19 Juego desesperado

La gran hembra de Dragón Verde, Beryl, volaba en amplios círculos sobre los bosques de Qualinesti e intentaba eliminar sus dudas repitiéndose que todo estaba saliendo según lo planeado. Como ella lo había planeado. Los acontecimientos se sucedían con rapidez. Demasiado deprisa, a su entender. Había ordenado esos acontecimientos. Ella. Beryl. Nadie más. En consecuencia, ¿por qué la extraña y persistente sensación de que no tenía el control de la situación, de que se la estaba empujando, metiendo prisa? ¿De que alguien en la mesa de juego le había dado en el codo, haciendo que tirara los dados antes de que los otros jugadores hubieran hecho sus apuestas?

Todo había empezado de un modo tan inocente. Sólo había querido lo que era legítimamente suyo: un artefacto mágico. Un maravilloso objeto mágico que no tenía por qué encontrarse en las manos del tullido, acabado, mago humano que lo había obtenido; por error, naturalmente, de manos de un mequetrefe y chillón kender. El artefacto le pertenecía. Estaba en su territorio, y todo lo que había en su territorio le pertenecía. Todos lo sabían. Nadie podía discutírselo. En su justo esfuerzo por conseguir el objeto, había terminado, a saber cómo, enviando sus ejércitos a la guerra.

Beryl culpaba a su pariente Malystryx.

Dos meses antes, se encontraba a solaz en su frondosa enramada, sin pensar en absoluto en ir a la guerra contra los elfos. Bueno, quizás eso no era del todo cierto. Había estado incrementando sus ejércitos, utilizando las grandes riquezas amasadas con los impuestos a elfos y humanos bajo su yugo para comprar los servicios de legiones de mercenarios, hordas de goblins y hobgoblins, y tantos draconianos como pudo engatusar con sus promesas de botines, rapiñas y asesinatos. Mantenía a raya a esos perros babeantes, arrojándoles trozos de elfo de vez en cuando para que le tomaran gusto. Ahora les había dado rienda suelta. No le cabía duda de que vencería.

Empero, percibía que había otro jugador en el tablero, un jugador al que no veía, un jugador que vigilaba desde la sombra, uno que hacía su apuesta en otro juego: un juego más grande con apuestas más altas. Un jugador que apostaba que ella, Beryl, perdería.

Malystryx, por supuesto.

Beryl no vigilaba el norte por si venían Caballeros de Solamnia con sus Dragones Plateados ni por si aparecía el Azul, Skie. Los Plateados habían desaparecido, supuestamente, según sus espías, y era de todos conocido el hecho —de nuevo según sus espías— de que Skie se había vuelto loco. Obsesionado con un amo humano, había desaparecido durante un tiempo sólo para volver con una historia sobre que había estado en un lugar llamado El Gríseo.

Beryl tampoco vigilaba el este, donde vivía Sable, la gran Negra. La viscosa criatura se contentaba con su repugnante miasma. Que se pudriera allí. En cuanto a Escarcha, el Dragón Blanco, no era enemigo para un Dragón Verde con su poder y su astucia. No, ella vigilaba el nordeste, atenta a unos ojos rojos que permanecían constantemente en el horizonte de su miedo como un sol siempre poniente pero que jamás acababa de meterse.

Ahora parecía que por fin Malystryx había hecho su movimiento, uno que era inesperado y astuto por igual. La Verde había descubierto hacía sólo unos días que casi todos sus dragones subordinados —dragones nativos de Krynn que le habían jurado lealtad— la habían abandonado. Sólo quedaban dos Dragones Rojos y no se fiaba de ellos. Nunca había confiado en los Rojos. Nadie podía decirle con seguridad dónde se habían marchado los otros, pero Beryl lo sabía. Esos dragones menores habían cambiado de bando. Se habían pasado al de Malystryx. A buen seguro su pariente se estaba riendo de ella en ese mismo momento. Beryl rechinó los dientes y expulsó una nube de gas venenoso, lo escupió como si tuviera en sus garras a su traidora pariente.

Beryl veía el juego de Malys. La Roja le había tendido una trampa, obligándola a destacar a sus tropas al sur, y mientras tanto agrupaba sus fuerzas mientras ella desperdigaba las suyas. Malys la había inducido a destruir la Ciudadela de la Luz; esos místicos hacía mucho tiempo que eran como irritantes parásitos bajo las escamas de la Roja. Beryl sospechaba ahora que había sido Malys quien había puesto el objeto mágico donde la noticia llegaría hasta ella.

La Verde se había planteado la posibilidad de hacer regresar a su ejército, pero de inmediato desechó la idea. Una vez sueltas las correas, los perros nunca volverían a su llamada. Habían captado el olor, el sabor de la sangre elfa, y no le harían caso. Ahora se alegraba de no haberlo hecho.

Desde su ventajosa posición en las alturas, Beryl contempló con orgullo la colosal serpiente que era su fuerza militar culebreando a través de los bosques de Qualinesti. Su movimiento de avance era lento. Un ejército marcha con el estómago, como rezaba el dicho. Las tropas sólo podían moverse al mismo ritmo que las pesadas carretas de suministros. Sus tropas no se atrevían a alimentarse a sí mismas ni a sus animales con los productos de la tierra que atravesaban, como podrían haber hecho. Los animales e incluso la vegetación de Qualinesti habían entrado en la refriega.

Las manzanas envenenaban a quienes se las comían. El pan hecho con trigo elfo enfermó a toda una división. Los soldados informaron sobre compañeros estrangulados por enredaderas o muertos por árboles que dejaban caer enormes ramas con fuerza aplastante. Ese, sin embargo, era un enemigo fácil de derrotar. A ese enemigo se lo podía combatir con fuego. Nubes de humo de los bosques qualinestis en llamas convirtieron el día en noche sobre gran parte de Abanasinia. Beryl vio el humo ascendiendo arremolinado hacia el cielo, contempló cómo los vientos predominantes lo arrastraban hacia el oeste. Aspiró el humo de los agonizantes árboles con deleite. A medida que su ejército avanzaba lenta pero inexorablemente, ella se hacía más fuerte de día en día.

En cuanto a Malys, olería el humo de la guerra y husmearía en la peste de su propia perdición.

—Porque aunque me hayas engañado para que actúe, prima —dijo Beryl a aquellos iracundos ojos rojizos que centelleaban en su propio horizonte del oeste—, me has hecho un favor. A no tardar dominaré un vasto territorio. Miles de esclavos harán mi voluntad. Todo Ansalon sabrá mi victoria sobre los elfos. Tus ejércitos te abandonarán y se agruparán bajo mi estandarte. La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth será mía. Los magos ya no podrán ocultar la Torre ni su poderosa magia de mí. Cuanto más tiempo te agazapes en las sombras, esperando, más fuerte me haré yo. Muy pronto tu enorme y feo cráneo coronará mi tótem, y seré la dirigente de Ansalon.

Y así, Beryl empezó a calcular sus ganancias. Sin embargo, no podía librarse de la inquietante sensación de que en algún lugar en las sombras, fuera del círculo, otro jugador esperaba, vigilante.


Abajo, muy, muy abajo, unos ojos vigilaban a Beryl, pero no eran los del jugador de esa partida o, al menos, no se consideraba tal. Él era el dado que tintineaba en el cubilete y era arrojado sobre la mesa para rodar sin rumbo hasta detenerse ignominiosamente en un rincón y que se proclamara al vencedor de la partida.

Gilthas se encontraba en la entrada oculta de uno de los túneles, observando a Beryl. El dragón era enorme, inmenso, monstruoso. Su cuerpo escamoso, hinchado, contrahecho, era tan descomunal que parecía imposible que las alas pudieran levantar la repugnante masa de carne del suelo. Imposible hasta que uno reparaba en la gruesa y pesada musculatura de los hombros y la anchura y la envergadura de las alas. Su sombra se extendía sobre la tierra, ocultando el sol ya atenuado por el humo, convirtiendo el brillante día en una horrenda noche.

Gilthas sintió un escalofrío cuando la sombra de las alas del dragón pasó sobre él, helándolo. Aunque las alas pasaron enseguida, el elfo sintió como si continuara bajo la negra sombra de la muerte.

—¿Ha pasado el peligro, majestad? —preguntó una voz temblorosa.

«¡No, pequeña necia! —quiso gritar Gilthas—. ¡No ha pasado! No hay ningún lugar en este ancho mundo que sea seguro para nosotros. El dragón nos vigila desde el cielo día y noche. Su ejército, que se cuenta por millares, marcha sobre nuestro suelo, matando, quemando. Podemos retrasarlos a costa de unas vidas preciosas, pero no podemos detenerlos. Esta vez no. Huimos, pero ¿adonde huir? ¿Dónde está ese refugio seguro que buscamos? La muerte. La muerte es el único refugio...»

—Majestad —llamó de nuevo la voz.

Gilthas salió de su desesperada reflexión con esfuerzo.

—El peligro sigue —advirtió en tono bajo—, pero el dragón se ha ido, por el momento. ¡Vamos, deprisa! ¡Entrad rápido!

Éste era uno de los muchos túneles construidos por los enanos, que servían para que escaparan los refugiados elfos de la ciudad de Qualinost y otras pequeñas comunidades del norte, zonas que ya habían caído en manos del ejército de Beryl. La entrada del túnel se encontraba sólo a unos tres kilómetros al sur de la ciudad; los enanos habían prolongado los túneles para llegar a la propia urbe, y en ese momento, mientras Gilthas hablaba con esos refugiados que habían sido sorprendidos en la superficie, otros elfos caminaban por el túnel detrás de él.

Los elfos habían empezado a evacuar Qualinost hacía seis días, el mismo en que Gilthas había informado a su pueblo que su país estaba siendo atacado por las fuerzas del dragón Beryl. Les había dicho la verdad, la brutal verdad. La única esperanza que tenían de sobrevivir a esa guerra era dejar atrás lo que más amaban, su tierra. Incluso entonces, aunque lograsen sobrevivir como pueblo, Gilthas no había podido darles seguridad de que sobrevivieran como nación.

Había dado órdenes a los qualinestis. Los niños debían partir. Eran la esperanza de la raza, y había que protegerlos. Irían adultos al cuidado de los niños, ya fuesen madres, padres, abuelos, tías, tíos, primos. A los elfos en condiciones de luchar, los que eran guerreros entrenados, se les pidió que se quedaran para librar la batalla en defensa de Qualinost.

No había prometido a los elfos que escaparían a un refugio seguro porque no podía prometer que encontrarían tal refugio. No diría a su pueblo mentiras piadosas para tranquilizarlo. Los qualinestis habían estado dormidos demasiado tiempo bajo la cómoda manta de las mentiras. Les había dicho la verdad y, con una entereza considerable, lo habían aceptado.

Se había sentido orgulloso de su gente en ese instante y en los penosos momentos que siguieron. Parejas que se separaban, uno de ellos para ir con los niños y el otro quedándose para luchar. Los que se quedaban besaban amorosamente a sus hijos, los abrazaban, les exhortaban a ser buenos y obedientes. Del mismo modo que Gilthas no dijo mentiras a sus súbditos, estos tampoco mintieron a sus hijos. Los que quedaron atrás no prometieron que volverían a ver a sus seres queridos. Les pidieron sólo una cosa: recordar. Recordar siempre.

A un gesto de Gilthas, los elfos que habían permanecido escondidos salieron de las sombras de los árboles, cuyas frondosas copas les habían dado protección de los escudriñadores ojos de Beryl. El bosque se había quedado silencioso con la aparición del dragón, acalladas las voces de los animales terrestres, los cantos de las aves. Todo ser vivo permaneció agazapado, tembloroso, hasta que Beryl pasó. Los elfos cogieron a sus hijos de la mano, ayudaron a los mayores y a los débiles y descendieron por la cuesta de un estrecho barranco. La entrada del túnel estaba en el fondo del barranco, disimulada por un cobertizo de ramas de árbol.

—¡Aprisa! —apremió Gilthas al tiempo que hacía un gesto y vigilaba por si el dragón regresaba—. ¡Daos prisa!

Los elfos se introdujeron presurosos junto a él en la oscuridad del túnel, donde los recibieron los enanos, que les indicaron la dirección que debían seguir. Uno de los enanos, que gesticulaba y decía en el idioma elfo «A la izquierda, a la izquierda, seguid por la izquierda, cuidado con ese charco de ahí», era Tarn Granito Blanco, rey de los enanos. Vestía como cualquier trabajador de su raza, tenía la barba pringada de polvo y las botas cubiertas de barro y piedra desmenuzada. Los elfos no imaginaron su elevada posición social.

Los recién llegados parecieron aliviados al principio, cuando alcanzaron la seguridad del oscuro túnel, y se metieron en él de muy buen grado. Sin embargo, al encontrarse ante la fila de enanos, que señalaban y gesticulaban para que penetraran a mayor profundidad bajo tierra, el alivio se tornó inquietud. Los elfos no se sentían felices en el subsuelo, no les gustaban los sitios confinados, sino ver el cielo y los frondosos árboles sobre sus cabezas y respirar el aire fresco. Bajo tierra, se sentían asfixiados y encerrados. Los túneles olían a oscuridad, a humus y a los gigantescos gusanos, los urkhans, que avanzaban horadando las rocas. Algunos elfos dudaron, mirando de nuevo hacia el exterior, donde el sol resplandecía. Un elfo mayor, a quien Gilthas reconoció como uno de los miembros del Thalas-Enthia, el senado qualinesti, se dio media vuelta y empezó a caminar hacia la salida.

—No puedo hacerlo, majestad —se disculpó el senador, que respiraba con dificultad y se había puesto pálido—. ¡Me estoy ahogando! ¡Moriré ahí abajo!

Gilthas iba a contestar, pero Tarn Granito Blanco se adelantó, cerrándole el paso al senador.

—Mi buen señor —dijo el enano, encarándose al senador—, sí, está oscuro ahí abajo; sí, huele mal, y, sí, el aire no es muy fresco. Mas, plantearos esto, mi buen señor. —Tarn alzó el índice—. ¿Cuan oscura estará la tripa de un dragón? ¿Cuan mal olerá eso?

El senador miró de nuevo hacia el túnel y se las arregló para esbozar una leve sonrisa.

—Tenéis razón, señor. No había considerado el asunto desde ese particular punto de vista. He de admitir que es convincente.

El senador miró el túnel, miró fuera, respiró hondo el aire fresco. Luego, extendió una mano y tocó la de Gilthas —una muestra de respeto— y, tras hacer una reverencia al enano, agachó la cabeza y se metió en el túnel conteniendo la respiración, como si pudiera contener el aliento durante los kilómetros que tendría que recorrer bajo tierra. Gilthas sonrió.

—Apuesto que ya habéis dicho esas mismas palabras antes, thane.

—Muchas veces —contestó el enano al tiempo que se atusaba la barba y sonreía—. Muchas. Y si no lo he hecho yo, lo han hecho los otros. —Señaló a sus ayudantes—. Recurrimos al mismo argumento. Nunca falla. —Sacudió la cabeza—. Elfos viviendo bajo tierra. Quién lo hubiese dicho, ¿eh, majestad?

—Algún día tendremos que enseñar a los enanos a trepar a los árboles —repuso Gilthas.

Granito Blanco resopló y rió divertido ante tal idea. Volvió a sacudir la cabeza y se marchó túnel adelante, gritando palabras de ánimo a los enanos que trabajaban para mantener el pasadizo libre de rocas desprendidas y para comprobar que los soportes que utilizaban para apuntalar techo y paredes eran fuertes y seguros.

Los últimos elfos que entraron en el túnel fueron doce miembros de una misma familia. La hija mayor, que casi había llegado a la mayoría de edad, se había ofrecido voluntaria para cuidar de los pequeños. El padre y la madre, ambos expertos guerreros, se quedarían para luchar por su ciudad.

Gilthas reconoció a la joven, a quien recordaba del baile de máscaras celebrado no hacía mucho. Se acordaba de haberla visto bailar, con los ojos relucientes de felicidad y entusiasmo. Ahora llevaba el cabello despeinado y sucio, lleno de hojas secas entre las que había permanecido escondida. Su vestido aparecía roto y manchado. Estaba pálida y asustada, pero se mostraba resuelta y firme, sin dejar traslucir su miedo, porque los niños esperaban una actitud valerosa en ella que les transmitiera seguridad.

El viaje desde Qualinost había sido lento. Desde el día en que Beryl sorprendió a un grupo de elfos en la calzada y los mató a todos con una bocanada de su aliento ponzoñoso, los refugiados no se habían atrevido a viajar por campo abierto, sino que habían caminado a través de los bosques, permaneciendo quietos como un conejo en presencia de un zorro cuando la Verde sobrevolaba su posición. En consecuencia, su avance había sido penoso y desesperantemente lento.

Gilthas vio a la jovencita coger en brazos a un chiquitín, que apenas sabía caminar, del cobijo de hojas y agujas secas y, tras llamar a los demás pequeños para que fueran junto a ella, corrió hacia el túnel. Los niños la siguieron, los de mayor edad cargando a los más pequeños en la espalda.

¿Y adonde iba esa muchacha? A Silvanesti, una tierra que para ella sólo era un sueño. Un triste sueño, pues toda su vida había oído contar que a los silvanestis no les gustaban, que desconfiaban de sus parientes qualinestis. Sin embargo, ahora iba de camino para suplicarles asilo. Antes de llegar allí, ella y sus hermanos tendrían que recorrer kilómetros bajo tierra y después emerger para cruzar el árido y desierto territorio conocido como Praderas de Arena.

—¡Vamos, aprisa! —urgió Gilthas, que creía haber vislumbrado al dragón sobre las copas de los árboles.

Cuando el último pequeño hubo entrado, Gilthas cogió la cubierta de ramas entrelazadas y la colocó en la abertura, ocultándola.

La muchacha se paró en el túnel e hizo un rápido recuento. Tras comprobar que todos sus hermanos se encontraban allí, se las arregló para dedicar una sonrisa a Gilthas. Después alzó la cabeza, colocó en una postura más cómoda al chiquitín, cargado a su espalda, y empezó a entrar en el túnel propiamente dicho. Uno de los pequeños retrocedió.

—No quiero ir, Trina —dijo con voz temblorosa—. Está oscuro ahí dentro.

—No, no lo está —intervino Gilthas. Señaló una esfera que colgaba del techo y de cuyo interior irradiaba una suave luz que alumbraba la oscuridad—. ¿Ves esa linterna? —preguntó al niño—. Encontrarás linternas iguales a todo lo largo del túnel. ¿Sabes lo que produce la luz?

—¿Una llama? —preguntó el crío, dubitativo.

—Un bebé gusano —explicó Gilthas—. Los gusanos adultos excavan los túneles para nosotros, y sus pequeños nos alumbran el camino. Ahora ya no tienes miedo, ¿verdad?

—No —contestó el pequeño elfo. Su hermana le lanzó una mirada escandalizada y el chiquillo se puso colorado—. Quiero decir, no, majestad.

—Bien. Entonces, en marcha.

—¡Dejad paso! ¡Gusano en camino! ¡Dejad paso! —gritó una voz profunda, primero en lengua enana y después en elfa.

El enano hablaba el elfo como si tuviese la boca llena de piedras, de modo que los niños no le entendieron. Gilthas se acercó de un salto a la muchacha.

—¡Atrás! —gritó a los otros niños—. ¡Retroceded hacia la pared, deprisa!

El suelo del túnel empezó a temblar.

El rey agarró a la jovencita y la apartó del centro del túnel de un tirón. Ella estaba aterrada, y el chiquitín que cargaba a la espalda se puso a llorar de miedo. Gilthas lo cogió en brazos y lo tranquilizó lo mejor que pudo. Los demás niños se amontonaron alrededor, mirando con los ojos abiertos de par en par; algunos empezaron a llorar.

—Fijaos bien en esto —dijo el rey, sonriéndoles—. No tenéis por qué asustaros. Son nuestros salvadores.

La cabeza de uno de los gusanos gigantes que los enanos utilizaban para excavar apareció en el fondo del túnel. El gusano no tenía ojos, pues vivía bajo tierra, en la oscuridad. Dos cuernos sobresalían en lo alto de su cabeza. Un enano, sentado en una gran cesta sujeta sobre la espalda del gusano, sostenía las riendas de un arnés de cuero. El arnés rodeaba los dos cuernos y permitía al enano guiar al urkhan del mismo modo que un jinete elfo guiaba a su caballo.

El gusano no prestaba atención al enano encaramado a su espalda; al urkhan sólo le interesaba su comida. El animal escupió líquido en la sólida roca, a un lado del túnel. El líquido expelido siseó sobre la piedra y empezó a burbujear. Grandes pedazos de roca se desprendieron y cayeron al suelo del túnel. Las fauces del urkhan se abrieron, cogieron uno de los trozos, y lo engulleron.

El gusano se acercó, arrastrándose; un espectáculo aterrador. Su cuerpo enorme, sinuoso y cubierto de limo era de un color marrón rojizo y ocupaba la mitad del túnel. El suelo se sacudía bajo su peso. Los vaqueros de urkhans, como se los llamaba, ayudaban al jinete a guiar al gusano por unas riendas incorporadas a cinchas ceñidas al cuerpo del animal.

Mientras el gusano se acercaba a Gilthas y a los niños, de repente giró su ciega cabeza y empezó a virar hacia el lado del túnel en el que se encontraban. Por un instante, Gilthas temió que los aplastara. La jovencita se aferró con fuerza a él; el elfo la pegó contra la pared, escudándola a ella y a todos los pequeños que pudo con su cuerpo.

Los vaqueros conocían su oficio y reaccionaron rápidamente. Voceando maldiciones, los enanos empezaron a tirar de las riendas y a golpear al urkhan con puños y palos. La criatura soltó un gran resoplido y, sacudiendo la enorme cabeza, volvió a su ruta anterior y a su comida.

—¡Ea, ya está! ¿Veis? No ha pasado nada —dijo Gilthas en tono alegre.

Los niños no parecían muy tranquilos, pero a una orden tajante de su hermana mayor se pusieron en fila y comenzaron a avanzar túnel adelante, sin dejar de dirigir miradas desconfiadas al gusano cuando pasaron junto a él.

Gilthas se quedó atrás, esperando. Había prometido a su esposa que se reuniría con ella a la entrada del túnel. Se disponía a volver junto al acceso cuando sintió la mano de ella en su hombro.

—Amor mío —dijo la elfa.

Su roce era suave, su voz dulce y confortadora. Debía de haber entrado mientras él ayudaba a los niños. Le sonrió, y la negra desesperación que el dragón había suscitado en él se desvaneció con el brillo de la luz de la larva que se reflejaba en la dorada melena de la elfa. Sólo dispusieron de tiempo para compartir uno o dos besos, nada más, ya que ambos tenían noticias que comunicarse y asuntos urgentes que discutir.

Los dos empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Esposo, la noticia que nos llegó es cierta. ¡El escudo ha caído!

—¡Esposa, los enanos han aceptado!

Se callaron de golpe ambos, se miraron y soltaron una carcajada.

Gilthas no recordaba la última vez que se había reído o que había oído la risa de su mujer, e interpretó aquello como un buen augurio.

—Tú primero —dijo.

La elfa se disponía a continuar, pero entonces miró en derredor y frunció el entrecejo.

—¿Dónde está Planchet? ¿Y tu guardia personal?

—Planchet se ha quedado para ayudar al gobernador a desbaratar los planes de unos draconianos. En cuanto a los hombres de mi guardia, les ordené que regresaran a Qualinost. Olvida las reprimendas, cariño. —Gilthas sonrió—. Son necesarios allí para ayudar a preparar las defensas. Por cierto ¿dónde está tu guardia personal, mi señora Leona? —inquirió con fingida severidad.

—Por ahí —contestó ella, sonriente. Sus soldados elfos podían encontrarse a dos pasos y él no los vería ni los oiría a menos que ellos lo quisieran. La sonrisa se borró de los labios y los ojos de la elfa—. Nos encontramos con la jovencita y los niños. Le ofrecí mandar a uno de mis soldados con ella, pero rehusó, argumentando que jamás se le ocurriría apartar a un guerrero de la batalla.

—Hace unas pocas semanas asistía a su primer baile. Ahora camina agachada por un túnel, huyendo para salvar la vida. —Tuvo que hacer una pausa, pues la emoción lo embargaba—. ¡Qué coraje tiene nuestro pueblo! —dijo con voz enronquecida.

Los dos se quedaron en el túnel; bajo sus pies el suelo temblaba. Los vaqueros enanos maldecían y gritaban. Otros enanos seguían agazapados junto a la puerta, esperando para ayudar a más refugiados. Un grupo de elfos, procedente de una zona del túnel situada más atrás, pasó junto a ellos. Al ver a su monarca, saludaron con inclinaciones de cabeza, sonriendo como si aquello —escapar a través de un oscuro e inestable pasadizo, guiados por enanos— fuera cosa de todos los días.

—¿Has confirmado los primeros informes que nos llegaron? —inquirió Gilthas en tono más enérgico, tras haberse aclarado la garganta.

La Leona se apartó un mechón de su lustroso cabello que le caía sobre la cara.

—Sí, pero nadie sabe qué significado tiene la caída del escudo, ni si es algo bueno o malo.

—¿Qué ocurrió? ¿Cómo es que pasó tal cosa? ¿Fueron los propios silvanestis quienes lo bajaron?

Ella sacudió la cabeza, y la brillante y dorada mata de pelo que había dado pie a su apodo volvió a taparle la cara. Cariñosamente, su esposo le alisó los mechones. Le encantaba contemplar su rostro. Algunas nobles qualinestis, con sus cutis cremosos y sonrosados, miraban con desdén a las kalanestis, que tenían la tez curtida y muy morena de pasar el día al aire libre y bajo el sol.

A diferencia de su propio rostro, en el que se distinguían indicios de su ascendencia humana en la angulosa mandíbula y en los ojos ligeramente más redondos, el de ella era puramente elfo: en forma de corazón, con ojos almendrados. Sus rasgos eran firmes, no delicados, y su mirada osada y resuelta. Al advertir que él la contemplaba con amor y admiración, La Leona le cogió la mano y la besó en la palma.

—Te he echado de menos —dijo quedamente.

—Y yo a ti. —Gilthas suspiró profundamente y la atrajo hacia sí—. ¿Crees que alguna vez estaremos en paz, amor mío? ¿Llegará el momento en que podamos dormir hasta mucho, mucho después de que haya amanecido, que despertemos y pasemos el resto del día sin hacer otra cosa que amarnos?

Ella no respondió, y Gilthas besó la espesa cabellera y la estrechó contra su pecho.

—¿Qué hay del escudo? —dijo finalmente.

—Hablé con un mensajero que vio que había desaparecido, pero cuando intentó dar con Alhana y su gente, ya se habían marchado de donde se encontraban acampados, lo que era de esperar. Alhana cruzaría la frontera de inmediato. Es posible que no volvamos a saber de ella durante un tiempo.

—No me había permitido albergar esperanzas de que esa noticia fuese cierta —comentó Gilthas—, pero tú has despejado mis dudas y mis temores. Al bajar el escudo, los silvanestis ponen de manifiesto su voluntad de unirse de nuevo al mundo. Enviaré emisarios de inmediato para contarles nuestra difícil situación y pedirles ayuda. Nuestro pueblo viajará hasta allí y encontrará comida, descanso y refugio. Si nuestros planes fracasan y Qualinost cae, con la ayuda de nuestros parientes reuniremos un gran ejército y regresaremos para expulsar al dragón de nuestra patria.

La Leona le puso la mano sobre la boca.

—Calla, esposo. Estás hilando acero con rayos de luna. No tenemos ni idea de lo que pasa en Silvanesti, ni por qué se bajó el escudo, ni qué augura tal cosa. El mensajero informó que todas las cosas vivas que crecían cerca del escudo estaban muertas o moribundas. Quizás esa barrera no era una bendición para los silvanestis, sino todo lo contrario.

»También hay que tener en cuenta el hecho de que nuestros parientes de Silvanesti no actuaron muy fraternalmente en el pasado —añadió implacable—. Titularon elfo oscuro a tu tío Porthios. No sentían el menor aprecio por tu padre. A ti te tildaron de mestizo, y a tu madre de algo peor.

—No pueden negarnos la entrada —manifestó firmemente Gilthas—. No lo harán. No me privarás de mis rayos de luna, querida. Creo que la desaparición del escudo es señal de un cambio en el ánimo y la disposición de los silvanestis. Tengo una esperanza que ofrecer a mi pueblo. Cruzarán las Praderas de Arena, llegarán a Silvanesti y, una vez allí, serán bien recibidos por nuestros parientes. El viaje no será fácil, pero sabes mejor que nadie el valor que anida en los corazones de nuestras gentes. Un valor como el que hemos visto en esa jovencita.

—Sí, será un viaje duro —convino La Leona, mirando seriamente a su esposo—. Nuestro pueblo lo logrará, pero necesitará un líder. Uno que nos inste a seguir adelante cuando estemos cansados, hambrientos y sedientos y no tengamos descanso ni comida ni agua. Si nuestro rey viaja con nosotros, lo seguiremos. Cuando lleguemos a Silvanesti, nuestro rey debe ser nuestro emisario. Nuestro rey debe hablar en nuestro nombre para que no parezcamos una caterva de mendigos.

—Los senadores, los Cabezas de Casas...

—Pelearán entre ellos, Gilthas, lo sabes. Un tercio querrá marchar al oeste en lugar de hacia el este. Otro tercio querrá marchar al norte en lugar de al sur. Y el otro tercio no querrá emprender siquiera la marcha. Discutirán sobre esto durante meses, y si alguna vez consiguen llegar a Silvanesti, lo primero que harán será sacar a relucir todas las discrepancias que hemos tenido con ellos durante los últimos tres siglos, y eso será el fin de todo. Tú, Gilthas. Tú eres el único que tiene una posibilidad de conseguir que esto funcione. Eres el único que puede unir a las distintas facciones y conducir al pueblo a través del desierto. Tú eres el único que puede allanar el camino con los Silvanestis.

—Pero —argüyó Gilthas— no puedo estar en dos sitios a la vez. No puedo luchar en defensa de Qualinost y conducir a los nuestros a través de las Praderas de Arena.

—No, no puedes —convino La Leona—. Debes poner a otro al mando de la defensa de Qualinost.

—¿Qué clase de rey huye del peligro y deja a su pueblo para que muera en su lugar? —demandó, ceñudo, Gilthas.

—La clase de rey que se asegura de que el último sacrificio de los que se quedan no sea en vano —contestó su esposa—. No creas que porque no te quedes a luchar contra el dragón tu tarea va a ser más fácil. Le estás pidiendo a una gente que ha nacido y vivido en bosques, en jardines exuberantes, con agua abundante, que se aventure en las Praderas de Arena, un territorio árido de cambiantes dunas y sol abrasador. Ponme al mando de Qualinost y...

—No —dijo tajante—. Ni hablar.

—Amor mío...

—No vamos a discutirlo. He dicho que no, y se acabó. ¿Cómo puedo hacer lo que me pides que haga si no te tengo a mi lado? —demandó Gilthas, levantando la voz en su vehemencia.

Ella lo miró en silencio y Gilthas se calmó un poco.

—No volveremos a hablar de esto nunca —le dijo.

—Pero tendremos que hablar de ello alguna vez —repuso la elfa.

Gilthas sacudió la cabeza y apretó los labios hasta formar una línea fina, severa.

—¿Qué otras noticias hay? —preguntó bruscamente.

La Leona, que conocía el fuerte carácter de su marido, comprendió que seguir discutiendo no serviría de nada.

—Nuestras fuerzas hostigan al ejército de Beryl. Sin embargo, son tan numerosos que parecemos mosquitos atacando una manada de lobos hambrientos.

—Que los nuestros retrocedan. Ordénales que marchen hacia el sur. Harán falta para proteger a los supervivientes si Qualinost cae.

—Imaginé que ésa sería tu decisión, y ya he dado la orden. A partir de ahora, las tropas de Beryl avanzarán sin obstáculos, saqueando, incendiando y asesinando.

Gilthas sintió que la cálida esperanza que lo había reconfortado desaparecía, dejándolo de nuevo sumido en una fría desesperación.

—No obstante, nos vengaremos de ella. Dijiste que los enanos habían aceptado tu plan. —La Leona, pesarosa de hablar hablado con tanta crudeza, intentó sacarlo del sombrío estado de ánimo que vio reflejado en su semblante.

—Sí, hablé con Tarn Granito Blanco. Nuestra reunión fue fortuita, ya que no había esperado encontrarlo en los túneles. Pensé que tendría que cabalgar hasta Thorbardin para mantener la conversación con él, pero se había hecho cargo personalmente del trabajo, por lo que pudimos solucionar el asunto de inmediato.

—¿Sabe que quizás algunos de los suyos mueran defendiendo a elfos?

—Sabe mejor que yo el precio que pagarán los enanos por ayudarnos, pero están dispuestos a hacer ese sacrificio. «Si la gran Verde engulle Qualinesti, a continuación será Thorbardin lo que despierte su voracidad», me dijo.

—¿Y dónde está el ejército de los enanos? —preguntó La Leona—. Agazapado bajo tierra, preparado para defender Thorbardin. Un ejército de cientos de miles de aguerridos guerreros. Con ellos podríamos rechazar el ataque de Beryl...

—Querida —la interrumpió suavemente Gilthas—, los enanos tienen derecho a defender su patria. ¿Acaso correríamos los elfos en su ayuda si fuesen ellos los atacados? Ya han hecho mucho por nosotros. Han salvado la vida a infinidad de gente, y están dispuestos a sacrificar las suyas por una causa que no les afecta directamente. Lo que merecen son honores, no censuras.

La Leona lo miró iracunda, desafiante, durante un instante, pero luego se encogió de hombros y esbozó una sonrisa atribulada.

—Tienes razón, por supuesto —admitió—. Ves las cosas desde las dos perspectivas, cuando yo sólo las veo desde una. Por esa razón te repito que debes ser tú quien dirija a nuestro pueblo.

—He dicho que hablaremos de esto más adelante —replicó Gilthas en un tono muy frío—. Me pregunto —añadió, cambiando de tema—, si esa jovencita llorará cuando esté sola y despierte por la noche, con sus hermanitos dormidos alrededor, confiando en ella incluso en las horas en que la oscuridad es más profunda.

—No —contestó su esposa—. Ella no llorará porque uno de los niños podría despertarse y al ver sus lágrimas perdería la fe.

Gilthas soltó un hondo suspiro y la estrechó más contra sí.

—Beryl ha cruzado la frontera y ha entrado en nuestra tierra. ¿Cuántos días quedan para que llegue a Qualinost?

—Cuatro —repuso La Leona.

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