El halcón era apenas más que una mota contra el cielo turbulento, una forma diminuta que volaba velozmente hacia el este, a favor del viento. Era muy improbable que cualquier observador casual lo hubiese advertido, pero el hombre que estaba sentado al abrigo de una protuberancia rocosa en la vertiente de las colinas entre Han y la provincia Vacía había visto aparecer el ave en el horizonte y observaba ahora su rápido progreso aguzando los ojos verdes.
Tarod no sabía por qué despertó el halcón su interés y le producía cierta inquietud; pero había algo deliberado en su vuelo, como si viajase para alguna misión por encima y más allá de su instintivo impulso. Y el hecho de que viniese del noroeste, que era la dirección de la Península de la Estrella, podía ser muy significativo.
El ave casi se perdió de vista y Tarod cambió de posición, estirando una pierna para librarla de un calambre incipiente, y apoyando la espalda en la roca. La mañana era fría, pero él no estaba todavía en condiciones de reemprender viaje; había caminado durante casi toda la noche y, además de estar físicamente fatigado, necesitaba tiempo para reflexionar sobre lo que tenía que hacer.
Había salido de la Península de la Estrella de una manera espectacular que no deseaba experimentar de nuevo. Antes de partir, juró a Keridil que nada tenía contra el Círculo, pero creía que el Sumo Iniciado no tendría en cuenta su palabra. Keridil quería vengar a los que habían muerto... y también quería la piedra del Caos. Aquella gema era el eje alrededor del cual giraba todo ese feo asunto, y Tarod tuvo que sofocar la escalofriante mezcla de deseo y aversión que siempre le acometía cuando pensaba en ello. Por mucho que hubiese preferido negarlo, necesitaba la piedra; era parte vital e integral de él, pues era el recipiente de su propia alma. Sin ella, solamente podía esperar vivir a medias.
Pero la piedra era también una maldición, pues le ataba a un yo interior cuya esencia tenía su origen en el mal, y ése era el dilema que había obsesionado a Tarod desde que había descubierto la naturaleza de la gema. Yandros, Señor del Caos, despertó en él recuerdos de un pasado tan antiguo que casi desafiaba la imaginación, y no podía negar que aquel pasado tenía un terrible atractivo. Sin embargo, reconocer el verdadero poder de la piedra y aceptar todo su potencial sería volver la espalda a lo que había tenido como sacrosanto. Había sido un alto Adepto del Círculo, un siervo escogido de los dioses del Orden; el Caos era anatema para él. Y sin embargo, debía su existencia a aquellos poderes malignos...
Era una paradoja que no podía resolver y que se complicó aún más por el hecho de que también debía la vida a Yandros. De no haber sido por la intervención del Señor del Caos, a través de Cyllan, habría sufrido la espantosa muerte ordenada por Keridil, y la piedra habría caído en manos del Círculo. Esto habría contrariado el plan de Yandros; Tarod comprendía perfectamente que el malvado Señor seguía queriendo emplearle como vehículo para sus planes de desafiar el régimen de Aeoris y los dioses del Orden, y Yandros creía que, en la prueba final, las antiguas afinidades romperían cualquier barrera que Tarod tratase de levantar contra ellos.
Se estremeció interiormente ante la idea, pues sabía que, si tenía de nuevo la piedra en su poder, sería muy fácil sucumbir a su funesta influencia. Y aunque quería sobrevivir, la idea de que esa supervivencia lo convirtiera en un peón en el juego mortal de Yandros hacía que se le helase la sangre en las venas.
Sin embargo, no se atrevía a dejar la cuestión sin resolver y, después de su huida de la Península de la Estrella, se había dado cuenta de que sólo un camino se abría ante él. Cuando le fue revelada la naturaleza de la piedra, y ya le parecía que hacía de ello mucho tiempo, se juró a sí mismo llevar la joya a la Isla Blanca, en el lejano Sur, y darla a guardar al único ser lo bastante poderoso para combatir la fuerza de Yandros: el propio Aeoris. El conflicto con el Círculo y todo lo que vino después le había hecho dudar de la prudencia de aquella decisión; pero ahora no veía ningún camino alternativo. Había servido fielmente a Aeoris, aunque Keridil dijese lo contrario, y solamente el propio Señor Blanco podía resolver definitivamente su terrible dilema y librarle de la agobiante carga de la piedra.
Pero llegar a la Isla Blanca sería tarea inútil a menos que pudiese encontrar a Cyllan...
Tarod entrecerró los ojos al sentir un súbito y agudo dolor. Había tratado de no pensar en Cyllan, consciente de que, a pesar de lo que le decía su instinto, no tenía pruebas de que ella siguiese con vida. Cuando el caballo del Margrave se había lanzado en pleno torbellino del Warp, con ella sobre el lomo, había desfogado su desesperación en un estallido de furor. Pero ahora que su mente había tenido tiempo de serenarse y de reflexionar, se daba cuenta de que si Yandros manipuló una vez los acontecimientos en su propio favor, podía hacerlo de nuevo, y el bien de Cyllan interesaba mucho al Señor del Caos. La intuición le decía que Cyllan vivía, y creía que, si ella podía conservar su libertad, viajaría hacia el sur, hacia Shu-Nhadek, sabiendo que también él lo consideraría su meta.
Pero encontraría peligros en el camino, sobre todo por parte del propio Círculo. Seguramente habrían puesto precio a la cabeza de Cyllan, como a la suya propia, y Keridil no ahorraría esfuerzos para encontrarles a los dos. Cyllan tenía la piedra del Caos, pero era de poco valor para ella, mientras que él, sin la piedra, corría un grave peligro. Había empleado todo el poder que le quedaba para escapar de la Península de la Estrella, y el esfuerzo fue casi excesivo para él; había tenido que confiar en su antigua afinidad con los orígenes caóticos del Warp y dejar que éste le llevase donde quisiera y, aunque sobrevivió, la experiencia le había agotado completamente. El Círculo podía esperar que emplease sus dotes de hechicero para descubrir el paradero de Cyllan y correr inmediatamente a su lado; Tarod sabía que, sin la piedra alma, sus poderes no eran suficientes para semejante hazaña. Sus condiciones eran poco mejores que las de un Iniciado de alto rango, y necesitaría de todos sus recursos físicos para poder compensar la pérdida de sus facultades de hechicería si tenía que encontrar a Cyllan antes que lo hiciera el Círculo.
Sonrió irónicamente en su fuero interno, consciente de que había hecho muy poco para atender a sus propias necesidades físicas. No había descansado desde su espectacular huida del Castillo; no tenía comida ni agua, ni dinero para comprarlas. Aunque hubiese caza en esas áridas colinas y fuese él un arquero bastante hábil, no podía hacer brotar un arco del aire. Sus únicos bienes eran la ropa que vestía, una insignia de oro de Iniciado y las pocas fuerzas que podían quedarle.
Cambió de nuevo de posición y miró al cielo. Detrás de una capa de inquietas nubes, el sol marchaba hacia el bajo meridiano de una primavera norteña. El viento del norte empezaba a soplar con más fuerza, y en el horizonte, donde los montes eran más altos y desiertos a medida que se acercaban a la triste región minera de la provincia
Vacía, las nubes adquirían un feo color purpúreo que presagiaba lluvia. Calculó que los primeros chaparrones tardarían varias horas y, mientras tanto, el cambio del viento significaba que su oquedad en la roca era el mejor refugio para él. Había hecho bien en descansar antes de continuar su viaje; estaba cerca del agotamiento, y el sueño era ahora más importante que la comida. Además, esos montes desnudos, con sus viejos y desiertos caminos, eran un lugar de descanso más seguro que cualquiera que pudiese encontrar en las más pobladas tierras de labranza.
La roca era un lecho duro e incómodo, pero Tarod se instaló lo mejor que pudo, arrebujándose más en la gruesa capa. El viento, que soplaba a ráfagas, gimió en su mente como la voz lejana de un sueño medio olvidado, y a los pocos minutos Tarod se quedó dormido.
El instinto le despertó segundos antes de que los ruidos de cascos de caballo y de una fuerte respiración se mezclasen con el gemido del viento. Abrió los ojos verdes y contempló una silueta monstruosa que cubría la mitad del turbulento cielo. Un fuerte olor animal penetró en sus fosas nasales, y Tarod se quedó rígido de la impresión, sin saber si aquella aparición era real o surgida del abismo de una pesadilla.
Se oyó una carcajada ronca y el monstruo se movió, descomponiéndose en las formas de dos hombres montados a caballo e indiscutiblemente reales.
—El durmiente se despierta. —El acento era gutural, y Tarod presumió que tenía su origen en el lejano norte de la provincia Vacía. No le gustó el tono de voz—. Sé bienvenido en tu regreso al mundo, amigo. ¿No es para ti un honor tener a tan buenos compañeros para recibirte?
Alguien rió entre dientes detrás de Tarod; éste volvió rápidamente la cabeza y vio a otros tres jinetes a su espalda. El que había reído era un joven picado de viruelas y de expresión bobalicona, que tendría dieciséis o diecisiete años; los otros eran mayores pero no más agradables, y Tarod se dio cuenta de que eran, pues no podían ser otra cosa, un grupo de bandidos.
Suspiró, se apoyó de nuevo de espaldas en la roca y cerró una vez más los ojos. No llevaba encima nada que valiese la pena; por lo tanto, no era probable que esos rufianes de aspecto siniestro le causasen muchas molestias; pero le irritaba su inoportuna llegada.
El jefe, un individuo delgado como una serpiente y que lucía una extraña mezcla de chucherías robadas sobre una sucia pelliza, bufó con fuerza.
—Parece que nuestro amigo no aprecia nuestra amabilidad al detenernos para pasar un rato con él. —Hizo avanzar su caballo y tocó a Tarod con la punta de una bota. Tarod abrió los ojos—. ¡En pie, amigo!
Tarod le miró fijamente.
—¿Me lo dices a mí?
El joven rió de nuevo y el jefe hizo una burlona reverencia.
—Te pido perdón, señor, si te he ofendido. Pero no veo a nadie más a quien dirigirme.
Los otros rieron ruidosamente y su jefe sonrió, correspondiendo a su aprobación. Su caballo se acercó todavía más y los otros siguieron su ejemplo, de manera que Tarod se vio estrechamente rodeado.
—Tal vez nuestro amigo tiene una legión de demonios ocultos en el bolsillo, Ravakin —sugirió uno de ellos—. Quizá se ha imaginado que les hablabas a ellos.
Ravakin sonrió de nuevo, afectadamente, mostrando los dientes cariados.
—Es más probable que lleve un caballo y unas alforjas ocultas en la manga. Tal vez querrá mostrárnoslos, como prueba de camaradería y de buena voluntad. —Por segunda vez, la punta de una bota golpeó las costillas de Tarod—. Vamos, amigo, ¿dónde están tus cosas?
—Las estás viendo con tus propios ojos, am:go —dijo tranquilamente Tarod.
—El viajero tiene sentido del humor —se burló Ravakin.
Un hombre robusto que estaba a su lado rió por lo bajo.
—¿Crees que sería tan divertido si encendiésemos una fogata debajo de él?
—Desde luego, sería mucho más hablador. Nadie que esté en su juicio se aventura en estos montes si quiere conservar la vida; ha de tener un tesoro en alguna parte. Y nos dirá dónde está. —Se lamió los labios—. Cuando nosotros le hayamos divertido durante un rato, nos suplicará que le dejemos decirlo.
Evidentemente, pretendía con sus palabras debilitar la confianza de Tarod, y le contrarió que aquel hombre de cabellos negros se limitase a sonreír débilmente. Frunció el entrecejo e hizo un ademán al más corpulento de sus compañeros.
—Regístrale. Ve lo que lleva encima.
—No te molestes. —Tarod se levantó con una agilidad y una rapidez que le sorprendió. Se echó la capa atrás y dijo, con voz engañosamente amable—. No tengo dinero, ni bienes, ni nada que pueda interesaros, caballeros. Si queréis buscar un caballo, podéis hacerlo con mi beneplácito. No lo encontraréis, porque no tengo ninguno.
Ahora empezó a hablar el joven, en una voz sólo cascada a medias.
—Tal vez dice la verdad, Ravakin. No hemos visto nada, y no se podría esconder un gusano en este erial...
—¡Cierra ese pico! —le replicó severamente Ravakin—. No puede haber venido de ninguna parte, sin un caballo y provisiones. Amit, Yil, daremos a nuestro amigo una pequeña lección de camaradería para aflojarle la lengua.
Mientras hablaba, hizo avanzar su caballo de manera que el flanco rozó a Tarod y le hizo perder el equilibrio. En el mismo momento, dos de los otros adelantaron sus monturas, empujándole hacia Ravakin y levantando una nube de polvo sofocante con los cascos.
— ¡Ray! —La súbita exclamación hizo que el jefe de la banda se detuviese en seco—. ¿Qué lleva debajo de la capa?
Los ojos maliciosos y curiosos de Ravakin se fijaron en Tarod, pero Amit, que era el que había hablado, reconoció el símbolo distintivo antes que su jefe.
—¡Maldita sea, Ray, es un Iniciado!
—¿Un Iniciado? —El jefe le dirigió una mirada fulminante—. ¡Por mí, podría ser el Margrave de los Siete Infiernos!
—Se inclinó hacia delante sobre la silla, echando sobre la cara de Tarod un aliento caliente, que apestaba a comida rancia—. Le daremos este título. Nuestro eminente amigo, el Margrave de los Siete Infiernos. Vamos, Margrave. Vas a bailar para nosotros hasta que nos hartemos de ti, y entonces te quitaremos esa bonita chuchería si no tienes nada mejor que ofrecernos.
Tarod no dijo nada, no se movió, y Ravakin, lentamente y regocijándose en ello, sacó un largo cuchillo del cinto. Acarició el mango con el dedo pulgar.
—¿Me has oído, Margrave de los Siete Infiernos? Vamos a enviarte a tus propios dominios... —Alargó la mano y, con una seguridad fruto de la práctica, tocó con la punta del cuchillo el cuello de Tarod, mientras dos de sus hombres empezaban a silbar sin la menor armonía—. Diviértenos, Margrave. ¡Veamos cómo bailas a nuestro son!
Tarod había permanecido impasible durante las chanzas de los bandidos, pero, de pronto, la cólera hirvió en él, y otro sentimiento familiar resurgió con ella. No hizo ningún movimiento para desafiar a sus atacantes, sabiendo que estaba en desventaja e inseguro de la fuerza que podría ejercer contra ellos, si es que le quedaba alguna. Pero la cólera despertó otras emociones y comprendió que, por muy débil que estuviese, todavía podía enfrentarse con ventaja a semejante pandilla de arrogantes imbéciles.
—Ravakin —dijo pausadamente, pero con un cambio brusco en el tono de la voz que hizo que el jefe de la banda frunciese el entrecejo.
La hoja del cuchillo osciló, y Tarod, con desdeñoso ademán, la apartó a un lado. El rostro de Ravakin enrojeció de ira, y el hombre le habría asestado una cuchillada si el caballo no hubiese retrocedido, percibiendo algo que todavía estaba más allá de la comprensión de su amo. Los ojos verdes buscaron los grises desvaídos de Ravakin, y Tarod aguantó con firmeza la mirada del jefe bandolero.
—Te daré una oportunidad —dijo suavemente Tarod—. Ocúpate de tus asuntos, asalta a algún otro viajero y déjame en paz. Es mi último aviso, Ravakin.
Ravakin siguió mirándole unos momentos; después, echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.
— ¡Me amenaza! ¡Me amenaza nada menos que el Margrave de los Siete Infiernos! —Sus secuaces, tranquilizados, rieron con él—. Sin un cuchillo, sin una espada, sin tener siquiera un palo, ¡se imagina que puede asustarme! —La risa se convirtió en hipo y Ravakin se enjugó la nariz y los ojos lacrimosos con la manga. Entonces su amplia sonrisa se transformó bruscamente en una fea mueca, y dijo despectivamente—: Matadle.
En su afán de imitar los cambios de humor de su jefe, los hombres se reían todavía, y se mostraron lentos en reaccionar a la orden. Antes de que pudiesen hacer un movimiento, Tarod alzó la mano izquierda, la cerró sobre el morro del caballo de Ravakin, y pronunció una sola palabra incomprensible.
El animal relinchó y se encabritó y Tarod tuvo el tiempo justo de agacharse a un lado para evitar que le alcanzasen los cascos. El jefe de los bandidos lanzó una exclamación de asombro que inmediatamente se convirtió en grito de terror cuando el asustado animal empezó a corcovear. Perdió el equilibrio, se inclinó hacia un lado en la silla y cayó sobre el polvo con un fuerte golpe. El caballo saltó y el grito de Ravakin se convirtió en rugido de furia insensata mientras trataba de ponerse en pie e intentaba agarrar a tientas su cuchillo perdido. Se estaba incorporando, cuando unos dedos terriblemente vigorosos le agarraron del cuello y le torcieron la cabeza en un ángulo horrible, hasta que, retorcido y presa de dolor, quedó enfrentado a los ojos verdes y fríos, como el hielo, de Tarod.
Los hombres que le sobrevivieron, no pudieron nunca imaginar los horrores que vio Ravakin en aquel momento; las ilusiones conjuradas por Tarod sólo él podía verlas, y eran fruto de un antiguo y malévolo poder que se regocijaba en el tormento. Lo único que vieron fue el aura oscura y maligna que envolvía al hombre que, hasta hacía unos momentos, había sido una presa fácil y divertida. Sus caballos relincharon y se encabritaron, y dominando aquel ruido, vibró el grito de Ravakin, como una súplica y una protesta incoherente, mientras su mente rebasaba los linderos de la locura. Sus ojos se desorbitaron y su rostro se tiñó de púrpura; sus manos arañaron desesperadamente los indescriptibles fantasmas que caían sobre él y en medio de los cuales parecía arder la cara cruelmente sonriente del extranjero de cabellos negros. Se retorció y se encogió, con un gruñido ahogado y con la lengua fuera de la boca, como una serpiente hinchada, y entonces, los pasmados hombres oyeron un solo y estremecedor chasquido: Tarod, con una sola mano, había roto el cuello de Ravakin.
La pandilla de bandidos no esperó a presenciar el terrible final de su jefe. Cuando Tarod se volvió hacia ellos, enfurecido y previendo un ataque por la espalda, estaban ya dando la vuelta a sus monturas y golpeando frenéticamente sus flancos con los tacones de las botas, espoleándoles para alejarse de allí, dondequiera que fuesen. Sus voces, agudizadas por el pánico, incitaban a los animales a continuar su carrera, y Tarod se quedó mirándoles, mientras su furia ciega se extinguía poco a poco.
Las voces de los bandidos y el estruendo de los cascos de sus monturas se perdieron con el zumbido del viento. Tarod se tambaleó hacia atrás y se apoyó en la roca, súbitamente débil y agotado. A menos de dos pasos yacía Ravakin, con la lengua fuera y los redondos ojos mirando estúpidamente un guijarro a un pie de su nariz. Tarod se sintió asqueado y tuvo náuseas al contemplar el cadáver. Lo que hizo fue puramente maléfico. Habría sido mucho más sencillo matar al jefe de los bandoleros sin emplear una crueldad tan salvaje, y sin embargo, había sido incapaz de resistir la tentación. El poder había surgido en él y lo había empleado... Miró su mano izquierda y la estropeada base del anillo que llevaba todavía en el dedo índice. Incluso sin la piedra del Caos había maldad en él. Recuperada la piedra, ¿no le sería mucho más difícil luchar contra tan nociva influencia?
Pisando los talones a esa idea, le acometió la aguda impresión de que se estaba compadeciendo a sí mismo. Más importante que su bienestar era el de Cyllan, que llevaba la piedra del Caos y carecía del poder de Tarod para protegerse. Si tenía que encontrarla, su pragmatismo le advertía que no debía perder tiempo y sí emplear todos los recursos que tenía a mano, fuesen cuales fueren las protestas de su con ciencia.
Se irguió, se plantó junto al cadáver y lo empujó con un pie para que rodase sobre la espalda. Haciendo caso omiso de aquella mirada ciega y acusadora, registró el cuerpo de Ravakin. Además de la espada corta, el jefe de bandoleros llevaba un cuchillo afilado y bien equilibrado en una vaina bordada, sin duda propiedad de alguna víctima anterior, y una bolsa debajo de la pelliza, con monedas por un total de unos cincuenta gravines y un puñado de pequeñas pero valiosas gemas. Lo suficiente, al menos, para permitir a Tarod revestir una imagen que no despertase sospechas en las poblaciones provincianas.
Levantó la mirada y vio el caballo del muerto, quieto a poca distancia, con la cabeza gacha y observándole. Evidentemente, le habían enseñado a no moverse cuando nadie lo montaba y, una vez mitigado su miedo, obedeció aquellas enseñanzas. Tarod levantó una mano y chascó los dedos, emitiendo al mismo tiempo un grave sonido gutural. El caballo levantó las orejas y se acercó, vacilando al principio y después con más confianza, obedeciendo la orden mental con que Tarod acompañó el movimiento. Era un buen animal, un bayo corpulento y poderoso; ningún bandido que estuviese en su sano juicio emplearía una montura que no fuese vigorosa y segura, y Ravakin había sido un experto a su propia e infame manera. El caballo permaneció pasivo mientras Tarod examinaba las alforjas. En ellas encontró más monedas, un collar femenino de bronce y esmalte, un brazalete haciendo juego y una buena cantidad de carne seca y trozos de fruta fermentada; las raciones adecuadas para un hombre que viajaba ligero pero necesitaba una buena manutención. Había también una bota de vino, vacía en tres cuartas partes, pero que podía utilizarse para llevar agua. Tarod bebió el resto de su contenido y comió uno de los pedazos de fruta seca mientras comprobaba las guarniciones del animal; guardó el cuchillo envainado en el cinto y, por último, saltó sobre la silla del bayo. Cuando el animal levantó la cabeza y bufó, ansioso por alejarse de aquella roca que olía a muerte, Tarod sacó el collar y el brazalete de la alforja y los dejó caer sobre el cuerpo de Ravakin, produciendo un débil y frío tintineo. Los secuaces del bandido no se atreverían a volver allí; con un poco de suerte, el cadáver sería encontrado por algún minero de la provincia Vacía y, posiblemente, las joyas serían devueltas a su legítima dueña, si seguía con vida.
Miró por encima del hombro. Las nubes de lluvia estaban ahora a poco más de una milla, pero creyó que el bayo podía dejarlas atrás. Volviendo la cabeza del animal hacia el sur, lo lanzó a medio galope a lo largo del accidentado camino.
Cyllan se despertó y vio el fantasmal resplandor que precede a la aurora dando un pálido relieve al ventanuco de su habitación en la posada del Arbol Alto. Se volvió en la blanda cama, arrebujándose más en las gruesas mantas y, hasta despertar del todo, se quedó mirando la ventana. Alarmada, se incorporó de un salto.
No había pretendido dormir tanto tiempo. Aunque todavía era de noche, el débil resplandor en el este le decía que la mañana no estaba lejos, y ella había proyectado alejarse de Wathryn antes de que nadie se levantase.
Saltó de la cama, estremeciéndose al percibir las protestas de su cuerpo. La caída que había sufrido la había magullado fuertemente y ahora empezaba a dejarse sentir todo el efecto de aquellas contusiones. Para empeorar las cosas, durante su estancia en el Castillo de la Península de la Estrella había perdido la costumbre de estar largas horas sobre la silla. La carrera, en especial la huida de los bandidos, había castigado todavía más sus músculos. Pero no importaba; tenía que marcharse de allí; después de lo que el joven Gordach le revelase inconscientemente la noche pasada, no se atrevía a permanecer en la población ni un solo instante después de que amaneciese.
El aire era muy frío, y Cyllan se envolvió en una de las mantas antes de acercarse a la ventana y agacharse para mirar al exterior. La noche anterior se encontraba demasiado fatigada para captar nada que no fuese lo que tenía más cerca; lo único que recordaba era una plaza de mercado y la cara rolliza y asombrada de Sheniya Win Mar cuando su escolta la había llevado a la puerta de la posada. La posadera la había empujado a una larga habitación de techo bajo, donde el latón y el estaño brillaban a la luz del fuego, y le había traído toallas calientes y una bata seca que le estaba grande. Ella se había sentado al amor de la lumbre medio aturdida, mientras le servían un cuenco de estofado caliente y una copa de vino. Sheniya atajó enérgicamente los intentos de Lesk Barith de interrogar a su invitada y, cuando se hubo marchado, desilusionado el hombre, la posadera perdió su inicial temor de dar albergue a semejante dama (Cyllan sonrió irónicamente al recordarlo) y pronunció un torrente de comentarios, recuerdos y opiniones que había permitido a Cyllan comer sin decir nada. Resultaba que Sheniya era viuda y que sus dos hijos hacía tiempo que habían abandonado el nido, por lo que le quedaba una reserva importante de instinto maternal que ahora prodigó de lleno a su invitada. Al fin, después de haber estado dos veces a punto de caer en el fuego a causa de la fatiga, Cyllan fue ayudada a subir una estrecha y empinada escalera y a meterse en la cama en la mejor habitación de la posada, y Sheniya se despidió con un último y encarecido ruego de que la llamase inmediatamente, si la dama necesitaba algo.
Cyllan miró la desierta plaza del mercado y pensó que lo que necesitaba era su caballo, ensillado y con provisiones, y una buena ventaja sobre los que sin duda la perseguirían cuando las noticias de la Península de la Estrella llegaran hasta la posada del Arbol Alto. Hasta aquel momento, había dicho Gordach, solamente unos pocos dignatarios locales conocían la naturaleza del mensaje traído por un halcón desde la fortaleza del Círculo, pero cuando todo su contenido fuese de conocimiento público, Cyllan se hallaría en gran peligro. Keridil tenía que haber dado la descripción de la muchacha que escapó del Castillo después de matar al hijo del Margrave de Shu, y sus cabellos y sus ojos, tan característicos, serían suficientes para delatarla al instante. No podía esperar que se sostuviese la historia urdida a toda prisa que había contado a sus salvadores; en la confusión que siguió a la caza le había dado buen resultado, pero no resistiría una investigación más a fondo. Si tenía que conservar su libertad y su vida, tenía que huir.
Estaba a punto de alejarse de la ventana cuando una sombra que se movió, súbitamente, al otro lado de la plaza retuvo su atención. El fuerte resplandor de una linterna brilló entre dos casas y apareció un hombre, bostezando y envuelto en una gruesa capa, que cruzó las mojadas losas en dirección a una tabla monolítica de piedra que se alzaba solitaria en el centro de la plaza.
Cyllan había visto Piedras de la Ley en todas las pequeñas poblaciones por las que había pasado durante sus duros años como conductora de ganado. Se erigían en las plazas del mercado, en los muelles, en realidad en todos los lugares donde solía congregarse la gente, y en sus melladas superficies se fijaban los documentos de vital importancia para los vecinos. La noticia de la muerte de cualquiera de los tres líderes del país o del Margrave de la provincia tenía que ser fijada en la Piedra de la Ley, así como todos los nuevos edictos promulgados por la Corte del Alto Margrave en la Isla del Verano; de hecho, cualquier información que tuviesen que saber todos los hombres, mujeres y niños del distrito o de todo el mundo.
Se pasó la lengua por los labios, que se le habían secado de pronto al observar que el hombre se detenía delante de la Piedra de la Ley y sacaba de debajo de los pliegues de su capa un rollo de pergamino y un martillo corto y de cabeza roma. Momentos después, el sordo martilleo que produjo el hombre al clavar el pergamino en la Piedra de la Ley rompió el silencio de la noche. La coincidencia era demasiado elocuente. Aquel aviso sólo podía referirse a ella y a Tarod. Y cuando despuntase la aurora, redoblaría un tambor en la plaza del mercado para que acudiesen todos hacia la Piedra, donde serían leídos con voz fuerte los detalles del bando, para que ningún vecino se perdiese la importante noticia.
No por primera vez maldijo Cyllan su falta de instrucción. No sabía leer, y si quería saber lo que decía el bando, tendría que esperar a que amaneciese y se le diera lectura oficial. Pero no se atrevía a esperar. Si, como creía, el pergamino era un edicto de la Península de la Estrella, la milicia de la provincia habría sido puesta sobre aviso mucho antes de fijar el anuncio y, a estas horas, debía de haber empezado la caza. Lo más probable era que los hombres que la habían salvado de los bandidos hubiesen dado ya su descripción y se hubiesen dado cuenta de la identidad de la persona a quien habían salvado. La milicia podía llegar en su busca en cualquier momento; tenía que marcharse, y hacerlo en seguida.
El vigilante, todavía bostezando, había terminado su tarea y se alejaba, con su linterna oscilando como un fuego fatuo. Los ojos de Cyllan se adaptaron mejor a la oscuridad, y miró a su alrededor. Para su inmenso alivio, vio que la ropa que llevaba cuando había llegado a la posada estaba delicadamente plegada sobre una silla, limpia y seca. Sheni ya Win Mar se había excedido en el cumplimiento de su palabra; prometió que las prendas estarían secas por la mañana, pero, por lo visto, la aparente categoría de su invitada la había inducido a terminar su tarea antes de irse a dormir. Mientras tiraba la manta y empezaba a vestirse, temblando, Cyllan pensó irónicamente que las últimas horas le habían dado una visión inesperada de lo que debía ser la vida de una dama de calidad. Gente pendiente de cada una de sus palabras, ansiosa de obedecer sus órdenes y de cuidarle... Era una lástima, pensó, que no pudiese disfrutar plenamente de ese trato. Ahora, con todas las fuerzas del Círculo probablemente en pie para encontrarla, era del todo inverosímil que volviese a presentársele una oportunidad semejante.
Cautelosamente, metió una mano debajo de la almohada y sacó la piedra del Caos, tratando de no dejarse atraer por su ojo solitario y chispeante. La guardó en su corpiño (era una lástima que la falda larga y el justillo fuesen tan poco prácticos para una huida veloz y sigilosa, pero nada podía hacer al respecto), después se pasó rápidamente los dedos por los pálidos cabellos y se acercó de puntillas a la puerta.
La hostería estaba en silencio. Ninguna luz delatora se filtraba por debajo de ninguna puerta, y la empinada escalera estaba envuelta en la oscuridad. Rezando para no pisar en falso, se deslizó escalera abajo y se detuvo un instante, aterrorizada, cuando una vigueta crujió en alguna parte del viejo edificio. Después de lo que le pareció una eternidad, llegó a la planta baja y a la pesada puerta que se interponía entre ella y la libertad. La puerta tenía un enorme cerrojo y no podía esperar correrlo sin ruido. Al no haber sido untado desde hacía tiempo, protestó con un chirrido, y Cyllan apretó los dientes, angustiada, mientras escuchaba por si había movimiento en el piso alto. Pero no oyó nada; por lo visto, Sheniya Win Mar seguía durmiendo. Por fin, sabiendo que no podía esperar más, Cyllan abrió la puerta y salió a la plaza en la mañana temprana.
El frío la azotó al instante; el frío sin viento y cortante de principios de la primavera. En el Castillo de la Península de la Estrella no había necesitado llevar zapatos, y las botas de hombre que solía usar se habían perdido hacía tiempo en el mar. Al sentir el frío de las losas de la plaza del mercado que penetraba a través de las finas suelas, habría dado cualquier cosa por recobrar su antiguo calzado, y también la capa que había perdido la noche anterior en su desesperada huida de los bandoleros. Pero no importaba; podía prescindir de ello; tenía cosas más urgentes en que pensar.
Con los dientes castañeteando, se deslizó a lo largo de la pared frontera de la posada, observando cautelosamente la plaza desierta, hasta que llegó a un callejón lateral. A través de un arco pudo distinguir el perfil de unos edificios bajos detrás de la posada, que, lógicamente, tenían que ser los establos. Estaba en la mitad del camino de su meta...
Afortunadamente, parecía que Sheniya Win Mar no tenía mozo de cuadra, ni los furiosos gansos que empleaban muchos granjeros como populares y eficaces guardianes, y sólo un silencio ininterrumpido saludó a Cyllan cuando abrió la puerta del establo y se deslizó en su interior. Oscuras sombras se movieron inquietas, y vio el blanco de un ojo saltón; instintivamente, emitió un sonido grave y gutural, que su tío le había enseñado a emplear para calmar a los animales nerviosos. Los caballos se tranquilizaron, y oyó un suave y satisfecho resoplido.
Solamente había tres animales en el establo: una yegua negra de lomo arqueado, un poney peludo y el gran caballo de color gris de hierro. Las guarniciones estaban colgadas de ganchos a bastante altura en la pared; reconoció las suyas por las manchas de barro y de sudor en el cuero y empezó a ensillar su montura. Una rápida inspección le dijo que el animal había sido bien alimentado y abrevado. Dando un último tirón a la cincha para comprobar que estaba segura, separó el caballo de su pesebre y lo encaró hacia la puerta. Al salir, los cascos del animal resonaron fuertemente sobre los guijarros, arrancando de ellos vivas chispas azules, y Cyllan, alarmada, lo detuvo y contempló la oscura mole de la posada. Por un instante, pensó que la suerte seguía protegiéndola, pero entonces brilló una lámpara detrás de una ventana del piso alto y, segundos más tarde, se corrió la cortina y una cara pálida, de rasgos imprecisos, miró en su dirección.
Cyllan sintió que la bilis subía a su garganta al contemplar, espantada, aquella cara. Oyó (o creyó oír, nunca lo sabría de cierto) una voz que llamaba, y ésta la sacó de su pasmo inicial e hizo que se dejase llevar por el instinto. Alargó una mano, se agarró a la silla, levantó un pie, encontró el estribo y, con frenético impulso, subió a lomos del caballo. Este se encabritó de lado; ella agarró las riendas, todavía luchando por enderezarse, y clavó con fuerza los tacones en los flancos.
El ruido del corpulento caballo saliendo a toda velocidad del callejón fue suficiente para despertar a la mitad de los moradores de Wathryn, pero era demasiado tarde para tratar de detenerlo. Cyllan había sido vista y lo único que podía hacer era salir al galope para salvar la vida. Se agachó sobre el cuello de su montura, gritándole estridentemente y golpeándole con las riendas enlazadas. Cruzaron la plaza del mercado, no dando por un pelo contra la Piedra de la Ley, y volaron hacia la carretera. Delante de ellos, un desgarrón de las nubes permitió ver un resplandor verde-purpúreo en la dirección por la que saldría el sol; Cyllan dirigió su montura hacia la derecha, apartándose de la carretera y desviándose hacia el sur. Esperaba oír en cualquier momento el ruido de sus perseguidores, pero no fue así; llegó a los bosques de más allá de la ciudad y tampoco resonaron pisadas de caballo a sus espaldas. Al fin permitió Cyllan descansar a su caballo y se volvió sobre la silla para mirar atrás.
Wathryn seguía durmiendo. Si Sheniya Win Mar reconoció a su antigua huésped o se había creído víctima del robo de un caballo, aún no había dado la voz de alarma, y esto era suficiente para dar a Cyllan la ventaja que necesitaba. Delante de ella se extendían las grandes llanuras labrantías del sur y, después, la provincia de Shu, donde, si todavía vivía, la buscaría Tarod.
Si todavía vivía... Cyllan palpó el sitio donde guardaba la piedra del Caos y murmuró una oración que no iba dirigida a Aeoris. Después se acomodó mejor sobre la silla y puso su caballo al abrigo de los árboles.