CAPÍTULO 6


Keridil Toln observó el halcón que partía hasta que no fue más que un punto diminuto en el cielo, indistinguible entre los jirones de nubes que salpicaban el azul. Si podía confiar en los cálculos del halconero Faramor, y la experiencia le decía que podía hacerlo, el mensaje vital llegaría a su primer destino en menos de dos días, y sería entregado en el segundo el día después.

Dio las gracias a Faramor, pero atajó toda ulterior con versación; ahora tenía demasiado en qué pensar para perder el tiempo en chanzas. Subió rápidamente la escalinata de la entrada del Castillo y cruzó la puerta, estremeciéndose involuntariamente al sentir el vivo contraste entre el calor del interior y el frío de la mañana. Después se dirigió a sus habitaciones.

El estudio estaba vacío, pero pudo oír que alguien se movía en los aposentos privados contiguos. Keridil se detuvo un instante para calentarse las manos en el hogar y, después, abrió la puerta de sus habitaciones, pensando que encontraría a Sashka esperándole. Pero, en vez de ella, vio a Gyneth Linto, el viejo mayordomo que había estado antes al servicio de su padre. Gyneth estaba inclinado sobre un arcón en el rincón más lejano de la estancia, y al entrar Keridil, se irguió e hizo una profunda reverencia.

—¿Ha partido el halcón sin novedad, Señor?

—Sí.

Keridil cruzó la habitación y contempló con cierto disgusto los artículos que el viejo estaba sacando del arca. Una capa larga con grandes bordados en hilo de oro... , un broche de oro macizo con su sello..., una diadema de oro..., el cetro de Sumo Iniciado...

—La diadema está un poco deslustrada, Señor —dijo Gyneth, acercándosela para que la inspeccionase—. Pero nada que no pueda arreglarse puliéndola un poco.

—Está bien. —Keridil desdeñó la diadema con un ademán, no queriendo pensar en los atributos de su cargo hasta que las circunstancias le obligaran a ello—. Quiero viajar ligero, Gyneth —añadió—.

Sin mucho equipaje, ni muchos acompañantes. El tiempo es esencial en este viaje.

Las palabras brotaron de su boca más secamente de lo que había pretendido y el viejo le miró unos momentos antes de responder plácidamente:

—Desde luego, Señor. —Volvió a colocar cuidadosamente la diadema sobre la capa plegada y después, con un discreto tono de timidez, añadió—: ¿Algún contratiempo, Señor? ¿Puedo atreverme a decir que pareces turbado?

La astucia y la experiencia habían dado a Gyneth una percepción más exacta que la de cualquier vidente, y Keridil suspiró.

—Nada importante. Pero observar el vuelo de aquel pájaro, sabiendo que ya no había manera de volver atrás... me hizo dudar de mi propio juicio. Ojalá hubiesen querido los dioses que mi padre estuviese aún con vida.

Gyneth frunció los labios. Raras veces se atrevía a dar una opinión sobre materias del Círculo, pero le entristecía ver a su señor tan inquieto.

—El antiguo Sumo Iniciado era un hombre muy sabio, Señor. En todos los años que le serví, nunca le vi tomar una decisión precipitada o imprudente. —Su mirada se fijó en la de Keridil—. Creo que, de haberse hallado en tu lugar, habría actuado exactamente como tú.

Keridil sonrió débilmente.

—Gracias, Gyneth. Aprecio tu fidelidad, tanto si tienes razón como si no la tienes. —Se restregó las todavía frías manos y dio a su voz una vivacidad que no sentía—. Sin duda podríamos discutir sobre esto durante todo el día, pero no puedo permitírmelo. Lo hecho, hecho está, y debemos pensar en el futuro. —Miró a su alrededor—. Parece que casi has terminado los preparativos.

—Sí, Señor. Hay un par de cosillas por arreglar, pero pueden esperar hasta más tarde.

—Bien. ¿Dónde está la Señora Sashka?

Gyneth le dirigió una extraña mirada que, pensó, tenía un débil matiz de desaprobación.

—Se retiró a sus habitaciones, Señor. Me dijo que te dijese que estaba empaquetando sus cosas para el viaje.

—¿Sus cosas? —Keridil se quedó perplejo—. ¡Pero si habíamos quedado en que no me acompañaría!

—Cierto, Señor. Sin embargo, pensé que yo no era quién para decirlo.

—No...

La relación entre Sashka y Gyneth era incómoda en el mejor de los casos; Sashka no disimulaba su antipatía por el viejo y su recelo de la influencia que tenía sobre Keridil, y aunque nada induciría a Gyneth a confesarlo, Keridil sospechaba que aquel sentimiento era mutuo. Pero Gyneth era un servidor demasiado educado para publicar sus sentimientos, y la convicción de que Sashka sería pronto consor te del Sumo Iniciado le hacía doblemente respetuoso en su actitud hacia ella: no se habría atrevido a discutir. Sin embargo, Sashka estuvo de acuerdo, ante la insistencia de Keridil, en que el largo viaje era demasiado pesado y posiblemente demasiado peligroso para que ella lo emprendiese. Y si él podía arriesgar su propia seguridad, nada en el mundo le habría inducido a poner en peligro la de ella, y había pensado que el asunto estaba resuelto.

—¿Quieres enviar recado a la Señora de que deseas verla, Señor?

La voz de Gyneth interrumpió sus pensamientos.

— ¡Oh! No, Gyneth; dejemos esto por ahora. Más tarde hablaré con ella y veré lo que hay que hacer.

—Muy bien, Sumo Iniciado. Entonces, con tu permiso, iré a ver a Fin Tivan Bruall para lo referente a los caballos.

Keridil asintió con la cabeza, para darle las gracias y despedirle, y cuando el viejo hubo salido de la estancia, se sentó en la cama, apartando a un lado las cuidadosamente plegadas prendas que había sobre ella. Al día siguiente tenía que emprender un viaje del que podía depender el futuro de toda la Tierra... y en ese momento habría dado casi todo lo que tenía para que retrocediese el tiempo y pudiese anular la decisión que había tomado esta mañana al salir el sol.

Había pasado toda la noche arrodillado delante de la llama votiva que ardía perpetuamente en su estudio, y había rezado fervorosamente en solicitud de guía. El amanecer le encontró exhausto y con los ojos fatigados, pero con la profunda certidumbre de lo que tenía que hacer. Rígido por el cansancio, se había sentado a su mesa y tomado las dos cartas que había sobre ella, releyéndolas por centésima vez, aunque se sabía de memoria el contenido: la petición formal de la Matriarca Ilyaya Kimi de que convocase un Cónclave de los Tres, y el rígido pergamino que había llegado el día siguiente, con el sello de la Corte de la Isla del Verano y de puño y letra del Alto Margrave, Penar Ele-car, con idéntica petición.

Keridil sabía que lo más fácil habría sido acatar el veredicto de la mayoría y convocar el Cónclave sin pensarlo más. Pero tenía un vivo sentimiento de su responsabilidad como custodio de las leyes del mundo espiritual y primer vehículo de la palabra y de la voluntad de los dioses. En toda la larga historia, desde la caída de los Ancianos, no se había convocado nunca un Cónclave, y estaba claramente escrito que sólo debía convocarse en caso de un peligro mortal que ningún otro poder pudiese conjurar.

¿Era ésta la ocasión? ¿O acaso el despertar de los antiguos y dormidos temores se había apoderado con demasiada fuerza de ellos y había deformado exageradamente la verdad? Keridil sabía que nunca podría estar seguro de la respuesta; debía confiar en su propio juicio. El Cónclave sería poco más que una formalidad; su resultado estaba previsto de antemano, y él, como Sumo Iniciado, debería subir al santuario de la Isla Blanca, abrir el cofre sagrado y estar preparado para encontrarse cara a cara con Aeoris.

Llamar al gran dios para que volviese al mundo.. , era una responsabilidad que le helaba la sangre. Si el juicio del Cónclave era equivocado, ¿de qué cólera sería él víctima? ¿Qué castigos caerían sobre todos ellos? Jugar con un dios era la insensatez suprema... ¿Qué pasaría si la decisión de abrir el cofre resultaba un error?

Keridil miró de nuevo las dos cartas y, después, el creciente montón de informes y declaraciones que habían llegado de casi todas las provincias, traídos por aves mensajeras o por mensajeros a caballo. Juicios, acusaciones, ejecuciones; inundaciones y cosechas perdidas; terrores inarticulados y súplicas de ayuda o de consejo al Círculo... El miedo al Caos cundía por toda la Tierra, y nada, salvo la destrucción de aquellas fuerzas del mal, podía detenerlo. Los Adeptos habían probado todo lo que sabían para descubrir a los fugitivos y, con ellos, la piedra del Caos; pero sus ritos y conjuros habían resultado inútiles, y eso bastaba para convencer a Keridil de la gravedad del peligro con el que se enfrentaban.

En una ocasión, había mirado a la cara al Caos, y el recuerdo se había grabado para siempre en su cerebro. Yandros, la quintaesencia del mal, con sus cabellos de oro y sus ojos siempre cambiantes y su bella y maligna sonrisa... Yandros, que se había burlado del Círculo y les había desafiado a plantarle cara, si se atrevían, cuando se alzasen sus fuerzas para conquistar el mundo... Yandros, que había llamado hermano a Tarod...

No, pensó Keridil, no jugaría con un dios... , pero tampoco jugaría con el Caos. Y si la piedra-alma no era encontrada y destruida, las puertas que habían estado cerradas durante tantos siglos contra los poderes de las tinieblas serían derribadas, y el mundo se sumergiría en la locura.

Y así, con mano no del todo firme, había tomado pluma y pergamino, y escrito las palabras vitales que le comprometerían irrevocablemente en su decisión. Solamente el Sumo Iniciado tenía autoridad para convocar el Cónclave, y al estampar el sello sobre el papel, la inseguridad de su mano se había convertido en un temblor de apopléjico, hasta el punto de que la cera caliente salpicó toda la superficie del pergamino.

Ya estaba hecho. Dentro de unos minutos, el mensaje podría estar en camino, llevado a su destino por un halcón. Podía enviar a buscar al halconero... o rasgar el pergamino, quemar los fragmentos y olvidar que había considerado aquella acción.

Keridil se pasó la lengua por los secos labios y tocó una campanilla que tenía sobre la mesa. Cuando Gyneth respondió a la llamada, levantó la cabeza y dijo:

—Gyneth, ¿quieres enviar a buscar al halconero Faramor y pedirle que se reúna inmediatamente conmigo en el patio?

Ahora ya no podía volver atrás. En cuanto llegase su mensaje a la Residencia de la Matriarca en Chaun del Sur, Ilyaya Kimi empezaría los preparativos para el viaje a Shu Nhadek. Y un día o dos más tarde, un barco zarparía de la Isla de Verano, llevando al joven Alto Margrave y a su séquito. Keridil emprendería el viaje por la mañana y, con unos pocos compañeros elegidos, cabalgaría velozmente hacia el sur para encontrarse con sus iguales.

Miró fríamente las prendas que Gyneth había sacado del arca y se dio cuenta de lo cansado que estaba. Este era el precio de una noche sin dormir e incluso de noches anteriores, cuando habiendo buscado refugio en la cama había sido hostigado por las pesadillas. No estaría en condiciones de emprender un viaje de ocho días, a menos que pudiese descansar un rato, y hasta que volviese más tarde Gyneth, estaría a salvo de interrupciones.

Apartó a un lado las prendas plegadas, haciendo sitio en la cama, y se tumbó en ella. Durante unos minutos, siguieron asaltándole ideas inquietantes; después, gracias a los dioses, se sumió en un profundo sueño.

Keridil fue despertado dos horas más tarde por el ligero contacto de una mano en su frente. Se movió y, después, abrió los ojos y vio a Sashka sentada a su lado, con una dulce sonrisa en el semblante.

—Has dormido, amor mío —dijo ella, apartando un mechón de cabellos de su boca.

Keridil pestañeó y se incorporó haciendo un esfuerzo.

—¿Qué hora es?

—Más de mediodía. Habría venido más pronto, pero estaba con mis padres en nuestras habitaciones. —Hizo una pausa y después añadió—: Preparando el equipaje.

El recordó lo que le había dicho Gyneth y alargó una mano para asir la de ella y estrecharla.

—No estarás pensando en venir conmigo, Sashka. Después de todo lo que dijimos...

—Sé lo que dijimos, Keridil. Pero, ¿crees realmente que voy a dejar que te marches sin mí? Quiero estar a tu lado, y tengo la impresión de que me necesitarás.

Tiene más razón de lo que cree, pensó Keridil; pero no podía acceder.

—No, amor mío —le dijo—. Es un viaje demasiado largo, y demasiado peligroso. Todo el mundo está alborotado, y sólo los dioses saben lo que vamos a encontrar en el camino hacia el sur. Si los poderes del Caos supiesen lo que se está preparando, tratarían de impedir que llegásemos a nuestro destino, y si te ocurriese algún mal por mi causa, ¡no me lo perdonaría nunca!

Los ojos de ella brillaron de enojo.

—¿Crees que me falta valor para enfrentarme con el peligro?

—No... no, ¡claro que no! Pero...

— Crees que puedo estar esperando aquí, sin saber dónde estás ni cuál es tu suerte? ¿Qué haría yo durante tu ausencia?

—Tu padre va a regresar a Han. Vete con él, amor mío. Estarás más segura en tu casa.

—Ahora, mi casa es el Castillo. Si me fuese a Han, me volvería loca con la espera y la inquietud —arguyó Sashka.

Entrelazó los dedos en los de él, consciente de que él empezaba a flaquear. Sabía que la quería con él, y estaba resuelta a acallar sus protestas. Keridil estaba a punto de embarcarse en la empresa más trascendental que acometiese un Sumo Iniciado y, cuando la hubiese terminado, sería famoso en toda la Historia como salvador de su pueblo: el hombre que había salvado al mundo de la amenaza del Caos. Ninguna fuerza en la Tierra podría impedir que estuviese a su lado cuando se realizase la hazaña.

—Escúchame, Keridil —dijo, en tono suave pero persuasivo—, no podría soportar separarme de ti, no ahora, no cuando llevas esta carga sobre tus hombros. —Sus dedos trazaron una delicada línea alrededor de su barbilla, y vio, con satisfacción, la sonrisa vacilante con que él le respondía—. Una vez, cuando estaba tan desesperada después de... , bueno, después de los sucesos con que se inició este desgraciado asunto, me diste tu fuerza y tu amor, cuando yo pensaba que la vida no valía la pena de ser vivida. Y nunca, hasta este momento, he podido pagarte la deuda que contraje contigo.

Keridil sacudió la cabeza, aunque todavía estaba sonriendo.

—Te me diste tú misma, amor mío. No podías hacerme un honor más grande.

—Pero no es bastante, no al menos para mí. —Sashka estaba satisfecha de su estratagema, que por lo visto daba resultado—. Ahora quiero demostrarte que, si tú me ayudaste cuando tan desesperadamente lo necesitaba, puedo, a cambio de ello, ser para ti un firme puntal. Por favor, Keridil... No temo lo que pueda pasar. Sólo temo que pueda ocurrirte algún mal, y quiero estar a tu lado para impedirlo.

Keridil recordó el día en que Tarod fue traído al Castillo, cautivo, drogado e insensible. Sashka había estado prometida en matrimonio con él, y además había mostrado, creía Keridil, un enorme valor al superar su dolor y su desesperación ante las revelaciones sobre él. Estaba desconsolada, y él trató de consolarla al enfrentarse con la triste verdad. La había hecho reír.. , un pequeño principio, pero de buen agüero... , y poco a poco, ella había olvidado su aflicción y su amor había florecido...

El quería que estuviese a su lado. Su presencia le daría fuerza, como había dicho ella, y mantendría a raya las dudas y el miedo. Y si tan resuelta estaba a acompañarle, ya no tenía más argumentos para disuadirla.

Y dijo:

—Sashka..., si estás segura...

La expresión de ella se deshizo en una deslumbrante sonrisa, y le rodeó el cuello con los brazos.

—¡Muy segura! ¡Claro que estoy segura! —Le soltó con una expresión de alivio y de triunfo en el semblante, y su sonrisa se trocó en otra de profunda preocupación—. Deberías descansar un poco más — dijo, solícita—. Si vamos a partir mañana al amanecer, necesitarás de todas tus fuerzas.

—No tengo tiempo. Gyneth volverá pronto y...

— ¡No te preocupes de Gyneth! Si encuentra cerrada la puerta, te dejará en paz. —Se levantó, cruzó graciosamente la estancia y él oyó que corría un cerrojo—. Ya está. Ahora nadie vendrá a molestarnos. —Volvió a la cama y se tumbó en ella, rodeando cálida y posesivamente a Keridil con sus brazos—. Estamos juntos, y seguiremos juntos de ahora en adelante. —Su voz era suave y persuasiva—. Eso es lo único que importa.

El gran caballo bayo marchaba en un fácil medio galope, levantando remolinos de polvo en el camino. Desde que se había separado de la caravana de madereros, en la orilla del bosque que se extendía junto a la frontera entre Han y Wishet, Tarod mantuvo una buena velocidad cabalgando hacia el sur y cruzaba ahora los llanos cultivables de Perspectiva. El tiempo era casi perfecto, con un cielo alto y brillante y un viento vivo y seco que soplaba del este, pero el franco optimismo de los elementos ofrecía un obsceno contraste con las cosas que había presenciado en el camino.

El miedo que había sentido Tarod, de que la superstición que se extendía sobre la Tierra después del aviso del Círculo acabaría estallando y alcanzaría proporciones inconcebibles, había resultado plenamente justificado. La locura se apoderaba del campo, convirtiendo a vecinos hasta ahora justos y serenos en aterrorizados vengadores de males imaginarios. Tres hombres habían sido ahorcados en la última población que había cruzado, no sabía Tarod por qué delito; se había detenido para contemplar, horrorizado, los cadáveres que oscilaban, rígidos y grotescos, colgados de la horca, como advertencia a todos los demás, y había visto signos contra el mal de ojo dibujados sobre sus sombras en el suelo. Siguiendo su camino, había oído contar que unos mercaderes cayeron en una emboscada y fueron asesinados en la orilla del bosque; se decía que demonios alados se materializaron en el aire llevándose a las víctimas que aún podían gritar, mientras espíritus necrófagos se daban un banquete con los muertos. Plantíos de los que se sospechaba que albergaban seres infernales que salían de los campos por la noche eran quemados por sus aterrorizados dueños, sin pensar en el hambre a que condenaban a sus familias; tres veces había visto ya una lejana columna de humo que anunciaba que los medios de vida de un agricultor se habían convertido en cenizas. Y no hacía media hora que había pasado junto a un carro de mercado quemado, con el caballo yaciendo degollado entre las varas, mientras otras formas ennegrecidas, por fortuna indistinguibles, estaban medio ocultas bajo las ruedas rotas. También aquí había signos contra el mal de ojo en el camino, pintados al parecer con la sangre del caballo... No investigó más.

Una locura. Y todo en nombre del Orden... Tarod se vio acosado por una fea idea que le había asaltado últimamente con demasiada frecuencia y que ponía en tela de juicio la justicia de un dios que permitía que cosas tan espantosas se hiciesen en su nombre. Esta enfermedad parecía obra del Caos, realizada directamente por las manos de Yandros. ¿Cómo podía Aeoris observar tan desaforada anarquía sin hacer nada para impedirla? ¿Y cómo podía el Círculo, que reunía a sus emisarios, permitir que la muerte y la destrucción continuasen con tanto desenfreno?

Reprimió estas ideas, haciendo un gran esfuerzo. Fresco en la mente el horror de todo lo que había visto, sería fácil sucumbir a la duda, y esta duda serviría a los fines de Yandros. Pero, de no haber sido por las maquinaciones del Señor del Caos, el mundo estaría todavía en paz; tenía que mantener firme su confianza en los dioses del Orden, aferrarse a su propia resolución y no permitir que la incertidumbre hiciese presa en él. En cuanto encontrase a Cyllan y recobrase su piedra-alma, trataría de poner fin a esa locura...

Estimulado por esta idea, espoleó su montura, satisfecho de sentir debajo de él la espontánea respuesta de los poderosos músculos del animal. El camino estaba tranquilo (nadie viajaba ahora, a menos que fuese indispensable) y así, cuando vio delante de él una delatora nube de polvo que se elevaba contra el telón de fondo de los campos, puso su caballo al trote corto, haciendo visera con la mano para resguardar los ojos de la luz del sol y ver de qué se trataba.

La nube de polvo se fue acercando y al fin Tarod pudo ver las siluetas de varios jinetes. Hubo un brillo de luz sobre metal y presumió que los recién llegados serán milicianos de alguna población próxima. Sin duda le detendrían, y esto significaría un retraso para él; pero la insignia de Iniciado le mantendría en buena posición, como hasta ahora.

Su previsión resultó acertada y, al cabo de unos minutos, el jefe del grupo le dio el alto. Le rodearon ocho hombres nerviosos, recelosos, inexpertos, algunos poco más que adolescentes.

—Declara tu nombre, señor, y el objeto de tu viaje.

El jefe, indudablemente elegido como tal por ser el mayor en edad, gritó la orden, pero sin verdadera convicción. Tarod cruzó su mirada con la del hombre, ejercitando un poco su fuerza de voluntad, y el jefe vio un forastero de cabellos castaños y ojos grises y sin nada notable en su aspecto; una cara que más tarde no recordaría. Tarod sonrió débilmente y desplegó su capa de modo que la insignia de oro brillase a la luz del sol.

—Asuntos del Círculo —dijo vivamente—. Confío en que esto no me hará sospechoso, capitán.

Halagado por el tratamiento, pero todavía contrariado por su error, el hombre se sonrojó.

—No, señor... , ¡claro que no! Lo siento, señor, pero es que acabamos de recibir la orden, del propio Margrave, ¿sabes?, de dar el alto a todos los desconocidos que transiten por este camino y... bueno, comprobar si son realmente lo que parecen, señor, si es que me entiendes.

—Tu Margrave hace bien en tomar estas precauciones —dijo Tarod—. Y ahora dime, ¿qué noticias hay en Perspectiva? Vengo cabalgando del norte y, en los tres últimos días, no he oído ningún relato que sea digno de confianza.

Uno de los más jóvenes adelantó su caballo y murmuró algo al oído del jefe. Este asintió enfáticamente y, después, miró a Tarod y carraspeó.

—Bueno, señor, circula un rumor... , es decir, una noticia que, si no estoy equivocado, fue confirmada esta mañana... , de que la muchacha, la cómplice del demonio del Caos, ¡ha sido capturada!

Tarod reprimió un irracional rayo de esperanza, diciéndose que seguramente sería otra falsa pista, como todas las anteriores.

—¿Oh, sí? —dijo—. Disculpa mi escepticismo, capitán, pero otros hicieron la misma afirmación antes de ahora, y resultó infundada.

—Es verdad, sí; pero nuestro Margrave ha dicho que esta vez no es mera palabrería. —El miliciano pareció orgulloso—. Se dice que la joven tiene una joya. Una joya incolora.

¿Sería posible... ? Tarod dijo en voz alta:

—Ya veo... ¿Y ha sido sometida a juicio?

—No, señor; no hasta ahora, que yo sepa... —El miliciano parecía un poco avergonzado—. He oído decir que el asunto no es de competencia de la justicia local. La muchacha tiene que ser llevada hacia el norte, a la Península de la Estrella; pero el viaje es largo y peligroso. Si alguien dotado de autoridad pudiese encargarse de esto... —Tosió—. Si es que me entiendes, señor...

Tarod lo entendió. Antes se había dejado engañar por falsos rumores, pero esta vez parecía que podía haber pruebas reales contra la joven, fuese ésta quien fuere. Tanto si era una pérdida de tiempo como si no, tenía que asegurarse. Asintió con la cabeza.

—Está bien. En vista de lo que me has dicho, retrasaré mis propios asuntos. ¿Dónde está la muchacha?

El jefe de la milicia pareció aliviado.

—En la misma Ciudad de Perspectiva, señor. A unas diez millas de aquí, no más.

—Entonces propongo que vayamos allá sin mayores dilaciones.

—¡Si, señor!

Gritó unas órdenes innecesarias a sus hombres, que ya estaban haciendo dar la vuelta a sus caballos, y la cabalgata emprendió la marcha. Mientras trotaban, Tarod trató de no pensar en lo que encontraría o dejaría de encontrar al llegar a su destino. Si la muchacha capturada no era Cyllan, solamente sufriría otra desilusión. Pero si lo era... , no había considerado cómo podría liberarla; su presunta condición no le bastaría para imponerse a cualquier otra autoridad y llevarse a la muchacha. Si pudiese recobrar la piedra-alma, podría hacer uso de unos poderes que ahora estaban fuera de su alcance... , pero no quería pensar demasiado en esa posibilidad.

Un poco antes de una hora, aparecieron delante de ellos los rojos tejados de Perspectiva, elevándose sobre las seis murallas concéntricas de piedra clara que rodeaban la ciudad. Aquellas murallas habían sido construidas para proteger de las primeras heladas a los huertos de árboles frutales que habían dado fama a Perspectiva, y que daban las tempranas cosechas de verano que eran el orgullo de la ciudad. El grupo cruzó a caballo uno de los anchos arcos de la muralla exterior y siguió un camino empedrado, entre hileras de árboles cuajados de flores blancas. Su aroma era denso en el aire; uno de los milicianos empezó a estornudar violentamente y sólo dejó de hacerlo cuando hubieron cruzado la sexta muralla y entrado en la ciudad propiamente dicha.

Perspectiva era una de las ciudades más antiguas del país y, como tuvo que reconocer Tarod a pesar de su preocupación, una de las más florecientes y bellas.

Esbeltas torres de piedra se alzaban a intervalos, dominando el amasijo de tejados rojos e inclinados. Las calles, pavimentadas, eran anchas y despejadas, y las ornadas casas tenían portales de piedra y balcones; una arquitectura que revelaba un ambiente de agradable y próspero bienestar.

Sin embargo, ese ambiente no se reflejaba en el aire ni en las caras de las personas con quienes se cruzaban Tarod y sus acompañantes al cabalgar hacia el palacio de justicia.

El terror que reinaba en el mundo había afectado a Perspectiva igual que a todos los demás lugares, y su animación normal había decaído rápidamente. Los ciudadanos iban a sus quehaceres imprescindibles con expresiones herméticas y contraídas, y cualquier recién llegado desprovisto del menor talento psíquico habría sentido la tensión palpable que reinaba en la ciudad.

El jefe de los milicianos refrenó su montura cuando las calles se abrieron de pronto a una ancha avenida flanqueada de árboles, y se volvió sobre la silla para decir a Tarod:

—El palacio de justicia está delante de nosotros, señor. ¿Quieres que me adelante y vaya a informar a los ancianos de la ciudad de tu llegada?

Tarod sacudió la cabeza. Se daba cuenta de que su pulso latía demasiado aprisa, y trató de calmarlo.

—No. Huelgan las formalidades.

—Lo que tú digas, señor.

El hombre espoleó su caballo, y todos cabalgaron por la avenida hasta el alto edificio, de sencilla fachada, que se alzaba al final de ella. Una abigarrada multitud se había reunido en el exterior como esperando algo; abrieron paso a los jinetes y muchos se quedaron boquiabiertos al reconocer la insignia de Iniciado en el hombro de Tarod. Éste hizo oídos sordos a los apagados murmullos que surgieron a su espalda y se apeó de la silla, entregando las riendas de su caballo a uno de los milicianos más jóvenes.

Mientras subían la escalinata, se abrieron las puertas del palacio de justicia y aparecieron cuatro hombres. Tarod reconoció inmediatamente al viejo individuo de cabellos grises que iba a la cabeza; había conocido al Margrave de Perspectiva en la fiesta de la investidura de Keridil Toln y habían sostenido una desagradable discusión sobre la creciente anarquía en el país. Parecía haber pasado muchísimo tiempo desde aquel encuentro, pero el Margrave era un hombre astuto y probablemente recordaría la cara del Adepto renegado. Tarod se concentró, dejando que un poco de poder fluyese de su interior.., y vio que el Margrave pestañeaba, como momentáneamente desconcertado. Entonces se serenó el semblante del viejo, que tendió una mano a modo de saludo.

—Adepto, me faltan palabras para expresar lo que siento. ¡No había esperado que el Círculo respondiese con tanta rapidez a mi mensaje!

Tarod frunció el entrecejo.

—¿Qué mensaje, señor?

—Entonces, ¿no eres un emisario del Sumo Iniciado?

El Margrave parecía perplejo.

—Nos encontramos con él en el camino, señor —explicó apresuradamente el jefe de milicianos—. Casualmente cabalgaba en esta dirección y... dadas las circunstancias.., pensamos que podía ayudarnos.

El Margrave pareció aliviado y estrechó de nuevo la mano de Tarod en una bienvenida más cordial que la primera.

—Entonces fue un accidente muy afortunado —dijo, con evidente alivio—. ¿Te han explicado mis hombres, Adepto, la naturaleza de nuestro problema?

—Me han dicho que habéis aprehendido a una muchacha que creéis que es la cómplice de la criatura del Caos —explicó Tarod—. Me perdonarás que sea franco, pero es la quinta o sexta vez que he tenido que investigar asertos semejantes desde que emprendí mi viaje y, hasta ahora, ninguno de ellos tenía fundamento.

El Margrave sacudió enfáticamente la cabeza.

—Debes creerme, si te digo que ésta no es una falsa alarma. Comprendo tu escepticismo, pues también el histerismo ha hecho presa en Perspectiva y se han formulado muchas acusaciones sin pruebas para mantenerlas. —Miró a Tarod, como desafiándole a discutir lo que diría ahora—. No soy tonto, o al menos no creo serlo. Y tampoco lo es la Hermana-Vidente Jennat Brynd.

—¿Una Hermana de Aeoris? Disculpa, pero no acabo de comprender.

—Fue un grupo de Hermanas el que descubrió la verdadera identidad de la muchacha —dijo el Margrave—. Por lo visto, estuvo viajando con ellas durante algunos días, y la Hermana Jennat empezó a sospechar. Empleó sus facultades para investigar a la muchacha y descubrió la verdad. —Su boca se frunció en una expresión que podía ser de repugnancia o de inquietud—. La muchacha dijo llamarse Themila y algo más, no puedo recordar ahora el nombre del clan; pero cuando las Hermanas descubrieron una joya que llevaba escondida, estuvieron seguras de que habían encontrado a la fugitiva.

Tarod sintió que se le ponía la piel de gallina. Themila. La coincidencia era demasiado grande para pasarla por alto. El había hablado a Cyllan de Themila Gan Lin, su antigua maestra; era un nombre que ella debía recordar...

Forzando la voz para poder mantenerla tranquila, preguntó:

—¿Y qué ha dicho la muchacha? ¿Ha confesado?

El Margrave sacudió la cabeza.

—No, se ha negado a hablar desde que fue aprehendida. Permanece sentada y mira airadamente a cuantos se le acercan. —Se estremeció delicadamente—. No es una mirada que desease yo ver demasiado a menudo. Si la mitad de lo que se cuenta de ella es verdad, prefiero no pensar en lo que sería capaz de hacer. —Hizo una pausa— Pero estoy divagando; tendré tiempo más tarde de explicarte el resto, y he olvidado ya la cortesía más elemental. Debes tener la boca seca después de tanto cabalgar, especialmente cuando abunda el polvo en el camino. Permite que al menos te ofrezca una copa de vino.

Era difícil rehusar el ofrecimiento, y si mostraba demasiado interés en ver a la prisionera, el anciano podría sospechar de sus motivos. Forzó una sonrisa.

—Lo apreciaré mucho, Margrave; gracias.

Seguido a cortés distancia por su pequeño séquito, el Margrave condujo a Tarod a lo largo de los frescos pasillos del palacio de justicia hasta una antesala dispuesta para recibir a invitados importantes. Tarod tuvo que dominar su inquieta impaciencia cuando el anciano ordenó a un criado que trajese, no solamente vino, sino también comi da, y se esforzó en comer unos manjares exquisitos que su estómago no le pedía, mientras el Margrave se extendía contando las circunstancias de la detención de su prisionera. Las Hermanas, dijo, habían intentado dirigirse al norte y llevar a su cautiva a la Península de la Estrella, pero en cuanto tuvo él noticia de ello, insistió en que la empresa era demasiado peligrosa. Era mucho más seguro comunicarlo al Círculo, para que éste pudiese enviar una escolta de confianza; pero el mensaje había sido enviado por medio de una de las nuevas aves correo aquella misma mañana, y de ahí el asombro del Margrave de ver llegar tan pronto a un Adepto a la ciudad. Tarod escuchó cortésmente el torrente de palabras, asintiendo ocasionalmente con la cabeza o murmurando su aprobación, pero en el fondo, se sentía incapaz de aguantar más. Si la muchacha capturada era Cyllan, cosa, se recordó, que aún estaba por ver, el tiempo apremiaba; el ave mensajera entregaría la carta del Margrave en el Castillo al día siguiente a lo más tarde, y Keridil no perdería un momento en actuar en consecuencia. Tenía que interrumpir la palabrería del Margrave sin manifestar su intención.

De pronto se dio cuenta de que el anciano le había hecho una pregunta que, sumido en sus propios pensamientos, no había comprendido. Levantó rápidamente la cabeza.

—Perdón, ¿qué has dicho?

—Te he preguntado, señor, si has visto alguna vez a esa muchacha. Tengo entendido que estuvo presa algún tiempo en el Castillo de la Península de la Estrella.

—Sí... La vi una o dos veces.

—Entonces, ¿la reconocerías si la vieses de nuevo?

—Ciertamente. —Tarod aprovechó la oportunidad que, sin darse cuenta, le ofrecía el Margrave—. En realidad, señor, creo que sería conveniente que la viese sin pérdida de tiempo.

El Margrave pareció vacilar.

—No deseo importunarte, Adepto. Debes de estar cansado...

—Me siento mucho mejor, gracias a tu hospitalidad.

—Bueno... , si así lo deseas, podrás hacerlo.

El Margrave se levantó, rígidamente, y le condujo fuera de la antesala y, a lo largo de más corredores, a la parte de atrás del edificio. Mientras caminaban, Tarod le preguntó de pronto:

—Margrave, ¿qué ha sido de la joya que llevaba la muchacha? Confio en que estará a buen recaudo.

—Así es. La Hermana Liss Kaya Trevire la tiene en su poder y tengo entendido que ha tomado precauciones contra su influencia.

—Muy prudente de su parte. ¿Y dónde está ahora la Hermana Liss?

—Ella y sus compañeras se alojan aquí, en el palacio de justicia. —El Margrave pareció afligido—. No es un lugar adecuado para unas Hermanas de Aeoris, pero ellas insistieron en estar cerca de la prisionera.

Tarod asintió con la cabeza y no hizo comentarios. Habían llegado a una puerta atrancada, por debajo de la cual se filtraba la luz del día. Un hombre montaba guardia y, a un ademán del Margrave, se apresuró a levantar la barra y abrir la puerta.

Salieron a un pequeño patio amurallado, lleno de luz de sol. Un árbol florido en un rincón había tendido una alfombra de pétalos blancos sobre las losas y sobre una tosca jaula de madera emplazada cerca de él. Algo se movía dentro de la jaula, pero la vista de Tarod estaba bloqueada por dos personas de hábito blanco que se hallaban de pie delante de la jaula y parecían introducir algo entre los barrotes. Las dos Hermanas de Aeoris se volvieron al oír chirriar la puerta y, al reconocer al Margrave, se irguieron y se volvieron hacia él.

—Hermanas...

El Margrave se adelantó, pero Tarod se quedó atrás, incapaz de mirar más de cerca la jaula. El viejo estaba explicando las circunstancias de la llegada del Adepto, y al fin se volvió a Tarod y dijo:

—Adepto, permite que te presente a la Hermana Liss Kaya Trevire y a la Hermana-Vidente Jennat Brynd.

Ambas mujeres se inclinaron en una reverencia que solía emplearse en los contactos de la Hermandad con el Círculo, y Tarod miró primero a Liss, rubia y entrada en años, y después a la más joven y morena, Jennat. Supo instantáneamente que la vidente era hábil; a diferencia de muchas de su clase que eran promovidas por la Hermandad por razones políticas más que espirituales, ésta tenía verdadero talento. Tendría que andarse con cuidado...

—Hermanas. —Saludó sucesivamente a las dos—. El Margrave me ha dicho que habéis aprehendido a uno de nuestros fugitivos. Si es verdad, el Círculo habrá contraído una importante deuda con vosotras.

Jennat le estaba observando atentamente y Tarod detectó un des a-fio en sus ojos; pero fue la Hermana Liss quien habló.

—Creo que puede haber muy pocas dudas sobre la identidad de la joven, Adepto.

Tarod no podía demorar más el temido momento. Se volvió y miró directamente la jaula de madera, y una mano pareció cerrarse sobre su corazón y sus pulmones, estrujándolos hasta cortarle la respiración.

Ella estaba sucia, manchada de barro, y en sus cabellos se advertía una chocante mezcla de rubio y castaño cobrizo; pero la cara menuda y contraída y los grandes ojos ambarinos le eran tan dolorosamente familiares que el reconocimiento fue como un golpe físico. Sus miradas se encontraron, se entrelazaron y ella se llevó una mano a la boca con incredulidad, y después se tapó la cara y él oyó su respiración jadeante y profunda.

Parecía casi exactamente igual como cuando había cruzado la barrera del tiempo para llegar, mojada y agotada, al Castillo, y punzantes recuerdos se agolparon en la mente de Tarod. Con ellos surgió la primera oleada de cólera al ver lo que estaba sufriendo Cyllan y comprendió que, a menos que pudiese dominarla por entero, la ira podría ser más poderosa que él. Sin embargo, la contuvo y se dio cuenta de que el Margrave y las dos Hermanas le estaban observando.

—¿Y bien, Adepto? —El Margrave se pasó la lengua por los labios, vacilando—. ¿Es ésta la muchacha que está buscando el Círculo?

No podía negarlo. Las Hermanas habían demostrado la identidad de Cyllan sin la menor sombra de duda y estaban esperando solamente su confirmación. Poco a poco, Tarod se acercó a la jaula y en el mismo instante, Cyllan apartó las manos de su cara. Ocultando su gesto al Margrave y a las Hermanas, hizo con la mano izquierda una pequeña señal de advertencia, esperando que ella la comprendiese.

—Sí —dijo, con voz serena—. Esta es la muchacha.

Cuando el pequeño grupo se alejó de su prisión, Cyllan siguió con la mirada a Tarod, con un ansia y un afán que la hicieron temblar irremisiblemente. Desde que empezara la pesadilla de su captura, había pensado solamente en él, atormentándose con visiones de un futuro tan breve que había perdido toda esperanza de volver a verle. Antes de su llegada a Ciudad de Perspectiva, había hecho dos intentos de escapar de las Hermanas, pero en ambos había fracasado, y aunque no era propio del carácter de Cyllan darse por vencida, se dio cuenta de que cualquier otro intento de fuga habría sido inútil. Aunque pudiese escapar, cosa muy improbable, no podía esperar recuperar la piedra del Caos y, sin ella, la causa de Tarod estaba perdida. Ella no tenía poder propio; sólo podía desafiar y maldecir en silencio a las que la habían capturado mientras esperaba que la llevasen a la muerte.

Pero ahora... Se frotó furiosamente los ojos, todavía medio convencida de que había estado dormida y soñando, pero la alta figura de Tarod no osciló ni se desvaneció. Parecía demacrado, cansado, desaliñado; pero estaba vivo y había venido a ella. De alguna manera había engañado a las Hermanas y al Margrave y, por primera vez desde que se había descubierto su propio engaño, sintió Cyllan que renacía su esperanza. Si él pudiese encontrar la manera de...

La Hermana Jennat, que caminaba a un lado del pequeño grupo, miró de pronto por encima de su hombro hacia la jaula, y Cyllan sintió un vivo escalofrío de inquietud, como si aquella mujer espiase sus pensamientos. Había olvidado las dotes de Jennat con la impresión de ver a Tarod, y ahora volvió rápidamente la cara, tratando de nublar su mente y contrarrestar el intento de la vidente de sondear en ella. Al cabo de unos momentos, Jennat miró a otra parte y Cyllan respiró de nuevo. Si la suerte la acompañaba, y ahora la necesitaba desesperadamente, la Hermana de oscuros cabellos no tendría ocasión de encontrar nada sospechoso en lo que veía. Llenando de aire sus pulmones y esforzándose en calmar las palpitaciones de su corazón, Cyllan se sentó a esperar. Era lo único que podía hacer.

—La identidad de la muchacha es indiscutible —dijo Tarod a sus acompañantes—. Como le he explicado al Margrave, la vi durante su cautiverio en el Castillo y, a pesar de su disfraz, no me cabe la menor duda de que es ella. Sin embargo, existe todavía la cuestión de la joya. Me gustaría verla.

Inmediatamente se dio cuenta del vivo escrutinio de la Hermana Jennat, y unas campanas de advertencia sonaron en lo más hondo de su mente. Algo, no podía decir qué, aunque esto importaba poco, había puesto sobre aviso a la vidente, y podía percibir un furtivo y sutil intento de sondear sus pensamientos. Los bloqueó rápidamente, vio que ella vacilaba un momento, y se dio cuenta de que, aunque no pudiese saber lo que él estaba pensando, su acción defensiva había aumentado sus sospechas. Una desagradable impresión de urgencia empezó a inquietarle. Si la Hermana Liss podía sentirse intimidada por la autoridad de un Adepto de alto rango, Jennat era harina de otro costal. Tenía que llevarse a Cyllan de allí antes de que arraigasen y creciesen las dudas de la Hermana.

Liss inclinó la cabeza, asintiendo.

—Desde luego, Adepto, si deseas ver la gema, la tengo aquí, en mi bolsa. Aunque, discúlpame por decirlo, me pregunto si no sería una imprudencia exhibirla. Hemos tomado ciertas precauciones...

La impaciencia de Tarod fue en aumento, pero trató de disimularla.

—Comprendo tu preocupación, Hermana Liss, pero necesito estar seguro de su autenticidad.

—Hermana...

Jennat silbó involuntariamente esta palabra y, después, palideció cuando Tarod le dirigió una rápida y colérica mirada. Liss estaba hurgando en su bolsa, con movimientos desesperadamente lentos, y Tarod tuvo que hacer un esfuerzo para no sacudirla para que se diese prisa. No se atrevía a mirar hacia la jaula de Cyllan y rezaba en silencio para que Jennat no volviese su atención a ella y viese lo que estaría pensando. Sentía una turbadora mezcla de impaciencia y temor al observar los torpes esfuerzos de Liss; necesitaba la piedra, quería tocar su familiar contorno y saber que volvía a controlar su poder; y sin embargo, el miedo de que pudiese sucumbir a la antigua influencia de la joya, de que el siervo pudiese convertirse en amo, era demasiado fuerte.

—Aquí está.

Liss sacó finalmente un trozo de paño blanco cuidadosamente doblado y Tarod vio el signo del relámpago de los Dioses Blancos bordado en él.

Procuró que no se advirtiese en su voz el alivio que sentía y dijo:

—Gracias, Hermana. Si me permites ver la piedra...

Jennat se estaba mordiendo el labio, mirando nerviosamente de Tarod a Liss y de nuevo a Tarod. La mujer mayor empezó a desplegar el paño; algo brilló fríamente entre sus pliegues, y Tarod sintió una oleada de cruda emoción, de poder; una sensación que casi había olvidado y que le asaltó tan inesperadamente que no pensó en controlarla...

— ¡ Hermana, no!

El frenético grito de Jennat cortó el aire inmóvil como la hoja de una espada y, en el mismo momento, se abrieron los últimos pliegues del paño, descubriendo la piedra del Caos en la mano de Liss. Tarod giró en redondo y su mirada se cruzó con la de la joven morena: su cara era una máscara de horror, y él vio en sus ojos el pasmado asombro con que ella le había reconocido por lo que era en realidad.

La Hermana Liss se estaba volviendo, alarmada por el aviso de Jennat, pero sin entender todavía lo que la vidente había comprendido. Sin detenerse a pensarlo, Tarod agarró la piedra de la palma de Liss... y una tremenda sacudida física agitó todo su cuerpo, como si hubiese sido herido por un rayo. Su mano izquierda se cerró sobre la gema y un sentimiento atávico y titánico de poder inundó su mente, borrando toda razón y prendiendo fuego a una furia instintiva. No podía pensar lógicamente como un mortal; la cara de Jennat era como una mancha borrosa y el grito quejumbroso del Margrave fue como un lejano e insignificante gorjeo de un pájaro; Tarod extendió el brazo izquierdo en dirección a Jennat y el poder resurgió dentro de él.

El árbol florido del rincón se convirtió en una columna de llamas blancas y una luz cegadora inundó el patio. Lenguas de fuego cayeron sobre la jaula y los barrotes de madera se encendieron como antorchas. Tarod vio que Cyllan se echaba atrás y gritó su nombre, llamándola a su lado. Ella se tambaleó, recobró el equilibrio, y entonces vio él que se lanzaba a través del rugiente arco de fuego que consumía la jaula, iluminada grotescamente su figura y contraída su cara en una expresión salvaje de triunfo. Alargó un brazo y la mano derecha de él se cerró sobre la suya apretándole ferozmente los dedos, y entonces entre el estruendo, oyó chillar a la Hermana Jennat:

— ¡No! Hermana, ¡ayúdame! ¡Detenedles!

Salían hombres de la puerta del palacio de justicia, el Margrave trataba de cerrarles el paso, y vio que Jennat, una mancha confusa de ropa blanca y cabellos endrinos, se lanzaba contra él. No pensó; no podía pensar; su furia instintiva era demasiado fuerte. Un ademán, y Jennat chilló como una bestia torturada, retorciendo el cuerpo en un baile espantoso antes de estrellarse contra el suelo, aplastados sus huesos y borrado todo atisbo de vida de sus ojos.

A través de una niebla roja, vio Tarod que la Hermana Liss retrocedía a cuatro patas y la oyó gemir en un tono agudo e insensato. Atrajo a Cyllan a su lado, giró en redondo y se halló cara a cara con el Margrave. El anciano tenía las facciones torcidas por el terror, pero estaba tratando de cerrarle el paso, con la milicia a su espalda Tarod alzó de nuevo la mano y el anciano se tambaleó de lado, empujado por una fuerza que le lanzó a través del patio. Los milicianos se echaron atrás, en horrorizada confusión, y Tarod se abrió camino entre ellos, percibiendo sólo vagamente la presencia de Cyllan a su lado. La puerta se rompió, destrozada por la fuerza loca que brotaba de él, y pronto corrieron los dos por los pasillos que serpenteaban y se dividían delante de ellos. Aparecían y desaparecían caras, gritando aterrorizadas, y se hallaron ante la puerta de doble hoja de la entrada principal.

La muchedumbre que estaba en la avenida se abrió, como las hojas azotadas por un vendaval, cuando salió corriendo del palacio de justicia el oscuro y demoníaco personaje. Para la retorcida conciencia de Tarod, la escena era una pesadilla de formas enloquecidas y ruidos espantosos; la fuerza del Caos se había apoderado de él, y los cuerpos arremolinados y las voces estridentes no significaban nada. Una luz negra centelleaba a su alrededor, iluminando el rígido semblante y los ojos de poseso. Algo se movió en el borde de la multitud, y él le envió mentalmente una orden implacable; el gran caballo bayo se encabritó y bailó, pero él le dominó con su voluntad y, casi automáticamente, levantó a Cyllan sobre el lomo del animal y saltó sobre la silla detrás de ella.

La sensación de aquellos músculos hinchados y poderosos debajo de él le devolvieron un poco de su cordura; gritó con fuerza una orden, y el caballo dio media vuelta y se lanzó al galope en dirección a las murallas de la ciudad y a la libertad.

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