CAPÍTULO 10


Esta vez no había multitudes que les aclamasen y deseasen buen viaje. Cruzaron la insegura tabla entre el malecón y la cubierta de la Bailarina Azul en un tenso silencio interrumpido solamente por los chasquidos del agua contra el muelle y los gruñidos sofocados de la tripulación que se preparaba para zarpar. Ahora Keridil estaba de pie junto a la borda de la barca de pesca, escuchando los crujidos de la vela y los botalones al virar la embarcación para salir a alta mar, y observando la encogida e infeliz figura de Fenar Alacar a poca distancia de él. La cara del joven Alto Margrave estaba pálida y tensa en la oscuridad, endurecido su perfil por el débil resplandor de una linterna en la caseta del timón, donde el patrón marcaba con seguridad el nuevo rumbo. Aunque los otros eran lo bastante viejos y experimentados para disimular su inquietud, todos compartían los temores no confesados del muchacho; incluso la Matriarca había dejado de quejarse y permanecía sentada en silencio y rumiando en el camarote de debajo de la cubierta.

El viento arreció de pronto, hinchando las velas, y Keridil sintió que el casco saltaba bajo sus pies y se lanzaba hacia delante con un nuevo ritmo, al salir del refugio del puerto y alcanzarle toda la fuerza del oleaje. Ahora no había nada entre ellos y el fantasma que esperaba en la oscuridad; nada, salvo las negras olas y los profundos estrechos...

Como si el muchacho hubiese captado sus inquietos pensamientos, Keridil vio que Fenar Alacar se estremecía de pronto y se apartaba de la borda. Como era debido, habían dejado en tierra a todos salvo a sus más íntimos compañeros, y aunque el viejo Isyn acompañaba al Alto Margrave, éste necesitaba más de una cara conocida para armarse de valor. Por un momento, pareció que Penar iba a acercarse a Keridil y a hablarle; entonces el muchacho lo pensó mejor y se dirigió tambaleándose a la débilmente iluminada escotilla. Desapareció por ella y, durante un instante, sus ruidosas pisadas bajando la escalera rompie ron el suave ritmo del mar y de las velas, hasta que se extinguieron, dejando solo a Keridil.

Este no quería atisbar en la oscuridad, pero una fascinación con tra la que no podía luchar hizo que se volviese y mirase por encima de la proa de la barca. Y allí estaba..., todavía indistinto, pero más próximo: el blanco fantasma de un barco anclado que se mecía suavemente. La sombra le envolvía y hacía imposible juzgar sus dimensiones; a veces parecía alzarse como una torre en las tinieblas de la noche, y otras, pensaba, incluso la Bailarina Azul era más grande. A popa, una luz fría e incolora centelleaba vacilante, pero no se advertían otras señales de vida. Igual hubiese podido ser una imagen nacida de un sueño inquieto.

La voz que había hablado a su espalda era suavemente modulada, pero Keridil se sobresaltó a pesar de ello. Se volvió y vio a uno de los marineros que se mantenía a respetuosa distancia, con la gorra en la mano.

—El capitán, Señor, te saluda y me ha encargado decirte que hay cerveza caliente bajo cubierta, con unas gotas de algo más fuerte para combatir el frío. —El marinero sonrió temeroso, mostrando a la pálida luz de la caseta del timón que le faltaban algunos dientes —. Todavía tardaremos más o menos media hora antes de llegar a nuestro destino, Señor.

Su padre habría dicho que esto era el valor del cobarde... , pero dadas las circunstancias, pensó Keridil, también lo habría comprendido.

—Gracias —dijo, apartando las frías manos de la barandilla y frotándolas con fuerza—. Me vendrá muy bien.

La cerveza caliente con especias era sabrosa, a pesar de un débil sabor a pescado y, durante un rato, el grupo que se hallaba ahora en el lleno y primitivo camarote pudo mantener un ánimo que ponía a raya los pensamientos privados. Keridil estaba sentado al lado de Sashka, que le estrechaba una mano con una fuerza reveladora del dominio que tenía de su propia compostura. El no había visto nunca que pudiese sentir miedo, y este descubrimiento le conmovió de una manera nueva, despertando en él un instinto protector que mitigaba su propia aprensión. Fenar Alacar se sentaba encogido en un rincón, sujetando su copa como si fuese su bien más preciado, mientras la Matriarca Ilyaya Kimi, acompañada de dos de sus doncellas, vertía un torrente de palabras triviales a media voz, al parecer sin importarle que la escuchasen o no.

Y en la bodega, guardada por uno de los hombres del capitán y todavía inconsciente, estaba Cyllan.

La noticia de su captura, comunicada por Keridil a sus compañeros cuando se habían reunido en el puerto, les impresionó a todos. Solamente Fenar había objetado la decisión de Keridil de llevarla con ellos a la Isla Blanca, arguyendo que habría sido mejor y más sencillo ejecutarla y acabar de una vez, sentimiento que en cierto modo reflejaba las propias dudas de Keridil. En cambio, la Matriarca no había querido saber nada de ello.

—El Sumo Iniciado tiene toda la razón —dijo en un tono que no admitía réplica—. La muchacha es mucho menos importante para nosotros que el demonio del Caos al que sirve, y no hay manera mejor de asegurarnos de la captura de éste. Además —añadió, con un débil brillo de regocijo en los ojos—, el alma inmortal de la muchacha no lo pasará peor en la otra vida si sufre el justo terror del juicio de Aeoris antes de morir.

Keridil había mirado a Sashka, que hasta entonces no había dicho nada, y le preguntó en voz baja:

—¿Y qué piensas tú, amor mío?

Sashka aguantó su mirada.

—Por mucho que sufra, no será nada en comparación con lo que se merece.

Por un momento pareció más malévola de lo que él la había creído capaz, aunque su expresión cambió rápidamente y él pensó que tal vez no había sido más que un efecto de luz. Y así, como el disentimiento de Fenar no fue muy enérgico, el cuerpo exánime de Cyllan fue llevado a bordo y dejado caer brutalmente entre las cajas de pescado, las redes y las cuerdas de la bodega.

Ahora, mientras la Bailarina Azul seguía navegando, todos habían tenido un respiro de lo que les esperaba..., pero pronto sintieron que el movimiento de la barca cambiaba sutilmente, perdiendo ritmo, y oyeron órdenes apagadas sobre sus cabezas. Keridil se puso tenso, al percibir un momento antes que sus compañeros el ruido de pisadas que bajaban hacia ellos. Se abrió la puerta del camarote y el capitán apareció en el umbral.

—Ya hemos llegado, Señor..., al menos todo lo que ellos nos permiten acercarnos. He ordenado a los hombres que preparen el bote.

Keridil se levantó, teniendo que agachar la cabeza en el camarote de techo bajo, y vio un destello casi de pánico en el semblante de Fenar Alacar antes de que éste pudiese dominarse una vez más.

—Gracias, capitán. —Miró a cada uno de sus compañeros—. Creo que todos estamos ya dispuestos.

No se atrevía a mirar hacia arriba. Desde su asiento en la popa del bote de la Bailarina Azul, el casco de la Barca Blanca llenaba todo su campo visual, ocultando el cielo y las lunas y el horizonte como una gigantesca capa de niebla. Podía oír los chasquidos de la viejísima madera, los ominosos y restallantes gemidos de las enormes velas agitadas por el viento. Todo a su alrededor era blanco, de un blanco turbio y enfermizo, de modo que de cerca parecía más una aparición del reino de los fantasmas que cuando lo había mirado desde tierra. En una ocasión había mirado Keridil tratando de ver la punta del palo mayor, pero el vértigo y otra sensación menos explicable habían hecho que volviese apresuradamente la cabeza, quedándole solamente la turbadora impresión de una enorme y fantástica vela y de una sola estrella fría centelleando en el negro cielo.

A su lado, en el húmedo y estrecho banco del bote, se sentaba Sashka, arrebujada en su abrigo y con la mirada fija en el suelo curvo. Delante de ellos, Fenar Alacar parecía estar temblando irreprimiblemente, y los otros compañeros no lo pasaban mucho mejor. Solamente Ilyaya Kimi contemplaba el monstruo que se acercaba lentamente con una calma peculiar y resignada, como si no hubiese poder capaz de afectarla.

El bote se estaba acercando al costado de la Barca Blanca: una pared blanca que parecía caer del cielo sobre ellos. El golpe que dio el bote contra el costado del barco fue inaudible debido al rugido del agua debajo del casco, y Keridil saltó cuando, viniendo al parecer de ninguna parte, bajó serpenteando una cuerda que golpeó el costado del barco con un sordo chasquido. Uno de los remeros agarró la punta de la cuerda y sujetó con ella la proa del bote; después bajó una sombra y Keridil, al mirar hacia arriba, vio una tosca maroma que oscilaba como la cuerda de una horca y que descendía poco a poco desde la cubierta de la Barca.

La Matriarca cambió de posición en su asiento y sonrió irónicamente.

—Si he leído bien mis escrituras, Sumo Iniciado —gritó hacia atrás—, te corresponde el privilegio de subir primero a bordo.

—Keridil...

Sashka no pudo disimular su miedo y le asió una mano mientras él se ponía cautelosamente en pie. El se desprendió de aquellos dedos, esperando que su apretón hubiese sido para darle ánimo, pero no pudo hablar antes de pasar cuidadosamente sobre el banco y dirigirse a proa. Al llegar a ella, oyó que la voz de Fenar murmuraba aterrorizada sobre el ruido del oleaje.

—He olvidado las palabras... Que los dioses me valgan, Isyn, pero olvidé lo que tengo que decirles...

El Sumo Iniciado cerró un momento los ojos; después se agarró con fuerza a la maroma.

La ascensión pareció un sueño interminable, pero al fin llegó un momento en que Keridil vio una luz que brillaba arriba y, segundos más tarde fue impulsado hacia adentro y se tambaleó sobre la cubierta de la Barca Blanca. Durante unos instantes estuvo casi cegado; después, al acomodarse su mirada, les vio.

Debían de ser doce o quince, alineados en semicírculo sobre las pálidas tablas de la cubierta. Las movedizas velas proyectaban extrañas sombras sobre sus inmóviles figuras y, por un instante, Keridil tuvo la espantosa sensación de que no eran verdaderos hombres, sino muertos resucitados, increíblemente viejos e inconcebiblemente extraños. Las palabras que ensayó con tanto cuidado se atascaron en su garganta; entonces una de las figuras se movió y se rompió el hechizo... o al menos su elemento peor.

Como sus compañeros, el portavoz de los Guardianes vestía de blanco de los pies a la cabeza; tenía andadura de marinero, aunque no se parecía a ningún marinero que Keridil hubiese visto jamás. Una cara blanca como la leche, jamás tocada por el sol; cabellos grises desgreñados y echados atrás sobre el cráneo; un semblante sin la menor expresión. Miró al Sumo Iniciado con ojos vacíos, y Keridil tuvo la desconcertante impresión de que el Guardián no le veía o consideraba irrelevante su presencia.

Le correspondía a él ser el primero en hablar, pero las palabras contenidas en los pergaminos legales del Círculo parecían ahora muy diferentes de las que había ensayado con Gyneth en el papel de Guardián. Keridil reprimió un casi incontenible impulso de toser y dijo:

—Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo, viene en son de paz y humildemente a pedir la autorización de los Guardianes para poner pie en la Isla Blanca.

El Guardián siguió atravesándole con la mirada.

— ¿Cuál es el objeto del Sumo Iniciado para pedirlo?

—Reunirme con el Alto Margrave Fenar Alacar y con la señora Matriarca Ilyaya Kimi, en el Cónclave de los Tres.

—Según las leyes de Aeoris, el Cónclave de los Tres sólo puede convocarse cuando se han agotado todos los otros recursos. ¿Afirma el Sumo Iniciado que es así?

Sintiendo como si estuviese representando un papel en una pantomima, en un plano más allá de lo terreno, Keridil respondió con firmeza:

—Así es.

Un silencio solamente turbado por los chasquidos de la madera y de las velas siguió a sus palabras, y Keridil tuvo la impresión de que el Guardián consultaba con sus compañeros, aunque no vio que hiciese ninguna señal. Después de lo que pareció una pausa interminable, el hombre pálido habló de nuevo.

—La petición de Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo, ha sido oída y atendida. Que suban a bordo los que deseen compartir este deber.

El Guardián retrocedió, distanciándose de Keridil, y el Sumo Iniciado vio que la maroma se balanceaba pesadamente sobre la borda de la Barca Blanca para iniciar de nuevo su des censo. Miró involuntariamente por encima del hombro para ver lo que hacían sus compañeros, pero, desde aquella altura, el bote era invisible.

Carraspeó para llamar la atención del Guardián.

—Traemos una prisionera —dijo, todavía algo inseguro del terreno que pisaba, a pesar de que se habían cumplido todas las formalidades —. Ella...

El Guardián le interrumpió, con una sonrisa glacial.

—La joven puede ser subida a bordo. Estará encerrada de la manera adecuada hasta que sea requerida su presencia.

Keridil no quiso especular sobre lo que sabían de Cyllan y cómo lo habían sabido. Se limitó a asentir con la cabeza en prueba de conformidad y se volvió hacia la borda cuando la maroma empezó a subir lentamente, muy lentamente, con el segundo pasajero bien sujeto, para traerlo a bordo.

El golpe que privó del conocimiento a Cyllan había dejado una fuerte moradura en su frente y, cuando empezó a recobrar la conciencia, sintió debajo de aquélla unos latidos dolorosos en el cráneo. Al principio, se resistió a abrir los ojos, creyendo solamente que despertaba de una pesadilla cuyas imágenes contrapuestas se habían hecho confusas:

Tarod durmiendo en su habitación de la posada; una cuerda que le raspaba la mano, y la absurda visión de la cara de Keridil Toln sobre el telón de fondo del puerto de Shu-Nhadek iluminado por la luna..., una loca e inquietante pesadilla. Tenía los miembros entumecidos; hizo un esfuerzo para incorporarse... y cayó dolorosamente hacia atrás, y el golpe contra una superficie dura le obligó a abrir los ojos.

Estaba rodeada de blancura. Mortajas blancas formaban grandes y amenazadoras alas a su alrededor, elevándose sobre ella a tal altura que, por un instante, su confusa mente creyó que eran nubes. Pero las nubes no bajan a la tierra... y la superficie debajo de ella se movía de una manera que le pareció desconcertante pero familiar.

Alarmada, trató de ponerse en pie, y cayó de nuevo. Tenía las muñecas y los tobillos atados... Y el movimiento que sentía debajo de ella, continuado, rítmico, era el de un barco navegando en alta mar...

Sólo entonces vio la figura inmóvil que estaba de pie detrás de ella. Vestido de blanco, como un marinero fantasma, miraba a ninguna parte, indiferente a los esfuerzos de ella para liberarse. Su mera impasibilidad hizo que sintiese escalofríos en la medula, al darse cuenta de que, aunque la vigilaba, era completamente indiferente a cuanto ella tratase de hacer, pues sabía, mejor que ella, su impotencia.

Blanco... Un barco blanco, velas blancas, tripulación vestida de blanco... , la verdad empezó a abrirse odiosamente camino en la mente de Cyllan. ¡Keridil! Su cara no había sido un sueño; él estaba allí...

¿Allí?, se preguntó, e instantáneamente supo la respuesta a su muda pregunta. La había capturado, la habían pillado en una trampa y traído a este barco, un barco que, por amarga ironía, la llevaba al lugar que Tarod y ella habían deseado desesperadamente alcanzar.

Pero no de esta manera, dioses, ¡no de esta manera!

Sabiendo que sólo tendría una oportunidad y que era su única esperanza, hizo acopio de toda la fuerza mental que pudo reunir y su mente retrocedió hacia Shu-Nhadek y la oscura habitación de la posada. Desde alguna distancia no determinada oyó una imprecación ahogada, de alguien cuyo atuendo de colores contrastaba sorprendentemente con el blanco que la rodeaba, y que corría hacia el lugar donde yacía ella.

¡Tarod!, gritó mentalmente, frenética, aunque, en su pánico y su confusión, no sabía Cyllan si podría alcanzarla. El centinela vestido de blanco descansó el peso del cuerpo sobre el otro pie, sin dar otra señal de haber percibido su llamada; después se apartó a un lado para dejar paso a otro hombre, el cual la miró con cólera y desprecio.

Keridil sabía lo que ella había hecho, y ella lo leyó en sus ojos. Después él sonrió y ella se sintió desesperada.

—Llama a tu amante demonio, si así te place —dijo casi amablemente el Sumo Iniciado—. El Caos no tiene aquí poder, y él no puede venir sobre el agua en tu rescate. —Hizo una pausa y acentuó su sonrisa—. Sí, llámale. Deja que te siga, si es lo bastante imbécil... ¡y si se atreve!

Se volvió y se marchó, y ella le siguió con mirada afligida. Desde luego, eso era exactamente lo que quería el Sumo Iniciado: que Tarod fuese atraído a la Isla Blanca, a la fuente absoluta del poder de Aeoris, en su persecución. Y Tarod les seguiría y, cuando llegase, ¿qué encontraría esperándole?

Volvió la cabeza a un lado, mirando por encima de la barandilla de la barca el mar oscuro como la pizarra. No lloraría, nada la induciría a darles la satisfacción de ver sus lágrimas; pero por dentro, tenía destrozada el alma.

¡Tarod!

El grito que resonó en su mente era tan fuerte como si alguien hubiese gritado su nombre en la habitación. Violentamente despertado de su sueño, Tarod se incorporó, vi brando todavía aquel sonido en su conciencia, y en el mismo instante en que reconoció aquella voz angustiada, se dio cuenta de que Cyllan no estaba ya a su lado.

— Cyllan...

El nombre se formó en sus labios en una aguda exclamación de alarma, y Tarod se levantó rápida y ágilmente de la cama, atraído por un instinto inadvertido hacia la ventana, donde levantó la cortina.

La calle y la plaza del mercado estaban vacías. La primera luna se había hundido detrás de los tejados, y el segundo y más pequeño satélite que la seguía era una pálida media luna en el oeste. La aurora no estaba lejos, pero salvo unas pocas estrellas desparramadas de las que las luces que que daban encendidas en el puerto parecían un reflejo, nada podía ver.

Tarod giró en redondo y contempló las frías sombras de la estancia. Buscó mentalmente el origen de aquel grito, pero no encontró nada. Lo único que sabía de cierto era que Cyllan se había ido. Rápidamente concentró su atención en la posada, dejando que su mente sondease y buscase. Otros huéspedes dormían en sus camas: una pareja, vuelta de espaldas, que se había peleado antes de retirarse a descansar; un austero mercader que compartía la cama con una prostituta del muelle a la que introdujo disimuladamente; el dueño de la posada, cuyo jergón le resultaba incómodo por las monedas guardadas debajo de él... Y abajo, la cervecería desierta y el silencioso comedor; fuera, los establos llenos de caballos adormilados... , pero ni rastro de Cyllan.

La mano izquierda de Tarod se estremeció de pronto y la piedra del anillo resplandeció, llamándole la atención. Simultáneamente, una intuición que no era humana le puso la piel de gallina, diciéndole que, dondequiera que estuviese Cyllan, no la encontraría por medios normales. Se tumbó de nuevo en la revuelta cama, tapando el anillo con la mano derecha. Era reacio a valerse de la hechicería, pero no tenía otra alternativa si quería encontrarla. Y así (tuvo que endurecerse para soportar la idea) sabría si estaba viva o muerta.

Cerró los ojos verdes y sintió que el antiguo poder empezaba a despertar en él. Era algo doloroso y exquisitamente familiar y, a pesar de sus presentimientos, lo recibió de buen grado, dejando que se elevase a través de los muchos niveles de conocimiento y se apoderase al fin de su conciencia. Entreabrió de nuevo los ojos, estrechas rendijas esmeraldas que brillaron ahora con una inteligencia extraña al mezclar se primero, y eliminar después, la comprensión nacida del Caos a la comprensión mundana. La adivinación era un talento que había desarrollado durante sus años de Adepto, pero lo de ahora no se parecía en nada a las prácticas seguidas en el Círculo. No necesitaba ningún cristal ni invocaciones, y los planos en que se movía su mente estaban mucho más allá de los que sus colegas de antaño habrían podido aspirar a alcanzar.

Oscuridad. La oscuridad se movía, lenta y rítmicamente, como el flanco de algún enorme y amorfo animal al respirar. Una hoja de cuchillo de luz fría la perforó, temblando y rompiéndose como en un oleaje, y supo que estaba contemplando el mar bajo los últimos rayos de la luna.

Navegaba en el mar y sin embargo, no podía alcanzarla... Sentía la presencia de algo allí, en lo profundo, pero había un obstáculo que estaba protegido por una fuerza que resistía a su voluntad, y así se le escapaba, burlón, cuando él creía que lo había agarrado. La cólera lamió su mente como una llama; la cólera soberbia y fría de un ente que no podía tolerar verse frustrado. Sintió que su poder crecía al romper los últimos lazos que le unían al cuerpo humano en la posada de Shu-Nhadek, y por fin captó triunfalmente que la elusiva presencia en el mar no era mortal.

Velas blancas se hinchaban fantásticamente en la oscuridad, mientras el blanco casco rompía el agua negra. Las lenguas de fuego de la cólera que sentía Tarod fueron de odio y desprecio al chocar el aura del barco con la suya propia; era enemiga de aquello en que él se había convertido, vehículo y símbolo de su aborrecido enemigo, y sola mente toda su fuerza de voluntad impidió que retrocediese asqueado.

No podía ver ningún detalle del barco, pero no lo necesitaba: su imagen astral era suficiente. Los pasajeros habían embarcado en plena noche y, ahora, la barca navegaba hacia la Isla Blanca y el Cónclave de los Tres. Y Cyllan estaba a bordo...

La furia acometió a Tarod mientras su mente volvía al cuerpo que había dejado en la oscura habitación. Sus músculos se contrajeron y le hicieron ponerse en pie de un salto, y un aura negra cobró vida y resplandeció a su alrededor. No podía contener su ira; era demasiado fuerte, demasiado inhumana, incontrolable..., pero tenía que reprimirla, tenía que aferrarse a su humanidad, luchar contra la voluntad del Caos.

Con un grito ahogado, se tambaleó hacia atrás y cayó sobre la cama, y cuando su cuerpo chocó con el jergón, algo pareció salir de su cráneo y desintegrarse con un ruido que no era ruido, una sensación discordante, mareante. Le dio vueltas la cabeza y se agarró a la almohada, buscando ansiosamente algo real y terreno que le sirviese de áncora. Después de unos momentos cesó el vértigo, aunque le dejó mareado y agotado. Lenta y dolorosamente, se sentó en la cama.

No había estado preparado para el poder del odio primigenio que había surgido dentro de él al encontrar la Barca Blanca de Aeoris. La enemistad era demasiado antigua para comprenderla, y él había reaccionado con todo el aborrecimiento y el desprecio contenidos en milenios de recuerdos preternaturales. Aferrándose al fin a su identidad, había luchado contra aquel poder y había vencido, pero había pagado cara la victoria. Y aunque pudiese haber encontrado a Cyllan, no podía cruzar la barrera que los separaba.

Todavía aturdido y sin saber apenas lo que estaba haciendo, cogió su ropa y empezó a vestirse. Todo requería demasiado tiempo; tenía viva conciencia de que le estorbaban las limitaciones de un cuerpo físico, y el recuerdo del poder que, aunque dormido ahora, se escondía en su alma, le desgarraba.

Sería tan sencillo... Se detuvo, mirando fijamente el anillo en su mano izquierda. El Caos era una fuerza titánica, pero en este plano terrenal, él era dueño del Caos. Una vez había desterrado a Yandros, destruyendo su única cabeza de puente en este mundo, y el Señor de los Cabellos de Oro no podía volver a menos que Tarod revocase la orden de destierro y le llamase de nuevo. Si lo hacía, la Barca Blanca y toda su tripulación no serían enemigo para semejante adversario.

Un horrorizado rechazo llegó pisando los talones de la idea, y Tarod se espantó al darse cuenta de lo cerca que había estado de caer en la tentación. Con las secuelas de la fuerza del Caos haciéndole cosquillas en la piel, había sentido resurgir antiguas afinidades; había deseado la presencia de Yandros como aliado y compañero por mucho tiempo.. , y sabía que esta tentación era la oportunidad que había estado esperando el Señor del Caos. Yandros respondería a la llamada, si él la hacía. Y con su regreso, toda la esperanza de Tarod de reconciliarse con Aeoris quedaría destruida. Si tenía que demostrar su fidelidad al Orden, llamar ahora al Caos, incluso en una situación desesperada, sería la más grave de las traiciones.

¿Incluso para salvar la vida de Cyllan?

Esta muda pregunta era tan insidiosa como engañosa. Llamar a Yandros podría salvar a Cyllan del peligro en que se hallaba en la Barca, pero, aparte de esto, no serviría de nada. El Círculo no le haría daño... por ahora; con la Isla Blanca y el Cónclave tan cerca, Keridil tendría otros planes para ella. Y esto daba tiempo a Tarod; poco tiempo, ciertamente, pero suficiente.

Sus manos estaban más firmes cuando siguió vistiéndose. Aunque había desterrado las sacrilegas ideas, parecían reinar las tinieblas en la estancia; si no hubiese sabido que no podía ser, se habría imaginado que una presencia permanecía inmóvil en la sombra del último rincón, acechando; si podía poner su mente a tono casi podría convencerse de que no estaba enteramente solo.

Fue a coger su capa, pero lo pensó mejor. Ahora no tenía necesidad de disfrazarse. Al dirigirse sin ruido a la puerta, se detuvo y sonrió hacia el oscuro y silencioso rincón.

Dijo en voz baja:

—Esta vez no, Yandros...

La puerta se cerró suavemente a su espalda.

El arco deformado de la segunda luna se estaba hundiendo en el mar y, como faltaba menos de una hora para el amanecer, la niebla se había levantado del agua y se había trasladado a ráfagas a la ciudad, donde formaba pálidos y engañosos charcos en las calles y en la plaza del mercado. Tarod, oscuro como una sombra en las vulgares y negras vestiduras por las que había trocado el rico atuendo de mercader, recorrió en silencio un largo callejón, dejando atrás las tabernas cerradas, y salió a los muelles.

El puerto estaba desierto. Con sólo los últimos destellos de las estrellas, desparramadas, la oscuridad era casi absoluta; solamente la silueta de una barca de pesca amarrada que se balanceaba ligeramente se recortaba más negra contra el agua plomiza. Tarod avanzó en su dirección, encontró la escalera del muelle y bajó hasta que un débil y cambiante resplandor y un sonido apagado y rítmico le dijeron que había llegado al nivel de la marea.

Se agazapó en la escalera revestida de algas y observó el agua, borrando de su mente toda idea, salvo la única que inmediatamente le interesaba. Arriba y a su izquierda se movió una sombra; vio los ojos de un gato salvaje reflejando la débil fosforescencia del mar al mirarle furioso desde encima de la pared. Después se alejó corriendo y sin ruido. Tarod volvió de nuevo a su concentración, borrando la suave llamada mental.

Nunca había intentado comunicarse con semejantes criaturas, pero algo, más allá de su instinto normal, le dijo que vendrían. Ayudaron una vez a Cyllan, cuando, de no ser por ellos, se habría ahogado en el mar alborotado frente al promontorio del Castillo. Y sintió intuitivamente que ahora le ayudarían a él.

Cuando la primera cabeza lisa emergió de la superficie a poca distancia del muelle, Tarod soltó el aire que retenía en los pulmones y sonrió aliviado.

Había pensado que podría sentir su presencia antes de que llegasen, pero los fanaani no le avisaron. Curiosos, pero conscientes de que la mente de él era de un orden que les era desconocido, se acercaron en secreto, y solamente cuando tres de los bellos animales marinos, parecidos a gatos, hubieron salido a la superficie, sintió Tarod el primer y débil roce de un contacto telepático.

Extraño. Esta palabra era la mejor interpretación que podía dar un ser humano a la idea que le transmitían las mentes desconocidas de los fanaani. No estaban seguros de él y nada que pudiese él decir o hacer les persuadiría de acelerar su juicio o influiría en ellos. Estas criaturas marinas, eran una ley en sí mismas; nadie podía sondear sus pensamientos ni sus motivaciones. Pero, si una mente estaba realmente abierta, era posible comunicar con ellos en su propia y extraña manera.

Dejó que les tocaran sus sentimientos, uno a uno, y volvió a sentir aquella curiosidad.

¿Me ayudaréis? Como ellos, Tarod empleaba conceptos en vez de palabras, imágenes que traducía en una forma que ellos podían comprender mejor que el habla. La más próxima de aquellas tres criaturas dio una vuelta en el agua, sin producir apenas una ligera onda; era del tamaño de un hombre, y había en sus ojos un brillo de inteligencia cuando miró solemnemente a Tarod.

Secreto. El pensamiento fue acompañado de un temblor de risa callada, y se dio cuenta de que los fanaani habían leído en él la necesidad de llegar a la Isla Blanca sin que nadie lo supiese, y que esto les divertía. Entonces llegó otro concepto: un animal terrestre sumergiéndose en profundidades verdes, sin respirar, desapareciendo progresivamente, muriéndose. Tarod sonrió débilmente al darse cuenta de que aquel animal terrestre era él y que los fanaani comentaban, compasivos, su incapacidad de nadar una distancia que para ellos era nada.

Les respondió con la idea de un fanaani tratando de caminar en tierra, completando la imagen con un irónico interrogante. El fanaani pestañeó, rodó de nuevo y desapareció bajo la superficie del mar casi sin producir la menor onda. Cuando reapareció unos segundos más tarde, había un nuevo concepto en su mente.

¿Por qué?

Quería averiguar su objetivo, y Tarod comprendió que cualquier intento de disimulo le apartaría de él y de sus compañeros. Los fanaani le exigían sinceridad a cambio de su ayuda, y les abrió la mente, permitiendo que viesen sus intenciones y su propósito y los interpretasen como pudiesen. La espera pareció interminable, pero al fin sintió que las extrañas y curiosas mentes se retiraban de la suya. Y después:

Demasiado pronto. Luz arriba.

Tarod miró involuntariamente hacia lo alto. Las estrellas habían desaparecido y el cielo empezaba a iluminarse. Cuando miró de nuevo a los fanaani, vio que su abigarrada piel estaba perdiendo su fosforescencia.

Oscuridad arriba. Ven entonces. Ven a este lugar... Y vio claramente en su mente, aunque la imagen era como se veía desde el mar, una cala donde las olas rompían sobre una estrecha barra de arena gris. A un lado se proyectaba agresivamente hacia fuera un acantilado, y allí el constante ataque de las olas había desgastado un estrato blando y había abierto un enorme arco en el espolón de roca. Era un punto de referencia inconfundible, todo lo que él necesitaba.

Dos de los fanaani, que no se habían acercado al malecón en todo el intercambio de ideas, estaban ya dando media vuelta y adentrándose lentamente en el mar. Tarod intercambió una última mirada con la tercera criatura y transmitió cortésmente: Gracias.

Desaparecieron sin apenas dejar rastro, y él se levantó, estirando los entumecidos músculos y satisfecho de lo que había logrado. Aunque tenían fama de aliados de poco fiar, los fanaani no le habían fallado, y cuando se pusiera esa noche el sol, volverían para cumplir su promesa.

Una raya de color como de sangre oscura y seca se extendía ahora a lo largo del horizonte oriental. Tarod subió la escalera del muelle, se detuvo un momento para contemplar el mar que subía lentamente, y se encaminó a la posada.

La cala que le habían mostrado los fanaani estaba a unas nueve millas al este de Shu-Nhadek, donde la hasta allí suave costa se transformaba en los altos e inhóspitos acantilados que dominaban la línea costera de tres provincias antes de descender finalmente en las Grandes Llanuras del Este. El lugar era conocido como Punta de Refugio y fue la salvación de muchos pescadores sorprendidos lejos del puerto por la tormenta; pero raras veces era empleado y no había casas en las cercanías. Tarod salió temprano de la posada, diciendo al dueño que pensaba pasar el día fuera, cabalgando, y que su esposa, que estaba cansada, se quedaría en la cama. Cuando alguien llamase a la puerta para preguntar si la señora del vinatero quería comer o beber algo, él estaría ya muy lejos, y el dinero que dejó en la habitación, añadido al valor de la yegua abandonada por Cyllan, sería más que suficiente para pagar el hospedaje.

Se alegró de trocar la bulliciosa ciudad por la paz del campo, y siguió el estrecho camino a lo largo de la costa. Su caballo estaba nervioso después de haber estado encerrado en el establo de la posada, y él le dio rienda suelta, gozando con las sensaciones de un veloz medio galope al cabalgar en la dirección del sol naciente.

Localizó la cala mucho antes de llegar a ella; un largo espolón de roca que se adentraba en el mar, con un arco casi perfectamente simétrico abierto en la estrecha punta. Debían faltarle una milla o dos para llegar allí, y puso su caballo al paso, permitiendo que haraganease y mordisquease el verde césped primaveral. Tenía todo el día por delante, sin nada que hacer salvo esperar; no hacía falta que se diese prisa

Media hora más tarde llegó a la cala y, sentado en la silla, contempló el escarpado acantilado que se cernía sobre un triángulo de playa allá en lo hondo. El mediodía estaba próximo y la bahía rebosaba de luz dorada y rojiza. Desde donde se hallaba, podía ver un estrecho camino que, aunque empinado, permitía bajar hasta la arena.

Saltó al suelo y, con alivio, se despojó de la adornada capa que le había permitido mantener su papel de mercader importante. También se desprendió de las botas de cuero suave, sabiendo que de ahora en adelante iría mejor descalzo, y de la bolsa que llevaba colgada del cinto, dejándolas caer descuidadamente sobre la hierba. Entonces volvió su atención al caballo, desensillándolo y dejando los arneses junto a su capa. Acarició el morro del animal, que relinchó suavemente antes de dedicarse afanosamente a alimentarse. Todavía no se había dado cuenta de que él lo puso en libertad; en vez de venderlo por un dinero que de nada le serviría, prefirió soltarlo. Sin duda, con el tiempo, alguien le encontraría y le haría suyo, como encontrarían la ropa y las monedas que había dejado allí. Si los bienes abandonados eran reconocidos como pertenecientes al vinatero que se había alojado en Shu-Nhadek, indudablemente habría especulaciones sobre su verdadera identidad y su destino, pero entonces todo esto le tendría ya sin cuidado.

El caballo levantó la cabeza y observó con ligera curiosidad cómo Tarod se dirigía hacia el camino. Después perdió su interés y continuó paciendo. Tarod no miró atrás, sino que empezó a descender por el abrupto, peligroso y resbaladizo sendero. Fue más fácil de lo que le había parecido y, en pocos minutos, llegó a la playa y cruzó la estrecha franja hasta donde rompía el mar. La arena, compuesta por los restos desgastados por el oleaje de innumerables millones de pequeñas conchas, era fría y húmeda bajo los pies. Se plantó en el borde del agua mirando hacia donde consideraba que debía de estar la Isla Blan ca, pero el horizonte se perdía en la neblina y no pudo ver señal de la Isla.

A esas horas la Barca habría llegado ya a su destino... Tarod, reflexivamente, volvió al lugar donde unos cantos rodados le ofrecían un sitio en el que descansar. Creía que Cyllan debía estar todavía viva e indemne; conociendo como conocía a Keridil, dudaba de que el Sumo Iniciado tomase una decisión apresurada sobre su destino. Más bien la consideraría como el señuelo perfecto para atraer a su enemigo a la Isla... , y estaba en lo cierto, aunque la llegada de Tarod sería muy diferente de la que Keridil preveía.

¿Y qué haría cuando llegase?, se preguntó. Había trazado sus planes y estaba resuelto a ponerlos en práctica; pero antes de este momento había rehuido siempre considerar demasiado profundamente las consecuencias de lo que pretendía hacer. Sin embargo ahora, con la larga tarde por delante y nada que hacer salvo estar sentado y contemplar el mar, tenía pocas defensas contra las preguntas y las aprensiones que rondaban en el fondo de su mente esperando una respuesta.

Estaba jugando, no solamente con su vida, sino también con su propia alma, con la esperanza de que podría apelar al árbitro supremo y ser escuchado con misericordia. Pero habían ocurrido tantas cosas desde que juró entregar la piedra del Caos en la Isla Blanca que ya no estaba seguro de poder confiar en su criterio. Personas inocentes habían muerto a sus manos y a las de Cyllan y, por muy grande que fuese su justicia y su clemencia, era posible que ni siquiera Aeoris pudiese pasar por alto o perdonar aquellos hechos. Su palabra debía prevalecer contra la de Keridil cuando hiciese su alegato... ¿Querría el más grande de los Siete Dioses escuchar a un acusado siervo del Caos cuando el acusador era su Sumo Iniciado?

Tarod se volvió bruscamente, irritado por sus pensamientos. No había espacio para la duda; no podía dejar que ésta tomase posiciones, pues, si lo hacía, arraigaría y crecería demasiado aprisa para ser dominada. Tomó su decisión y no debía vacilar; además, la alternativa era clara. El Orden o el Caos: no había término medio. Había emprendido su camino; tenía que llegar al fin.

Sin embargo, su estado de ánimo estaba muy lejos de ser satisfactorio cuando volvió a las rocas y se sentó para la larga espera.

Más tarde se dio cuenta de que había dormido durante buena parte de la tarde, y cuando se despertó, la última luz resplandecía triste en occidente, prendiendo fuego a los bordes del acantilado. La cala estaba sumida en sombras; con la marea menguante, parecía húmeda, helada e inhóspita, y el frío se filtraba a través de la fina camisa de Tarod.

Este se levantó, flexionando los miembros para aliviar el entumecimiento de los músculos, y descendió lentamente por la playa hasta el borde del agua. La espuma formaba en la orilla una pálida franja, pero, más allá, las olas eran oscuras y el mar y el cielo ya no podían distinguirse. Se preguntó cuándo vendrían los fanaani y dominó un escalofrío que poco tenía que ver con el aire cortante.

Tarod no podía calcular el tiempo que estuvo en la playa mientras se desvanecía la luz y era finalmente reemplazada por una oscuridad total. Pero al fin oyó una nota débil, dulce y misteriosa, muy lejana pero discernible en medio del murmullo del mar. Momentos más tarde, se le unieron otra y otra nota, en una armonía pura que era como un lamento y que le estremeció hasta la medula e hizo que sintiese un nudo en la garganta. La canción de los fanaani... Estaban aquí, esperándole.

Tarod lanzó un profundo suspiro y abrió su mente a los primeros tanteos de unos pensamientos ajenos que sondaban los suyos. Al principio sólo estaban compuestos de extrañas y fantasmagóricas imágenes marinas, pero gradualmente se fundieron hasta que unas palabras claras tomaron forma en la mente de Tarod.

Ven..., únete a nosotros... únete a nosotros...

La oscuridad era casi absoluta, pero cuando una ola se levantó para romper a sus pies, pudo verles; unas formas más negras contra el oleaje. Le asaltaron la duda y el miedo, pero reprimió estos sentimientos y caminó hacia delante.

El mar formó remolinos alrededor de sus tobillos, alrededor de sus rodillas. La playa descendió rápidamente y la primera ola que rompió sobre él era fría como el hielo y le produjo escalofríos. Tarod esperó la ola siguiente y se sumergió en ella, emergiendo después y sacudiéndose el agua de los cabellos y los ojos. Echó una última mirada a la cala silenciosa y dormida; después empezó a nadar vigorosamente hacia el mar abierto. Los fanaani salieron a su encuentro cuando dejó atrás el acantilado; como antes, eran tres, aunque no habría podido decir si eran las mismas criaturas con quienes se comunicó en el puerto de Shu-Nhadek. Unos cuerpos lisos y resbaladizos le rodearon y sintió que un animal rozaba el suyo; pataleando, alargó un brazo y lo pasó sobre el lomo de aquél para agarrarse al hombro poderoso y de tupido pelaje, mientras un segundo fanaán se colocaba al otro lado como un tercer eslabón. Ahora pudo ver claramente delante de ellos al tercer animal, más grande que los otros, de pelambre moteado y unos ojos que, al volverse a mirarle, parecían serenos y sabios. Tarod sonrió, formando palabras de agradecimiento en su mente, y el fanaán que iba en cabeza emitió una serie de notas temblorosas y argentinas en una escala extraña. Como si el sonido fuese una señal, las dos criaturas que iban al lado de Tarod nadaron hacia delante. El sintió que los fuertes músculos se contraían debajo de sus manos, vio que el mar se hinchaba saliendo a su encuentro y entonces los fanaani nadaron fácil y rápidamente, llevándole hacia el negro y vacío horizonte.

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