Quizá Dalamar los había amontonado en sus aposentos, que también estaban cerrados mágicamente, pero Palin lo dudaba. Tenía la impresión de que si entraba en las habitaciones de Dalamar las hallaría tan vacías como todas las demás estancias oscuras y silenciosas de la Torre. Esas cosas eran parte del pasado. O se habían roto en el catastrófico solevantamiento de la Torre en su traslado de Palanthas, o su propietario se había deshecho de ellos llevado por el dolor y la ira. Palin se decantaba por esto último.
Recordaba muy bien cuando le llegó la noticia de que Dalamar había destruido la Torre, antes que permitir que el gran Dragón Azul, Khellendros, se apoderara de ella. Los ciudadanos de Palanthas despertaron con una ensordecedora explosión que sacudió las casas, abrió grietas en las calles y rompió los cristales de las ventanas. Al principio, la gente creyó que los dragones atacaban, pero después de la conmoción inicial no ocurrió nada más.
A la mañana siguiente, se quedaron estupefactos y sobrecogidos —y por lo general complacidos— al ver que la Torre de la Alta Hechicería, considerada desde hacía mucho una monstruosidad y un nido del Mal, había desaparecido. En su lugar había un estanque reflectante en el que si uno miraba, se decía que podía ver la Torre bajo las negras aguas. Así, muchos empezaron a hacer circular el rumor de que el edificio había sufrido una implosión, hundiéndose en el suelo. Palin jamás había creído esos rumores, ni, como había discutido con su vieja amiga y colega, la hechicera Jenna, creía que Dalamar estuviera muerto ni la Torre destruida.
Jenna había estado de acuerdo con él, y si alguien podía saberlo, era ella, pues había sido amante de Dalamar durante muchos años y era la última que lo había visto antes de su marcha, hacía casi cuatro décadas.
—Puede que no tanto —murmuró para sí Palin mientras miraba por la ventana con frustración y a punto de estallar de rabia—. Dalamar sabía exactamente dónde encontrarnos. Sabía dónde echarnos mano. Sólo una persona pudo decírselo. Sólo una persona lo sabía: Jenna.
Probablemente debería alegrarse de que el poderoso hechicero los hubiese rescatado. En caso contrario, Tasslehoff y él estarían metidos en una celda de la prisión de Beryl, en circunstancias mucho menos propicias. El sentimiento de gratitud de Palin hacia Dalamar se había evaporado totalmente a esas alturas. Antes podría haber estrechado la mano de Dalamar; ahora sólo deseaba apretar el cuello del elfo.
El traslado de la Torre desde Palanthas a dondequiera que estuviese en ese momento —Palin no tenía la más remota idea, pues sólo divisaba árboles alrededor— había producido otros cambios. Palin había visto varias grietas grandes en las paredes, grietas que le habrían hecho temer por su seguridad si no hubiese estado bastante convencido (o al menos eso esperaba) de que Dalamar había reforzado los muros con magia. La escalera espiral, que siempre había sido tan peligrosa, ahora lo era muchísimo más debido a que algunos peldaños no habían sobrevivido al traslado. Tasslehoff la subía y bajaba ágilmente, como una ardilla, pero Palin contenía el aliento cada vez que tenía que utilizarla.
Tas, que había explorado cada rincón de la Torre en el transcurso de la primera hora desde su llegada, informó que la entrada a uno de los minaretes estaba completamente obstruida por una pared derrumbada, y que al otro minarete le faltaba la mitad del techo. El temible Robledal de Shoikan, que antaño guardaba tan eficazmente la Torre, había quedado atrás, en Palanthas, donde ahora no era más que una triste curiosidad. Una nueva arboleda rodeaba al edificio: un cipresal de enormes ejemplares.
Al haber vivido toda su vida entre vallenwoods, Palin estaba acostumbrado a los árboles gigantescos, pero aquellos cipreses lo impresionaban. La mayoría de ellos eran mucho más altos que la Torre, que parecía pequeña en comparación. Los cipreses extendían protectoramente sus enormes brazos cubiertos de verde sobre ella, ocultándola a la vista de los dragones que vagaran por los alrededores, en especial Beryl, que habría dado sus colmillos, sus garras y su escamosa cola verde por saber la ubicación de la Torre que antaño se irguió orgullosamente sobre Palanthas.
Asomándose por una de las contadas ventanas del piso superior que todavía existían —muchas otras que recordaba habían sido selladas—, Palin contempló el espeso bosque de cipreses que se extendía ondulante, como un mar verde, hasta el horizonte. Mirase en la dirección que mirase, sólo veía aquella inmensa extensión verde, un océano de ramas, hojas y sombras. Ningún camino atravesaba la masa forestal, ni siquiera una trocha de animales, pues en la fronda reinaba un silencio inquietante. No cantaban pájaros, no chillaba, gruñona, ninguna ardilla, ningún buho ululaba, ninguna paloma arrullaba. Ningún ser vivo vagaba por el bosque. La Torre no era un barco meciéndose en aquel océano. Era un sumergible en sus profundidades, perdido de la vista y el conocimiento de quienes vivían en el mundo que había más allá.
El bosque era el territorio de los muertos.
Una de las ventanas que quedaban estaba situada en el nivel inferior de la Torre, a unos palmos de la enorme puerta de roble. Se asomaba al suelo del bosque, un suelo donde las sombras eran densas, ya que la luz del sol rara vez conseguía penetrar a través de las hojas que formaban un dosel en lo alto.
Entre las sombras, vagaban los espíritus; su aspecto no era agradable. Con todo, Palin se sentía fascinado por ellos, y a menudo se quedaba allí, temblando de frío, con los brazos cruzados dentro de las mangas para darse calor, observando la congregación de muertos siempre en movimiento de aquí para allí.
Se quedaba mirándolos hasta que ya no se sostenía de pie, y entonces daba media vuelta, su propia alma dividida entre la lástima y el horror, sólo para sentirse de nuevo empujado a regresar a la ventana.
Aparentemente, los muertos no podían entrar en la Torre. Palin no los percibía cerca de él, como los había sentido en la Ciudadela. No notaba aquella extraña sensación de cosquilleo cuando usaba su magia para realizar conjuros, una sensación que había achacado a mosquitos o fragmentos de telarañas o un mechón despeinado o cualquiera de otras cien explicaciones corrientes. Ahora sabía que lo que había sentido eran las manos de los muertos, robándole la magia.
Encerrado solo en la Torre, con Tasslehoff, Palin dedujo que era Dalamar quien había dado esa orden a los muertos. Dalamar había estado usurpando la magia. ¿Por qué? ¿Qué hacía con ella? Ciertamente, pensó Palin con sarcasmo, Dalamar no la utilizaba para renovar la decoración.
Podría habérselo preguntado, pero no encontraba al Túnica Negra. Y Tasslehoff, al que había reclutado para ayudar en la búsqueda, tampoco había dado con él. En la Torre, había que reconocer, existían muchas puertas cerradas mágicamente tanto para el kender como para él; sobre todo para el kender.
Tasslehoff pegaba la oreja a esas puertas, pero ni siquiera él, con su afinado oído, había sido capaz de detectar sonido alguno al otro lado de las hojas de madera, incluida la que conducía a los que, si Palin no recordaba mal, eran los aposentos de Dalamar.
Palin había llamado a esa puerta, con los nudillos y a voces, pero no había recibido respuesta. O Dalamar hacía oídos sordos deliberadamente o no se encontraba allí. Ahora empezaba a pensar que se trataba de lo primero, y tal cosa le ponía furioso. Se le pasó por la cabeza la idea de que a Tas y a él los habían llevado allí y abandonado después para que acabaran sus días como prisioneros en la Torre, rodeados y vigilados por los muertos.
—No —rectificó Palin, hablando en voz baja para sí mismo mientras observaba a través de la ventana de la planta baja—, los muertos no son guardianes. También son prisioneros.
Los espíritus abarrotaban las sombras bajo los árboles, incapaces de hallar descanso, de encontrar paz, vagando sin norte, en constante movimiento. A Palin le era imposible calcular su número; miles, decenas de miles, centenares de miles. No vio entre ellos a nadie conocido. Al principio había esperado encontrar a su padre, confiando en que él le daría alguna respuesta a las incontables preguntas que hervían en su mente febril, pero enseguida comprendió que su búsqueda de un espíritu entre miríadas de ellos era como intentar encontrar un grano de arena en una playa. Si Caramon hubiese estado en posición de llegar hasta él, sin duda lo habría hecho.
Palin recordaba ahora claramente la visión que había tenido de su padre en la Ciudadela de la Luz. En esa visión, Caramon había luchado para llegar hasta su hijo a través de la multitud de muertos que rodeaban al mago. Había intentado decirle algo, pero antes de que pudiera hacerse entender, había sido arrastrado por alguna fuerza invisible.
—Me parece muy, muy triste —comentó Tasslehoff, que tenía la frente pegada en la ventana, oteando a través del cristal—. Mira, ahí hay un kender. Y otro. Y otro más. ¡Hola! —Tas golpeó con los nudillos en la ventana—. ¡Eh, hola! ¿Qué lleváis en los saquillos?
Los espíritus de los kenders muertos hicieron caso omiso de aquel saludo habitual entre los de su raza —una pregunta que ningún kender vivo habría podido resistir— y enseguida se perdieron de vista entre la multitud de almas: elfos, enanos, humanos, minotauros, centauros, goblins, hobgoblins, draconianos, gullys, gnomos, y otras razas que Palin jamás había visto y a las que sólo conocía por haber leído sobre ellas. Vio lo que creyó que eran espíritus de theiwars, los enanos oscuros, una raza maldita. Vio almas de dimernestis, elfos que vivían en el fondo del mar y cuya existencia había sido tema de debate desde siempre. Vio almas de thanois, las extrañas y temibles criaturas del Muro de Hielo.
Allí estaban amigos y enemigos. Espíritus goblins caminaban al lado de espíritus humanos. Los de draconianos se deslizaban cerca de los de elfos. Minotauros y enanos deambulaban hombro con hombro. Ningún espíritu hacía caso de otro, no era consciente de los demás o no parecía conocer su existencia. Cada cual seguía su propio camino, concentrado en una búsqueda, una búsqueda imposible, según parecía, ya que en los rostros de todos ellos Palin percibía el deseo vehemente de hallar lo que fuera, desánimo y desesperación.
—Me pregunto qué estarán buscando —dijo Tasslehoff.
—Una salida —contestó Palin.
Se echó al hombro una mochila en la que llevaba varios de los panes hechos con magia y un odre de agua. Tomando una decisión, sin darse tiempo para pensarlo bien por miedo a cambiar de idea, se dirigió a la puerta principal de la Torre.
—¿Adónde vas? —inquirió Tas.
—Fuera.
—¿Me llevas contigo?
—Por supuesto.
Tas miró con ansia la puerta, pero se quedó atrás, cerca de la escalera.
—No vamos a regresar a la Ciudadela para buscar el ingenio de viajar en el tiempo, ¿verdad?
—Querrás decir lo que queda de él —repuso amargamente Palin—. No. Si es que hay alguna pieza que no esté dañada, cosa que dudo, los draconianos de Beril habrán recogido los fragmentos y ahora estarán en poder de la Verde.
—Bien —dijo Tas, soltando un suspiro de alivio. Absorto en colocar bien los saquillos para el viaje, no reparó en la mirada fulminante del mago—. De acuerdo, te acompaño. La Torre es un lugar muy interesante para hacer una visita, y me alegro de haber venido, pero al cabo de un tiempo se vuelve aburrido. ¿Dónde crees que está Dalamar? ¿Por qué nos trajo aquí para después desaparecer?
—Para alardear de su poder ante mí —contestó Palin, deteniéndose delante de la puerta—. Imagina que estoy acabado. Quiere quebrantar mi espíritu, obligarme a que me humille y le suplique que me libere. Pues se va a encontrar con que ha atrapado un tiburón en su red, no un pececillo de agua dulce. Hubo un tiempo en que creí que quizá podría sernos de cierta ayuda, pero ya no. No pienso ser un peón en su juego de khas. —Miró intensamente al kender—. No llevarás encima ningún objeto mágico, ¿verdad? Nada que hayas encontrado en la Torre.
—No, Palin —contestó el kender con los ojos muy redondos en un gesto de inocencia—. No he descubierto nada. Como he dicho antes, ha sido un aburrimiento.
—¿Nada que hayas encontrado y que tenías intención de devolver a Dalamar, por ejemplo? —insistió el mago—. ¿Nada que se haya caído en tus saquillos cuando no estabas mirando? ¿Nada que recogieras para que nadie se tropezara con ello?
—Bueno... —Tas se rascó la cabeza—. Quizá...
—Esto es muy importante, Tas —dijo Palin en tono serio. Echó una ojeada a la ventana—. ¿Ves los muertos ahí fuera? Si llevamos algo mágico intentarán cogérnoslo. Mira, me he quitado todos los anillos y el pendiente que Jenna me dio. He dejado mis bolsitas con los ingredientes de hechizos. Sólo como medida de seguridad, ¿por qué no dejas también tus saquillos aquí? Dalamar te los cuidará —añadió en tono tranquilizador, ya que el kender aferraba contra sí sus bolsas y lo miraba horrorizado.
—¿Que deje mis saquillos? —protestó, angustiado, como si Palin le hubiese pedido que dejara su cabeza o su copete—. ¿Volveremos a buscarlos?
—Sí. —Decir una mentira a un kender no era mentir realmente, sino más bien actuar en defensa propia.
—En ese caso, supongo... Puesto que es tan importante... —Tas se desprendió de los saquillos, despidiéndose de cada uno de ellos con una palmadita, y los amontonó a buen recaudo en un rincón oscuro, debajo de la escalera—. Espero que nadie los robe.
—Me parece poco probable. Quédate ahí, junto a la escalera, donde no estorbes. Y no me interrumpas. Voy a lanzar un conjuro. Avísame si viene alguien.
—¿Me sitúas en la retaguardia? ¿Cierro la marcha? —Tas estaba encantado con la idea y olvidó inmediatamente sus saquillos—. ¡Nadie me había puesto a retaguardia hasta ahora! Ni siquiera Tanis.
—Sí, tú te... eh... ocupas de la retaguardia. Vigila atentamente, y no me molestes sea lo que sea lo que me veas hacer o me oigas decir.
—De acuerdo, Palin, lo haré —prometió solemnemente el kender, que ocupó su posición, pero enseguida volvió dando brincos—. Perdona, Palin, pero puesto que estamos solos en la Torre, ¿contra quién se supone que tengo que proteger la retaguardia?
El mago se exhortó a tener paciencia para sus adentros antes de contestar.
—Si, por ejemplo, el hechizo de cerrojo mágico incluye salvaguardias, realizar un contraconjuro en la cerradura podría provocar que esos guardianes aparecieran.
—¿Te refieres a esqueletos, espectros y cadáveres andantes? —Tas parecía entusiasmado—. Oh, espero que pase... Es decir, espero que no ocurra eso —rectificó rápidamente al ver la expresión torva del mago—. Vigilaré, lo prometo.
Tas regresó a su puesto, pero no bien Palin empezaba a evocar las palabras del conjuro, sintió un tirón en la manga.
—¿Sí, Tas? —Palin luchó contra la tentación de arrojar al kender por la ventana—. ¿Qué pasa ahora?
—¿Es porque tienes miedo de los espectros y los cadáveres andantes por lo que no has intentado escapar hasta ahora?
—No, Tas. Es porque tenía miedo de mí mismo.
—Dudo que pueda guardarte la espalda contra ti mismo, Palin —comentó el kender tras reflexionar unos segundos.
—En efecto, Tas, no puedes. Y ahora, vuelve a tu puesto.
Palin calculó que disponía de quince segundos de paz antes de que la novedad de estar en retaguardia perdiera interés y Tasslehoff volviera a darle la lata. Se aproximó a la puerta, cerró los ojos y extendió las manos.
No tocó la puerta, sino la magia que la rodeaba. Sus dedos rotos... Recordaba un tiempo en que eran largos, delicados y ágiles. Buscó la magia, tanteó como un hombre ciego; al percibir un cosquilleo en las yemas de los dedos, lo embargó la emoción. Había hallado un hilo de magia; lo alisó y encontró otro, y otro más, hasta que el encantamiento vibró bajo su toque. El tejido mágico era suave y fino, un fragmento cortado de un relámpago y colgado sobre la puerta. No era un conjuro sencillo, pero tampoco excesivamente complejo. Uno de sus alumnos aventajados habría podido deshacerlo. Ahora era su orgullo el que estaba herido.
—Siempre me subestimaste —murmuró al ausente Dalamar. Tiró de un hilo, y el tejido de magia se deshizo en sus manos.
La puerta se abrió.
Un soplo de aire fresco, impregnado del penetrante olor de los cipreses, penetró en la Torre como habría hecho una persona en la boca de un ahogado para intentar devolverle la vida. Los espíritus que vagaban entre las sombras de los árboles interrumpieron su incesante ir y venir y centenares de ellos se volvieron al unísono para contemplar la Torre con sus ojos sombríos. Ninguno se movió hacia allí, ninguno hizo intención de aproximarse. Permanecieron suspendidos, vigilando, en el aire susurrante.
—No usaré magia —les dijo Palin—. Sólo tengo comida y agua en mi mochila. Me dejaréis en paz. —Llamó a Tas con un ademán, un gesto innecesario puesto que el kender brincaba ya a su lado—. Quédate cerca de mí, Tas. No es momento para salir a explorar por ahí. No debemos separarnos.
—Lo sé —contestó, excitado, el kender—. Todavía ocupo el puesto de retaguardia. ¿Adónde vamos, exactamente?
Palin miró al otro lado de la puerta. Años atrás había una escalera de piedra y un patio; ahora el primer escalón se apoyaba sobre una capa de agujas muertas de ciprés, que rodeaba la Torre como un foso seco. Los propios cipreses formaban un muro alrededor del pardo foso, y sus verdes ramas creaban un dosel bajo el que podrían caminar. Parados en las sombras de los árboles, vigilantes, se hallaban los espíritus de los muertos.
—Vamos a buscar un camino, un sendero, cualquier cosa que nos conduzca fuera de este bosque —contestó Palin.
Metió las manos en las mangas para hacer hincapié en el hecho de que no iba a utilizarlas, cruzó el umbral y se encaminó directamente a la línea de árboles. Tas lo siguió, representando su papel de vigilante de retaguardia intentando mirar hacia atrás al mismo tiempo que caminaba hacia adelante, toda una proeza de agilidad para la que, al parecer, se necesitaba cierta práctica, ya que el kender estaba teniendo dificultades.
—¡Deja de hacer eso! —instó Palin, prietos los dientes, la segunda vez que Tasslehoff chocó contra él. Se acercaban a la línea de árboles y Palin sacó una mano de la manga justo el tiempo suficiente para agarrar a Tas por el hombro y obligarlo a darse media vuelta—. Mira hacia adelante.
—Pero si estoy en retaguardia... —protestó Tasslehoff, que se interrumpió antes de acabar la frase—. Oh, entiendo. Lo que te preocupa es lo que tenemos delante.
Los muertos no tenían cuerpos; habían dejado atrás la envoltura de carne fría como las mariposas dejaban sus capullos. Otrora, al igual que mariposas tras la metamorfosis, esos espíritus habrían volado libres al nuevo destino que los aguardaba al final del viaje, fuera cual fuera. Ahora estaban atrapados, como si se encontraran dentro de un frasco colosal, obligados a vagar sin rumbo, buscando una salida.
Tantas almas, un río que se arremolinaba en torno a los troncos de los cipreses, cada una de ellas una gota de agua en un caudaloso torrente. Palin apenas podía distinguir una de otra. Los rostros pasaban deslizándose veloces, manos o brazos o cabello ondeando detrás cual diáfanos pañuelos de seda. Las caras eran lo más terrible, pues todas lo miraban con un ansia que lo hacía vacilar, aflojar el paso. El roce del aliento, que él había tomado erróneamente por el soplo del aire, le rozó la mejilla; percibió palabras susurradas y sufrió un escalofrío.
«La magia —decían—. Danos la magia.» Lo miraban. Al kender no le hacían caso. Palin vio que el kender movía los labios y casi adivinó sus palabras, pero no las oyó. Era como si tuviese los oídos taponados con los susurros de los muertos.
—No tengo nada que daros —les contestó. Su propia voz le sonaba apagada y lejana—. No llevó artefactos mágicos. Dejadnos pasar.
Llegó a la línea de los árboles. Las almas susurrantes formaban un estanque blanco, espumante, entre las sombras de los árboles. Había esperado que se apartaran a su paso, como la niebla matinal levantándose en los valles, pero no se movieron y siguieron cerrándole el paso. Podía ver borrosamente, a través de ellas, más árboles con la espeluznante niebla blanca de almas flotando entre los troncos. Le recordaban las hordas de mendigos que abarrotaban las calles de Palanthas, manos mugrientas extendidas, voces gemebundas suplicando.
Se detuvo y lanzó una ojeada hacia atrás, a la Torre de la Alta Hechicería; vio unas ruinas que se desmoronaban. Volvió la vista al frente.
«No te hicieron daño en el pasado —se recordó a sí mismo—. Conoces su tacto. Es desagradable, pero no peor que caminar a través de una telaraña. Si regresas allí, no saldrás. No hasta que seas uno de ellos.»
Penetró en el río de almas.
Manos pálidas, frías, tocaron las suyas, sus brazos. Ojos pálidos, fríos, lo miraron fijamente. Labios pálidos, fríos, se apretaron contra sus labios, absorbiendo su aliento. No podía moverse porque el remolino de espíritus que lo había atrapado lo arrastraba hacia el fondo. No podía oír nada excepto el apagado rugido de sus temibles voces. Giró sobre sí mismo, tratando de hallar el camino de vuelta, pero sólo vio ojos, bocas, manos. Giró una y otra vez y acabó confuso y desorientado; seguían viniendo más y más y más.
No podía respirar, no podía hablar, no podía gritar. Cayó al suelo, boqueando, medio asfixiado. Ellos subían y bajaban rodeándolo como una marea, tocándolo, tirando de él. Estaba desgarrado, hecho jirones. Ellos buscaban entre las fibras de su ser.
«Magia... Magia... Danos la magia...»
Se hundió bajo la superficie del horrendo río y dejó de luchar.
Tasslehoff vio a Palin entrar en las sombras de los árboles, pero no lo siguió de inmediato. En cambio, intentó llamar la atención de varios kenders muertos que había detrás de los árboles, observando al mago.
—Eh —llamó Tas en voz alta, por encima del zumbido que tenía en los oídos, un ruido que empezaba a ser muy molesto—, ¿habéis visto a mi amigo Caramon? Es uno de vosotros.
Tas había estado a punto de decirles que Caramon estaba muerto, como ellos, pero se contuvo, pensando que tal vez les entristecía que se lo recordara.
—Es un humano realmente grande, y la última vez que lo vi vivo era muy viejo, pero ahora que ha muerto, y no es mi intención ofenderos, su aspecto vuelve a ser el de un hombre joven. Tiene el cabello ondulado y una sonrisa muy amistosa.
Inútil. Los kenders no le hicieron ni pizca de caso.
—Lamento tener que decíroslo, pero sois muy maleducados —manifestó Tas mientras pasaba junto a ellos. Ya que nadie pensaba hablar con él, podía ir en pos de Palin—. Cualquiera pensaría que os han criado humanos. No debéis de ser de Kendermore, porque ningún kender de Kendermore actuaría de ese... Eh, vaya, qué extraño. ¿Dónde se ha metido?
Tas escudriñó el bosque que se alzaba ante él lo mejor que pudo, considerando el obstáculo que formaban los pobres fantasmas, que giraban de un modo frenético, lo bastante para que cualquiera se mareara al mirarlos.
—¡Palin! ¿Dónde estás? Se supone que tengo que actuar como retaguardia, pero no puedo hacerlo si tú no estás delante.
Esperó un poco para ver si Palin contestaba a su llamada, pero si lo hizo, Tas seguramente no pudo oírlo debido al dichoso zumbido, que además le estaba produciendo un buen dolor de cabeza. Tas se llevó los dedos a las orejas para intentar ahogar el ruido y se volvió para mirar detrás, pensando que quizá Palin había olvidado algo en la Torre y había vuelto para cogerlo. Vio el edificio, empequeñecido por los cipreses, pero ni rastro del mago.
—¡Maldita sea! —Tas retiró las manos de las orejas y las agitó en un intento de dispersar a los muertos, que se estaban poniendo verdaderamente pesados.
—Fuera de aquí. No veo nada. ¡Palin!
Era como caminar entre una densa niebla, sólo que peor, porque la niebla no mira con ojos suplicantes ni intenta agarrar con sus manos tenues. Tasslehoff siguió avanzando a tientas. Tropezó con algo, seguramente la raíz de un árbol, y cayó de bruces. Fuera lo que fuese sobre lo que había caído, se retorcía bajo sus piernas.
«No es una raíz de árbol —pensó—. O, si lo es, pertenece a una de las especies más vivas de árboles.»
Tas reconoció la túnica de Palin y, al cabo de un instante, reconoció al propio mago. Se inclinó sobre su amigo, consternado.
Palin tenía la cara muy blanca, más que las de los espíritus que lo rodeaban, y los ojos cerrados. Boqueaba, intentando respirar, con una mano en la garganta y la otra crispada sobre la pechera de la túnica.
—¡Fuera de aquí, marchaos! ¡Dejadlo en paz! —gritó Tas, esforzándose por apartar a los espíritus, que parecían haberse enroscado alrededor de Palin como una telaraña maligna—. ¡Basta! —chilló el kender mientras se incorporaba de un salto y empezaba a dar golpes con un pie en el suelo. Empezaba a sentirse desesperado—. ¡Lo estáis matando!
El zumbido se volvió más intenso, como si unas abejas hubiesen entrado por sus oídos y utilizaran su cabeza como colmena. El ruido era tan espantoso que Tas era incapaz de pensar, pero se dio cuenta de que debía hacerlo. Sólo tenía que rescatar a Palin antes de que los muertos lo convirtieran en uno de ellos.
Tas miró de nuevo hacia atrás para orientarse. Divisó la Torre o, más bien, un atisbo de ella, a través de la siempre cambiante niebla de almas. Se situó apresuradamente detrás de la cabeza de Palin y lo agarró por los hombros. Clavó los talones en el suelo y dio un fuerte tirón a la par que soltaba un gruñido. Palin no era grande tratándose de un humano —Tas se imaginó a sí mismo intentando arrastrar a Caramon— pero era un hombre adulto, además de un peso muerto —a esas alturas, más muerto que vivo—, mientras que él era un kender, un kender viejo, para ser exactos. Arrastró a Palin sobre el irregular suelo cubierto de agujas secas y consiguió moverlo un par de palmos antes de que tuviera que soltarlo para recobrar el aliento.
Los muertos no intentaron detenerlo, pero el zumbido se hizo tan fuerte que Tas tuvo que apretar los dientes para soportarlo. Volvió a agarrar a Palin, miró una vez más hacia atrás para asegurarse de que la Torre continuaba donde él suponía, y dio otro tirón. Tiró, resopló, jadeó y trastabilló, pero no soltó al mago un solo momento. Con un último tirón, tan fuerte que resbaló y perdió pie, sacó a Palin del bosque sobre el lecho de agujas secas que rodeaba la Torre.
Sin quitar ojo a los muertos, que flotaban en las oscuras sombras bajo los árboles, observando, esperando, Tas se acercó gateando a su amigo para mirarlo con ansiedad.
Palin ya no boqueaba. Inhaló aire y parpadeó varias veces antes de abrir los ojos, que tenían una expresión aterrorizada, fuera de sí. Se sentó bruscamente al tiempo que gritaba y agitaba los brazos.
—¡No pasa nada, Palin, tranquilo! —Tas agarró uno de los brazos del mago y lo asió con fuerza—. Estás a salvo. O al menos eso creo. Parece haber algún tipo de barrera que no pueden cruzar.
Palin miró hacia atrás a los espíritus que bullían en la oscuridad. Sufrió un escalofrío y apartó la vista para mirar de nuevo la puerta de la Torre. Su expresión se tornó severa; se puso de pie y se sacudió las agujas secas, prendidas en la túnica.
—Te he salvado la vida, Palin —dijo Tas—. Podrías haber muerto allí.
—Sí, Tas, podría haber muerto. Gracias. —Bajó la vista hacia el kender y su expresión torva se suavizó. Puso la mano en el hombro de Tas—. Muchísimas gracias.
Sus ojos volvieron de nuevo a la Torre y el gesto severo reapareció. El ceño hacía que las arrugas de su rostro se marcaran más profundas. Siguió mirando fijamente el edificio y, tras respirar hondo varias veces, se encaminó hacia él. Estaba muy pálido, incluso más que cuando se encontraba al borde de la muerte, y traslucía resolución. Más resolución de la que Tas había visto nunca en una persona.
—¿Dónde vas ahora? —preguntó, dispuesto a emprender otra aventura, aunque no le habría importado disfrutar de un breve descanso.
—A encontrar a Dalamar.
—Pero si lo hemos buscado y buscado y...
—No, no lo hemos hecho —replicó Palin. Ahora estaba furioso, y tenía intención de actuar antes de que su ira se enfriara—. ¡Dalamar no tiene derecho a hacer esto! No tiene derecho a retener a esas desdichadas almas.
Cruzó el umbral y empezó a subir la escalera espiral que conducía a los niveles altos del edificio. Se mantuvo cerca de la pared ya que la escalera no tenía barandilla al otro lado. Un paso en falso y se precipitaría al oscuro hueco.
—¿Vamos a liberarlos? —preguntó Tas, que subía detrás de Palin—. ¿Aun después de que han intentado matarte?
—No era su intención. No pueden evitarlo. Algo los impulsa a buscar la magia. Ahora sé quién está detrás de ello y me propongo detenerlo.
—¿Cómo lo haremos? —quiso saber el kender, anhelante. Palin no lo había incluido en su aventura exactamente, pero con seguridad se debía a un despiste—. Me refiero a detenerlo. Ni siquiera sabemos dónde está.
—Lo detendré aunque tenga que derribar esta Torre piedra a piedra —fue todo cuanto respondió Palin.
La larga y peligrosa ascensión de la escalera espiral a través de una oscuridad casi absoluta los condujo hasta una puerta.
—Ya he intentado eso —anunció Tas. Tras examinarla, le dio un empujón de prueba—. No cede.
—Oh, ya lo creo que sí.
Palin alzó las manos y pronunció una palabra. Empezó a brillar una luz azulada y en las puntas de sus dedos chisporrotearon llamas. El mago respiró hondo y extendió las manos hacia la puerta. Las llamas ardieron con mayor intensidad.
De pronto, silenciosamente, la puerta se abrió.
—¡Quieto, Tas! —ordenó Palin, ya que el kender se disponía a entrar de un salto.
—Pero si la has abierto —protestó Tas.
—No —dijo el mago con voz dura. Las llamas azules habían desaparecido—. Yo no la abrí.
Dio un paso adelante, observando atentamente el interior de la habitación. Los pocos rayos de sol que conseguían penetrar a través de las ramas extendidas de los cipreses, también tenían que salvar el obstáculo de polvo y barro acumulados durante años en las ventanas para iluminar la gruesa capa de polvo que cubría el interior de la estancia. Dentro reinaba un gran silencio.
—Quédate en el rellano, Tas.
—¿Quieres que me ocupe de la retaguardia otra vez? —preguntó el kender.
—Sí, Tas —contestó Palin en voz baja. Dio otro paso y ladeó la cabeza, atento a captar el más leve sonido. Entró despacio en la habitación—. Te ocuparás de la retaguardia. Avísame si se acerca alguien.
—¿Un espectro o un trasgo devorador de cadáveres? Por supuesto, Palin.
Tas se quedó en el rellano, saltando ora en un pie ora en otro, intentando ver lo que pasaba en la habitación.
—La retaguardia es un puesto realmente importante —se recordó a sí mismo el kender, nervioso porque no veía ni oía nada—. Sturm siempre cerraba la marcha. O Caramon. A mí nunca me asignaron la retaguardia porque Tanis decía que los kenders no son muy buenos para eso, principalmente porque nunca se quedan detrás...
»¡No te preocupes, Palin, ya voy! —gritó, cediendo a la tentación, y entró corriendo en la estancia—. Nada ni nadie se acerca a escondidas por detrás. Nuestra retaguardia es segura. ¡Oh!
Tas se detuvo de golpe. Tampoco es que tuviera otra opción. La mano de Palin lo sujetaba con inflexible firmeza por el hombro.
Dentro de la habitación estaba oscuro y hacía frío; incluso en el más caluroso día de verano seguiría oscura y fría. La luz invernal iluminaba estanterías ocupadas por innumerables libros. Junto a ellos había depósitos de rollos de pergaminos, semejantes a un panel de abejas, algunos de ellos ocupados, pero vacíos en su mayoría. Repartidos por el suelo había arcones de madera, cuyas tallas ornamentales se encontraban casi ocultas bajo el polvo. Las pesadas cortinas que cubrían las ventanas, así como las otrora hermosas alfombras, también estaban cubiertas de polvo y los tejidos deshilachados y podridos.
Al otro lado de la habitación había un escritorio, y alguien se encontraba sentado detrás de él. Tas estrechó los ojos, intentando ver mejor en la tenue luz grisácea. Ese alguien era un elfo de cabello largo y lacio que antaño había sido negro, pero que ahora tenía un irregular mechón canoso que se extendía desde la frente hacia atrás.
—¿Quién es? —preguntó en un susurro audible.
El elfo permanecía sentado, completamente inmóvil. Tas, creyendo que dormía, no había querido despertarlo.
—Dalamar —contestó Palin.
—¡Dalamar! —repitió el kender, estupefacto. Giró la cabeza para mirar a Palin, creyendo que le gastaba una broma. Si era así, Palin no se reía—. ¡Pero no puede ser! Él no está aquí. Lo sé porque aporreé la puerta y grite «Dalamar» muy, muy fuerte, y nadie respondió. Verás, grité así—: ¡Dalamar! —chilló—. ¡Hola! ¿Dónde has estado?
—No te oye, Tas. No puede oírte ni verte.
El hechicero permanecía sentado detrás del escritorio, con las delgadas manos enlazadas ante sí y los ojos mirando fijamente al frente. No se había movido al entrar ellos; sus ojos no se desviaron, como sin duda tendrían que haber hecho, ante el sonido de la penetrante voz del kender. No movió ni un dedo.
—Quizás está muerto —dijo Tas, sintiendo una curiosa sensación en el estómago—. Desde luego es lo que parece, ¿verdad, Palin?
El elfo continuó paralizado en la silla.
—No —contestó Palin—. No está muerto.
—Pues es un modo muy raro de echar una siesta —comentó Tas—. Sentado bien derecho. Quizá, si le doy un pellizco...
—¡No lo toques! —advirtió bruscamente el mago—. Está en éxtasis.
—Sé dónde está eso —afirmó Tas—. Al norte de Flotsam, a unos ochenta kilómetros. Pero Dalamar no está en Estasis, Palin. Está aquí mismo.
Los ojos del elfo, que habían permanecido abiertos y sin ver, se cerraron de repente. Permanecieron así largo rato. Volvía del estado de éxtasis, del encantamiento que había llevado su espíritu fuera del mundo, dejando su cuerpo atrás. Aspiró aire por la nariz, manteniendo los labios firmemente apretados. Cerró los dedos e hizo un gesto como de dolor. Los abrió y los cerró y luego empezó a frotárselos.
—La circulación se detiene —dijo Dalamar mientras abría los ojos y miraba a Palin—. Es muy doloroso.
—Qué lástima me das —dijo Palin.
La mirada de Dalamar se dirigió a los dedos rotos y retorcidos del otro mago. No comentó nada y siguió frotándose las manos.
—¡Hola, Dalamar! —saludó alegremente Tas, contento de tener la oportunidad de meter baza en la conversación—. Me alegra volver a verte. ¿Te he dicho ya cuánto has cambiado desde la última vez que te vi, en el primer funeral de Caramon? ¿Quieres que te lo cuente? Hice un discurso realmente bueno, y luego se puso a llover y todo el mundo, que ya estaba triste, se puso aún más triste, pero entonces tú realizaste un conjuro, un hechizo maravilloso que hizo que las gotas de lluvia resplandecieran y el cielo se llenara con muchos arco iris...
—¡No! —espetó Dalamar a la par que hacía un gesto seco y cortante con la mano.
Tas se disponía a contar otras cosas del funeral, puesto que Dalamar no quería escuchar lo de los arco iris, pero el elfo le asestó una mirada muy peculiar y apuntó con la mano en su dirección.
«A lo mejor me voy a Estasis», pensó el kender, y ése fue el último pensamiento consciente que tuvo durante mucho, mucho rato.