11 El despertar

Las estrellas se apagaron lentamente con la llegada del amanecer, cada una de ellas un reluciente puntito de fuego sofocado por el fuego más intenso del sol de Krynn. El alba no llevó esperanza alguna a las gentes de Silvanost. Habían pasado un día y una noche desde la muerte de Mina. Por orden del general Dogah, la ciudad había sido acordonada y sus puertas cerradas. A los habitantes se les advirtió que permanecieran en sus casas por su propia seguridad, y los elfos obedecieron de buena gana. Las patrullas recorrían las calles, y los únicos sonidos que se oían eran el rítmico ruido de pasos de pies calzados con botas y alguna que otra orden seca de un oficial.

Fuera de Silvanost, en el campamento de los Caballeros de Neraka, los tres oficiales superiores llegaron ante la que había sido la tienda de mando de Mina. Habían acordado una reunión al amanecer y casi era la hora. Llegaron al mismo tiempo y se miraron entre sí incómodos, con irresolución. Ninguno quería entrar en la tienda vacía, donde aún seguía vivo el recuerdo de la muchacha. Ella estaba presente en cada objeto, y esa presencia sólo hacía más tangible su ausencia. Finalmente, Dogah, sombrío el semblante, apartó la lona de la puerta y entró. Lo siguió Samuval y por último Galdar.

Dentro de la tienda, el capitán Samuval encendió una lámpara de aceite, ya que las sombras de la noche todavía anidaban en el interior. Los tres miraron en derredor con gesto taciturno. Aunque Mina se había instalado en palacio, prefería vivir y trabajar entre sus tropas. La tienda de mando original y unos cuantos muebles se habían perdido mientras huían de los ogros. Esta tienda era de manufactura elfa, con colores alegres. Los humanos consideraban que parecía más apropiada para arlequines que para militares, pero, aunque a regañadientes, les impresionaba el hecho de que era muy ligera, fácil de guardar y de montar, y protegía de los elementos mucho mejor que las tiendas suministradas por los caballeros oscuros.

Estaba amueblada con una mesa, tomada prestada de palacio, varias sillas y un catre, ya que Mina se quedaba a dormir allí a veces, cuando trabajaba hasta muy tarde. Nadie había entrado en la tienda desde el banquete, no se habían tocado sus pertenencias. Un mapa, con anotaciones hechas por ella, seguía extendido sobre la mesa. Pequeños tacos cuadrados y triangulares indicaban movimientos de tropas. Galdar le echó una ojeada falta de interés, creyendo que era un mapa de Silvanesti. Al darse cuenta de su error, suspiró y sacudió la astada cabeza. Una abollada taza de hojalata, medio llena de oscuro té, sujetaba la esquina oriental del mundo. Una vela apagada sostenía la parte noroeste. Había estado trabajando hasta la hora de ir al banquete. Un churrete de cera derretida se había deslizado por el costado de la vela y se había derramado sobre el Nuevo Mar. Un gruñido sordo retumbó en el pecho de Galdar, que se frotó el hocico y apartó la vista.

—¿Qué es eso? —preguntó Samuval mientras se acercaba para echar una ojeada al mapa—. Que me condene —exclamó al cabo de un momento—. Solamnia. Parece que nos aguarda una larga marcha.

—¡Marcha! —El minotauro frunció el entrecejo—. Mina está muerta. Le toqué el cuello para sentir el pulso, pero no le latía. ¡Creo que algo salió mal!

—¡Chitón! Los guardias —advirtió Samuval mientras dirigía un vistazo hacia la lona de la entrada. La había cerrado, pero fuera montaban guardia dos soldados.

—Diles que se retiren —indicó Dogah.

Samuval se dirigió a la salida y asomó la cabeza al exterior.

—Presentaos en la tienda comedor y regresad dentro de una hora.

Se quedó parado un momento para mirar la tienda que había junto a la de mando. Era en la que Mina había dormido durante el singular periplo al que los había guiado, y en la que ahora yacía de cuerpo presente. Él la había tendido en el catre, vestida con su túnica blanca y los brazos contra los costados. Sus armas y armadura se habían colocado a sus pies. Las lonas de la entrada se habían recogido para que todos pudiesen verla y rendirle homenaje. Los soldados y los caballeros no sólo habían ido, sino que se habían quedado. Los que estaban libres de servicio la habían velado durante todo el día después de su muerte y durante la larga noche. Cuando el servicio les reclamaba, otros los sustituían. Los hombres guardaban silencio; nadie hablaba.

Y no era únicamente el silencio del dolor, sino de la ira. Los elfos habían matado a su Mina, y querían que pagaran por ello. Habrían destruido Silvanost la primera noche, cuando se enteraron, pero sus oficiales no se lo permitieron. Dogah, Samuval y Galdar habían pasado unas horas muy duras tras la muerte de Mina, intentando mantener la disciplina en las tropas. Sólo repitiendo una y otra vez las palabras «por orden de Mina» habían conseguido finalmente controlar a los enfurecidos soldados.

Dogah los había puesto a trabajar, ordenándoles que cortasen árboles para la pira funeraria. Los soldados, muchos de ellos llorando, habían realizado su lúgubre tarea con fiero entusiasmo, talando los árboles del bosque de Silvanesti como si estuviesen cortando a los propios elfos. Los silvanestis oyeron los gritos de muerte de sus árboles —los bosques de Silvanesti jamás habían sentido la hoja de un hacha— y sintieron una gran congoja al tiempo que temblaban de miedo. Los soldados habían trabajado todo el día y toda la noche previos, de manera que la pira ya estaba casi lista. Pero lista ¿para qué? Los tres oficiales no lo tenían muy claro.

Tomaron asiento alrededor de la mesa. Fuera, el campamento resonaba con los golpes de hachas y los gritos de los hombres que arrastraban los gigantescos troncos hacia la creciente pira, situada en el centro del campo en el que el ejército elfo había derrotado a las tropas de Mina y que, sin embargo, al final, había caído ante su poder. El ruido tenía un carácter extraño; no sonaban risas ni bromas, no se entonaban cantos de trabajo. Los hombres llevaban a cabo su tarea en un lúgubre silencio.

Dogah enrolló el mapa y lo retiró de la mesa. Era un humano de semblante severo, barbudo, de unos cuarenta años, de baja estatura, que parecía tan ancho como alto. No era corpulento, sino fornido, con enormes hombros y cuello de toro. Su negra barba era tan espesa y rizada como la de un enano, y esto, junto con su corta estatura, había dado pie a que entre sus tropas se le conociera por el apodo de Enano Dogah. No tenía ningún parentesco con los miembros de esa raza, ni en la forma ni en el fondo, como se apresuraba a manifestar, recalcándolo con sus puños, si alguien se atrevía a sugerir tal cosa. Era definitivamente humano, y había sido miembro de los Caballeros de Neraka durante veinte de sus cuarenta años.

Técnicamente era el oficial de mayor rango entre ellos, pero al ser el miembro más reciente del grupo de mandos de Mina se encontraba en cierta desventaja, ya que ni sus oficiales ni sus tropas lo conocían y habían desconfiado de él nada más verlo. También Dogah había recelado de ellos y, en particular, de esa mocosa advenediza que, según descubrió con gran conmoción y mayor indignación, le había enviado órdenes falsificadas, conduciéndolo a Silvanesti en lo que al principio parecía una misión de kender.

Había llegado a la frontera con varios miles de soldados sólo para descubrir que el escudo seguía alzado y le cerraba el paso. Los exploradores habían informado que un gran ejército de ogros se estaba congregando, listo para descargar un golpe mortal a los caballeros negros que habían robado sus tierras. Dogah y sus fuerzas se habían encontrado atrapados; no podían retroceder, ya que eso habría supuesto atravesar de nuevo territorio ogro, y tampoco podían avanzar. Dogah había maldecido el nombre de Mina clamorosa y ferozmente. Y entonces el escudo había caído.

El informe lo había dejado estupefacto, y había ido a verlo personalmente, con incredulidad. Era reacio a cruzar la frontera, temiendo que los guerreros elfos apareciesen de repente, tan numerosos como el polvo de la vegetación muerta que alfombraba el suelo, y cayeran sobre ellos. Pero, al otro lado, montado a caballo y agitando una mano, apareció uno de los caballeros de Mina.

«¡Mina os da la bienvenida, general Dogah! —había saludado el caballero—. El ejército elfo se encuentra en Silvanost y los soldados están considerablemente debilitados tanto por la batalla con el dragón Cyan Bloodbane como por el efecto consumidor del escudo. No significan ninguna amenaza para vuestras tropas. Podéis avanzar sin peligro.»

A pesar de las dudas que albergaba, Dogah había cruzado la frontera, con la mano sobre la empuñadura de la espada, esperando en cualquier momento una emboscada de un millar de orejas puntiagudas. Su ejército no había encontrado resistencia alguna. Los elfos con los que toparon fueron capturados con facilidad y al principio ejecutados, pero después se los había enviado a lord Targonne, siguiendo las órdenes de su señoría.

A pesar de todo, Dogah no había bajado la guardia, y sus tropas permanecieron alertas y nerviosas. Aún quedaba la ciudad de Silvanost. Entonces llegó el sorprendente informe de que la ciudad había caído a manos de unos pocos soldados. Mina había entrado triunfante y estaba instalada en la Torre de las Estrellas. Esperaba la llegada de Dogah con impaciencia y le pedía que se apresurara.

Sólo cuando Dogah entró en la ciudad y recorrió sus calles impunemente se convenció de que los Caballeros de Neraka habían conquistado el reino elfo de Silvanesti. La enormidad de tal hazaña lo abrumó. Los caballeros negros habían realizado lo que ninguna fuerza militar en la historia había sido capaz de hacer, ni siquiera los grandes ejércitos de Takhisis durante la Guerra de la Lanza. A decir verdad, no había creído que la muchacha fuese la persona responsable de tal proeza. Había imaginado que en realidad era algún oficial mayor y más experto el que tenía el mando, utilizando a la chica como fachada para tener contentas a las tropas.

Dogah había descubierto su error inmediatamente, en cuanto la vio. Observando con atención, había visto que todos los oficiales acataban a la muchacha. Y no sólo eso, sino que la miraban con un respeto que rayaba en la adoración. Sus suaves palabras eran órdenes. Sus órdenes se obedecían al punto y sin preguntas. Dogah había estado preparado para respetarla, pero tras encontrarse unos minutos en su presencia se sintió encantado y sobrecogido. Se había unido de todo corazón a las filas de los que la adoraban. Cuando miró los ambarinos ojos de Mina, se había sentido orgulloso y complacido al ver en ellos una minúscula imagen de sí mismo.

Esos ojos estaban cerrados ahora; el cálido fuego que iluminaba el ámbar se había apagado.

—Insisto en que algo ha salido mal —siseó Galdar, que se había inclinado sobre la mesa. Volvió a sentarse erguido, fruncido el entrecejo. Profundas arrugas se marcaban en el pelaje que cubría su rostro—. Parece muerta. Su tacto es de estar muerta. Tiene fría la piel. No respira.

—Nos dijo que el veneno tendría esos efectos —repitió, irritado, Samuval. El hecho de que estuviese irritado era una clara señal de su nerviosismo.

—No alcéis la voz —ordenó Dogah.

—Nadie puede oírnos con ese ruido infernal —replicó Samuval, refiriéndose al golpeteo de las hachas.

—Aun así, es mejor no correr riesgos. Somos los únicos que sabemos el secreto de Mina, y debemos guardarlo como le prometimos. Si se descubriera, la noticia se extendería como un incendio en las praderas en la estación seca, y lo echaría a rodar todo. El dolor de los soldados debe parecer real.

—Quizá son más listos que nosotros —rezongó Galdar—. Quizá saben la verdad y los que nos engañamos somos nosotros.

—¿Y qué sugieres que hagamos, minotauro? —demandó Dogah, con las oscuras cejas formando un trazo recto sobre la ancha nariz—. ¿Desobedecerla?

—Aunque esté... —empezó Samuval, e hizo una pausa, reacio a pronunciar la aciaga palabra—. Aun en el caso de que algo haya salido mal —rectificó—, esas órdenes serían las últimas que nos habría dado. Yo, por lo menos, las obedeceré.

—Y yo —abundó Dogah.

—No la desobedeceré —dijo Galdar, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, pero, afrontémoslo, sus instrucciones están supeditadas a cierto suceso y, hasta el momento, su predicción no se ha cumplido.

—Pronosticó un atentado contra su vida —argüyó el capitán Samuval—. Anuncio que el estúpido elfo sería el instrumento. Ambas cosas han ocurrido.

—Sin embargo, no vaticinó el uso de un anillo que inoculaba veneno —adujo Galdar con voz ronca—. Visteis la aguja. Visteis que le pinchó la piel.

Tamborileó los dedos sobre la mesa mientras miraba a sus compañeros estrechando los ojos. Tenía algo en mente, algo desagradable a juzgar por su ceño, pero parecía dudar si decirlo o no.

—Vamos, Galdar —instó Samuval por fin—. Suéltalo de una vez.

—De acuerdo. —El minotauro miró alternativamente al uno y al otro—. Ambos la habéis oído decir que incluso los muertos sirven al Único.

Dogah rebulló intranquilo en la silla, que crujió bajo su peso, y Samuval hurgó con la uña la cera derretida de la vela, pero ninguno de ellos respondió.

—Prometió que el Único frustraría la tentativa de sus enemigos —continuó Galdar—, pero no prometió que volveríamos a verla viva...

—Saludos, tienda de mando —gritó una voz—. Traigo un mensaje de lord Targonne. Pido permiso para entrar.

Los tres oficiales intercambiaron miradas. Dogah se levantó presuroso y desató las lonas de la puerta para dar paso al mensajero. Éste llevaba la armadura de jinete de dragones e iba cubierto de polvo. Tras saludar, entregó a Dogah un estuche de pergaminos.

—No requiere respuesta, milord —aclaró el mensajero.

—De acuerdo, puedes retirarte. —Dogah miró el sello del estuche y de nuevo intercambió una mirada con sus compañeros.

Cuando el mensajero se hubo ido, Dogah rompió el sello con un golpe seco contra la mesa. Los otros dos aguardaron expectantes mientras abría el estuche y sacaba el pergamino. Desenrolló el papel, le echó una ojeada y luego alzó la vista de la hoja; en sus ojos había un brillo de triunfo.

—Va a venir —dijo—. Mina tenía razón.

—Alabado sea el Único —exclamó el capitán Samuval, que soltó un suspiro de alivio y le dio un codazo a Galdar—. ¿Qué dices ahora, amigo?

El minotauro se encogió de hombros y asintió sin decir palabra. Cuando los otros dos se hubieron marchado, llamando a voces a sus ayudantes y dando órdenes de disponerlo todo para la llegada de su señoría, Galdar se quedó solo en la tienda donde persistía el espíritu de Mina.

—Cuando toque tu mano y sienta tu carne cálida de nuevo, entonces alabaré al Único —le susurró—. Pero no antes.


Hacía más o menos una hora que había amanecido cuando lord Targonne llegó, acompañado por seis escoltas. Su señoría montaba un Dragón Azul, al igual que los otros. A diferencia de muchos altos mandos de los Caballeros de Neraka, Targonne no tenía un dragón a su servicio exclusivo, sino que prefería utilizar cualquiera de los establos. Esto reducía los gastos de su propio bolsillo, o eso era lo que siempre argumentaba. En realidad, si hubiese querido tener su propio dragón lo habría hecho y habría cargado el coste de mantenimiento y alimentación a los cofres de la caballería. La verdadera razón era que no lo tenía porque ni le gustaban ni confiaba en los grandes reptiles. Quizá se debía a que, como mentalista, Targonne sabía perfectamente que el desagrado y la desconfianza eran mutuos.

No le hacía gracia volar a lomos de un reptil y lo evitaba siempre que podía, prefiriendo hacer los viajes a caballo. En aquella ocasión, sin embargo, cuanto antes se consumiera en llamas esa molesta chica, mejor, y con tal de que fuera así Targonne estaba dispuesto a sacrificar su comodidad. Se había hecho acompañar por otros jinetes de dragones no porque quisiera alardear ni por temor a un ataque, sino porque estaba convencido de que su dragón iba a hacer algo para ponerlo en peligro, ya fuera metérsele en la cabeza hacer un picado, o provocar que le cayese un rayo encima o tirarlo al vacío a propósito. Quería una escolta de jinetes para que pudieran rescatarle.

Sus oficiales sabían todo eso. De hecho, Dogah lo comentó entre risas con Galdar y Samuval mientras observaban a los Dragones Azules descender en círculos para aterrizar. Todo el ejército de Mina estaba en formación en el campo de batalla, con excepción de los pocos que seguían trabajando en la pira. El funeral de la muchacha se realizaría a mediodía, la hora que ella misma había señalado.

—¿Crees que realmente arriesgarían el cuello por salvar a ese viejo buitre avaro? —preguntó Samuval, que seguía con la mirada las evoluciones aéreas de los Azules—. Por lo que he oído, a la mayoría de su personal le gustaría verlo rebotar contra las rocas mientras cae a una sima sin fondo.

—Targonne se hace acompañar sólo por oficiales a los que debe grandes sumas de dinero para asegurarse de que lo rescatarán, llegado el caso —gruñó Dogah.

Los reptiles tomaron tierra, levantando una gran nube de polvo con sus alas; de esa nube salieron los jinetes de dragones que, al ver la guardia de honor esperando, se encaminaron hacia allí. El cuadro de oficiales de Mina salió al encuentro de su señoría.


—¿Cuál de ellos es? —preguntó Samuval, ya que no conocía personalmente al cabecilla de los Caballeros de Neraka. La mirada curiosa del capitán pasó sobre los altos y fornidos caballeros de semblante severo que se dirigían hacia ellos con rápidas zancadas.

—El alfeñique que va en el medio —dijo Galdar.

Creyendo que el minotauro le tomaba el pelo, Samuval rió con incredulidad y miró a Dogah; advirtió que éste contemplaba en tensión al tipo bajito, que agitaba la mano para apartar el polvo y casi iba doblado por la mitad a causa de la tos. También Galdar observaba con fijeza al hombrecillo mientras abría y cerraba los puños.

Targonne no tenía mucha presencia; era retacón y algo patizambo. No le gustaba llevar armadura completa porque le hacía rozaduras y la única concesión a su rango era el peto. Éste, una pieza cara, de artesanía, estaba hecho del mejor acero y repujado con oro, apropiado para su elevada posición. Debido al hecho de que tenía los hombros caídos, el pecho hundido y era un poco cargado de espaldas, el peto no le encajaba muy bien, se descolgaba hacia adelante, dando la desdichada impresión de que era un babero atado al cuello de un niño en lugar de la armadura de un gallardo caballero.

Samuval no se sintió impresionado por el aspecto de Targonne; sin embargo, había oído comentarios sobre el carácter despiadado y cruel de su señoría, de manera que no le pareció raro que sus dos compañeros se mostraran tan aprensivos con esa reunión. Todos sabían que Targonne había sido el responsable de la prematura muerte de la anterior cabecilla de los caballeros, Mirielle Abrena, y de un gran número de sus partidarios, aunque nadie mencionaba tal cosa en voz alta.

—Targonne es astuto, taimado y perspicaz, además de poseer la sorprendente habilidad de sondear profundamente la mente de las personas —advirtió Dogah—. Algunos afirman incluso que utiliza esa habilidad para infiltrarse en la mente de sus enemigos y someterlos a su voluntad.

No era de extrañar, pensó Samuval, que el fornido Galdar, que habría podido levantar a Targonne y lanzarlo al aire como a un niño, estuviera jadeando de nerviosismo. El apestoso olor bovino del minotauro era tan intenso que Samuval se movió contra el viento para no vomitar.

—Estad preparados —advirtió Galdar en un bajo retumbo.

—Dejadle que escudriñe nuestras mentes. Se llevará una sorpresa con lo que encontrará en ellas —dijo secamente Dogah, que se adelantó y saludó a su superior.


—Vaya, Galdar, me alegra volver a verte —comentó Targonne con tono agradable. La última vez que había visto al minotauro, éste había perdido el brazo derecho en la batalla. Incapaz de combatir, Galdar había rondado por Neraka con la esperanza de encontrar un empleo. Targonne podría haberse librado de la inútil criatura, pero consideraba al minotauro una curiosidad.

»Así que has conseguido un brazo nuevo. Esa curación debe de haberte costado lo tuyo. No tenía idea de que nuestros oficiales estuviesen tan bien pagados. O tal vez es que encontraste una buena talega. Supongo que conoces, Galdar, la regla que estipula que todos los tesoros descubiertos por quienes están al servicio de la caballería han de entregarlos a la organización.

—El brazo fue un regalo, milord —contestó Galdar, con la mirada fija por encima de la cabeza de Targonne—. Un regalo del dios Único.

—Del dios Único —se maravilló Targonne—. Entiendo. Mírame, Galdar. Me gusta ver los ojos de la persona con la que hablo.

El minotauro obedeció de mala gana, y al punto Targonne entró en su mente. Tuvo la visión de nubarrones tormentosos, vientos violentos, aguaceros. Una figura salió de la tormenta y empezó a caminar hacia él. La figura era una chica con la cabeza afeitada y ojos ambarinos. Aquellos ojos se prendieron en los de Targonne y un rayo cayó delante de él. Se produjo un estallido de luz blanca, deslumbrante, y se quedó cegado durante unos segundos, parpadeando para aclararse la vista. Cuando por fin pudo volver a ver, contempló el desierto valle de Neraka, los negros monolitos, brillantes por la lluvia, y la tormenta alejándose tras las montañas. Por más que lo intentó, Targonne no consiguió penetrar más allá de aquella cordillera, no logró salir de aquel maldito valle. Apartó su mente de la de Galdar.

—¿Cómo has hecho eso? —demandó, mirando ceñudo al minotauro.

—¿Hacer qué, milord? —protestó Galdar, obviamente sorprendido. Su extrañeza era real, no fingida—. No me he movido del sitio, señor.

Targonne gruñó. El minotauro había sido siempre un bicho raro. Sacaría más de un humano. Se volvió hacia el capitán Samuval; no le había hecho gracia encontrar a ese hombre entre los oficiales que habían salido a recibirlo. Samuval había sido un caballero en otro tiempo, pero luego había renunciado o lo habían expulsado, no lo recordaba bien, aunque lo último era lo más probable. Samuval no era más que un mercenario arrastrado que dirigía a su propia compañía de arqueros.

—Capitán Samuval —dijo Targonne dando un desagradable tonillo al bajo rango, y a continuación penetró en la mente del guerrero.

Andanada tras andanada de flechas surcaron el aire con el feroz zumbido de mil avispas. Las flechas dieron en el blanco, traspasaron armaduras y cotas de malla negras, atravesaron gargantas y derribaron caballos. Sonaron los gritos de los moribundos, espantosos, y las flechas siguieron cayendo y los cadáveres empezaron a amontonarse, obstruyendo el paso de manera que los que iban detrás se vieron obligados a dar media vuelta y enfrentarse al enemigo, que casi había salvado el paso, a punto de alzarse con una gloriosa victoria.

Una flecha se disparó contra él, contra Targonne. Voló certera, hacia su ojo. Intentó esquivarla, huir, pero no podía moverse. El proyectil atravesó su ojo y llegó al cerebro; el violento y repentino dolor le hizo llevarse las manos a la cabeza, convencido de que el cráneo iba a estallarle. La sangre le nubló la vista, y, mirara donde mirase, todo tenía un velo rojo.

El dolor desapareció rápidamente, tanto que Targonne se preguntó si no lo habría imaginado. Al encontrarse con las manos en la cabeza, hizo como si estuviera apartándose el cabello de la cara e intentó nuevamente escudriñar la mente de Samuval. Sólo vislumbró sangre.

Trató de contener el flujo, de aclarar la visión, pero la sangre siguió manando alrededor y, finalmente, se dio por vencido. Parpadeó, experimentando la extraña sensación de que tenía los párpados pegados, y asestó una mirada iracunda a ese irritante capitán, buscando alguna señal que indicara que el hombre no era lo que parecía, un simple soldado normal y corriente, sino un hechicero astuto y muy inteligente, un Túnica Gris o místico renegado que se ocultaba bajo ese disfraz. Los ojos del capitán eran de los que seguían el vuelo de la flecha hasta que ésta daba en el blanco. Nada más.

Desconcertado, Targonne empezó a sentirse progresivamente frustrado y furioso. Allí estaba interviniendo alguna clase de fuerza que desbarataba sus intentos y estaba decidido a descubrir qué era. Dejó al capitán; al fin y al cabo, ¿a quién le importaba un maldito mercenario?

Al lado de Samuval se encontraba Dogah, y Targonne se tranquilizó. Dogah era uno de los suyos, un hombre de su confianza. Ya había examinado su mente de punta a rabo en ocasiones anteriores; conocía todos los secretos que guardaba en oscuros recovecos de su cerebro, sabía que podía contar con su lealtad. Lo había dejado para el final deliberadamente, seguro de que si tenía preguntas Dogah las contestaría.

—Milord —se adelantó el general antes de que Targonne hubiese abierto la boca—, permitidme ante todo que haga constar que creía que las órdenes que recibí, indicándome que marchara hacia Silvanesti, procedían de vos. No tenía ni idea de que habían sido falsificadas por Mina.

Puesto que esas órdenes habían proporcionado a los Caballeros de Neraka una de las más grandes victorias en la historia de la caballería, a Targonne no le gustaba que se le recordara el hecho de que no había sido él quien las había dado.

—Bueno, bueno —repuso, muy molesto—, quizás haya tenido que ver en eso más de lo que imaginas, Dogah. El caballero oficial que expidió esas órdenes puede haber indicado que ella actuaba por su cuenta, pero lo cierto es que obedecía mis instrucciones.

La chica estaba muerta, así que podía permitirse el lujo de jugar con la verdad. Ella no iba a contradecirlo, desde luego.

—Los dos acordamos guardarlo en secreto —continuó, dando a su voz un tono suave—. La misión era tan arriesgada, tan peligrosa, eran tantas las posibilidades de que fracasara, que preferí no mencionárselo a nadie, no fuera a ser que alguna información se filtrara a los elfos y los pusiera en guardia. Además, había que tener en cuenta a Malys. No quería darle demasiadas esperanzas ni crearle expectativas que podrían no cumplirse. En cambio ahora, Malystryx está asombrada con nuestro gran triunfo y nos tiene más consideración que antes.

Mientras hablaba, Targonne no había dejado de intentar sondear la mente de Dogah, pero sin éxito. Ante sus ojos se alzaba un escudo, una barrera que brillaba de manera fantasmagórica a la luz del sol. Al otro lado del escudo alcanzaba a ver árboles moribundos y una tierra cubierta de ceniza gris, pero no podía penetrar a través de él ni levantarlo.

El Señor de la Noche estaba cada vez más furioso y, en consecuencia, su modo de hablar se volvió más suave, más afable. Aquellos que lo conocían bien sentían terror cuando los cogía del brazo y les hablaba como un amigo.

Targonne enlazó su brazo al de Dogah.

—Nuestra Mina era una oficial aguerrida —dijo con tono pesaroso—. Ahora los malditos elfos la han asesinado, y no me sorprende. Es muy propio de ellos, actuar como gusanos arrastrándose, acercándose a escondidas, arremetiendo por sorpresa y a traición. Son demasiado cobardes para atacar cara a cara, así que recurrieron a esto.

—En efecto, milord —contestó Dogah con voz áspera—. Ha sido un acto cobarde.

—Pero pagarán por ello —continuó Targonne—. ¡Por mi vida que lo pagarán! Así que ésa es la pira, ¿verdad?

Dogah y él habían ido caminando lentamente, del brazo, a través del campo de batalla, seguidos por el minotauro y el capitán de arqueros.

—Es enorme —comentó Targonne—. Algo excesiva, ¿no te parece? Era una oficial aguerrida, pero una oficial de rango bajo. Esta pira —señaló en inmenso montón de troncos con un ademán—, podría ser la de un cabecilla de la caballería. Alguien como yo.

—Sí que podría serlo, milord —convino tranquilamente Dogah.

La base de la pira la formaban seis enormes árboles. Las cuadrillas de trabajo habían rodeado con cadenas los troncos para arrastrarlos hasta el centro del campo de batalla y después los habían empapado con cualquier clase de líquido inflamable que pudieron encontrar. El lugar apestaba a aceites, resinas y licores, así como a la savia de los árboles. En lo alto de la pila de troncos, los hombres habían echado más madera, arbustos y leña conseguidos en el bosque. La pira alcanzaba casi dos metros y medio de altura y tres de longitud. Los soldados habían subido a lo alto con escaleras de mano para cubrir la parte superior con ramas de sauce, entretejiéndolas como un enrejado verde. Sobre esa plataforma tenderían el cuerpo de Mina.

—¿Dónde está el cadáver? Me gustaría presentar mis respetos —dijo Targonne en tono fúnebre.

Lo condujeron a la tienda donde Mina yacía de cuerpo presente, guardada por un grupo de soldados silenciosos que se apartaron para dejarlo pasar. Targonne clavó agujas mentales en varios mientras pasaba entre ellos, y sus pensamientos fueron clarísimos, muy fáciles de leer: sensación de pérdida, dolor, pena, ardiente rabia, deseo de venganza. Le complació en extremo; él podía encauzar pensamientos como ésos para sus propios propósitos.

Contempló el cadáver y no se conmovió en absoluto ni se despertó en él sentimiento alguno salvo una irritada sorpresa de que esa virago se las hubiese ingeniado para cosechar una adhesión tan leal, incluso fanática. Interpretó su papel ante la audiencia, sin embargo, y saludó y pronunció las palabras apropiadas. Quizá los hombres notaron cierta falta de sinceridad en su voz, ya que no lo vitorearon como él consideraba que merecía. En realidad casi no le hicieron caso. Eran los hombres de Mina, y si hubiesen podido seguirla a la muerte para volverla a la vida, lo habrían hecho.

—Bien, Dogah —dijo, cuando se encontraron dentro de la tienda de mando—, cuéntame las circunstancias de este trágico asunto. Fue el rey elfo quien la mató, según tengo entendido. ¿Qué habéis hecho con él?

Dogah relató sucintamente los acontecimientos ocurridos dos noches antes.

—Interrogamos al joven elfo, que se llama Silvanoshei. Es un taimado. Finge estar loco de dolor. Un consumado actor, milord. El anillo provenía de su madre, la bruja Starbreeze. Sabemos por informadores infiltrados en el cuerpo de servicio del rey que uno de sus espías, un tal Samar, hizo una visita secreta al rey no hace mucho. No nos cabe duda de que entre ambos tramaron este asesinato. El elfo hizo todo un alarde de estar enamorado de Mina, que se compadeció de él y aceptó el anillo que le ofrecía. La joya estaba envenenada, milord. Murió de forma casi instantánea.

»En cuanto al rey elfo, lo tenemos prisionero. Galdar le rompió la mandíbula, así que ha resultado difícil sacarle gran cosa, pero nos las hemos arreglado. —Dogah esbozó una sonrisa desagradable—. ¿Le gustaría a vuestra señoría verlo?

—Colgado, tal vez —contestó Targonne y soltó una risilla, divertido por su pequeña gracia—. Destripado y descuartizado. No, no, no siento el menor interés por ese desgraciado. Haz lo que te plazca con él. Entrégaselo a los hombres, si quieres. Sus aullidos ayudarán a mitigar su dolor.

—Sí, milord. —El general se levantó de la silla—. Ahora he de ocuparme de los preparativos para el funeral. Pido permiso para retirarme.

—Claro —accedió Targonne, agitando la mano—. Infórmame cuando todo este listo. Pronunciaré un discurso. Sé que a los hombres les gustará eso.

Dogah saludó y se marchó, dejando solo a Targonne en la tienda de mando. El Señor de la Noche revolvió los papeles de Mina, leyó su correspondencia personal y se guardó las cartas que parecían implicar a varios oficiales en conspiraciones contra él. Examinó detenidamente el mapa de Solamnia y sacudió la cabeza con sorna. Lo que había encontrado le revelaba que había sido una traidora, una intrigante peligrosa y una necia. Enorgullecido de su brillante plan y de su éxito, se acomodó en la silla para echar una corta siesta y recuperarse de los rigores del viaje.


Fuera de la tienda, los tres oficiales conferenciaban.

—¿Qué crees que está haciendo ahí dentro? —preguntó Samuval.

—Revolviendo en las cosas de Mina —repuso Galdar a la par que lanzaba una mirada funesta a la tienda de mando.

—Para lo que le va a servir —comentó Dogah.

Los tres intercambiaron una mirada, incómodos.

—Esto no va como se planeó. ¿Qué hacemos ahora? —demandó el minotauro.

—Lo que le prometimos a ella que haríamos —contestó ásperamente Dogah—. Prepararnos para el funeral.

—¡Pero no se suponía que se llegaría a esto! —gruñó Galdar, insistente—. Es hora de que Mina ponga fin a la situación.

—Lo sé, lo sé —murmuró el general mientras echaba una ojeada sombría a la tienda donde yacía Mina, pálida e inmóvil—. Pero no lo ha hecho y no tenemos más opción que seguir adelante con ello.

—Podríamos retrasar la ceremonia —sugirió Samuval, que se mordía el labio inferior, pensativo—. Podríamos inventar alguna excusa...

—Caballeros. —Lord Targonne asomó en la entrada de la tienda—. Me pareció oíros hablando aquí fuera. Creo que tenéis que ocuparos de ciertas tareas relacionadas con el funeral, así que no es momento de entretenerse con charlas. Sólo vuelo de día, jamás cuando ha oscurecido. He de partir esta tarde, ya que no puedo quedarme más tiempo holgazaneando por aquí, de modo que espero que la ceremonia se lleve a cabo a mediodía, como estaba previsto. Ah, por cierto —añadió, volviendo a sacar la cabeza de la tienda—, si creéis que habrá problemas para encender la pira, os recuerdo que tengo siete Dragones Azules a mis órdenes que estarían encantados de prestaros ayuda.

Desapareció tras la lona de la entrada, dejando a los tres oficiales mirándose entre sí con inquietud.

—Ve y tráela, Galdar —dijo Dogah.

—No tendrás intención de ponerla sobre esa pira, ¿verdad? —siseó el minotauro entre los dientes apretados—. ¡No! ¡Me niego!

—Ya has oído a Targonne, Galdar —intervino, sombrío, Samuval—. Eso era una amenaza, por si no lo has entendido. Si no le obedecemos, ¡la pira funeraria no será a lo único que esos condenados dragones prendan fuego!

—Escúchame, Galdar —añadió Dogah—, si no seguimos adelante con la ceremonia, Targonne ordenará a sus oficiales que lo hagan ellos. No sé qué puede haber salido mal, pero hemos de seguir hasta el final con esto. Mina lo habría querido así. Eres su segundo al mando, así que te corresponde llevarla a la pira. ¿O quieres que uno de nosotros te sustituya?

—¡No! —replicó el minotauro con un seco chasquido de dientes—. Yo la llevaré. ¡Nadie más! ¡Lo haré yo! —Parpadeó; tenía los ojos enrojecidos—. Pero sólo lo hago porque ella lo ordenó. En caso contrario, dejaría que los dragones redujeran a cenizas el mundo entero, a mí con él. Si está muerta, no veo razón para seguir viviendo.

Dentro de la tienda de mando, Targonne escuchó esa manifestación y tomó nota mental de librarse del minotauro en cuanto se le presentase la ocasión.

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