CAPÍTULO 4


El caballo de Tarod brincaba inquieto al lado de la última de las cinco carretas que transportaban lentamente madera por el camino principal de Han a la provincia de Wishet. La espada que colgaba de su cinto, y a la que no estaba acostumbrado, le golpeaba la pierna de modo irritante, y sentía deseos de librarse de ella, así como de la caravana que avanzaba con dificultad y que le había obligado, durante dos días, a cabalgar con la rapidez de un caracol. De haber ido solo, habría podido viajar ligero y deprisa; pero dio su palabra a los ancianos de Hannik, y faltar ahora a ella atraería sospechas que prefería no despertar.

Hacía dos noches, había dormido en Hannik, en una posada situada casi a la sombra de la residencia del Margrave de la provincia, atraído por el relato de un boyero de que la «cómplice del Señor del Caos» había sido aprehendida en la ciudad. Al llegar a ella se había encontrado con un gran alboroto que se centraba alrededor de una muchacha de cabellos rubios a la que sorprendieron cuando trataba de explotar su pobre talento de adivina, y los pequeños trucos que había empleado Tarod para disfrazarse le habían llevado involuntariamente a aquel tumulto. La insignia de oro de Iniciado, tomada del cadáver de un hombre al que mató en el Castillo, y su gran habilidad en cambiar sutilmente de imagen, le dieron una personalidad perfecta en un momento en que nadie habría pensado en encontrarse con un Adepto del Círculo que realizaba un viaje urgente. Los ancianos de la ciudad habían considerado la llegada de un Iniciado entre ellos como un don de los dioses y habían pedido a Tarod que presidiese el juicio contra la muchacha.

El amargo desasosiego que había sentido cuando miró al fin a la aterrorizada hija de un criador de caballos de la provincia Vacía era todavía como un cuchillo clavado entre sus costillas cuando lo recordaba. En toda su celda (una habitación del palacio de justicia) colgaron amuletos y símbolos de hechicería, mientras la muchacha sollozaba acurrucada en un rincón y protestaba de su inocencia. La aparición de un Adepto del Círculo le había provocado un paroxismo de terror, y se había arrojado a los pies de Tarod, suplicándole que la absolviese y la salvase. Este se volvió furiosamente a los ancianos, acusándolos de tontos por haber pensado que una criatura casi imbécil podía ser una fugitiva del Círculo. Ellos se disculparon confusamente, tratando al mismo tiempo de justificar su precaución, y Tarod, recordando al fin el papel que había asumido, reconoció que habían hecho bien en seguir las exhortaciones del Sumo Iniciado y extremar su cautela. La muchacha fue puesta en libertad y los ancianos suplicaron a Tarod que acompañase las cinco carretas que se pondrían en camino por la mañana, insistiendo en que la presencia de un Iniciado sería una garantía de seguridad y aumentaría la moral de los milicianos rápidamente reclutados para proteger la caravana durante el viaje.

—A fin de cuentas, señor —dijo el primer anciano, un hombre meloso a quien Tarod había cobrado inmediatamente antipatía—, ningún secuaz del mal (evitó cuidadosamente emplear la palabra Caos) se atrevería a atacar una caravana custodiada por un Adepto.

Tarod sonrió débilmente.

—¿Qué te hace pensar que se les ocurriría tal cosa a esos fugitivos? Su objetivo es evitar ser capturados, no exponerse a ello.

El viejo se picó.

—Incluso los adoradores del demonio tienen que comer, señor. Hombres ricos viajarán en esta caravana; mercaderes, propietarios de barcos... Con esos seres malignos rondando por el mundo no podemos arriesgarnos; estoy seguro de que tu Sumo Iniciado estaría de acuerdo.

Sin duda Keridil lo estaría... Consciente de que podía despertar las sospechas del viejo si seguía discutiendo, Tarod hizo un ademán de indiferencia.

—Muy bien. Cabalgaré con la caravana hasta que se separen nuestros caminos.

Y así había acompañado durante dos días las carretas y a su escolta, esforzándose en dominar su propia impaciencia y la de su montura. Habían encontrado a pocas personas, salvo un grupo de milicianos de otra población, pero la tensión era fuerte entre los viajeros, y aumentaba a cada milla que cubrían. Las aves mensajeras del Castillo terminaron ya su trabajo y no había un solo pueblo, de la importancia que fuese e incluso en la provincia más remota, que no estuviese enterado de la noticia de la escapada de los fugitivos. En Hannik, Tarod había visto una copia de la proclama de Keridil, y su contenido le había sorprendido e inquietado. El Sumo Iniciado anunciaba que los secuaces del Caos estaban en la Tierra y debían ser aprehendidos a toda costa, antes de que pudiesen alcanzar su maligno y mortal objetivo: desencadenar las fuerzas de todos los demonios en todo el mundo.

No creyó que Keridil pudiese ser tan implacable en su odio o tan ciego. El Sumo Iniciado sabía (ciertamente lo había sabido incluso antes de su primera traición a su vieja amistad) que Tarod no debía lealtad al Caos; sin embargo, estaba dispuesto a alterar la verdad de la manera que fuese para capturar de nuevo a su enemigo. Y Tarod estaba viendo ya los resultados de la acción de Keridil. Su aviso había impresionado a la gente del campo, resucitando todas las supersticiones profundamente arraigadas, todos los recuerdos ancestrales, toda clase de miedo en sus mentes; y, como la leña seca, ese miedo prendía con tanta rapidez que Tarod dudaba de que cualquier poder del mundo pudiese apagarlo. Lo de Hannik: había sido sólo un principio. ¿Cuántos inocentes más, como la hija del criador de caballos, serían víctimas de la persecución, inspirada por el terror, de sus propios hermanos?

Un vivo estremecimiento atávico recorrió su espina dorsal ante esta idea, al evocar involuntariamente un antiguo recuerdo. Aquella herida particular había cicatrizado durante los años pasados en la Península de la Estrella, pero ahora podía recordar el macabro suceso con la misma claridad que si se estuviese repitiendo. El recuerdo de él mismo, cuando tenía doce años, pasmado y horrorizado en medio de una turba enfurecida, mientras el cuerpo destrozado de su primo yacía a sus pies, muerto por una fuerza monstruosa que no había soñado que un ser humano pudiese poseer.

Había sido sólo un juego... Casi podía oír su propia voz infantil protestando, presa del pánico, cuando la multitud se le echó encima. Ancianos del Concejo, graves mercaderes y hombres de negocios, madres de otros muchachos, todos ellos arrojando piedras y exigiendo su muerte... Sí, ahora sabía lo que debía sentir la hija del criador de caballos. Keridil, queriéndolo o no, había abierto las compuertas a una marea mortal.

Una agitación cerca de la cabeza de la caravana le devolvió de pronto al mundo real. La segunda carreta se había detenido, obligando a pararse entre chirridos y protestas a las que la seguían, y entre el ruido de las carretas y los relinchos de los caballos, pudo oír a hombres que gritaban. Un joven e inexperto miliciano dirigió a Tarod una mirada de impotente súplica, mientras luchaba por dominar a su rebelde montura, y Tarod suspiró. En todas las situaciones, desde la más grave hasta la más nimia, la escolta de la caravana se volvía a él en petición de ayuda y de orientación, y su inepcia empezaba a agotarle la paciencia. Hizo una seña al joven guardia para que se pusiese detrás de él y espoleó su caballo hacia la cabeza del convoy.

— Y lo vi tan claro como estoy viendo tu nariz! Eras...

—Retira esa insinuación o por Aeoris que...

El viento llevaba fragmentos del furioso altercado a sus oídos mientras Tarod avanzaba, y éste vio que el conductor de la segunda carreta estaba disputando con un mercader que cabalgaba al lado de su carro, haciendo ambos oídos sordos a los ruegos vacilantes del jefe de la escolta, que trataba de interponerse entre ellos. La voz helada de Tarod interrumpió la contienda.

—¿Qué significa esto?

El carretero giró en redondo sobre su asiento, señalando frenéticamente con una mano al mercader, y entonces advirtió Tarod el intrincado collar-amuleto que llevaba.

—¡Traición! —chilló histérico el carretero—. Ese hombre, que se hace pasar por mercader, ¡es uno de ellos!

El mercader abrió la boca para negarlo furiosamente, pero, antes de que pudiese pronunciar una palabra, Tarod le gritó:

—¡Silencio! —La mandíbula del hombre empezó a temblar, como si fuese a darle un ataque de apoplejía, y Tarod prosiguió—: ¡No puedo escuchar a los dos al mismo tiempo! Ya tendrás ocasión de hablar, pero ahora escucharé al carretero.

Este, ganando confianza, empezó de nuevo:

—Tenemos un espía entre nosotros, Adepto, estoy seguro de ello. ¡Un espía del Caos! —Hizo la señal de Aeoris delante de la cara—. No hace dos minutos que vi que sacaba algo de su bolsa y lo besaba. Era una piedra, una joya..., y el Sumo Iniciado dice que aquel diablo del Caos lleva su alma en una joya, y que ésta es una gema mortal. Hay algo maligno en todo esto, señor; lo siento, ¡lo huelo! Si esos demonios fugitivos saben disfrazarse, seguro que...

Su voz se extinguió cuando Tarod le dirigió una dura mirada. El mercader empezaba a protestar de nuevo y Tarod tocó los flancos de su caballo con los tacones de las botas para que se acercase al hombre.

—Tu amigo parece creer que tiene una sólida razón para sospechar de ti. ¿Qué tienes que decir?

El mercader bufó.

—¡Ese estúpido bebe demasiada cerveza! Ha estado dándole a la bota desde que emprendimos la marcha...

—Entonces, lo que dice haber visto ¿fue pura imaginación?

El tono de Tarod era desafiador. El hombre se ruborizó.

—Bueno...

—Te haré una sencilla pregunta y espero una clara respuesta. ¿Se imaginó o no se imaginó que te veía rendir un homenaje ritual a una joya?

En el fondo, a Tarod le importaba un bledo aquella discusión; de buen grado habría dejado que los dos resolviesen su disputa como mejor pudiesen. Pero tuvo que recordarse que estaba representando el papel de un auténtico Adepto del Círculo; con las exhortaciones de Keridil frescas en la memoria de todos, habría sido inconcebible que no se mostrase vivamente interesado.

El mercader enrojeció todavía más y murmuró unas palabras con la boca cubierta por la capa, por lo que resultaron ininteligibles. Los ojos de Tarod se hicieron amenazadores.

—Estoy esperando tu respuesta, mercader.

Despacio y de muy mala gana, el hombre hurgó en su bolsa y sacó algo que pareció reacio a mostrar. Pero al fin abrió los dedos y Tarod vio un trozo pequeño de cuarzo, de forma irregular, en la palma de su mano. Lo tomó sin decir palabra y lo levantó para examinarlo.

En algún tiempo, alguien había aplicado un tosco cincel a la superficie desigual del cuarzo. Tallado en ella, pero apenas reconocible, aparecía un símbolo familiar, o lo que pretendía ser tal, cortado por una raya en zigzag, y se intentó marcar el perfil del símbolo con alguna clase de tinte que casi había desaparecido del todo. No era más que un amuleto, sin duda comprado a precio de usura a algún escrupuloso charlatán un Primer Día de Trimestre.

Tarod cerró los dedos alrededor de la pieza de cuarzo y sonrió sin pizca de humor al mercader, cuyas mejillas estaban ahora encendidas de vergüenza.

—No creo —dijo pausadamente— que tengamos un servidor del Caos entre nosotros. Es más probable que tengamos un tonto crédulo y supersticioso que pasó demasiado tiempo escuchando la palabrería de embaucadores itinerantes.

—Abrió de nuevo la mano—. ¿Qué te dijo el vendedor de esa baratija? ¿Que estaba imbuida de la energía de los propios dioses y que te protegería de todos los espíritus malignos y demonios que puede conjurar la imaginación humana? —Volviéndose en su silla, mostró el trozo de cuarzo al carretero—. Esta es tu piedra del Caos, ¡el engaño más burdo que jamás he tenido la desgracia de ver!

Fijó significativamente la mirada en el collar-amuleto que pendía sobre el jubón del carretero, y el hombre tuvo el acierto de ruborizarse casi tan intensamente como el mercader. Tarod esperó hasta que estuvo seguro de que el carretero había comprendido el significado del símbolo tallado en la superficie del cristal y, después, levantó el brazo y arrojó la piedra lo más lejos que pudo.

—El Círculo no mira con simpatía a los charlatanes que profanan lo sagrado en su propio provecho —dijo secamente—. Y tampoco aprecia a los tontos que se dejan embaucar con esos trucos. —El mercader le estaba observando con una mezcla de vergüenza y resentimiento; Tarod le miró de arriba abajo y el hombre bajó la mirada—. Dadas las circunstancias, me inspiras cierta simpatía; los tiempos no son fáciles. Pero ahora os advierto a los dos que no quiero volver a oír acusaciones tontas, ni ver más actos de superstición infantil. —Se volvió al carretero, que se estaba quitando lentamente su propio collar-amuleto—. Esta estúpida disputa nos ha hecho perder bastante tiempo. ¡Sugiero enérgicamente que no se vuelva a hablar del asunto!

Sin esperar a que ninguno de los dos le replicase, hizo dar media vuelta a su caballo y volvió a la cola de la caravana, seguido del joven miliciano, que durante toda la conversación no había dicho ni una palabra, pero que ahora le observaba con muda admiración. Poco a poco, la carreta que iba en vanguardia empezó a moverse, y las otras la siguieron, y mientras el rechinante convoy reemprendía la marcha, Tarod puso su caballo a paso lento y se sumió otra vez en sus inquietantes pensamientos.

Tal vez había hecho mal en menospreciar a los dos protagonistas y sus supersticiones. A fin de cuentas, si hallaban consuelo en sus amuletos ¿qué mal podían hacer? Pero había percibido algo más alarmante en el fondo de aquel altercado; algo que le recordó el desgraciado incidente en Hannik. El miedo había sembrado la sospecha, y la sospecha se convertía rápidamente en histerismo. Si una sencilla y lamentable creencia en los amuletos podía provocar acusaciones de complicidad con el Caos, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que cualquier acto, cualquier palabra, cualquier ademán fuesen interpretados como señal de malas intenciones?

Tal vez, se dijo, sus pensamientos iban demasiado aprisa y demasiado lejos. Pero esta esperanza fue rápidamente seguida del convencimiento de que su instinto estaba en lo cierto. En todos sus años de Iniciado, raras veces había salido de la Península de la Estrella; se había acostumbrado a vivir en una comunidad que comprendía la naturaleza de la superstición, y la había superado en alto grado; pero en el mundo exterior, las cosas eran muy diferentes. Para esta gente, los Adeptos eran poco menos que dioses por derecho propio, y el Castillo, un lugar que había que venerar y temer. No tenía nada de extraño que respondiesen al mensaje del Sumo Iniciado como niños asustados por un cuento de miedo.

¿Se daba cuenta Keridil, se preguntó, de que con sus referencias a los demonios se exponía a causar males peores que todo lo que había manifestado Yandros hasta ahora? ¿O consideraba que valía la pena pagar este precio, a cambio de conseguir su venganza? Esta idea era estremecedora, pues insinuaba aspectos del carácter del Sumo Iniciado que, incluso predispuesto como estaba contra él, Tarod no le habría atribuido nunca.

Miró especulativamente al cielo, que una vez más amenazaba lluvia. El tiempo, aunque tenebroso, se mantuvo extrañamente tranquilo durante su viaje, casi demasiado tranquilo. Ninguna tormenta, ningún Warp; nada que sugiriese la influencia adversa que Yandros habría podido ejercer si hubiese querido. Era como si interviniese alguna otra entidad, bloqueando todo lo que podía hacer el Señor del Caos para trastornar el mundo, y se preguntó qué otros y más arcanos mecanismos podía haber puesto en movimiento el Círculo para encontrarle. Indudablemente, habían empleado toda su ciencia oculta para conseguir la ayuda de Aeoris, pero ¿podían pretender que los dioses aprobasen el miedo que se extendía como una epidemia a causa de su trabajo?

Salvo en sus momentos más sombríos, Tarod había confiado siempre en los Señores del Orden; pero ahora empezaba a roerle el gusano de la duda. La verdad no había sido aún puesta a prueba, pero si Aeoris y sus hermanos pretendían dejar el mundo a merced de los que se habían proclamado sus siervos y no hacían nada para atajar el creciente peligro, entonces Yandros, en alguna parte, debía estar.

Recordó la cara lacrimosa de la aterrorizada muchacha de Hannik. Fue una de las primeras víctimas, pero habría muchas más que seguirían su suerte. El instinto le decía que la pesadilla no había hecho más que empezar.

Las fuertes lluvias de los últimos días habían afectado poco al sur de la provincia de Chaun, en el lejano sudoeste, y así, la madera y el techo de paja de la casa de campo estaban lo bastante secos para arder de modo espectacular. Un humo denso y graso surgía del tejado; la vieja parra encaramada en las paredes se encogía, chasqueaba y se retorcía como serpientes moribundas, y el brillante resplandor del fuego brotaba de todas las ventanas.

Más allá de la casa, los dos pajares empezaban también a arder y, a lo lejos, en los bien cuidados campos, unos hombres se movían como fantasmas entre nubes de humo y prendían fuego a las jóvenes mieses con sus antorchas.

Estruendosamente, y con una súbita erupción de llamas, se hundió el tejado de la casa de campo, y entre aquel ruido infernal se oyó gritar a una mujer en desesperada pero impotente protesta. La esposa del granjero estaba arrodillada en el patio, tratando de tomar en brazos a sus tres hijos pequeños, mientras una mujer mayor con el hábito blanco y ahora tiznado de las Hermanas de Aeoris se esforzaba en contenerla. A pocos pasos de ella, su marido yacía despatarrado sobre el polvo. Había querido impedir aquella locura, pero una tea encendida contra su cara puso fin a sus protestas, cegándole un ojo y dejándole una cicatriz que llevaría durante el resto de su vida.

Y, a distancia segura del granjero herido y de su histérica familia, un grupo de serios y pequeños terratenientes y de modestos dignatarios locales observaba la destrucción con satisfacción sombría. Una necesidad muy lamentable, convinieron entre ellos, pero una necesidad a fin de cuentas. El zagal que informó del extraño rito que había visto realizar a su amo al ponerse el sol el día anterior se había portado bien; la fidelidad, por muy recomendable que fuese, tenía que subordinarse a la obligación de denunciar a un servidor del Caos...

Ardió la casa y todo lo que contenía, y al fin terminó el espectáculo; los gritos de la esposa del granjero se convirtieron en profundos y desgarradores sollozos. El hombre que se había erigido en jefe de la delegación avanzó con paso lento hasta el lugar donde se hallaba la Hermana de blanco hábito y contempló a la campesina con una mezcla de compasión y repugnancia.

—Desde luego —dijo—, tendremos que tomar algunas medidas en bien de los niños.

Los ojos de la Hermana eran duros.

—Temo, anciano, que hayan sido contagiados por el pecado de su padre. Creo que lo mejor sería darles albergue en mi Residencia durante un tiempo prudencial. De esta manera podríamos asegurarnos de que queda borrada toda señal de corrupción antes de que ésta se apodere de ellos.

—Cierto..., cierto. —El anciano suspiró—. Un suceso muy desgraciado... ¿Sabes, Hermana, que el hombre sigue todavía haciendo protestas de inocencia? Afirma que estaba haciendo una pócima, una fórmula transmitida por su abuela, la cual dice que era una mujer muy devota, y que con ello quería proteger a su familia contra el mal.

Ella sonrió, pero su sonrisa no era alegre.

—Con el debido respeto, anciano, te diré que si sabes tu catecismo sabrás también que la mentira y el engaño son propios del Caos. Desde luego, es posible que el hombre dijese la verdad, pero ¿habrías estado tú dispuesto a correr el riesgo?

—No... —El anciano miró a través del patio el humeante esqueleto de la casa—. No, no me habría atrevido.

La Hermana se volvió y se agachó para agarrar del cuello de la capa a la llorosa mujer.

—Vamos, ¡levántate! —Llamó por encima del hombro a otra Hermana, más joven, que permanecía en segundo término—. Hermana Mayan, ten la bondad de llevar los niños a la carreta. La niña parece apreciar mucho ese telar de juguete, pues no lo suelta; puede conservarlo, en prenda de su buen comportamiento.

La esposa del granjero miró a la Hermana con mudo y amargo rencor, pero estaba demasiado agotada emocionalmente para protestar cuando se llevaron a sus hijos.

—Debes considerarte afortunada —le dijo fríamente la Hermana—. En muchas otras provincias, tus hijos habrían sido expulsados contigo, para que os apañaseis solos. Deberías dar gracias a Aeoris de que aquí vivimos bajo la gracia de la propia Matriarca y de que ésta es una fuente de clemencia.

La mujer no respondió, y la Hermana la miró con un súbito arranque de desprecio y recelo.

— ¿Todavía no te arrepientes? Conservas la vida..., ¿y qué te habrían dado tus tres veces malditos dioses del Caos a cambio de tus servicios?

—Nosotros nunca hemos... —empezó a decir furiosamente la mujer; pero al ver los ojos acerados de la Hermana, guardó silencio una vez más.

—Esto será una lección para vosotros —dijo, implacable, la Hermana—. Aprenderéis lo tonto y lo fútil que es atreverse a quebrantar las leyes de los dioses. Y cuando tú y tu marido rondéis por los caminos, indigentes como os merecéis, tal vez reflexionaréis sobre la misericordia de Aeoris y le pediréis perdón... ¡si apreciáis en algo vuestras almas!

Se estremeció al pensar en el desastre que habría podido producirse de no haber sido descubierta a tiempo aquella serpiente que moraba entre ellos. El mensaje del Sumo Iniciado advirtió del poder mortal que andaba suelto por el mundo; había puesto sobre aviso de la astucia de sus enemigos exhortando a las Hermanas para que estuviesen alerta contra cualquier señal de la insidiosa influencia del Caos. Y si los poderes ocultos podían infiltrar a uno de los suyos y hacerle pasar durante años por un Iniciado del Círculo, sólo Aeoris sabía cuánta maldad podían infundir en las mentes maleables de gente del campo como ésta. Recordó al demonio de negros cabellos que buscaban; le había visto en el Castillo cuando había ido, formando parte de la delegación de la Matriarca, a la ceremonia de investidura de Keridil Toln, y la idea de que incluso el Círculo hubiese sido engañado por él era estremecedora. Por esta razón estaba resuelta a no descuidar un solo instante su vigilancia en persecución de los malhechores. Una fruta corrompida podía estropear toda una cosecha. Su sagrado deber era procurar que tales frutas no tuviesen posibilidad de contagiar a otras su podredumbre, y estaba convencida de que, hasta ahora, había cumplido su obligación.

En la provincia de Wishet, cinco mujeres esperaban el juicio, acusadas de brujería. Habían intentado vender amuletos en el mercado de Puerto de Verano, y si en años anteriores habrían sido expulsadas de la ciudad o, más probablemente, ignoradas con tolerancia, ahora languidecían en el palacio de justicia, seguras de que su destino sería mucho menos agradable.

En la Tierra Alta del Oeste, el mal tiempo en el estrecho occidental hacía que la flota pesquera se viese confinada en los peligrosos y rocosos puertos de la Bahía del Fanaari. La señora Kael Amion, superiora de la gran Residencia de la Hermandad en la provincia, tuvo noticia de que los pescadores culpaban de su desdicha a las maquinaciones del Caos, y no discrepaba de ellos. Y cuando se buscaban y encontraban víctimas expiatorias, se abstenía de intervenir. Aeoris elegía a su manera el castigo de los pecadores; si uno o dos inocentes sufrían con los culpables, tal vez la lección sería tanto más eficaz. Al enterarse de que siete personas que llevaban pintados en el cuerpo signos de brujería habían sido metidas desnudas en una jaula de mimbre, y ésta arrojada al mar, más allá de la protección de la Bahía, no hizo comentario alguno, sino que se retiró a sus habitaciones a rezar por sus almas.

En la provincia Vacía, un minero dio albergue a un mercader cuyo caballo había perdido una herradura en la carretera del sudoeste, ofreciéndole una adecuada aunque sencilla comida y una cama para pasar la noche. Más tarde fue acusado de dar posada a un servidor del Caos, y cuando no se pudo encontrar al mercader, cuyos cabellos eran negros al decir de varios testigos, la acusación se consideró aprobada. No se practicaban ejecuciones en la zona desde hacía una generación, pero no escaseaban las piedras de buen tamaño entre los montones de desperdicios de las minas cuando el hombre, sumariamente condenado, fue lapidado hasta morir.

Y en las Grandes Llanuras del Este, que tenían la deshonra de haber engendrado a la cómplice del demonio del Caos, nadie se atrevía a dirigir la palabra a su vecino sin antes pensarlo bien, por miedo de que fuese suficiente para condenarle. Los pocos lectores de piedras que conservaban todavía la antigua tradición cerraron sus puertas de la noche a la mañana, aunque un par de ellos fueron encontrados y sometidos a juicio sumario, sin que los ancianos de la ciudad entendiesen nada. La flota se negó a aventurarse en el Estrecho de los Bajíos Blancos hasta que todas las velas de todas las barcas hubiesen sido pintadas con dibujos mágicos, y también se pintaron complicados símbolos en las puertas y postigos de todas las casas de la provincia. Creció el nerviosismo; todas las muchachas de cabellos rubios y todos los hombres de cabellos negros temían constantemente ser detenidos, y el Margrave, llevando al extremo sus medidas, proclamó el toque de queda.

En alguna parte, pensó Tarod, Yandros debe estar riéndose...

Cuatro días después de partir de Vilmado, Cyllan llegó al camino ganadero principal que iba hacia el sudeste, desde Perspectiva a la provincia de Shu. Afortunadamente, no había habido hasta ahora incidentes en el viaje; uno de sus poneys perdió una herradura, pero el herrero de una aldea situada a un par de millas del camino la reemplazó, y también estuvo dispuesto a comunicar las últimas habladurías concernientes a los fugitivos.

Los rumores se acumulaban. Según éstos, Tarod había sido capturado en dos provincias diferentes y ella, en tres, y había numerosas noticias de que habían sido vistos juntos los dos. También se contaban historias sobre una desastrosa cosecha de primavera en Han, inundaciones en Wishet y un monstruoso Warp que había barrido la Tierra Alta del Oeste, Chaun y Chaun Meridional, cobrándose cincuenta vidas, señales todas ellas, insistió el herrero, de que los poderes de las tinieblas se estaban valiendo de sus servidores para provocar la confusión entre los devotos seguidores de Aeoris.

Cyllan contempló el interior de la herrería, donde todos los rincones estaban adornados con amuletos y pintados con símbolos sagrados, y se estremeció a pesar del calor del fuego. Toda la gente con quien se cruzó en el camino o que había encontrado en pueblos y aldeas llevaba algún amuleto contra el mal, y los encuentros con desconocidos habían estado llenos de tensión y de recelo. Incluso el locuaz herrero se había negado al principio a aceptar su encargo, y a Cyllan le costó convencerle de que era inofensiva. Se dio cuenta de que las cosas se estaban poniendo rápidamente fuera de control; un simple rumor bastaba para detener a un supuesto simpatizante del Caos; antiguos agravios eran vengados con absurdas acusaciones de brujería y endemoniamiento, nadie podía estar seguro de que su vecino o incluso su propia familia no se volviera contra él. En todas las poblaciones se formaban apresuradamente milicias que se tomaban la justicia por su mano, y solamente gracias a su buena suerte y, ocasionalmente, también a su astucia, eludió Cyllan la celosa búsqueda de presuntos malhechores.

Había tomado la precaución de comprar un collar- amuleto y colgárselo del cuello para no llamar la atención, pero esto no la libraba de la creciente inquietud que era ahora su constante compañera. La enfermedad del miedo que estaba aquejando al mundo había hecho también presa en ella y, con el miedo, decrecía rápidamente su esperanza de encontrar a Tarod antes de que el Círculo la encontrase a ella. Sabía que no podría esquivarles para siempre, y aunque el Círculo pudiese estar un día dispuesto a abandonar la caza de la amante de Tarod, nunca dejaría de buscar a la asesina de Drachea Rannak.

Cyllan se estremeció y trató de alejar los inquietantes pensamientos de su mente y concentrar su atención en el camino. A poca distancia delante de ella, pudo ver un pequeño montón de piedras, recién construido, a un lado de la senda; alrededor del improvisado santuario, los viajeros depositaron ofrendas (pequeños tesoros, artículos comestibles, baratijas y bufandas de colores) como súplica a Aeoris para que les protegiese en el camino. Había visto varios de estos santuarios durante los últimos años y, al acercarse a éste, se preguntó si también ella debía dejar algo, tal vez una moneda, como prenda.

El viento arreció inesperadamente; un viento crudo y aullador que soplaba del norte traspasaba su chaqueta y le erizaba la piel de los brazos, y entre su frío zumbido creyó oír una risa inhumana. La piedra del Caos, oculta debajo de su camisa, latió de pronto, cálida sobre su piel, como una advertencia, y el poney hizo un movimiento extraño al acercarse al montón de piedras.

Cyllan sintió el sudor en su cara y en su cuello al tranquilizar al animal y obligarle a pasar por delante del santuario. El fuerte viento podía haber sido una coincidencia, pero seguía tan de cerca a sus pensamientos que dudaba mucho de ello. Y aquella risa, real o imaginaria, había penetrado hasta su medula, dejándola helada, pues parecía burlarse de ella por atreverse a pensar que podía pedir protección a Aeoris.

Contempló el cielo gris de estaño y después, por encima del hombro, el camino a su espalda. Una imagen volvió a su mente, evocada de aquel día en que había descargado el Warp sobre Shu-Nhadek. Había visto una figura, un fantasma, que la llamaba desde el final de un ruidoso callejón mientras la tormenta rugía desde el norte; recordó los cabellos cobrizos, la graciosa pero terrible mano que la llamaba, la estrella que ardía en el corazón del fantasma.. , y casi esperó vivir de nuevo aquella pesadilla al volver ahora la cabeza.

Pero el camino estaba desierto.

Los poneys se habían tranquilizado al dejar atrás el montón de piedras y las ofrendas. Cyllan levantó más el cuello de su chaqueta sobre las frías mejillas y espoleó su reacia montura para que siguiese adelante.

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