Margaret Weis & Tracy Hickman El río de los muertos

1 Un arqueo de pesadilla

Morham Targonne tenía un mal día. Sus cuentas no cuadraban. La diferencia en los totales era mísera, cuestión de unas pocas piezas de acero, y podría haberla compensado con las pocas monedas sueltas que llevaba en el bolsillo, pero a Targonne le gustaban las cosas bien hechas, con exactitud. No tendría que haber discrepancias, pero... ahí estaban. Tenía las distintas cuentas de las sumas de dinero que entraban en los cofres de los caballeros. Tenía las distintas cuentas de las sumas de dinero que salían. Y había una diferencia de veintisiete piezas de acero, catorce de plata y cinco de cobre. Si hubiese sido una cantidad importante, habría sospechado que existía un desfalco. Al no ser así, estaba seguro de que algún funcionario subalterno había cometido un simple error de cálculo. Ahora tendría que repasar desde el principio todas las cuentas, volver a hacer los cálculos, encontrar el error.

Un observador que no estuviese al corriente de las cosas, al ver a Morham Targonne sentado detrás de su escritorio, con los dedos manchados de tinta y la cabeza inclinada sobre las cuentas, habría pensado que era un leal escribiente entregado a su trabajo. Ese observador se habría equivocado. Morham Targonne era el cabecilla de los Caballeros de Neraka y, en consecuencia, puesto que los caballeros negros controlaban varias de las naciones principales del continente de Ansalon, Morham Targonne tenía en sus manos la vida y la muerte de millones de personas. Y, sin embargo, ahí estaba, trabajando de noche, buscando veintisiete piezas de acero, catorce de plata y cinco de cobre con la diligencia del más escrupuloso y aburrido pasante de teneduría.

Sin embargo, a pesar de encontrarse tan enfrascado en su trabajo que había pasado por alto la cena para seguir su minucioso repaso de las cuentas, lord Targonne no estaba tan absorto en esa tarea como para dejar de lado todo lo demás. Tenía la habilidad de concentrar una parte de sus poderes mentales en una ocupación y, al mismo tiempo, mantenerse intensamente alerta, consciente de lo que ocurría alrededor. Su mente era un escritorio construido con innumerables compartimientos en los cuales clasificaba y metía cada suceso, por pequeño que fuera, archivándolo en el espacio adecuado, listo para usarlo más adelante, en algún momento.

Targonne sabía, por ejemplo, cuándo se había marchado su ayudante a cenar, exactamente cuánto tiempo había estado el hombre ausente de su escritorio, cuándo había regresado. Sabiendo lo que se tardaba aproximadamente en cenar, Targonne podía afirmar que su ayudante no se había entretenido tomándose el té, sino que había regresado prontamente al trabajo. Algún día, Targonne recordaría ese detalle en favor de su ayudante, anotándolo en contrapartida de la columna en la que apuntaba pequeñas infracciones en su labor.

El ayudante seguía en su puesto; esa noche se quedaría hasta que Targonne descubriera las veintisiete piezas de acero, las catorce de plata y las cinco de cobre, aunque los dos tuvieran que permanecer en vela hasta que los rayos del sol entraran por la ventana acabada de limpiar del estudio de Targonne. El ayudante tenía su propio trabajo para mantenerse ocupado; de eso se había encargado Targonne. Si había algo que odiaba era ver a un hombre ocioso. Los dos trabajaron hasta altas horas de la noche, el ayudante sentado detrás del escritorio instalado fuera del estudio, intentando ver con la luz de la lámpara mientras sofocaba los bostezos, y Targonne en el cuarto escasamente amueblado, con la cabeza inclinada sobre los libros de cuentas, musitando para sí las cifras mientras las escribía, una costumbre que tenía y de la que era totalmente inconsciente.

El ayudante por su parte empezaba a perder conciencia de su entorno cuando, afortunadamente para él, un gran tumulto en el patio de la fortaleza de los caballeros negros interrumpió bruscamente la cabezada que estaba dando.

Una fuerte ráfaga de viento hizo que los cristales vibraran. Se alzaron voces gritando ásperamente, ya fuera con irritación o con alarma. Se oyeron pasos a la carrera, acercándose. El ayudante se levantó de su asiento en el escritorio y fue a ver qué ocurría al mismo tiempo que la voz de Targonne llegaba desde su estudio exigiendo saber qué pasaba y quién, en nombre del Abismo, estaba metiendo tanto jaleo.

El ayudante regresó casi de inmediato.

—Milord, un jinete de dragón ha llegado de...

—¿Qué intenta ese idiota, aterrizando en el patio?

Al oír el jaleo, Targonne había dejado sus cuentas para asomarse a la ventana y se había puesto furioso al ver a un gran Dragón Azul aleteando en el patio. El enorme reptil, una hembra, también parecía furioso por haberse visto obligado a posarse en un área demasiado reducida, que apenas dejaba espacio para su corpachón. Por poco no había golpeado una torre de vigía con el ala, y su cola había arrancado un pequeño fragmento de las almenas. Aparte de eso, se las había arreglado para aterrizar sin más percances y ahora estaba posada, encogida sobre las patas y con las alas pegadas contra los costados, agitando la cola. Tenía hambre y sed, pero no se veían establos de dragones por allí y dudaba que fuera a conseguir comida o agua en un corto plazo de tiempo. Lanzó una mirada torva a Targonne a través de la ventana, como si lo culpara a él de sus problemas.

—Milord, el jinete viene de Silvanesti —dijo el ayudante.

—¡Milord! —El jinete del dragón, un hombre alto, se encontraba detrás del ayudante, empequeñeciéndolo con su estatura—. Perdonad el alboroto, pero traigo noticias de tal importancia y urgencia que pensé que debía informaros inmediatamente.

—Silvanesti. —Targonne resopló desdeñoso; regresó al escritorio y reanudó su trabajo—. ¿Ha caído el escudo? —pregunto sarcásticamente.

—¡Sí, milord! —respondió el jinete, falto de aliento.

Targonne dejó caer la pluma, alzó la cabeza y miró al mensajero con estupefacción.

—¿Qué? ¿Cómo?

—La joven oficial llamada Mina... —Un golpe de tos interrumpió al mensajero—. ¿Puedo beber algo, milord? He tragado bastante polvo en el trayecto desde Silvanesti hasta aquí.

Targonne hizo un gesto con la mano y su ayudante salió en busca de cerveza. Mientras esperaban, Targonne invitó al jinete a sentarse y descansar.

—Pon en orden tus ideas —instruyó, y mientras el caballero lo hacía él utilizó sus poderes como mentalista para sondear la mente del hombre, escuchar sus pensamientos, ver lo que el caballero había visto, oír lo que había oído.

El torrente de imágenes que le llegó fue de tal magnitud que, por primera vez, Targonne no supo qué pensar. Eran demasiadas cosas las que estaban ocurriendo y con demasiada rapidez para poder comprenderlas. Lo que resultaba abrumadoramente claro para Targonne era que gran parte de esas cosas estaban ocurriendo sin su conocimiento y fuera de su control. Aquello lo perturbó tanto que olvidó momentáneamente las veintisiete piezas de acero, catorce de plata y cinco de cobre, aunque no hasta el punto de no tomar nota mental de dónde había dejado los cálculos cuando cerró los libros.

El ayudante regresó con una jarra de cerveza. El caballero bebió un largo trago y, para entonces, Targonne ya había logrado serenarse para escuchar el informe con un aire de absoluta tranquilidad, en apariencia. Por dentro ardía de rabia.

—Cuéntamelo todo —instruyó.

—Milord, la joven oficial conocida como Mina consiguió, como ya os informamos anteriormente, penetrar el escudo mágico que se había levantado sobre Silvanesti...

—Pero no bajarlo —lo interrumpió Targonne, buscando una aclaración.

—No, milord. De hecho, utilizó el escudo para rechazar el ataque de ogros, que no pudieron romper el encantamiento. Mina condujo a su pequeña fuerza de caballeros y soldados de infantería a través de Silvanesti con el aparente propósito de atacar la capital, Silvanost.

Targonne aspiró el aire por la nariz en actitud desdeñosa.

—Fueron interceptados por un gran contingente elfo, que los derrotó fácilmente —siguió informando el mensajero—. Mina fue capturada y hecha prisionera durante la batalla. Los elfos planeaban ejecutarla a la mañana siguiente. Sin embargo, justo antes de la ejecución, Mina atacó al Dragón Verde, Cyan Bloodbane, que se enmascaraba bajo la apariencia de un elfo, como sin duda vos ya sabíais.

Targonne lo ignoraba, y no veía cómo podría haberlo sabido, puesto que el maldito escudo que los elfos habían levantado sobre su país le impedía incluso a él vislumbrar lo que ocurría detrás de la mágica barrera. Sin embargo, no comentó nada. No le importaba en absoluto que lo creyeran omnisciente.

—El ataque de Mina obligó a Cyan a revelar ante los elfos el hecho de que era un dragón. Los silvanestis estaban aterrorizados. Cyan los habría matado a miles, pero Mina hizo reaccionar al ejército elfo y les ordenó que atacaran al Dragón Verde.

—Veamos. Ayúdame a entender la situación —dijo Targonne, que empezaba a sentir un doloroso pinchazo en la sien derecha—. ¿Estás diciéndome que uno de nuestros propios oficiales volvió a reunir el ejército de nuestro enemigo más encarnizado, que a su vez acabó con el más poderoso de nuestros Dragones Verdes?

—Sí, milord —contestó el caballero—. Veréis, milord, al final resultó que era Cyan Bloodbane el que había levantado el escudo mágico que impedía a nuestros ejércitos entrar en Silvanesti. Y, por lo visto, el escudo estaba matando a los elfos.

—Ah. —Targonne se frotó la sien con las puntas de los dedos. No se le había ocurrido eso, pero quizá podría haberlo deducido si hubiese reflexionado seriamente sobre ello. El Dragón Verde, aterrorizado por Malystryx y sediento de venganza contra los elfos, construyó un escudo que lo protegía de un enemigo y lo ayudaba a destruir a otro. Ingenioso. Con fallos de base, pero ingenioso—. Continúa.

—Lo que ocurrió después es bastante confuso, milord —siguió el caballero tras una breve vacilación—. El general Dogah había recibido vuestras órdenes de detener la marcha contra Sanction y dirigirse en cambio hacia Silvanesti.

Targonne no había dado esa orden, pero ya estaba enterado de lo ocurrido a través del proceso mental del caballero, y dejó pasar ese asunto sin hacer comentarios. Ya se ocuparía de ello después.

—El general Dogah llegó a la frontera y se encontró con que el escudo le impedía el paso —siguió relatando el caballero—. Se puso furioso, pensando que se lo había enviado en una «misión kender», como reza el dicho. La zona que rodea el escudo es un lugar terrible, milord, llena de árboles muertos y cadáveres de animales. El aire es fétido y está contaminado. Los hombres se alteraron y empezaron a decir que el lugar estaba embrujado y que moriríamos al encontrarnos tan cerca. Entonces, de repente, con la salida del sol, el escudo se vino abajo.

—Descríbelo —ordenó Targonne, que observaba con gran atención al mensajero.

—He estado pensando cómo hacerlo, milord. Una vez, siendo niño, pisé un estanque helado. El hielo empezó a resquebrajarse bajo mis pies. Las grietas se extendieron con secos chasquidos, entonces el hielo cedió y me sumergí en las oscuras aguas. Esto fue muy parecido. Vi el escudo brillando como hielo bajo el sol y entonces me pareció distinguir miles, millones de grietas infinitesimales, finas como los hilos de una telaraña, que se extendieron por el escudo a una velocidad vertiginosa. Se oyó un ruido semejante a miles de copas de cristal rompiéndose contra el suelo, y el escudo desapareció.

»No dábamos crédito a nuestros sentidos. Al principio, el general Dogah no se atrevió a cruzar al otro lado, temiendo que fuera una astuta trampa de los elfos, que quizás, una vez que hubiéramos cruzado, el escudo volvería a cerrarse detrás de nosotros y nos encontraríamos ante un ejército de diez mil elfos, cortada la retirada. De pronto, como por arte de magia, apareció entre nosotros uno de los caballeros de Mina, que, mediante el poder del dios Único, nos dijo que el escudo había caído realmente, derribado por el propio rey elfo, Silvanoshei, hijo de Alhana...

—Sí, sí —lo interrumpió Targonne con impaciencia—. Conozco el linaje de ese cachorro. Así que Dogah creyó a la mocosa, y él y sus tropas cruzaron la frontera.

—Sí, milord. El general Dogah me ordenó que montara en mi dragón y regresara para informaros que ahora marcha hacia Silvanost, la capital.

—¿Y qué hay del ejército de diez mil elfos? —instó secamente Targonne.

—No nos han atacado, milord. Según Mina, el rey, Silvanoshei, les habló, asegurando que Mina había ido a salvar Silvanesti en nombre del Único. He de decir, milord, que los elfos están en unas condiciones lamentables. Cuando nuestras tropas llegaron a un pueblo de pescadores, cerca del escudo, observamos que la mayoría de los elfos estaban enfermos o moribundos a causa de la nociva magia del escudo. Pensamos acabar con los infelices, pero Mina lo prohibió. Realizó curaciones milagrosas con los elfos moribundos y les devolvió la salud. Cuando nos marchamos de allí, los elfos se deshacían en alabanzas y bendiciones a ella y al Único, y juraban rendir culto a ese dios en su nombre.

»Sin embargo, no todos los elfos confían en ella. Mina nos advirtió que podrían atacarnos los que se llaman a sí mismos Kirath. Pero, según ella, son muy pocos y están desorganizados. Alhana Starbreeze tiene tropas en la frontera, pero Mina no les teme. No parece temer nada —añadió el caballero con una admiración que no supo disimular.

«¡El Único! ¡Ja! —pensó Targonne, que veía más en la mente del mensajero de lo que el hombre le contaba—. Magia. La tal Mina es una hechicera que ha embrujado a todos. A los elfos, a Dogah y a mis caballeros incluso. Están tan entusiasmados con esa fulana advenediza como los elfos. ¿Qué pretende? La respuesta es obvia. Ocupar mi puesto, naturalmente. Está socavando la lealtad de mis oficiales y ganándose la admiración de mis tropas. Conspira contra mí. Un peligroso juego para una muchachita.»

Se sumió en sus reflexiones y olvidó al agotado mensajero. Al otro lado de la puerta se oyeron las fuertes pisadas de unas botas y una voz que demandaba ver al Señor de la Noche.

—¡Milord! —Su ayudante entró precipitadamente en el estudio, sacándolo de sus sombríos pensamientos—. Ha llegado otro jinete.

El segundo mensajero entró en el cuarto y miró con recelo al primero.

—¿Sí? ¿Qué noticias traes tú? —instó Targonne.

—Feur la Roja, nuestra espía al servicio de la suprema señora Verde, Beryl, se puso en contacto conmigo. La Roja informa que ella y una hueste de dragones, transportando soldados draconianos, han recibido la orden de lanzar un ataque contra la Ciudadela de la Luz.

—¿La Ciudadela? —Targonne descargó el puño en el escritorio, y un montoncito de monedas de acero apiladas se vino abajo—. ¿Es que esa zorra Verde se ha vuelto loca? ¿Qué se propone al atacar la Ciudadela?

—Según la Roja, Beryl ha enviado un mensajero para informaros a vos y a su pariente Malystryx que ésta es una disputa personal y que no es necesario que Malys intervenga. Beryl va tras un hechicero que entró subrepticiamente en su territorio y robó un valioso artefacto mágico. Se enteró de que el hechicero huyó para refugiarse en la Ciudadela, y ha ido por él. Una vez que tenga en su poder a él y al artefacto, se retirará.

—¡Magia! —barbotó ferozmente Targonne—. Beryl está obsesionada con la magia. Es en lo único que cree. Tengo hechiceros grises que emplean todo su tiempo en dar con una maldita torre mágica sólo para apaciguar a esa lagartija inflada. ¡Atacar la Ciudadela! ¿Y qué pasa con el pacto de los dragones? A buen seguro que la «prima Malys» verá esto como una amenaza de Beryl. Podría significar una guerra total, y eso destrozaría la economía.

Targonne se puso de pie dispuesto a dar la orden de preparar mensajeros para llevar la noticia a Malys, quien debía enterarse de lo que ocurría por él, indiscutiblemente, cuando oyó más voces en el pasillo.

—Mensaje urgente para el Señor de la Noche.

El ayudante de Targonne, con aspecto de estar agotado, entró en el estudio.

—¿Qué pasa ahora? —gruñó Targonne.

—Un mensajero trae un comunicado del gobernador militar en Qualinost, Medan, informando que las fuerzas de Beryl han cruzado la frontera de Qualinesti, saqueando todo a su paso. Medan pide urgentemente órdenes. Cree que Beryl se propone destruir Qualinesti, incendiar los bosques, arrasar ciudades y exterminar a los elfos.

—¡Los elfos muertos no pagan tributos! —bramó con rabia Targonne, maldiciendo a Beryl con todo su corazón. Empezó a pasear por detrás del escritorio—. No se puede cortar madera en un bosque quemado. Beryl ataca Qualinesti y la Ciudadela. Nos está mintiendo a Malys y a mí. Intenta romper el pacto. Planea una guerra contra Malys y contra la caballería. He de encontrar un modo de detenerla. ¡Dejadme solo! Salid todos —ordenó perentoriamente—. Tengo trabajo que hacer.

El primer mensajero saludó inclinando la cabeza y se marchó para comer y descansar lo que pudiera antes de emprender el vuelo de regreso. El segundo salió para esperar órdenes. El ayudante abandonó el cuarto para enviar corredores a despertar a otros mensajeros y alertar a los Dragones Azules que los transportarían.

Cuando los mensajeros y su ayudante se hubieron marchado, Targonne siguió paseando por el estudio. Estaba furioso, frustrado. Sólo unos minutos antes se encontraba trabajando en sus libros, satisfecho con la idea de que el mundo funcionaba como debía, de que tenía todo bajo control. Cierto, los grandes señores dragones imaginaban que eran ellos los que estaban a cargo de las cosas, pero Targonne sabía que se engañaban. Enormes, amondongados, se daban —o se habían dado— por satisfechos con dormitar en sus cubiles, dejando que los Caballeros de Neraka gobernaran en su nombre. Los caballeros negros controlaban Palanthas y Qualinost, dos de las ciudades más prósperas del continente. El asedio de Sanction acabaría pronto con la resistencia de esa ciudad portuaria y la tomarían, dándoles acceso al Nuevo Mar. Habían tomado Haven, y ya estaba forjando planes para atacar la próspera ciudad de Solace, ubicada en un importante cruce de caminos.

Y entonces veía venirse abajo sus planes como se había desmoronado la pila de monedas. Volvió al escritorio y dispuso varios folios, mojó la pluma en el tintero y, tras unos segundos de profunda reflexión, empezó a escribir.

General Dogah:

Enhorabuena por la victoria sobre los silvanestis. Esa gente nos ha desafiado durante muchos años. Sin embargo, he de advertirte que no confíes en ellos. No es necesario que te diga que no contamos con tropas suficientes para conservar Silvanesti en nuestro poder si los elfos deciden levantarse todos a una contra nosotros. Tengo entendido que están enfermos y debilitados, diezmada su población, pero son taimados. Especialmente ese rey suyo, Silvanoshei. Tiene una madre astuta, peligrosa, y un padre proscrito. Indudablemente está confabulado con ellos. Quiero que me traigas a todos los elfos que creas que pueden proporcionarme información sobre cualquier complot subversivo, para interrogarlos. Sé discreto con esto, Dogah. No quiero despertar sospechas en los elfos.

Targonne,

Señor de la Noche.

Releyó la carta, echó arena sobre la tinta para que se secara antes, y se dispuso a redactar la siguiente.

A la suprema señora Malystryx,

Excelsa Majestad:

Es un gran placer comunicar a vuestra ilustre Majestad que la nación elfa Silvanesti, que nos desafió durante tanto tiempo, ha sido totalmente derrotada por los ejércitos de los Caballeros de Neraka. Los tributos de estas ricas tierras empezarán afluir en vuestros cofres a no tardar. Los Caballeros de Neraka se ocuparán, como siempre, de los asuntos financieros para descargaros de esa rutinaria y prosaica tarea.

Durante la batalla se descubrió que el Dragón Verde, Cyan Bloodbane, se ocultaba en Silvanesti. Temeroso de vuestra ira, se había aliado con los elfos. De hecho, fue él el que levantó el escudo que durante tanto tiempo nos impidió acceder a esas tierras. Resultó muerto durante la batalla. Si es posible, haré que se encuentre su cabeza y os sea enviada a vuestra graciosa Majestad.

Es posible que os lleguen unos absurdos rumores de que vuestra pariente Beryllinthranox ha roto el pacto de los dragones al atacar la Ciudadela de la Luz y haciendo marchar sus ejércitos contra Qualinesti. Quiero aclarar a vuestra gracia que no es tal el caso. Beryllinthranox actúa bajo mis órdenes. Tenemos pruebas de que los místicos de la Ciudadela de la Luz han sido la causa de los problemas que nuestros místicos han tenido con la magia. Consideré que eran una amenaza, y Beryllinthranox se ofreció gentilmente a destruirlos. En cuanto a Qualinesti, los ejércitos de Beryllinthranox marchan hacia allí a fin de unirse a las fuerzas del gobernador militar Medan, quien tiene órdenes de acabar con los rebeldes liderados por una elfa conocida como La Leona, que ha hostigado a nuestras tropas y a interrumpido el envío regular de tributos.

Como veréis, tengo todo bajo control. No tenéis por qué alarmaros.

Morham Targonne,

Señor de la Noche.

Esparció arena sobre la carta y se puso de inmediato con la siguiente, cuya redacción era más fácil debido a que en ella había algo de verdad.

A Khellendros, el Dragón Azul,

Muy respetadísimo Señor:

Sin duda habréis oído que la gran señora Beryllinthranox ha lanzado un ataque contra la Ciudadela de la Luz. Temiendo que pudieseis malinterpretar esa incursión en un territorio tan cercano al vuestro, quiero asegurar a vuestra señoría que la hembra de Dragón Verde actúa bajo mis órdenes en esto. Se ha descubierto que los místicos de la Ciudadela de la Luz son los responsables del fracaso de nuestros místicos con su magia. Os habría solicitado ayuda, magnífico Khellendros, pero sé que debéis mantener una estrecha vigilancia por la concentración de los execrables Caballeros de Solamnia en la ciudad de Solanthus. No queriendo distraeros en un momento tan crítico, pedí a Beryllinthranox que se ocupara del problema.

Morham Targonne,

Señor de la Noche.

Posdata: Estáis enterado de la concentración de los solámnicos en Solanthus, ¿verdad, excelencia?

La última carta era aún más fácil y tuvo que pensar poco para redactarla.

Gobernador militar Medan:

Por la presente se te ordena entregar la capital del reino, Qualinost, intacta e íntegra a su gracia, Beryllinthranox. Arrestarás a todos los miembros de la familia real, incluidos el rey Gilthas y la reina madre, Laurana. Se entregarán vivos a Beryllinthranox, que hará con ellos lo que le plazca. A cambio de esto, dejarás muy claro a Beryllinthranox que sus fuerzas cesarán inmediatamente su gratuita destrucción de bosques, granjas, edificios, etc., recalcando que aunque ella, en su magnificencia, no necesita dinero, a nosotros, pobres gusanos mortales, sí nos hace falta. Tienes permiso para hacer la siguiente oferta: a cada soldado humano de su ejército se le concederá una parte de la tierra elfa, incluidos todos los edificios y construcciones del reino. A los oficiales de alto rango humanos se les darán casas en Qualinost. Esto frenará el saqueo y la destrucción. Una vez que las cosas hayan vuelto a la normalidad, me ocuparé de que otros colonizadores humanos se trasladen allí para ocupar el resto de las tierras elfas.

Morham Targonne,

Señor de la Noche.

Posdata: Esta oferta de tierras no es válida para goblins, hobgoblins, minotauros ni draconianos. Promételes el equivalente en piezas de acero, a pagar en una fecha posterior. Espero que te ocupes de que esas criaturas estén en la vanguardia del ejército y que sean las que sufran mayores bajas.

Posdata 2: En cuanto a los elfos residentes en Qualinesti, es probable que se nieguen a ceder sus tierras y propiedades. Puesto que al hacer tal cosa desobedecerán una orden directa de los Caballeros de Neraka, habrán quebrantado la ley y, en consecuencia, serán sentenciados a muerte. Se ordena a tus soldados que cumplan la sentencia en el acto.

Una vez que se hubo secado la tinta, Targonne estampó su sello en las cartas y llamó a su ayudante para que las despachara. Cuando rompía el día, cuatro dragones levantaban el vuelo con sus jinetes.

Hecho esto, Targonne consideró la idea de acostarse. Sabía, sin embargo, que no podría dormir con el fantasma de ese error en las cuentas rondando sus, de otro modo, agradables sueños de cifras y columnas exactas. Se puso obstinadamente a la tarea y, como suele pasar a menudo cuando se deja durante un rato una ocupación en la que se estaba concentrado, dio con el error casi de inmediato. Las veintisiete piezas de acero, catorce de plata y cinco de bronce cuadraron finalmente. Targonne hizo la corrección con un preciso trazo de su pluma.

Complacido, cerró el libro, ordenó el escritorio y fue a echar un corto sueño, convencido de que todo volvía a marchar bien en el mundo.

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