CAPÍTULO 7


Sudoroso, el caballo bayo se detuvo al abrigo de un enorme pino que marcaba el extremo del bosque del sur de la provincia de Perspectiva. Los últimos reflejos rojos de sangre del Sol poniente eran todavía visibles en el oeste, pero el crepúsculo había borrado todo el color de los árboles, confundiendo la sombra con la noche que se avecinaba y tendiendo una mortaja negra como el carbón sobre el paisaje.

Tarod se deslizó de la silla, sintiendo un terrible dolor en la espina dorsal cuando sus pies chocaron con el suelo desigual, y por un momento apretó la cara contra el flanco de la bestia, sintiéndose agotado. Después alzó los brazos y asió a Cyllan de la cintura para bajarla del caballo. Cuando ella le miró, su cara era un óvalo pálido e indistinto, en el que solamente los ojos parecían como tiznados de negro en la creciente penumbra. El sintió que los dedos de Cyllan se cerraban sobre sus brazos para conservar el equilibrio y, entonces, ella acabó de apearse y se agarró súbitamente a él.

— Tarod...

Pronunció su nombre una y otra vez, como si fuese un talismán y él la llevó hacia el lugar donde unos brezos enmarañados formaban un refugio natural y las hojas caídas de los pinos simulaban una suave alfombra sobre el césped. Se sentaron juntos en aquel lecho improvisado y al fin ella levantó la cabeza y le miró.

—Creí que nunca volvería a verte. —Sus dedos tocaron indecisos la cara de él, como si no confiase en lo que veían sus ojos—. Te estuve buscando escuchando todos los rumores, esperando... Creía que tenías que estar vivo, pero...

—Silencio. —Tarod la besó, conmovido por la dolorosa familiaridad de su piel bajo los labios—. No digas nada.

Los cabellos de Cyllan le rozaron la cara y él los apartó a un lado, resiguiendo con los dedos el contorno de su rostro. Ella se sentía muy pequeña, muy vulnerable.. , y cuando él la besó de nuevo, volvió la cabeza para que su boca se encontrara con la de ella, y él la atrajo más hacia sí, de modo que la capa que llevaba les envolvió a los dos. A pesar de la fatiga, despertaban en él unos sentimientos que no podía y no quería contener; impulsado por una comprensión que no se atrevía todavía a reconocer, la necesitaba y la deseaba con una fuerza desconocida antes de aquel momento.

Ella iba a hablar, pero los labios de él le impusieron silencio, y Tarod sintió que ella le respondía, vacilante al principio pero después con creciente fervor, mientras los recientes terrores cedían a las emociones del momento. El caballo resopló junto al árbol y Cyllan se sobresaltó nerviosamente; Tarod le sonrió y la estrechó con más fuerza.

—No temas, amor mío —dijo suavemente—. Nada puede dañarte. Ahora no...

Mucho más tarde, Cyllan se despertó de un sueño intranquilo y vio que Tarod estaba de pie en el borde del bosque, su silueta se recortaba contra un cielo impregnado de luz gris de plata. Ambas lunas estaban en lo alto, pero poco más que en cuarto creciente; se había levantado un viento insidioso que agitaba los árboles floridos y apartaba los negros cabellos de la cara de Tarod, dando a su perfil un relieve anguloso. A su lado estaba el bayo, con la cabeza gacha y dormitando; en cambio, Tarod no había dormido, según pudo ver Cyllan por la curvatura de sus hombros; su inquietud era un aura palpable.

Ella se puso silenciosamente en pie, recogiendo la capa con que la había cubierto él, y se le acercó despacio. Al oírla, Tarod se volvió, y ella vio que tenía algo en la mano, algo que brillaba fríamente. Su sonrisa estaba matizada de tristeza.

—Deberías seguir durmiendo.

—No estoy cansada, ya no. —Le tocó la mano; estaba helada, y Cyllan le envolvió en la manta—. ¿Y tú...?

—Creo que no podría dormir aunque quisiera.

Sus dedos se movieron inquietos y la piedra del Caos captó y reflejó un vivo destello de luz. Durante casi dos horas, Tarod estuvo contemplando el paisaje de perspectivas deformadas por las lunas, buscando en su mente la respuesta a un dilema que sabía que no podía resolver, y se sintió incapaz de expresar a Cyllan los sentimientos que le agitaban. Se había creído inmune a la influencia de la piedra del Caos, pero se había equivocado; los lamentables sucesos del día anterior lo habían demostrado sin dar lugar a dudas. El antiguo poder había vuelto a él y lo había empleado sin reparar en las consecuencias... , y ahora se debatía entre su aversión a la piedra y el embriagador conocimiento de que volvía a estar entero. Por muy maligna que pudiese ser la joya, fuese cual fuere su herencia caótica, contenía su alma, era parte integrante de él y, sin ella, habría sido poco más que una cáscara vacía.

La noche pasada, cuando había hecho el amor con Cyllan le pasmó la intensidad de sus propias emociones. Los largos y solitarios días en que se había sentido vacío y sin alma dejaron su huella, y casi había olvidado lo grande que podía ser la fuerza de las pasiones humanas, buenas o malas. Era como si su existencia tomase dimensión, una dimensión en que cada sentido, cada sentimiento, cada pensamiento, eran más brillantes, claros y agudos. Una vez dijo a Cyllan que, hasta que recobrase su alma, no podía amar ni entregarse de la manera que realmente deseaba, y ahora se daba cuenta de lo verdaderas que fueron sus palabras. Sin embargo, la piedra, sin la cual estaba solamente vivo a medias, le imbuía una maldad a la que había ya sucumbido una vez y a la que, sin duda, volvería a sucumbir. Esta era la naturaleza del dilema, y a Tarod le resultaba difícil vivir consigo mismo.

Estaba dando vueltas y más vueltas a la piedra en su mano, cuando de pronto sintió que los dedos de Cyllan se entrelazaban con los suyos, deteniendo el movimiento.

—Tus pensamientos no son felices, Tarod —dijo ella a media voz—. ¿Estabas pensando en lo que sucedió en Perspectiva?

El la miró y suspiró.

—Sí. Y me estaba preguntando qué vería en tus ojos cuando te despertases, y si podría resistirlo.

— ¿Por qué no habrías de poder? ¿Tanto crees que he cambiado?

Tarod sacudió la cabeza. Hizo un indeciso intento de retirar la mano, pero ella no la soltó.

—Ayer viste por primera vez la fuerza que realmente me anima, Cyllan —dijo—. Viste mi alma, y esta alma no es humana. Viste el Caos.

—Vi a Tarod como veo a Tarod ahora... y como he tocado y he sentido a Tarod esta noche.

—Entonces tal vez no comprendes todavía lo que realmente soy.

La cara de ella estaba parcialmente cubierta por la cortina de sus cabellos, pero incluso en la penumbra pudo ver él una extraña y ardiente intensidad en sus ojos.

—Oh, sí, creo que lo comprendo —dijo obstinadamente ella—. Sé que me amas lo bastante para haberme salvado la vida, sin importarte el precio que habrías de pagar por ello. En cuanto a si el motivo procede del Orden o del Caos, ¡esto no importa, Tarod! Es un sentimiento humano, una emoción de mortal. —Le apretó con fuerza los dedos—. ¿No demuestra esto dónde está la verdad real? Sí; mataste a alguien. Pero lo hiciste para salvarme. ¿Y no sería hipócrita si te condenase por no haber hecho más de lo que hice yo?

Tarod comprendió lo que ella estaba diciendo y, al fin, vio confirmado algo que había oído pero de lo que dudaba. Se desconcertó un poco al descubrir que esta confirmación no le pilló por sorpresa.

—Entonces es verdad, tú mataste a Drachea Rannak... —dijo.

Cyllan se apartó de él.

—Sí. Yo le maté, y no puedo lamentarlo. He tratado de sentir remordimiento, pero no he podido; no, después de lo que él trató de hacernos. —Al fin le soltó la mano y caminó hacia el borde del bosque, contemplando los montes de Perspectiva, pero sin captar nada del paisaje—. Empleé la piedra para matarle, y la emplearía de nuevo..., la emplearía ahora, si tuviese que hacerlo. ¿Hace esto que sea mala?

—No. Pero...

—Tarod, si te cuesta reconciliarte con tu conciencia, entonces sólo puedo rezar para que comprendas y me perdones por lo que he hecho...

El se acercó a ella.

—Sabes que no hay nada que perdonar. Si...

Ella le interrumpió de nuevo, con voz inesperadamente dura.

—No me refiero solamente a Drachea. Hay más.

—Más —Tarod vaciló; después apoyó las manos en los hombros de ella, atrayéndola hacia sí, aunque ella todavía no quiso mirarle—. Dímelo.

Sintió que Cyllan temblaba, y esta vez pareció que tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad para hablar.

—Tú rechazaste tu propia alma porque no querías tener parte de una herencia maligna —dijo—. Yo, en cambio, no pude seguir tu principio, y creo que esto me hace mucho más mala que tú. Mira.., hice un pacto con el Caos para conseguir tu libertad.

Los dedos de Tarod apretaron reflexivamente los músculos de su hombro, pero ésta fue la única señal externa de la impresión que sentía. Cyllan levantó poco a poco el brazo izquierdo y volvió hacia arri ba la palma de la mano, para que se arremangase la manga de su chaqueta. Incluso en la penumbra, pudo ver él la oscura cicatriz que, como una quemadura, manchaba su piel.

—Yandros hizo esta marca —le dijo Cyllan pausadamente—. Besó mi muñeca para sellar nuestro pacto.

Tarod, pasmado, le asió el brazo, pero lo hizo con amabilidad. La piel estaba arrugada y, al tocar la cicatriz, pudo sentir su origen; era un estigma que el tiempo no podría borrar. Recordó con terrible claridad la cara de Yandros; la boca orgullosa y sonriente, los ojos siempre cambiantes, el poder que desafiaba los conceptos mortales... El había retado a Yandros una vez, y le había vencido; pero comprendía al Caos mejor que cualquier otro hechicero, y sabía cómo emplear las propias armas del Señor de las Tinieblas contra él. La idea de que Cyllan, inexperta y sin protección, se había enfrentado con aquel poder, le estremeció hasta la medula.

Sin saber cómo expresar sus sentimientos con palabras, dijo:

— ¿Pero... , cómo pudo él llegar hasta aquí? Estaba desterrado.

Cyllan cruzó con fuerza los brazos.

—Yo le llamé... , supongo que tú dirías que le rogué... y él me respondió. Es cuanto sé. Apareció en mi habitación y... y accedió a ayudarme.

Cerró los ojos, tratando de expulsar de la memoria aquella sensación de poder espantoso y el miedo paralizador que podía todavía engendrar.

Tarod lanzó un fuerte y largo suspiro, dominando el impulso de maldecir el mundo y todo lo que había en él.

—Cyllan... Cyllan, ¡lo que hiciste fue una locura! ¿Por qué a:-tuaste tan temerariamente?

Ella se volvió al fin, con los ojos brillantes.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? Tú ibas a morir, y Yandros era el único, aparte de mí, que quería que vivieses. —Una extraña y amarga sonrisa deformó su semblante—. ¿Crees que Aeoris habría intervenido para salvarte la vida?

Ella llamó a la quintaesencia del mal, aceptando la condenación, y todo por él... Tarod sintió un ciego furor al pensar en lo que tenía que haber sufrido y, al mismo tiempo, se sintió dolorosamente conmovido por su valor. Cierto que él habría hecho lo mismo y más por ella, sin pensarlo dos veces; pero él conocía demasiado al Caos para temerlo. Pero Cyllan era diferente. Interpretando erróneamente su silencio, Cyllan se apartó de él, súbitamente afligida. Su jactancia desafiadora había durado poco; ahora agachó la cabeza.

—Lo sientomurmuró—. Sé lo que él te ha hecho, lo que es..., ¡pero no tenía alternativa! Tenía que salvarte, y sólo podía apelar a su poder. Por favor, Tarod, no me odies.

—¿Odiarte? —Hizo una pausa, después la asió y, cuando ella trató de resistirse, la estrechó con fuerza entre sus brazos—. ¿Acaso no me conoces, Cyllan? —Su tono era ardiente—. Lo único que importa, lo único que me preocupa, es el riesgo que corriste. Conozco a Yan-dros, y sé que no da absolutamente nada sin tomar en pago más de lo que recibe. —La terrible idea que había tratado de no expresar brotó súbitamente de sus labios— ¿Qué le prometiste a cambio de su ayuda?

Cyllan levantó la mirada y pestañeó.

—Mi lealtad.

—Lealtad...

—Fue todo lo que me pidió. —Rió en un tono extraño, entrecortado—. Dijo que ya me había condenado a los ojos de mis propios dioses al llamarle; por consiguiente, ¿qué tenía que perder?

Esta generosidad no era propia de la naturaleza de Yandros. Tenía que haber tenido otro motivo y ese motivo era de mal agüero...

—El quiere que vivas, Tarod —dijo Cyllan—. Así me lo dijo. Y parece que quiere que yo sobreviva también... , al menos por ahora. — Sonrió, aunque tristemente—. Le pedí que me matase, para librarte del pacto que habías hecho con el Sumo Iniciado, pero se negó. Dijo... dijo que yo podía serle útil. Y así cerramos el trato.

El le acarició amablemente la cara y la emoción nubló sus ojos verdes.

—No sé qué decirte; las palabras son insuficientes. Tanto amor, tanto valor...

Ella sacudió la cabeza.

—No fui valiente. Tenía miedo de él... y todavía lo tengo. —Le miró a la cara —. ¡Tengo tanto miedo de lo que pueda ocurrir si le defraudo!

La mente de él se puso en contacto con la de ella, y percibió la profundidad de aquel miedo. Entrecerró los ojos, y, durante un momento enervante, su expresión recordó demasiado a Cyllan la del Señor del Caos.

—Yandros no te hará daño —dijo suavemente Tarod—. Por más que diga, su poder en este mundo es limitado. Le vencí una vez, y puedo hacerlo de nuevo. —Su tono se endureció—. Si te amenaza le destruiré. Puedes creerlo, Cyllan.

No sabía si ella había quedado convencida por sus palabras, y no quiso poner en tela de juicio su propia creencia en ellas, pero después de unos momentos, menguó un poco la resistencia que había percibido en sus músculos, aunque el cuerpo seguía dolorosamente tenso.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó ella.

La decisión no fue fácil..., pero la bravura de Cyllan y el miedo que ésta sentía ahora como resultado de lo que había hecho, sirvieron para reforzar la resolución de Tarod. Apretó la cara contra los cabellos de ella y dijo:

—Iremos a Shu-Nhadek, como siempre habíamos pensado hacer. Encontraremos, de algún modo, la manera de ir a la Isla Blanca...

—Pero...

—No, escúchame, amor mío. Encontraremos la manera de ir a la Isla Blanca, y allí apelaremos directamente al único poder del mundo capaz de ayudarnos.

Cyllan le miró con terrible desaliento, pero no dijo nada.

—Solamente Aeoris puede contrarrestar el mal de la piedra del Caos —siguió diciendo Tarod—. Yandros puso pie en este mundo a través de mí, y solamente yo puedo tomar la decisión de cambiar las cosas. No soy lo bastante fuerte para luchar solo contra él. Debo entregar la piedra a los Señores Blancos... Es la única manera.

—Pero es más que una joya, Tarod; es tu propia alma.

—Lo sé. Pero ya has visto la locura que se ha apoderado de la Tierra. Directa o indirectamente, es obra de Yandros; es como una epidemia que corroe a todos y todo, y si no la detenemos, pronto no habrá remedio. Ha que hacerlo, Cyllan. Al menos encontraremos en manos de Aeoris la justicia que nos negó el Círculo.

Ella no podía discutir su razonamiento; pero tampoco podía silenciar la vocecilla que murmuraba una advertencia en lo más recóndito de su mente. Estaba cansada, demasiado cansada para pensar con coherencia, a pesar de lo que había dicho a Tarod, y podía ver la necesidad de dormir en los ojos de él, aunque él no la advirtiese. Se echó atrás, desprendiéndose de los brazos de él pero sin soltar su mano, y miró por encima del hombro los oscuros y nebulosos montes.

—Vuelve al refugio conmigo. —Su voz era dulce—. Las lunas están declinando; pronto amanecerá. Deberíamos descansar mientras podamos.

El la siguió, al dirigirse ella a su escondrijo. El sueño sería una bendición, si podía conciliario, y cuando se tumbaron en el suelo, hizo que ella se acercase más y cubrió a los dos con su capa. Ella apoyó la cabeza en el brazo de él y Tarod pensó que se había dormido cuando su voz, en tono grave, le sorprendió.

—Tarod... Cuando esto termine..., si es que termina...

—Cuando termine, amor mío. Piensa solamente en el cuando.

Un ligero movimiento le dijo que ella asentía con la cabeza.

—Cuando esto termine.., espero que podré ver de nuevo a la Hermana Erminet. Fue tan buena, tan amable... Sin ella, te habría perdido, y creo que nunca podré pagarle esta deuda.

—Sé lo que hizo. —El recuerdo de la cara de la anciana Hermana apareció vivo y claro en la mente de Tarod, y su voz tembló al pronunciar la última palabra. Cyllan se volvió entre sus brazos.

— ¿Qué pasa?

Habría podido ocultarle la verdad, al menos por esa noche, pero le pareció que sería un insulto para Erminet, que apreciaba la sinceridad por encima de todo.

—Erminet murió —dijo sencillamente.

—¿Cómo?

—El Círculo descubrió lo que había hecho para ayudarnos, y fue detenida. Ella se quitó la vida mientras estaba bajo vigilancia en el Castillo. —Tarod se dio cuenta de que su voz sonaba hueca, remota, indiferente; algo muy distinto de lo que sentía—. Era una herbolaria muy competente —prosiguió, impresionado por la inquietante sensación de que hablaba en un vacío—. No debió sentir dolor, ningún sufrimiento... ¡Aunque saben los dioses que eso no es un gran consuelo! —Su tono se volvió furioso y lo dominó con dificultad—. No se merecía ese destino. Y su muerte es una más a cargar en mi cuenta.

— No. En la de Keridil —dijo Cyllan, con voz débil.

El suspiró.

—Keridil no hubiera tenido nada en contra de Erminet de no haber sido por mí, y no trataré de cerrar los ojos a esta verdad.

—No, Tarod. —Cyllan cerró con fuerza los párpados para contener las lágrimas—. La Hermana Erminet te lo habría discutido. Casi puedo oír lo que te habría dicho.

Yo tomo mis decisiones por mis propias razones, y si crees que tus opiniones pueden hacerme vacilar, será mejor que lo pienses de nuevo, ¡seas o no un demonio del Caos! Era una buena paráfrasis de lo que Erminet hubiese replicado agriamente a cualquier intento de influir en ella. Había tomado sus propias decisiones, tanto en la manera de morir como en todo lo demás. Tal vez, a pesar de su acusación contra sí mismo, Cyllan tenía razón.

—Que Aeoris guarde su alma —murmuró Cyllan.

Los dedos de Tarod acariciaron suavemente sus cabellos. Ella estaba casi dormida y probablemente no entendió lo que dijo él.

—O Yandros... —replicó Tarod a media voz.

La lluvia había avanzado durante la noche para barrer el sector occidental de Chaun Meridional. La vista de la cortina gris que empapaba los campos más allá de las elegantes ventanas de la Residencia irritaba a Ilyaya Kimi, que esperaba impaciente la llegada de sus doncellas. Todo estaba a punto, el viaje había sido preparado hasta el último detalle... y ahora, esto. Era evidente que se empaparía incluso al dar los pocos pasos que separaban la litera de la puerta principal, y era demasiado vieja para correr a refugiarse, aunque esa simple idea no hubiese sido un insulto a su dignidad. Por lo tanto, permanecería sentada, aterida y temblando, en aquel maldito palanquín, mientras la humedad la calaba hasta los huesos, y sin nada mejor que hacer que escuchar el repiqueteo de la lluvia sobre el dosel. Y ante ella se extendía todo el tedio de los toscos caminos y del estuario de Perspectiva que tendría que cruzar antes de llegar a una carretera decente...

Irritada, apoyó una mano en el brazo del sillón y se levantó con dificultad. Las doncellas se retrasaban; les había dicho que viniesen a atenderla una hora después de que sonase la campana para la oración de la mañana, y el reloj de arena que estaba sobre la mesa le decía que había pasado sobradamente aquella hora. Frunciendo, malhumorada, los labios, asió la campanilla colocada al lado del reloj de arena y la sacudió enérgicamente. Al cabo de unos momentos tuvo la satisfacción de oír unas pisadas presurosas en el pasillo; después se abrió la puerta y entraron sus dos doncellas.

—Perdónanos, Matriarca; pero estábamos tan atareadas preparando la litera...

—Llamad —dijo la anciana, interrumpiendo sus disculpas —. ¿Cuántas veces tengo que deciros que llaméis antes de entrar en mi habitación? Salid y hacedlo.

Las doncellas intercambiaron una irónica mirada antes de cumplir la orden y, cuando entraron por segunda vez, Ilyaya, satisfecha, asintió brevemente con la cabeza.

—Así está mejor. Os habéis retrasado, pero lo olvidaré por esta vez. ¿Cómo están los preparativos?

—Muy bien, señora. El palanquín está listo; los caballos de carga también, y la Hermana Antasone nos ha dicho que acaban de ver la escolta acercándose a la Residencia. Sin duda llegará dentro de diez minutos y podremos salir cuando tú lo desees.

—Bien. —De nada serviría demorar la partida, por cuesta arriba que se le hiciese el viaje. Era mejor iniciarlo y terminar cuanto antes — ¿Y lo de Shu-Nhadek? —preguntó.

—El mensajero partió hace dos días, Matriarca, para avisar al Margrave. Este comprenderá el honor que le haces y te dará alojamiento con las mayores comodidades posibles.

—Así lo hará, si ha vuelto del Norte —observó agriamente Ilyaya—. Si no, sólo Aeoris sabe la confusión que encontraremos. — Volvió rígidamente a su sillón, suspirando de alivio al sentarse de nuevo—. Está bien. Podéis traerme mi capa de viaje y mi maleta personal. Y quiero ver a la Maestra de Novicias antes de marcharme.

—Sí, señora.

Las mujeres salieron para cumplir sus tareas y dejaron a Ilyaya tamborileando con sus dedos nudosos e impacientes sobre el brazo del sillón.

La Hermana Fayalana Impridor estaba sola en el Salón de Oraciones cuando la encontraron las doncellas de la Matriarca. La Maestra de Novicias levantó la mirada del montón de libros de la Ley de Aeoris que estaba arreglando después de las plegarias de la mañana, y sonrió lentamente.

—Buenos días, Missak. ¿Está preparada la Matriarca para emprender el viaje?

—Lo está, Hermana, y pide que vayas a verla antes de la partida.

—Desde luego, iré enseguida. —Fayalana dejó los libros, se sacudió el hábito y siguió a Missak hacia la puerta. Cuando salieron al pasillo, arqueó las cejas y preguntó—: ¿Cómo está hoy la Matriarca?

La pregunta tenía claramente un doble significado, aunque sólo las Hermanas más antiguas se atrevían a hablar de él. Missak sonrió débilmente.

—Dicho entre nosotras, Hermana, estaba un poco malhumorada y pensamos que iba a darle una de sus rabietas, pero parece que le pasó.

—Demos gracias a la Providencia —dijo fervientemente Fayalana—. Ya tenemos bastantes preocupaciones, tal como están las cosas... y no es, desde luego, que la Matriarca pueda evitar sus pequeñas manías. Es una dolencia que sufriremos todas a medida que nos hagamos viejas.

Missak asintió con la cabeza.

—A veces, Hermana, me despierto por la noche y me pregunto si debería ella emprender este viaje. A fin de cuentas, tiene más de ochenta años y no es una mujer vigorosa.

La mirada de Fayalana se ablandó.

—Sé lo que sientes, porque esto nos preocupa a todas. Pero es algo que no puede delegar, Missak. La ley de Aeoris prohíbe que nadie salvo el verdadero triunvirato se siente en el Cónclave: no puede haber apoderamiento ni sustituciones, ¿sabes?

—Sí, lo sé. Pero ella debería retirarse, Hermana. A su edad no debería cargar con estas responsabilidades.

Los ojos negros de Fayalana parecieron mirar hacia dentro durante unos momentos, como si viese algún significado oculto en las palabras de la otra mujer. Entonces su cara se animó y dijo secamente:

—Estoy de acuerdo, Missak. ¡Pero no quisiera ser yo la encargada de sugerírselo!

Aproximadamente al mismo tiempo que la Matriarca y su séquito iniciaban el fatigoso viaje en dirección sudeste, hacia el Estuario de Perspectiva, una embarcación se balanceaba en el ligero oleaje del muelle de la Isla de Verano. Tanto en cubierta como en el extremo de tierra de la plancha reinaba mucha actividad; los hombres bajaban y subían con provisiones, pertrechos, baúles; un torrente al parecer inagotable de artículos hacían la peligrosa travesía desde el muelle hasta el barco. En la cubierta de popa, bajo la sombra del palo mayor, un hombre joven con la faja azul distintiva de los capitanes de barco observaba las operaciones con mirada tranquila y práctica, mientras la tripulación estaba sentada en el suelo o en la borda, hablando distraídamente o jugando a cuartos o a golpear el anda. De vez en cuando, sonaba una carcajada sobre la algarabía general si alguien ganaba una buena puesta.

En el muelle, muy apartados de aquella confusión, dos caballos engualdrapados se agitaron inquietos entre las varas de un carruaje descubierto, hasta que una viva palabra del conductor hizo que se tranquilizaran. Detrás de ellos, uno de los dos ocupantes del carruaje observaba la distante actividad con gran interés. Era un joven delgado, de cabellos castaños y de unos diecisiete años, de bellas facciones a no ser por la prominente nariz que dominaba su cara. Intentaba dejarse crecer el bigote, tanto para contrarrestar el efecto de la nariz como para parecer un poco mayor; pero hasta ahora le había crecido poco. Su lujoso atuendo (chaqueta bordada y de anchas mangas sobre unos pantalones de seda; cinturón repujado, del que pendía una espada corta y envainada, puramente decorativa) estaba lleno de arrugas por haber permanecido tanto tiempo sentado. Los muelles del carruaje chirriaron cuando el joven estiró una pierna en la que le había dado un calambre y lanzó un suspiro; su acompañante, un hombre mucho mayor que él, le miró de reojo.

—¿Estas fatigado, Alto Margrave?

Fenar Alacar se frotó los ojos.

—En realidad no, Isyn. Sólo cansado de esperar.

—Fue tuya la idea de venir a ver los preparativos. —El viejo vaciló y después sonrió con cierta timidez—. Con el debido respeto, Señor.

—No me des ese tratamiento, Isyn; sabes que hace que me sienta incómodo. Yo te llamé «Señor» durante muchos años en vida de mi padre y no puedo acostumbrarme a la idea de que todo se haya vuelto ahora del revés. —Fenar trataba de disimular su aburrimiento y su frustración, pero el es fuerzo era demasiado grande—. Todo eso —e indicó el bullicioso muelle con un movimiento imperioso de una mano que recordó vivamente a Isyn el antiguo Alto Margrave— parece un jaleo innecesario y una pérdida de tiempo. ¡Maldita sea, hay menos de un día de viaje hasta el continente y, en cuanto lleguemos a Shu-Nhadek, estaré tan bien alojado como si no me hubiese movido de mi palacio! Mira, hay bastante comida para toda una compañía de la milicia, y mi vajilla, mis copas y cuchillos; incluso mi sillón para sentarme. ¡Es ridículo!

Isyn sacudió la cabeza. Doce años de enseñanza y el muchacho todavía no parecía comprender del todo lo que era y por qué debía ser tratado de esta manera.

—Es una precaución necesaria, Alto Margrave, especialmente tal como están las cosas. No podemos correr el menor riesgo de que te ocurra una desgracia.

Fenar lanzó un bufido.

—Y por eso tengo que tener un ejército de cocineros y hombres que prueben la comida, me hagan la cama y quiten el polvo a mi sillón, y sufrir la frustración de esperar y esperar mientras cargan en el maldito barco una enorme cantidad de tonterías superfluas. —Miró de soslayo y con resentimiento a su preceptor, ahora convertido en consejero—. Si los poderes del Caos quieren impedir la celebración del Cónclave tendiéndome una trampa mortal, ¡me imagino que encontrarán un medio más sutil que el veneno!

Isyn no quiso picar el anzuelo. Aunque sólo tuviese diecisiete años, el muchacho era Alto Margrave, y su investidura era todavía lo bastante reciente para que quisiera en ocasiones dar pruebas de su autoridad. Era una manera de disimular su inseguridad, y el viejo lo comprendía.

—Hay que recordar, señor —dijo amablemente y empleando el término que Fenar deliberadamente rechazaba—, que el Sumo Iniciado y su séquito no llegarán hasta dentro de por lo menos tres días o más si son retenidos por el mal tiempo. Y te diré, a título personal, que no me encanta la perspectiva de pasar el intervalo en Shu-Nhadek con sólo la señora Matriarca por compañía.

Hubo una pausa y después Fenar bufó de nuevo, pero esta vez para contener la risa.

—¡Por los dioses que me espanta la idea! Sabes, Isyn. Me cuesta creer que la vieja esté aún con vida. Ya era una anciana cuando la vi por última vez, y yo era entonces un niño. ¡Ahora debe tener al menos cien años!

Sus palabras eran irrespetuosas y estaba exagerando, pero Isyn se sintió aliviado ante aquella muestra de infantilismo: sentaba mucho mejor al muchacho que su anterior intento de arrogancia. Los días próximos, pensó, serían de prueba en más aspectos de los que parecía; Fenar Alacar temía el inminente Cónclave, aunque por nada del mundo lo habría confesado y, si tenía miedo, reaccionaría, como todas las criaturas jóvenes e inexpertas, de una de dos maneras: o retrayéndose enfurruñado, o tratando de hacer alarde de su posición de gobernante absoluto, al menos en teoría, de toda la Tierra. Isyn había presenciado el principio de esta reacción el año pasado, cuando el nuevo Sumo Iniciado visitó la corte de la Isla de Verano; impresionado por Keridil Toln, Fenar se había sentido al mismo tiempo molesto por su aplomo y por la aureola del sumamente oculto Círculo que le rodeaba. Entonces, no había tenido valor suficiente para desafiar a Keridil; ahora, si se hallaban en desacuerdo, la cosa podría ser diferente, y el Sumo Iniciado sería un adversario demasiado formidable para Penar.

El muchacho se rebulló de nuevo. Había comprendido el sentido de las palabras de Isyn, pero éstas no sirvieron para calmar su impaciencia.

—No sé por qué tenemos que ir a Shu-Nhadek —dijo con irritación—. Tanta pompa y tantas ceremonias son inútiles. ¿Por qué no podemos navegar directamente desde aquí a la Isla Blanca?

Isyn no respondió, pero frunció el entrecejo, y Fenar hizo un ademán de enojo.

—¡Sí, ya sé! Así está escrito, y así debe ser. Sólo porque algunos viejos manuscritos que se están pudriendo en el lejano norte dicen que tenemos que seguir este ridículo procedimiento... No frunzas tanto el entrecejo, Isyn; no me gusta tu desaprobación.

Isyn, cuyo temperamento era normalmente plácido, empezaba a perder la paciencia, y le interrumpió:

—Puede que no te guste, Alto Margrave, pero tengo que expresarla aunque me duela. Y más te desaprobarían los Guardianes si tratases de poner pie en la Isla Blanca desde la cubierta del Hermana del Verano.

Fenar se encogió de hombros.

—¿Ah, sí? No son más que unos porteros, por mucho que se vistan de gala. Podría mandarles que...

—Yo desafiaría a cualquier mortal, vivo o muerto, a que diese órdenes a los Guardianes. —Isyn dijo esto a media voz, pero con tal convicción que el joven se sorprendió—. Ningún Alto Margrave ni Sumo Iniciado, ni Matriarca, ha mirado desde hace generaciones a los Guardianes, salvo desde lejos, y nadie se atrevería..., sí, señor, he dicho atrevería... , a hacer algo contra su voluntad.

Penar se pasó la lengua por los labios e Isyn recalcó:

—Has oído los relatos, yo mismo te los conté cuando eras pequeño. Me sorprende que los hayas olvidado.

Algunas de las más antiguas tradiciones apuntaban que los Guardianes, casta hereditaria que había habitado durante miles de años en la Isla Blanca, no eran siquiera realmente humanos, sino que descendían de seres angélicos a cuyo cargo había colocado Aeoris su cofre. Unas historias estrafalarias, sin duda alguna. Pero se dice que no hay humo sin fuego... De vez en cuando, los Guardianes navegaban en su embarcación hasta el continente, tomaban un puñado de mujeres escogidas y las llevaban a su fortaleza para que les diesen hijos, asegurando así la pervivencia de la casta .Las mujeres regresaban más o menos al cabo de un año y nunca decían lo que habían visto; la mayoría de ellas ingresaban en la Hermandad o celebraban más tarde bodas convenientes. Los hijos varones nacidos en la Isla eran criados para que se convirtiesen en la próxima generación de Guardianes. Nadie había especulado nunca sobre el destino de las hijas.

El brillante sol fue de pronto oscurecido por un jirón de nube que volaba hacia el oeste, y una sombra pasó sobre el muelle y el carruaje. Fenar miró hacia arriba, estremeciéndose como si la momentánea penumbra fuese un mal presagio, y cuando miró de nuevo a Isyn, la irritación había desaparecido de sus ojos.

—Lo siento, Isyn —dijo de mala gana. Como la necesidad de disculparse se reducía a medida que se acostumbraba a su posición, la humildad se le hacía cada vez más difícil, e Isyn apreció el esfuerzo que tenía que hacer—. Me he propasado, y he hecho mal. Desde luego, debemos cumplir el protocolo. —Esbozó una sonrisa forzada—. No quiero tomarme a la ligera lo que será, seguramente, la tarea más importante que ja más habré emprendido. Me imagino lo que habría dicho mi padre; me habría llamado picaro arrogante y creo que me habría dado una azotaina.

Isyn inclinó la cabeza en señal de divertido asentimiento y Fenar irguió los hombros. Después de su disculpa y su Confesión, estaba tratando de salvar su dignidad y parecer adulto. El comentario acerca de su padre había sido un gesto conciliador; ahora quería borrarlo y seguir adelante. Isyn se consideraba demasiado viejo para recordar la impaciencia y las frustraciones de los diecisiete años, pero pudo no obstante apreciar los sentimientos del muchacho.

Señalando el muelle con la cabeza, dijo:

—Parece que decrece la actividad. Supongo que el barco estará en condiciones de zarpar cuando suba la marea.

—Sí... Tal vez, a fin de cuentas, seguiré tu consejo, Isyn, recordando la perspectiva de la compañía de la Matriarca.

—Fenar se observó las uñas—. Sin duda habrá cien pequeñas tareas que he olvidado y debería atender antes de embarcar.

—Sin duda. Y tienes que despedirte de tu señora madre, la Margravina Viuda.

El Alto Margrave levantó la mirada y después entornó los párpados sobre los ojos grises, disimulando su expresión.

—Eso lo he hecho ya. Al menos, le envié ayer un mensaje y esta mañana he recibido la respuesta. Me expresa su cariño, pero me pide que la excuse de una visita.

Isyn suspiró interiormente. Desde la muerte de su marido, la Margravina se había recluido completamente dentro de sí misma, viviendo sus días en una casa aislada a cierta distancia de la corte, servida únicamente por tres doncellas y constantemente afligida. No recibía visitas, ni siquiera la de su propio hijo, y todo el mundo opinaba que estaba sencillamente esperando la muerte.

—Decía en su misiva que te diese sus recuerdos —añadió Penar.

—¿Oh, sí? —Isyn estaba sorprendido y conmovido—. Muy amable de su parte.

Se hizo un silencio ligeramente tenso entre los dos durante un rato, hasta que Isyn, alertado por unas pisadas, miró y vio que el supervisor del muelle se acercaba al carruaje. En la cubierta del Hermana del Verano, la tripulación se había puesto súbitamente en actividad y el capitán gritaba órdenes en tono seco pero halagador.

Tocó el hombro de Fenar y el muchacho pestañeó.

—Creo —dijo Isyn, sonriendo— que si tienes algo que hacer, Señor, deberíamos volver al palacio para que puedas hacerlo. Si interpreto bien las señales, el Hermana del Verano está listo para zarpar cuando el Alto Margrave lo ordene.

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