En la oscura hora que precede al alba, Gilthas, el rey de Qualinesti, se encontraba en el balcón de su palacio. O, más bien, su cuerpo se encontraba en el balcón, porque su alma deambulaba por la silenciosa ciudad, calle por calle, parándose en cada puerta, mirando a través de cada ventana. Su alma vio una pareja de recién casados, dormida, enlazada en un estrecho abrazo. Su alma vio a una madre sentada en una mecedora, acunando al bebé dormido con un suave balanceo. Su alma vio a dos hermanos elfos compartiendo la cama con un enorme sabueso. Los dos chiquillos dormían con los brazos echados sobre el cuello del perro, los tres soñando que jugaban a «te pillé» en un prado soleado. Su alma vio a un elfo anciano que dormía en la misma casa en la que había dormido su padre y antes su abuelo. Encima del lecho había un retrato de la esposa ya muerta. En la habitación contigua estaba el hijo que heredaría la casa, con su esposa al lado.
«Dormid hasta tarde —susurró el alma de Gilthas a todos los que tocó—. No despertéis temprano, porque cuando lo hagáis no será para empezar un nuevo día, sino el final de todos los días. El sol que veis en el cielo no es el sol naciente, sino un sol que se pone. El día será noche, y la noche, la oscuridad de la desesperación. Pero, por el momento, dormid en paz. Dejad que yo guarde ese sosiego mientras pueda.»
—Majestad —dijo una voz.
La aurora. Y con ella, la muerte. Gilthas se volvió.
—Gobernador Medan —saludó con un leve dejo de frialdad en el tono. Su mirada fue del cabecilla de los Caballeros de Neraka a la persona que se encontraba junto a él, su sirviente de confianza—. Planchet. Según parece, ambos traéis noticias. Oiré primero las vuestras, gobernador Medan.
Alexius Medan era un humano bien entrado en la madurez, y aunque inclinó la cabeza con deferencia ante el rey, él era el verdadero dirigente de Qualinesti, como lo había sido desde que los Caballeros de Neraka tomaron el reino durante la Guerra de Caos. A Gilthas se lo conocía en todo el mundo como «el rey títere». Los caballeros negros habían dejado en el trono al joven y aparentemente débil y enfermizo monarca a fin de aplacar al pueblo elfo y dar la falsa impresión de que el control estaba en manos elfas. En realidad era el gobernador Medan quien manejaba los hilos que movían los brazos del títere Gilthas, y el senador Palthainon, un poderoso miembro del Thalas-Enthia, quien tocaba el son con el que bailaba la marioneta.
Pero como el gobernador había descubierto el día anterior, había sido engañado. Gilthas no era un títere, sino un actor consumado. Había interpretado el papel de monarca débil y vacilante a fin de enmascarar su verdadero personaje, el de cabecilla del movimiento de resistencia elfa. Gilthas había embaucado completamente a Medan. El rey títere había cortado las cuerdas y bailaba al son tocado por su propia majestad.
—Os marchasteis después del anochecer y habéis estado ausente toda la noche, gobernador —comentó Gilthas, que miraba al hombre con suspicacia—. ¿Dónde habéis estado?
—En mi cuartel general, majestad, como os dije antes de irme —contestó Medan.
Era alto y fornido. A pesar de su edad —o quizá por ello— se ejercitaba para mantenerse en plena forma. Sus ojos grises contrastaban con el cabello y las cejas oscuros, y le daban una expresión circunspecta que ni siquiera se suavizaba cuando sonreía. Tenía la tez muy curtida. Había sido jinete de dragón en sus años mozos.
Gilthas lanzó una fugaz ojeada a Planchet, que respondió con una discreta y ligerísima inclinación de cabeza. Tanto la mirada como el cabeceo no pasaron inadvertidos a Medan, que parecía más serio que nunca.
—Majestad, no os culpo por no confiar en mí. Siempre se ha dicho que los reyes no pueden permitirse el lujo de confiar en nadie... —empezó el gobernador.
—Especialmente en el conquistador de nuestro pueblo, que nos ha dominado con mano férrea durante casi cuatro décadas —lo interrumpió Gilthas. Por las venas del joven monarca corría sangre elfa y humana, aunque la primera dominaba—. Habéis soltado la mano que nos agarraba por el cuello para tenderla en señal de amistad. Entenderéis, señor, si os digo que todavía siento la presión de vuestros dedos en el gaznate.
—Por supuesto, majestad —contestó el gobernador con un atisbo de sonrisa—. Como decía, apruebo vuestra cautela. Ojalá dispusiera de un año para demostrar mi lealtad...
—¿A mí? —lo atajó de nuevo Gilthas, con cierta sorna—. ¿Al «títere»?
—No, majestad. Mi lealtad a la tierra que he llegado a considerar como mi hogar. Mi lealtad a un pueblo que he llegado a respetar. Mi lealtad a vuestra madre. —No añadió «a la que he llegado a amar», aunque podría haber pronunciado las palabras en su corazón.
El gobernador se había pasado en vela toda la noche de la víspera, trasladando a la reina madre a un lugar seguro, fuera del alcance de los asesinos de Beryl que estaban en camino. Tampoco había dormido en todo el día la víspera, llevando a Laurana en secreto a palacio, donde se reunieron los dos con Gilthas. Le había correspondido a Medan la desagradable tarea de informar al rey que el ejército de Beryl marchaba contra Qualinesti, con intención de destruir el país y a sus habitantes. Y tampoco había dormido la noche previa. Sin embargo, las únicas señales visibles de cansancio se reflejaban en el rostro demacrado del gobernador, no en sus ojos claros y alertas. La tensión de Gilthas cedió y sus sospechas disminuyeron.
—Sois inteligente, gobernador. Vuestra respuesta es la única que habría aceptado de vos. Si hubieseis intentado adularme, habría sabido que mentíais. Mi madre me ha hablado de vuestro jardín, que os habéis esforzado por hacerlo hermoso, que no sólo os complace contemplar las flores sino plantarlas y cuidarlas. He de decir que me resulta difícil entender que un hombre así pueda haber jurado lealtad antaño a alguien como lord Ariakan.
—Y a mí me resulta difícil entender que un joven pudiera dejarse embaucar para huir de unos padres que lo adoraban e ir a caer en la telaraña tejida por cierto senador —repuso fríamente Medan—. Una telaraña que condujo claramente a la destrucción del joven así como la de su pueblo.
Gilthas enrojeció al oír su historia.
—Hice mal. Era joven.
—También lo era yo, majestad. Lo bastante joven para creer las mentiras de Takhisis. No es por adularos si os digo, Gilthas, que he llegado a respetaros. El papel que interpretasteis de soñador indolente, más interesado en su poesía que en su pueblo, me engañó por completo. Sin embargo —añadió Medan en tono seco—, he de decir que vos y vuestros rebeldes me habéis causado un sinfín de problemas.
—Y yo he llegado a respetaros, gobernador, e incluso a confiar en vos hasta cierto punto —contestó Gilthas—. Aunque no del todo. ¿Os basta con eso?
—Me basta, majestad. —Medan le tendió la mano.
Gilthas la aceptó y el apretón fue firme y breve por parte de ambos.
—Bien, quizás ahora vuestro sirviente les diga a sus espías que dejen de seguirme a todas partes —manifestó Medan—. Necesitamos a todo el mundo centrado en la tarea que nos aguarda.
—¿Qué noticias tenéis, gobernador? —dijo Gilthas, sin afirmar ni negar.
—Relativamente buenas, majestad, considerando las cosas en conjunto. Los informes que nos llegaron ayer son ciertos. Las tropas de Beryl han cruzado la frontera de Qualinesti.
—¿Qué tiene de bueno esa noticia? —demandó Gilthas.
—Que Beryl no va con ellas, majestad —respondió Medan—. Y tampoco ninguno de sus dragones subordinados. No tengo ni la más remota idea de dónde se encuentran y por qué no acompañan al ejército. Tal vez los retiene por alguna razón.
—Para tomar parte en la última matanza —sugirió amargamente Gilthas—. En el ataque a Qualinost.
—Quizá, majestad. En cualquier caso, no van con el ejército, y hemos ganado tiempo con eso. Es un ejército grande, con la carga de carretas de suministros y torres de asedio, y le está resultando difícil avanzar a través del bosque. Según los informes llegados de nuestras guarniciones de la frontera, no sólo sufren el acoso de las bandas de elfos que operan a las órdenes de La Leona, sino que los propios árboles, las plantas y hasta los animales se enfrentan al enemigo obstaculizando su avance.
—Sí, desde luego —contestó quedamente Gilthas—. Pero todas esas fuerzas son mortales, como nosotros, y sólo aguantarán hasta un punto.
—Cierto, majestad. No aguantarán el fuego de los dragones, eso es seguro. Sin embargo, hasta que los dragones lleguen, tenemos un tiempo de respiro. Aun cuando los grandes reptiles incendiasen los bosques, calculo que al ejército le costará diez días llegar a Qualinost. Eso debería daros tiempo suficiente para poner en marcha el plan que nos explicasteis en líneas generales anoche.
Gilthas suspiró profundamente y desvió la vista del gobernador al cielo que empezaba a iluminarse. Sin responder, contempló en silencio la salida del sol.
—Los preparativos para la evacuación deberían haber comenzado anoche —manifestó Medan en tono severo.
—Por favor, gobernador —intervino Planchet en voz baja—. No lo entendéis.
—Tiene razón. No lo entendéis, gobernador Medan —convino Gilthas mientras se volvía—. Es imposible que lo entendáis. Decís que amáis esta tierra, pero no podéis amarla como nosotros. Nuestra sangre corre por cada hoja y cada flor. La savia de cada álamo fluye por nuestras venas. Oís el canto de la alondra, pero nosotros entendemos las palabras de ese canto. Las hachas y las llamas que acaban con los árboles nos cortan y nos abrasan. El veneno que mata a los pájaros hace que parte de nosotros muera. Esta mañana tengo que decirle a mi pueblo que abandonen sus hogares, los mismos que temblaron con el Cataclismo y sin embargo aguantaron firmes. Deben dejar sus enramadas y sus jardines, sus cascadas y sus grutas. Tienen que huir, y ¿adonde irán?
—Majestad, yo también tengo buenas noticias que daros al respecto —dijo Planchet—. Durante la noche, un mensajero de Alhana Starbreeze me trajo información. El escudo ha caído. Las fronteras de Silvanesti están de nuevo abiertas.
Gilthas lo miró con incredulidad, sin atreverse a albergar esperanzas.
—¿Será posible tal cosa? ¿Estás seguro? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?
—El mensajero no tenía los detalles, milord. Se puso en camino para transmitirnos la buena nueva en cuanto los elfos confirmaron que era cierto. El escudo ha caído. La propia Alhana Starbreeze cruzó la frontera. Espero la llegada de otro mensajero con más información pronto.
—Es una noticia maravillosa —exclamó Gilthas, eufórico—. Nuestro pueblo irá a Silvanesti. Nuestros parientes no pueden negarnos la entrada. Una vez allí, uniremos nuestras fuerzas y lanzaremos un ataque para reconquistar nuestra tierra. —Al ver que Planchet lo observaba seriamente, Gilthas suspiró—. Lo sé, lo sé. No tienes que recordármelo. Me estoy adelantando a los acontecimientos. Pero esta grata noticia me trae la primera esperanza que tengo desde hace semanas. Vamos —añadió, dejando el balcón y entrando en sus aposentos—, debemos decírselo a mi madre...
—Aún duerme, majestad —informó Planchet en voz baja.
—No, no es así —dijo Laurana—, pero si estuviera durmiendo, despertaría de buen grado para oír una buena noticia. ¿Qué decías? ¿Que el escudo ha caído?
Exhausta tras la huida de su hogar en medio de la noche y un día entero oyendo sólo noticias infaustas, por fin habían convencido a Laurana para que se acostara y descansara. Tenía su propio cuarto en palacio, pero Medan, temeroso de los asesinos de Beryl, había dado órdenes para que se marchara toda la servidumbre, damas de compañía, nobleza elfa, funcionarios y cocineros. Había apostados guardias elfos alrededor de palacio, con órdenes de no permitir el paso a nadie, con excepción de él y su ayudante. Medan ni siquiera habría confiado en su ayudante si no hubiera sabido que era un Caballero de Solamnia y leal a Laurana. El gobernador había insistido en que la reina madre durmiera en un diván de la sala de estar de Gilthas, donde podía vigilarse su descanso. Cuando Medan se marchó a su cuartel general, había dejado al solámnico, Gerard, y a su hijo la tarea de velar por su seguridad durante la noche.
—Es cierto, madre —contestó Gilthas mientras salía a su encuentro—. El escudo ha caído.
—Parece maravilloso —comentó cautamente Laurana—. Trae mi bata, Planchet, y así no heriré la sensibilidad del gobernador. Desconfío de esas noticias, hijo. Lo oportuno del suceso me resulta inquietante.
El camisón de Laurana era de color lila claro, con puntilla en el cuello. El cabello se derramaba sobre sus hombros como miel dorada. Sus ojos rasgados eran luminosos, tan azules como las nomeolvides. Aunque tenía muchos más años que Medan, parecía notablemente más joven que él ya que la plenitud de la madurez de los elfos decaía en el invierno de la vejez mucho más despacio de lo que lo hacía en los humanos.
Gilthas observó al gobernador, y vio en su rostro no la fría reserva de un caballero oficial, sino el dolor del amor, un amor imposible que jamás sería correspondido, que nunca podría mencionarse siquiera. A Gilthas seguía sin agradarle Medan, pero aquella expresión suavizó sus sentimientos hacia el hombre e incluso despertó su compasión. El gobernador continuó mirando a través del ventanal hasta que logró recobrar su estricta compostura habitual.
—Pongamos que la coincidencia es fortuita, madre —instó Gilthas—. El escudo cae justo cuando más necesitamos que desaparezca. Si hubiese dioses, supondría que están velando por nosotros.
—Pero es que no hay dioses —replicó Laurana mientras se ceñía la bata—. Nos abandonaron. De modo que no se me ocurre qué decir sobre esta noticia salvo que seamos cautos y que no bases tus esperanzas en ella.
—Tengo que decirle algo a la gente, madre —repuso impaciente el joven monarca—. He convocado una reunión en el senado esta mañana. —Lanzó una rápida ojeada a Medan—. Veréis, milord, no he estado ocioso la noche pasada. Debemos empezar la evacuación hoy si queremos tener una mínima oportunidad de desocupar la ciudad de sus miles de habitantes. Lo que tengo que comunicar a nuestro pueblo será un golpe tremendo, madre. Necesito algo que les dé esperanza.
—La esperanza es la zanahoria que se agita delante del hocico del caballo de tiro para engatusarlo y que siga caminando —musitó Laurana.
—¿Qué dices, madre? —preguntó Gilthas—. Hablas tan bajo que no te oigo.
—Recordaba algo que me dijo alguien hace mucho tiempo. En aquel momento pensé que era cínico y estaba amargado, pero ahora creo que quizás era perspicaz. —Laurana suspiró y sacudió la cabeza como para desechar los recuerdos—. Lo siento, hijo. Sé que así no te ayudo.
Un caballero, el ayudante de Medan, entró en la estancia. Guardó un respetuoso silencio, pero su postura tensa ponía de manifiesto que intentaba llamar su atención. Medan fue el primero que lo vio.
—Sí, Gerard, ¿qué ocurre? —preguntó.
—Un asunto trivial. No quiero molestar a la reina madre —contestó Gerard al tiempo que hacía una inclinación de cabeza—. ¿Podemos hablar en privado, milord? Con el permiso de su majestad.
—Lo tenéis —dijo Gilthas, y se volvió para seguir intentando persuadir a su madre.
Medan inclinó la cabeza y se dirigió hacia el balcón que se asomaba al jardín para hacer un aparte con su ayudante.
Gerard vestía la armadura de un Caballero de Neraka, aunque se había quitado el pesado peto por comodidad. Había limpiado la sangre y otros indicios de su reciente lucha con un draconiano, pero quedaban huellas de la noche anterior que le daban un aspecto desastroso. Nadie habría calificado de apuesto al joven solámnico. Su cabello tenía el color amarillo del maíz, su rostro estaba marcado por la viruela, y las numerosas contusiones recientes en todos los colores —azuladas, verdosas y amarillentas—, no contribuían precisamente a mejorar su aspecto. Su mejor rasgo lo constituían los ojos, de un intenso y deslumbrante color azul. Su expresión seria, sombría, desdecía su afirmación sobre la índole trivial de su interrupción.
—Uno de los guardias me ha avisado de que hay dos personas esperando abajo y exigiendo entrar en palacio. Uno es el senador... —Hizo una pausa, fruncido el entrecejo—. No recuerdo su nombre. Me armo un lío con los nombres elfos, pero éste es alto y tiene un modo de mirar por encima del hombro que se diría que uno es menos que una hormiga.
Los labios de Medan se curvaron en un gesto divertido.
—¿Y su expresión es la de alguien que acaba de morder un higo podrido? —preguntó.
—Correcto, milord.
—Palthainon. El titiritero. Me preguntaba cuándo aparecería por aquí. —Medan miró al rey a través de los cristales del ventanal—. Como ocurre en ese antiguo cuento, Palthainon descubrirá que su marioneta se ha convertido en un ser real, pero, a diferencia del cuento, dudo que a este titiritero le complazca perder a su muñeco de madera.
—¿Se le permite el acceso a palacio, milord?
—No —repuso fríamente Medan—. El rey está ocupado con otros menesteres. Que espere hasta que su majestad le dé su venia. ¿Quién más quiere entrar?
La expresión de Gerard se ensombreció, y el solámnico bajó la voz.
—El elfo Kalindas, milord. Solicita acceso a palacio porque, según dice, sabe que la reina madre se encuentra aquí. Rehusa marcharse.
—¿Cómo se ha enterado? —inquirió ceñudo Medan.
—Lo ignoro, milord. Por su hermano, no, desde luego. Como ordenasteis, no permitimos salir a Kelevandros. Cuando ya no pude mantener abiertos los ojos por el agotamiento, Planchet me relevó en la vigilancia para que no intentara escabullirse.
Medan lanzó una mirada a Kelevandros. El elfo, envuelto en su capa, aparentemente seguía dormido en el rincón opuesto de la habitación.
—Milord, ¿puedo hablar sin rodeos? —pidió Gerard.
—No has dejado de hacerlo desde que entraste a mi servicio, joven —contestó Medan con una sonrisa irónica.
—Yo no lo llamaría exactamente «entrar a vuestro servicio», milord —replicó Gerard—. Me encuentro aquí, como ya debéis saber o habréis adivinado, porque consideré que quedarme con vos era el mejor modo de proteger a la reina madre. Sé que uno de esos dos elfos es un delator, un traidor que ha faltado a la confianza puesta en ellos por su señora, Laurana. Así fue como supisteis dónde esperar a Palin Majere en el bosque la otra mañana. Uno de esos dos os lo dijo. Eran los únicos que lo sabían. ¿Me equivoco? —Su voz sonaba dura, acusadora.
—No, estás en lo cierto —respondió Medan, mirándolo intensamente—. Créeme cuando digo, solámnico, que ese desprecio que veo en tus ojos no es tanto como el que yo mismo siento. Sí, utilicé a Kalindas. No tenía otra opción. Si ese canalla no me hubiera informado a mí, habría informado directamente a Beryl, y yo no habría sabido lo que pasaba. Hice lo que pude para proteger a la reina madre. Sabía muy bien que estaba ayudando y secundando a los rebeldes. Beryl habría matado a Laurana hace mucho tiempo de no ser por mí, así que no te atrevas a juzgarme, joven.
—Lo siento, milord —se disculpó, contrito, Gerard—. No lo entendí. ¿Qué hacemos? ¿Le digo a Kalindas que se marche?
—No. —Medan se frotó la barbilla, sombreada por la barba canosa de un día sin afeitar—. Es mejor tenerlo aquí, donde podemos vigilarlo. A saber qué daño podría causar si anda suelto por ahí.
—Podríamos... eliminarlo —sugirió Gerard, incómodo.
—No. —Medan sacudió la cabeza—. Puede que Laurana creyera que uno de sus sirvientes era un espía, pero dudo mucho que lo creyese su hijo. Kelevandros no lo admitiría, desde luego, y si matáramos a su hermano tendría una reacción tan exacerbada que no nos quedaría más remedio que acabar también con él. ¿Qué pensaría el pueblo qualinesti, cuya confianza he de ganarme, si supiera que he empezado a masacrar elfos en la propia residencia de su majestad? Además, necesito averiguar si Kalindas se ha puesto en contacto con las fuerzas de Beryl y qué información les ha pasado.
—De acuerdo, milord. Lo tendré bajo vigilancia —repuso el joven solámnico.
—No, Gerard. Yo lo vigilaré —rebatió Medan—. Kalindas te conoce, ¿o lo has olvidado? También te traicionó a ti. Si descubre que estás conmigo, que eres mi ayudante de confianza, despertaremos sus sospechas de inmediato. Podría hacer algo desesperado.
—Tenéis razón, milord —convino Gerard, frunciendo el entrecejo—. Lo había olvidado. Quizá debería volver al cuartel general.
—Lo harás, señor caballero. A tu propio cuartel general. Te envío de regreso a Solamnia.
—No, milord —rehusó obstinadamente el joven—. Me niego a marcharme.
—Escúchame, Gerard —argumentó Medan, poniendo una mano en el hombro del solámnico—, esto no se lo he dicho a su majestad ni a la reina madre, aunque creo que ella ya lo sabe. La batalla que estamos a punto de librar es el último forcejeo desesperado de un hombre que se está ahogando y que se ha hundido por tercera vez. Qualinost no puede resistir el poderío del ejército de Beryl. Este combate es, en el mejor de los casos, una acción dilatoria para ganar tiempo a fin de que los refugiados puedan huir.
—En tal caso, ni que decir tiene que me quedo —manifestó Gerard firmemente, con tono desafiante—. El honor no me permite actuar de otro modo.
—¿Y si te lo ordeno?
—Respondería que no sois mi comandante y que no os debo lealtad —replicó, severo el gesto.
—Y yo afirmaría que eres un joven muy egoísta que no tiene idea de lo que es verdadero honor.
—¿Egoísta, milord? —repitió Gerard, dolido por la acusación—. ¿Cómo puede considerarse egoísta que ofrezca mi vida por esta causa?
—Porque serás más valioso para la causa vivo que muerto —manifestó Medan—. No me has escuchado. Cuando sugerí mandarte de vuelta a Solamnia no te enviaba a un refugio seguro. Tenía en mente que llevaras la noticia de nuestra grave situación al Consejo de Caballeros de Solanthus y solicitaras su auxilio.
—¿Estáis pidiendo a los solámnicos que os presten su ayuda, milord? —preguntó Gerard con escepticismo.
—No. Es la reina madre quien la pide a los Caballeros de Solamnia. Tú serás su enviado.
Saltaba a la vista que Gerard seguía receloso.
—He calculado que disponemos de diez días, Gerard —continuó el gobernador—. Diez días hasta que el ejército llegue a Qualinost. Si partes de inmediato a lomos de un dragón, podrías encontrarte en Solanthus pasado mañana, como muy tarde. Los caballeros no pueden enviar un ejército, pero unos jinetes de dragones sí podrían al menos proteger a los civiles. —Esbozó una sonrisa desganada—. No creas que te mando lejos para que no te pase nada malo, joven. Espero que regreses con ellos y entonces tú y yo no lucharemos el uno contra el otro, sino codo con codo.
La desconfianza desapareció del semblante de Gerard.
—Siento haberos puesto en duda, milord. Partiré de inmediato. Necesitaré una montura veloz.
—La tendrás. La mía. Cabalgarás en Filo Agudo.
—No puedo coger vuestro caballo, señor —protestó Gerard.
—Filo Agudo no es un caballo. Es mi dragón. Un Azul. Ha estado a mi servicio desde la Guerra de Caos. ¿Qué ocurre?
Gerard se había puesto muy pálido.
—Señor —empezó, y tuvo que aclararse la garganta—. Creo que deberíais saber que... nunca he montado en un dragón. —Tragó saliva, muerto de vergüenza.
—Pues va siendo hora de que lo hagas —contestó Medan mientras le daba una palmada en la espalda—. Es una experiencia excitante. Siempre he lamentado que mis ocupaciones como gobernador me hayan impedido volar tanto como me hubiese gustado. Filo Agudo está en un establo cuya ubicación es secreta, fuera de Qualinost. Te daré indicaciones y órdenes por escrito con mi sello para que el jefe de establo sepa que te he mandado yo. También escribiré un mensaje para Filo Agudo. No te preocupes. Te transportará rápidamente y sin peligro. No tendrás miedo a las alturas, ¿verdad?
—No, milord —contestó Gerard, tragando con esfuerzo. ¿Qué otra cosa podía decir?
—Excelente. Redactaré las órdenes de inmediato.
Volvió a la sala, haciendo señas a Gerard para que lo acompañara, se sentó al escritorio de Planchet y empezó a escribir.
—¿Qué hay de Kalindas, milord? —preguntó Gerard en voz baja.
Medan miró a Laurana y a Gilthas, que estaban al otro lado de la estancia, todavía conversando.
—No le pasará nada por tener que esperar un rato.
Gerard guardó silencio mientras observaba cómo se movía la mano del gobernador sobre el papel. Medan escribió deprisa y concisamente, de manera que no tardó mucho en redactar las órdenes; ni por asomo tanto como le habría gustado a Gerard. No le cabía duda de que iba a morir, y prefería hacerlo con una espada en la mano en lugar de precipitándose desde la espalda de un dragón, en una aterradora caída que acabaría con su cuerpo despachurrado. Llamándose cobarde para sus adentros, se recordó la importancia y la urgencia de su misión, de modo que fue capaz de tomar las órdenes escritas de Medan con mano firme.
—Adiós, sir Gerard —dijo el gobernador mientras le estrechaba la mano.
—Mejor hasta pronto, milord. No os defraudaré. Regresaré y traeré ayuda.
—Entonces debes partir de inmediato. Beryl y sus seguidores lo pensarán dos veces antes de atacar a un Dragón Azul, en especial a uno perteneciente a los caballeros negros, pero sería mejor que aprovecharas la ventaja de que los reptiles de Beryl no están por aquí de momento. Planchet te acompañará hasta la salida posterior, a través del jardín, para que Kalindas no te vea.
—Sí, milord.
Gerard alzó la mano en un saludo, el que los Caballeros de Solamnia dirigían a sus enemigos.
—Muy bien, hijo mío, estoy de acuerdo —la voz de Laurana les llegó desde el otro lado de la estancia. La elfa se encontraba cerca de un ventanal y los primeros rayos del sol tocaban sus cabellos como la mano de un alquimista, transformando la miel en oro—. Me has convencido. Has heredado de tu padre el poder de persuasión para hacer siempre las cosas a tu modo, Gilthas. Se habría sentido muy orgulloso de ti. Ojalá estuviera aquí para verte.
—Ojalá estuviera aquí para contar con su sabio consejo —dijo el joven monarca mientras se inclinaba para besar suavemente la mejilla de Laurana—. Y ahora, si me disculpas, madre, debo escribir las palabras que tendré que pronunciar muy pronto. Esto es tan importante que no quiero cometer ningún error.
—Majestad —dijo Gerard al tiempo que adelantaba un paso—. Si podéis dedicarme un momento, querría presentaros mis respetos antes de partir.
—¿Nos dejáis, sir Gerard? —preguntó Laurana.
—Sí, mi señora. El gobernador me ha dado órdenes. Me envía a Solamnia, donde presentaré vuestra causa ante el Consejo de Caballeros y pediré su ayuda. Si pudieseis darme una carta, majestad, escrita por vos y con vuestro sello, dando fe de mis credenciales como vuestro mensajero, así como exponiendo la gravedad de la situación...
—A los solámnicos nunca les ha importado Qualinost —lo interrumpió Gilthas, ceñudo—. No veo razón para que empiecen ahora.
—Sí que les importó, en cierta ocasión —intervino suavemente Laurana, dirigiendo una mirada escrutadora a Gerard—. Hubo un caballero llamado Sturm Brightblade a quien le importó muchísimo. —Tendió la mano a Gerard, que rozó con los labios la tersa piel—. Id y que os guarde el recuerdo de aquel caballero valeroso y noble, sir Gerard.
La historia de Sturm Brightblade nunca había significado gran cosa para Gerard hasta entonces. Había oído narrar su muerte en la Torre del Sumo Sacerdote tantas veces que ya sonaba a cuento trasnochado. De hecho, incluso había expresado sus dudas de que aquel episodio hubiese ocurrido realmente. Sin embargo, en ese momento recordó que ante él se encontraba la compañera que se plantó protectoramente junto al cadáver del caballero, la compañera que había llorado por él mientras enarbolaba la legendaria Dragonlance para desafiar a su verdugo. Recibir sus bendiciones en nombre de Sturm Brightblade hizo que Gerard se sintiese humilde y enmendado. Hincó la rodilla ante ella, aceptando la bendición con la cabeza inclinada.
—Así lo haré, mi señora. Gracias.
Se incorporó, exaltado. Sus temores de montar en un dragón le parecieron mezquinos e innobles, y se avergonzó de ellos. El joven rey también parecía escarmentado y le tendió la mano a Gerard.
—Olvidad mis palabras, señor caballero. Hablé sin pensar. Si a los solámnicos no les ha importado Qualinesti, entonces también puede decirse que Qualinesti no se ha interesado por los solámnicos. El que unos ayuden a los otros sería el principio de una nueva y mejor relación para ambos. Tendréis esa carta.
El monarca mojó la pluma en el tintero, escribió unos pocos párrafos en una fina hoja de papel y estampó su nombre. Debajo puso su sello, presionando la cera blanda con un anillo que llevaba en el dedo índice. El sello dejó grabada la imagen de una hoja de álamo. Esperó a que la cera se endureciera y luego dobló la carta y se la tendió a Gerard.
—Se la haré llegar al Consejo, majestad —dijo el caballero. Miró de nuevo a Laurana para llevar consigo su bella imagen como un estímulo inspirador. Lo intranquilizó ver que la tristeza empañaba los hermosos ojos de la elfa al mirar a su hijo, y oírla suspirar suavemente.
Planchet le indicó cómo encontrar el camino de salida por el jardín y Gerard partió, salvando torpemente la barandilla del balcón y dejándose caer pesadamente en el paseo. Alzó la vista para hacer un último ademán de despedida, para conseguir un último atisbo, pero Planchet había cerrado el ventanal a su espalda.
Gerard recordó la mirada de Laurana, su tristeza, y sintió un repentino miedo de que aquélla fuese la última vez que la veía, la última vez que contemplaba Qualinost. El miedo era arrollador, y su anterior resolución de quedarse y ayudarlos a luchar resurgió de nuevo. Sin embargo, difícilmente podía regresar; no sin quedar por necio, o —peor aún—¦ por cobarde. Aferrando con fuerza las órdenes del gobernador, el caballero se marchó corriendo por el jardín que empezaba a cobrar vida con los cálidos rayos del sol.
Cuanto antes llegara ante el Consejo, antes regresaría.