21 Una visita inesperada

Palin levantó la vista del libro que había estado examinando y se frotó los ojos llorosos y la nuca. Su vista, antaño tan clara y aguda, se había deteriorado con la edad. Todavía veía bien de lejos, pero para leer tenía que utilizar lentes que ampliaban el texto o —a falta de ellas— tenía que apartar el libro o el pergamino hasta lograr enfocar la escritura. Cerró el volumen, frustrado, y lo empujó a través de la mesa de piedra, uniéndolo a los otros libros que no le habían servido de ayuda.

El mago echó una ojeada, con pocas esperanzas, a los otros volúmenes que había encontrado en las estanterías y que aún no había leído. Había elegido ésos sencillamente porque había reconocido la letra de su tío en las cubiertas y porque se referían a objetos mágicos. No tenía razones para suponer que alguno de ellos trataba sobre el ingenio de viajar en el tiempo.

En el fondo, su sinceridad lo obligaba a reconocer que su lectura lo deprimía. Las referencias al arcano arte y a los dioses de la magia lo henchían de recuerdos, añoranzas, anhelos. Aquella estancia donde se encontraba —el laboratorio de su tío— tenía el mismo efecto deprimente en él.

Recordó la conversación mantenida con Dalamar el día anterior, el mismo en que descubrieron la ausencia del kender y en el que él había insistido en entrar en el viejo laboratorio de Raistlin para revisar sus libros de magia, con la esperanza de hallar alguna información útil sobre el ingenio de viajar en el tiempo.

—Sé que el Cónclave de Hechiceros ordenó que se cerrara el laboratorio de Raistlin —había comentado Palin mientras subían la peligrosa escalera que ascendía en espiral por el hueco central de la Torre de la Alta Hechicería, un nombre de lo más inapropiado dadas las circunstancias—. Pero, al igual que la magia, el Cónclave ha desaparecido, y dudo que haya alguien que vaya a pedirnos cuentas.

Dalamar lo miró de reojo, aparentemente divertido.

—Qué necio eres, Majere. ¿De verdad creías que iba a dejar que unas reglas prescritas por Par-Salian me impidieran entrar? Rompí el sello del laboratorio hace mucho tiempo.

—¿Por qué?

—¿No lo imaginas? —preguntó a su vez el elfo oscuro, con mordacidad.

—Esperabas encontrar la magia.

—Pensé... En fin, no importa lo que pensé. —Dalamar se encogió de hombros—. El Portal al Abismo, los libros de hechizos... Podía quedar algo. Tal vez esperaba que parte del poder del shalafi perdurase en el lugar donde antaño desarrolló su trabajo. O quizás esperaba encontrar a los dioses... —El elfo hablaba en voz queda, con la mirada fija en la oscuridad, en el vacío—. No me encontraba bien, mi mente estaba febril. En lugar de hallar a los dioses, encontré la muerte. La necromancia. O quizá fue ella la que me encontró a mí.

Al final de la escalera se detuvieron ante la puerta que tantos recuerdos albergaba; la puerta que en otros tiempos resultaba tan imponente, tan intimidante, ahora parecía pequeña y deteriorada. Palin se recordó a sí mismo que habían pasado muchos, muchísimos años desde que la vio por última vez.

—Los espectros que la guardaban antaño ya no están —comentó Dalamar—. Su presencia ha dejado de ser necesaria.

—¿Y el Portal al Abismo?

—No conduce a nada ni a ninguna parte —repuso el elfo.

—¿Y los libros de hechizos de mi tío?

—Jenna podría obtener un precio alto por ellos en su tienda, pero sólo como antigüedades, como objetos curiosos. —Dalamar rompió el cierre mágico—. Ni siquiera habría protegido la puerta si no fuera por el kender.

—¿No entras? —preguntó Palin.

—No. Por imposible que parezca la tarea, voy a seguir buscando al kender.

—Ha pasado un día entero desde que desapareció. Si Tas estuviese aquí, no habría dejado de aparecer en algún momento para molestarnos. Admítelo, Dalamar. Se las ha ingeniado para escapar.

—He rodeado la Torre con una barrera mágica —manifestó, severo, el hechicero elfo—. El kender no puede haber escapado.

—Eso habrá que verlo —comentó Palin.

Asaltado por una sensación de sobrecogimiento y excitación, entró en el laboratorio que había sido de su tío, el lugar donde Raistlin había llevado a cabo algunos de sus hechizos más poderosos y horrendos. Tales sensaciones se evaporaron rápidamente para ser reemplazadas por la tristeza y la desilusión que cualquier persona experimenta al regresar a la casa de su niñez y descubrir que es más pequeña de lo que recordaba y que los propietarios actuales la han descuidado.

La legendaria mesa de piedra, tan grande que un minotauro podría tumbarse en ella, estaba cubierta de polvo y excrementos de ratón. Jarros que en un tiempo guardaban los experimentos de los intentos de Raistlin Majere de crear vida seguían en las estanterías, con sus contenidos secos y consumidos. Los fabulosos libros de hechizos que pertenecieron no sólo a Raistlin Majere, sino también al archimago Fistandantilus, yacían desperdigados y en desorden, con los lomos desmenuzándose y las hojas sucias y cubiertas de telarañas.

Palin se levantó para estirar las piernas acalambradas. Cogió la lámpara a cuya luz había estado leyendo y caminó hacia el fondo del laboratorio, donde se encontraba el Portal al Abismo.

El temido Portal, creado por los magos de Krynn para permitir que aquellos con la fe, el coraje y el poder mágico suficientes entraran en el oscuro reino de Takhisis. Raistlin Majere lo había hecho, pagando cara su osadía. Tan fuerte era la perversidad del Portal que Dalamar, como Señor de la Torre, había sellado el laboratorio y todo cuanto albergaba en su interior.

La tela de la cortina que otrora cubría el acceso se había podrido y colgaba en jirones. Las cabezas talladas de los cinco dragones que habían brillado radiantemente en homenaje a la Reina de la Oscuridad estaban oscuras. Las telarañas les cubrían los ojos, las arañas anidaban en sus bocas. Antaño daban la sensación de estar lanzando un silencioso grito; ahora parecía que boqueaban para coger aire. Palin miró más allá de las cabezas, dentro del Portal.

Donde antes había eternidad ahora sólo quedaba una oquedad vacía, no muy grande, cubierta de polvo y poblada de arañas.

Al oír el roce del repulgo de una túnica en los escalones que conducían al laboratorio, Palin se apartó apresuradamente del Portal, regresó a su asiento y fingió estar de nuevo absorto en la lectura de los antiguos libros de conjuros.

—El kender ha escapado —informó Dalamar mientras abría la puerta.

Una simple ojeada a la expresión fría y furiosa del elfo fue suficiente para que Palin se tragara el comentario de «te lo dije».

—Realicé un conjuro que me descubriría la presencia de cualquier ser vivo en el edificio —continuó Dalamar—. El hechizo te localizó a ti y a miles de roedores, pero a ningún kender.

—¿Cómo logró salir? —inquirió Palin.

—Acompáñame a la biblioteca y te lo mostraré.

A Palin no le importó demasiado abandonar el laboratorio. Se llevó consigo los libros que todavía no había examinado, porque no tenía intención de regresar allí. Lamentaba haber ido.

—Falta de previsión por mi parte, sin duda, ¡pero jamás imaginé que fuera necesario tapar mágicamente la chimenea! —comentó Dalamar. Se agachó para examinar el interior del hogar e hizo un gesto irritado—. Mira, hay un montón de hollín caído en el suelo, así como varios trozos de piedra rotos que aparentemente se han soltado de la pared. La chimenea es estrecha, y la subida larga y ardua, pero eso sólo sería un acicate para el kender, en lugar de desanimarlo. Una vez fuera, pudo descender por un árbol y abrirse camino por Foscaterra.

—Foscaterra está abarrotada de muertos... —empezó Palin.

—Un aliciente más para un kender —lo interrumpió secamente Dalamar.

—Yo tengo la culpa. No debí perderlo de vista pero, para ser sincero, no pensé que hubiera una posibilidad de que escapara.

—Es muy propio de la retorcida terquedad de esos pequeños chinchosos. Cuando quieres librarte de alguno, es de todo punto imposible. Y para una vez que queremos tener cerca a uno, no podemos retenerlo. Quién sabe dónde ha ido. Podría encontrarse a mitad de camino de Flotsam a estas alturas.

—Los muertos...

—No lo molestarán. Es la magia lo que persiguen.

—Para entregártela a ti —dijo amargamente Palin.

—Sólo migajas. No he conseguido descubrir qué hacen con el resto. Casi puedo verla ahí fuera, como un vasto océano, y sin embargo recibo únicamente un hilillo, apenas suficiente para aplacar mi sed. Jamás bastante para saciarla. Al principio, cuando el Hechicero Oscuro me condujo a descubrir la necromancia, se me daba toda la que necesitaba. Mi poder era inmenso, y se me ocurrió trasladarme a este lugar para incrementar ese poder. Descubrí, demasiado tarde, que yo mismo me había metido en una celda.

»Entonces supe por Jenna —continuó— que había llegado a tus manos el ingenio mágico de viajar en el tiempo. Por primera vez en muchos años sentí renacer la esperanza. Por fin ese objeto ofrecía una salida.

—Para ti —comentó fríamente Palin.

—¡Para todos nosotros! —replicó Dalamar, cuyos ojos oscuros centellearon—. En cambio, ¿qué me encuentro? Que lo has roto. ¡Y no sólo eso, sino que te las has arreglado para esparcir las piezas por toda la Ciudadela de la Luz!

—¡Mejor eso que dejar que Beryl se apoderase de él!

—Quizá ya lo tiene en su poder. Quizás es lo bastante lista para recoger los fragmentos y...

—No sabría cómo encajarlos entre sí. Ni siquiera estoy seguro de que nosotros pudiésemos hacerlo. —Palin gesticuló hacia los libros apilados en el escritorio—. No he conseguido encontrar ninguna referencia sobre qué hacer si el ingenio se rompe.

—Porque en ningún momento se pensó que se rompería. Su creador no tenía ni idea de que los muertos se cebarían con su magia. ¿Cómo iba a imaginar algo así? Esas cosas no ocurrían en el Krynn de los dioses. En el Krynn que conocíamos.

—¿Y por qué los muertos han empezado a alimentarse ahora de la magia? —se preguntó Palin—. ¿Por qué no hace cinco años o diez? La magia primigenia me funcionó durante un tiempo, igual que la necromancia te funcionó a ti y la curación le funcionó a Goldmoon y a los místicos. Los muertos nunca nos habían estorbado ni habían interferido en nuestra magia.

—Los más sabios entre nosotros nunca llegaron a saber realmente qué ocurría con los espíritus de los muertos —reflexionó Dalamar—. Sabíamos que algunos se quedaban en este plano, los que seguían teniendo vínculos con este mundo, como tu tío, o los que estaban condenados a permanecer en él. El dios Chemosh tenía potestad sobre esos espíritus que no gozaban del descanso, pero ¿y el resto? ¿Adónde iban? Como nadie regresó nunca para contárnoslo, jamás lo descubrimos.

—Los clérigos de Paladine enseñaban que las almas benditas abandonaban este estadio de desarrollo vital para viajar al siguiente —dijo Palin—. Eso era lo que mis padres creían. Sin embargo...

Miró hacia la ventana, esperando —y temiendo— ver el espíritu de su padre entre aquellos desdichados fantasmas.

—Te diré lo que creo yo —contestó Dalamar—. Ojo, sólo es una opinión, no una certidumbre. Si a los muertos antes se les permitía partir, ahora se les impide hacerlo. La noche de la tormenta... ¿Te llamó la atención esa tormenta horrible?

—Sí. No era normal. Estaba cargada de magia.

—Había una voz en ella —siguió Dalamar—. Una voz que retumbaba en el trueno y chisporroteaba en los relámpagos. Casi podía oírla y entenderla. Casi, pero no del todo. La voz lanzó una llamada esa noche, y fue entonces cuando los muertos empezaron a congregarse ingentemente en Foscaterra. Los observaba desde la ventana, fluyendo desde todas las direcciones, un inmenso río de almas. Habían sido convocados aquí con algún propósito. Qué propósito es ése no...

—¡Ah de la Torre! —llamó una voz desde abajo, al tiempo que sonaban golpes en la puerta.

Estupefactos, Palin y Dalamar se miraron sin salir de su asombro.

—¿Quién será? —preguntó Palin, pero se dio cuenta, no bien acabó de pronunciar las palabras, de que hablaba consigo mismo.

El cuerpo de Dalamar continuaba delante de él, pero podría ser un muñeco de cera expuesto en cualquier feria ambulante. Tenía los ojos abiertos, fijos en Palin, pero no lo veían. Respiraba, pero ésa era la única señal de vida en él.

Antes de que Palin tuviese tiempo de reaccionar, los ojos de Dalamar parpadearon, y la vida y la mente pensante regresaron a ellos.

—¿Qué pasa? —demandó Palin.

—Son dos Caballeros de Neraka, como se llaman a sí mismos actualmente. Uno es un minotauro, y el otro es muy extraño.

Mientras hablaba, Dalamar empezó a llevar, casi a rastras, a Palin a través de la habitación. Al llegar a la pared del fondo, apretó una piedra de un modo especial. Parte de la pared se deslizó a un lado, revelando una angosta abertura y una escalera.

—¡No deben encontrarte aquí! —apremió el elfo mientras empujaba a Palin para que entrara.

El otro mago había llegado a la misma conclusión.

—¿Cómo han viajado a través del bosque? ¿Cómo encontraron la Torre...?

—¡No hay tiempo para eso ahora! ¡Baja la escalera! —siseó Dalamar—. Conduce a una cámara situada en la biblioteca. Hay un orificio en la pared, por el que podrás ver y oír. ¡Ve, rápido! Empezarán a sospechar.

Los golpes en la puerta y los gritos habían aumentado.

—¡Hechicero Dalamar! —retumbó la voz profunda del minotauro—. ¡Hemos recorrido un largo trecho para hablar contigo!

Palin se agachó y entró. Dalamar empujó la sección de la pared y ésta se deslizó silenciosamente a su sitio, dejando a Palin completamente a oscuras.

El mago dedicó unos segundos a tranquilizarse tras el momento de alarma y aturullamiento, y luego tanteó la fría pared de piedra. Intentó realizar un conjuro de luz, dudoso de tener éxito; el hechizo funcionó perfectamente, para gran alivio del mago. Una llama, pequeña como la de una vela, ardía en la palma de su mano.

Palin bajó los escalones rápida y silenciosamente, sin apartar la otra mano de la pared para mantener la estabilidad. La escalera descendía en espiral en un ángulo tan pronunciado que, al girar en la última vuelta, se topó con un muro liso de forma tan repentina que por poco no se golpeó la cabeza en él.

Buscó el orificio del que le había hablado Dalamar, pero no encontró nada. Las piedras estaban encajadas sólidamente entre sí; no había grietas ni resquicios en la argamasa. De no ser porque oía voces que sonaban cada vez más claras, quizás habría temido que el elfo se hubiera valido de ese engaño para encerrarlo.

Palin extendió la mano y empezó a tantear cada piedra. Las primeras eran sólidas, frías, duras, toscas. Tanteó más arriba, por encima de su cabeza, y al intentar tocar una de las piedras vio que la mano pasaba a través de ella.

«Por supuesto —se dijo para sus adentros—. Dalamar es más alto que yo. Me saca la cabeza. Debería haberlo tenido en cuenta.»

Disipada la imagen ilusoria de la piedra, Palin contempló la biblioteca a través de ella. Desde su aventajada posición, podría ver el escritorio, la persona que estuviera sentada tras él y a cualquier visitante. Podría oír cada palabra tan claramente como si se encontrara en la estancia, y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la inquietante sensación de que los que estuviesen dentro lo verían a él con igual facilidad.

Quizás el aprendiz Dalamar se había escondido allí antaño para espiar a Raistlin Majere, su shalafi. La idea le dio que pensar a Palin mientras se preparaba para observar lo que ocurriera dentro, un procedimiento algo incómodo, puesto que tenía que estirarse todo lo posible, cuello incluido, para ver a través del orificio. La posibilidad de que Raistlin estuviera enterado de que su aprendiz lo espiaba no lo ayudó a sentirse más cómodo. Se acordó que él había estado en esa biblioteca y que indudablemente habría mirado esa pared sin imaginarse que una pequeña parte de ella no era real.

La puerta se abrió y Dalamar hizo entrar a sus visitantes. Uno era un minotauro corpulento, con su apariencia bestial y el brillo de inteligencia en sus ojos animales que resultaba desconcertante y peligroso por igual. El otro caballero negro era, como Dalamar había dicho, «muy extraño».

—Vaya... —exclamó en un susurro Palin, impresionado al verla entrar en la biblioteca del elfo, brillante la armadura a la luz del fuego—. ¡La conozco! Es decir, la conocía. ¡Mina!

La chica entró en la estancia y miró alrededor con lo que al principio Palin interpretó como ingenuo asombro. Observó los estantes de libros, el escritorio bellamente tallado, las polvorientas cortinas de terciopelo, las desgastadas alfombras de seda de fabricación elfa que cubrían el suelo de piedra. El mago conocía a las adolescentes —había tenido alumnas en su escuela— y esperaba oír los habituales chillidos a la vista de los objetos más espeluznantes, como la calavera de un draconiano baaz. (Raistlin se había dedicado al estudio de esas criaturas en cierto momento, quizá con intención de recrearlas él mismo. El resto del esqueleto se hallaría en el viejo laboratorio, junto con algunos órganos internos conservados en una solución dentro de un jarro.)

Mina permaneció silenciosa y aparentemente sin inmutarse por lo que veía, incluido Dalamar.

Recorrió la habitación con la mirada, sin perder detalle. Se volvió hacia la pared tras la cual se escondía Palin y sus ojos del color del ámbar se quedaron prendidos exactamente en el punto donde estaba el mago oculto. Palin tuvo la impresión de que lo veían a través de la imagen ilusoria con tanta claridad como si se encontrara en la habitación. La sensación fue tan intensa que reculó y miró en derredor buscando una vía de escape, pues estaba convencido de que el siguiente movimiento de la chica sería señalar en su dirección, exigiendo su captura.

Los ojos siguieron fijos en él, lo absorbieron. El ámbar líquido lo rodeó, se solidificó y después continuó investigando la estancia. La joven no dijo nada, no lo mencionó, y los desbocados latidos del corazón del mago empezaron a recobrar un ritmo más normal.

Por supuesto que no lo había visto, se reprendió para sus adentros. No podía de ningún modo. Pensó en la última vez que la había visto, una huérfana en la Ciudadela de la Luz. Por entonces era una chiquilla escuálida, de rodillas huesudas y una densa mata de espléndido cabello rojo. Ahora se había convertido en una joven, con el pelirrojo cabello casi rapado, disfrazada con una armadura de caballero. Empero, la expresión de su rostro no tenía nada de infantil, sino que era resuelta, decidida, segura; todo eso y mucho más. Exaltada...

—Eres el hechicero Dalamar —dijo Mina, volviendo los ambarinos ojos hacia él—. Se me informó que te encontraría aquí.

—Soy Dalamar, el Señor de la Torre. Me interesaría mucho saber quién te dijo dónde encontrarme —repuso el hechicero mientras metía las manos en las mangas de la túnica y hacía una grácil reverencia.

—El Señor de la Torre... —repitió suavemente Mina, con un atisbo de sonrisa, como si supiera la verdad de la situación—. En cuanto a cómo te encontré, fueron los muertos quienes me lo dijeron.

—¿De veras? —Parecía que a Dalamar le inquietaba eso. Trató de evitar los ojos de ella, de escabullirse de la mirada ambarina—. ¿Y quién eres tú, Dama de Neraka, que tienes una relación tan estrecha con los muertos?

—Soy Mina. —Alzó los ojos ambarinos y esta vez lo atrapó. Hizo un ademán señalando al minotauro—. Éste es mi segundo al mando, Galdar.

El susodicho hizo una brusca inclinación de cabeza. No se sentía cómodo en la Torre; echaba constantes ojeadas en derredor, como si esperase que en cualquier momento algo apareciera de repente para atacarlos. Pero no temía por su propia segundad; su única preocupación parecía ser Mina. Se mostraba protector hasta rayar en la adoración.

La curiosidad, dominaba a Palin. Dalamar se mostraba cauteloso.

—Me interesa cómo has conseguido recorrer Foscaterra indemne, lady Mina —dijo el elfo, que tomó asiento en la silla, detrás del escritorio, quizás intentando romper aquella mirada fascinante—. Toma asiento.

—Gracias, pero no —repuso Mina, que siguió de pie. Ahora lo miraba desde arriba, poniendo a Dalamar en una inesperada situación de desventaja—. ¿Por qué te sorprende que esté en Foscaterra, hechicero?

El elfo rebulló en su silla, reacio a incorporarse porque eso le haría parecer vacilante y débil, pero tampoco le gustaba que lo miraran desde arriba.

—Soy nigromante, percibo magia en ti —dijo—. Los muertos absorben la magia, se alimentan de ella. Me sorprende que no te acosaran como un enjambre.

—Lo que percibes en mí no es magia —contestó Mina, cuya voz era inusitadamente profunda y madura para alguien de su edad—. Lo que sientes es el poder del dios a quien sirvo, el Único. En cuanto a los muertos, no me tocan. El Único los dirige. Ellos ven en mí al Único, y se inclinan ante mí.

Los labios de Dalamar se curvaron.

—¡Es cierto! —manifestó Galdar, gruñendo de rabia—. ¡Lo he visto con mis propios ojos! Mina ha venido a...

—Conducir a mi ejército a Foscaterra —concluyó la joven, que puso una mano en el brazo del minotauro, ordenando guardar silencio.

—¿Contra quién? ¿Contra los muertos? —pregunto el elfo, sarcástico.

—Contra los vivos —replicó Mina—. Vamos a hacernos con el control de Solamnia.

—Entonces tienes que haber traído un gran ejército, lady Mina —comentó Dalamar—. A todo el contingente de los caballeros negros, diría yo.

—Mi ejército es pequeño —admitió la joven—. Hube de dejar las tropas para que guardaran Silvanesti, que cayó en nuestro poder no hace mucho...

—Silvanesti... tomada... —Dalamar se había quedado lívido y la miraba de hito en hito—. ¡No lo creo!

Mina se encogió de hombros.

—Que lo creas o no me da igual. Además, ¿qué puede importarte a ti? Tu gente te desterró, o eso tengo entendido. Mencioné esa conquista sólo de paso. He venido a pedirte un favor, Señor de la Torre.

Dalamar estaba profundamente conmocionado. Palin se dio cuenta de que, a pesar de afirmar que no le creía, el elfo oscuro comprendía que la joven decía la verdad. Era imposible percibir aquella voz tranquila, resuelta, segura, y no creer lo que decía.

Dalamar se esforzó por recobrar el control de sí mismo, al menos de cara al exterior. Le habría gustado hacer preguntas, exigir respuestas, pero no veía cómo podía hacer tal cosa sin revelar una preocupación inusitada. El amor de Dalamar por su pueblo era un sentimiento que él siempre negaba y que esa constante negación reafirmaba.

—Sí, es cierto que me desterraron —contestó con una sonrisa tirante—. ¿Qué favor quieres que te haga, lady Mina?

—He concertado una reunión con alguien aquí —empezó a decir la joven.

—¿Aquí? ¿En la Torre? —El asombro de Dalamar era indescriptible—. De ningún modo. No dirijo una posada, lady Mina.

—Eso ya lo sé, hechicero Dalamar —repuso ella en tono afable—. Comprendo que lo que pido será un inconveniente, una molestia para ti, una interrupción de tus estudios. Ten la segundad de que no te lo pediría, pero hay ciertos requisitos que deben cumplirse en cuanto al emplazamiento de dicho encuentro, y la Torre de la Alta Hechicería los reúne todos. De hecho, es el único sitio en Krynn que los cumple. La cita ha de celebrarse aquí.

—¿Y yo no tengo ni voz ni voto en esto? ¿Cuáles son esos requisitos a los que te refieres? —demandó Dalamar, ceñudo.

—Tengo prohibido revelarlos. Todavía no. En cuanto a que no tengas ni voz ni voto, tu opinión no cuenta para nada. El Único ha decidido que ha de hacerse así y, en consecuencia, así se hará.

Los oscuros ojos del elfo parpadearon; su expresión se suavizó.

—Tu invitado es bienvenido a la Torre, señora. Con vistas a hacer cómoda su estancia, sería de gran ayuda saber algo sobre esa persona... ¿él o ella? ¿Un nombre, tal vez?

—Gracias, hechicero —fue cuanto dijo Mina antes de dar media vuelta.

—¿Cuándo llegará tu invitado? —insistió Dalamar—. ¿Cómo sabré que es la persona que esperas?

—Lo sabrás —contestó, escueta, Mina—. Nos vamos, Galdar.

El minotauro ya había cruzado la estancia y extendía la mano hacia el picaporte de la puerta.

—Hay un favor que podrías hacerme a cambio, señora —dijo suavemente el elfo.

—¿Cuál, hechicero? —inquirió la joven, que había vuelto la cabeza hacia él.

—Un kender, al que estaba utilizando en un experimento importante, ha escapado —explicó Dalamar con tono despreocupado, como si el kender fuese un ratón enjaulado cuya ausencia se descubre en una comprobación rutinaria—. Su pérdida no tiene importancia para mí, pero sí la tiene el experimento. Me gustaría recuperarlo, y se me ocurre que quizá, durante tu marcha con un ejército a través de Foscaterra, podrías topar con él. Si así ocurriese, agradecería mucho que me lo entregaras. Dice llamarse Tasslehoff, como tantos de su raza hoy en día —añadió con una sonrisa encantadora y trivial.

—¡Tasslehoff! —El interés de Mina se había despertado de pronto; una arruga se marcaba en su frente—. ¿El Tasslehoff que llevaba consigo el ingenio para viajar en el tiempo? ¿Lo has tenido aquí? ¿Has tenido en tu poder al kender y el ingenio, y has dejado que se te escape?

Dalamar la miraba de hito en hito, desconcertado. El hechicero elfo era cientos de años mayor que la muchacha; se lo había considerado uno de los magos más grande de todos los tiempos; aunque trabajaba con la parte oscura de la magia se había ganado el respeto, ya que no el afecto, de quienes lo hacían en la parte de la luz, y, sin embargo, los ambarinos ojos de Mina lo tenían clavado en la silla. Dalamar se retorció bajo aquella mirada, forcejeó, pero ella lo tenía atrapado y lo aferraba firmemente.

Dos intensos rosetones se marcaron en las pálidas mejillas de Dalamar. Los esbeltos dedos del elfo acariciaron con nerviosismo un fragmento de la talla del escritorio, una hoja de roble; siguieron el trazado una y otra y otra vez, hasta que Palin sintió deseos de salir de su escondrijo y asir aquella mano para que se parara.

—¿Dónde está el ingenio? —demandó Mina, que avanzó hasta situarse de nuevo ante el escritorio, mirándolo desde arriba—. ¿Se lo llevó él o lo tienes tú aquí?

El elfo había llegado a su límite. Se puso de pie, la miró desde su aventajada estatura, a lo largo de su nariz aquilina, desde la seguridad que le daba su propio poder.

—Eso no es en absoluto de tu incumbencia, lady Mina.

—De mi incumbencia no —repuso ella, en absoluto intimidada. De hecho, fue Dalamar el que pareció ir encogiéndose a medida que la joven hablaba—. Del Único. Todo lo que ocurre en este mundo es de su incumbencia. El Único ve tu corazón, tu mente y tu alma, hechicero. Aunque ocultes la verdad a los ojos de los mortales, no puedes ocultársela al Único. Buscaremos a ese kender y, si lo encontramos, haremos con él lo que tenga que hacerse.

Giró de nuevo sobre sus talones y se alejó serena, sin inmutarse.

Dalamar siguió de pie detrás del escritorio; la mano que había trazado con nerviosismo el perfil de la hoja de roble se apretó fuertemente, escondida bajo la manga de la túnica.

Al llegar a la puerta, Mina se volvió. Su mirada pasó sobre Dalamar —un insecto más en su caja de exposición— y se clavó en Palin. En vano el mago se dijo que la joven no podía verlo. Lo atrapó, lo retuvo.

—Crees que el artefacto se perdió en la Ciudadela de la Luz, pero te equivocas. Regresó con el kender, que ahora lo tiene en su posesión. Por eso huyó.

Palin apagó la luz mágica. En la oscuridad sólo vio aquellos ojos ambarinos, sólo oyó la voz de la chica. Se quedó allí tanto tiempo que Dalamar fue a buscarlo. Las leves pisadas del elfo apenas sonaron en los peldaños, y Palin no lo oyó hasta que percibió un movimiento. Alzó la vista, alarmado, y se encontró con el elfo de pie frente a él.

—¿Qué haces aquí todavía? ¿Te encuentras bien? Estaba convencido de que te había pasado algo —dijo Dalamar, irritado.

—Y me ha pasado —contestó Palin—. Ella es lo que me ha pasado. Me vio. Me miró directamente. ¡Las últimas palabras que pronunció iban dirigidas a mí!

—Imposible. Ningunos ojos, ni siquiera unos de color ámbar, pueden ver a través de piedra sólida y magia.

Palin sacudió la cabeza, nada convencido.

—Me habló —insistió.

Esperaba una réplica sarcástica de Dalamar, pero el elfo oscuro no estaba de humor para bromear, al parecer, ya que subió los peldaños que conducían hasta el laboratorio sin decir palabra.

—Conozco a esa chica, Dalamar.

El elfo se detuvo y se volvió para mirarlo fijamente.

—¿Qué?

—Hacía mucho tiempo que no la veía, desde que se escapó. Era una huérfana. Un pescador la encontró en la playa, donde la había arrastrado la corriente, en la isla de Sancrist. La llevó a la Ciudadela de la Luz, al asilo de huérfanos, y se convirtió en la favorita de Goldmoon, casi una hija para ella. Hace tres años escapó. Había cumplido los catorce en aquel tiempo. Goldmoon estaba desconsolada. Mina tenía un buen hogar, la querían, la mimaban; parecía feliz, sólo que en mi vida nunca había visto a una criatura que hiciese tantas preguntas como ella. Nadie entendió por qué se escapó. Y ahora... Es una dama negra. A Goldmoon se le romperá el corazón.

—Qué extraño —comentó, pensativo, Dalamar, y continuaron subiendo la escalera—. Así que la crió Goldmoon...

—¿Crees que es verdad lo que dijo sobre Tas y el artefacto? —preguntó Palin mientras salían de la escalera secreta.

—Por supuesto que lo es —contestó el elfo, que se dirigió hacia una ventana y contempló los cipreses—. Eso explica por qué huyó el kender. Temía que lo descubriéramos.

—Y lo habríamos hecho, si nos hubiésemos molestado en considerar detenida y racionalmente el asunto, en lugar de dejarnos llevar por el pánico. ¡Qué necios somos! El ingenio vuelve siempre con la persona a la que pertenece. Incluso en piezas, siempre vuelve.

La frustración de Palin era obvia; sentía la imperiosa necesidad de hacer algo, pero no podía hacer nada.

—Podrías buscarlo, Dalamar. Al menos tu espíritu puede recorrer este mundo...

—¿Y hacer qué? —demandó el otro hechicero—. Si lo encontrara, lo que sería un milagro portentoso, lo único que conseguiría sería asustarlo de tal modo que se ocultaría más hondo en el agujero que quiera que se haya metido.

Dalamar había seguido mirando a través de la ventana y, de repente, se puso tenso.

—¿Qué pasa? —preguntó, alarmado, Palin.

Dalamar no contestó y se limitó a señalar al exterior.

Mina caminaba a través del bosque, sobre las secas agujas de las coniferas.

Los muertos se agrupaban alrededor de Mina. Los muertos se inclinaban ante ella.

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