CAPÍTULO 1


En esa época del año, los espesos bosques que cubrían la mayor parte de la mitad occidental de la provincia de Chaun ofrecían escasa protección a los viajeros. En algunos lugares, los retoños primaverales habían brotado en aisladas explosiones de verde, y en el suelo del bosque los heléchos y las zarzas mostraban tímidamente nuevos brotes; pero, aparte de la resplandeciente copa de algún pino gigante ocasional, la mayoría de los árboles todavía no tenían hojas.

En un claro no lejos del borde norte del bosque, un gran caballo gris pastaba desconsolado en el monte bajo, arrastrando las riendas que se enganchaban en los brezos. La silla había resbalado un trecho sobre la cincha y un estribo suelto golpeaba ocasionalmente una de las patas de atrás, haciendo que el animal aplanase las orejas e intentara morder el irritante e invisible objeto, mientras el sudor brotaba de su cruz. Aunque por lo demás parecía bastante tranquilo, había delatoras manchas de espuma alrededor de su boca y en torno a la silla, y de vez en cuando el caballo interrumpía su ramoneo sin ningún motivo aparente y levantaba recelosamente la cabeza, alerta contra alguna amenaza imaginada.

En las tres horas que habían transcurrido desde su extraordinaria y aterrorizada llegada al claro, el caballo había hecho caso omiso de la delicada e inmóvil figura que yacía entre las raíces salientes de un roble gigantesco. Una doma severa lo condicionó a no abandonar a la persona que lo montaba, fuese quien fuere, y buscar la libertad; pero como la amazona no daba señales de recobrar el conocimiento, el animal había perdido su interés en ella. Recordando todavía los terrores de las últimas horas, se contentaba con permanecer en la relativa seguridad del bosque y seguir pastando hasta que le ordenasen que se moviese.

La muchacha, que se agarraba frenéticamente a la silla de su montura cuando salieron disparados del torbellino que les había agarrado y traído hasta aquel lugar, fue arrojada del lomo del animal al

caer éste, relinchando, entre los matorrales. Chocó contra el tronco gigante del roble y cayó como un pájaro herido, para yacer inmóvil entre las raíces.

Su cara, medio oculta bajo una maraña de cabellos casi blancos y la capucha hecha jirones de una capa, estaba pálida y macilenta, sus labios, exangües, y una viva mancha escarlata se había extendido desde el cráneo hasta la frente, mezclándose con otras y más antiguas manchas de sangre que no era suya. Pero respiraba... y al fin, poco a poco, empezó a moverse.

Al recobrar el conocimiento, Cyllan no recordó inmediatamente los sucesos que la habían traído al bosque. Al principio, dándose vagamente cuenta de que yacía sobre un suelo duro, frío y húmedo, pensó que estaba durmiendo en la tienda de cuero que había llamado su hogar durante sus cuatro años de aprendizaje como conductora de ganado. Pero aquí no sentía la impresión claustrofóbica de estar encerrada, ni percibía el mal olor y los mugidos de las reses, ni los iracundos gritos de su tío, Kand Brialen.

Sus días de vaquera quedaron atrás. Habían sido un sueño, sólo una pesadilla. Seguramente estaba todavía en el Castillo...

Fue esta idea la que le aclaró la mente como si le hubiesen dado una fuerte bofetada, y se irguió automáticamente, abriendo los extraños ojos ambarinos, y un grito, un nombre, brotó de su garganta sin que pudiese impedirlo.

¡Tarod!

El caballo levantó la cabeza y la observó con curiosidad. Cyllan miró hacia atrás, asombrada, sabiendo solamente que nunca había estado hasta entonces en este lugar. Parecía que unos martillos le golpeasen el cráneo; lanzando un gemido de dolor, se reclinó en el tronco del árbol, y todos sus músculos protestaron contra el movimiento, haciéndole sentir como si su cuerpo estuviese ardiendo. Su mente se esforzó frenéticamente en asimilar las pruebas imposibles que le daban sus sentidos. ¿Dónde estaba el Castillo? ¿Qué había sido de Tarod? La habían encontrado en la caballeriza cuando ella estaba tratando de alcanzarle; la sacaron a rastras al patio de negras paredes donde esperaba el Sumo Iniciado, y entonces, al llegar rugiendo el Warp sobre sus cabezas, apareció Tarod...

El Warp. De pronto, Cyllan recordó, y con el recuerdo experimentó unas náuseas que se agarraron a su estómago vacío y le produjeron violentas e inútiles arcadas, doblada contra la rígida corteza del árbol. Recordó el enfrentamiento en el patio, su propia escapada (había dado una patada al Sumo Iniciado en el estómago y mordido al hombrón que la sujetaba) y su precipitada fuga cuando, atrapada y lejos del alcance de Tarod, había aprovechado la única oportunidad que se le ofrecía saltando a lomos del caballo. Tenía una vaga idea de haber atropellado a cuantos le cerraban el paso, abriéndose camino hacia Tarod; pero el caballo se había espantado, desbocado y cruzado a toda velocidad las puertas del Castillo, lanzándose directamente al encuentro de la monstruosa tormenta sobrenatural que rugía en el caos desencadenado en el exterior.

Cyllan se estremeció al recordar, a su pesar, los horrores que percibió en la fracción de segundo antes de que la tormenta anulase sus defensas. Las montañas, retorcidas en formas y dimensiones imposibles; el mar, pareciendo levantarse en una titánica pared de agua que se elevaba hasta miles de pies en el furioso cielo; caras monstruosas y salvajes, manifestándose en las nubes y los relámpagos, proyectando lenguas de serpiente y aullando con angustia insensata. Entonces, la negra pared se derrumbó sobre ella, envolviéndola en un momento de oscuridad y locura hasta que emergió, en medio de una estruendosa cacofonía de ruidos, luces y dolor lacerante, en un escenario que casi la había trastornado por su absoluta normalidad. Después cayó vertiginosamente a través del aire, oyó perfectamente los relinchos del caballo, y el árbol, sólido, real, firme, borró su conciencia.

Al fin cedieron los espasmos de su estómago y pudo colocarse en una posición menos incómoda. Estaba viva y, por muy apurada que fuese su situación, aquello por sí solo era causa de una gratitud alentadora. Todos los moradores de la tierra sentían desde su infancia un terror por los Warps que les paralizaba; no había alma viviente que no hubiese oído el agudo y estridente gemido en el lejano norte y visto las franjas de macilentos colores que se extendían en el cielo y presagiaban una de aquellas espantosas tormentas sobrenaturales. Los Warps eran un legado del Caos, una última manifestación de la confusión que había reinado antaño sin trabas en el mundo, antes del triunfo del Orden, y cuando estallaban, terribles e imprevisibles, todos los hombres, mujeres y niños buscaban un lugar donde refugiarse. Los que no lograban encontrarlo eran objeto de fervientes oraciones de las Hermanas de Aeoris por sus almas, y sus amigos y parientes sabían que jamás encontrarían rastro de ellos. Según la leyenda, el gemido que acompañaba a un Warp al rodar sobre la tierra eran las lamentaciones acumuladas de todos aquellos seres perdidos y condenados, y transmitidas por los vientos del Caos.

Con ésta, eran dos las veces que Cyllan había sobrevivido al indescriptible horror de las tormentas: dos veces se había visto arrastrada sobre la faz del mundo por el torbellino y depositada, maltrecha y contusa, pero viva, en algún lugar lejano y desconocido. Si había que dar crédito a las leyendas, y existían pruebas más que suficientes que demostraban su veracidad, Cyllan tendría que estar muerta y condenada al infierno, fuese cual fuere, que esperaba a las víctimas de los Warps. Sin embargo, vivía.., y el conocimiento de por qué vivía la hizo estremecerse, al recordar al ser calculador y fríamente invencible que resolvió ofrecerle su protección. Yandros, Señor del Caos, que se decía hermano de Tarod y cuyas maquinaciones habían provocado toda la terrible cadena de sucesos en el Castillo de la Península de la Estrella, respondió a su desesperada petición de auxilio cuando ya no le quedaba otra esperanza. Recordó la sonrisa inhumana de su bello semblante, cuando, al postrarse ante él, le reveló que había sido él quien le había salvado la vida y la había traído al Castillo al estallar el Warp sobre Shu-Nhadek. Cuando el caballo gris salió galopando del Castillo, lanzándose contra la tormenta, Cyllan gritó su nombre, en una frenética e involuntaria petición de auxilio, y, por lo visto, él le respondió de nuevo. Cyllan no se hacía ilusiones sobre la lealtad o el patronazgo de Yandros; la protegía porque ella le era útil, pero si fracasaba en la tarea que él le había encomendado, no podría esperar misericordia. Y sabía, como sabía él, que ahora que había renegado de su fidelidad a los reinantes señores del Orden, no encontraría perdón si un día se arrepentía de lo que había hecho. Al unir su suerte a la del Caos, se había condenado irremisiblemente a los ojos de sus propios dioses.

Cyllan se estremeció de nuevo y llevó una mano al cuello de su vestido gris, introduciéndola debajo del corpiño hasta que extrajo algo que guardaba entre los senos. No lo había perdido en su furiosa fuga del Castillo, y sintió una extraña mezcla de alivio y repugnancia al contemplar la pequeña joya clara y de múltiples facetas que reposaba ahora en la palma de su mano proyectando fríos reflejos de la triste luz del día. La piedra del Caos. Una fuente de poder y de terror... y el recipiente que contenía el alma del hombre a quien ella amaba.

Su mano se cerró reflexivamente sobre la piedra, ocultándola a la vista. Debatiéndose entre el odio a la naturaleza de la joya y el doloro so conocimiento de que sin ella era un ser incompleto, Tarod había advertido a Cyllan de su influencia; una influencia, había dicho, que corrompía y manchaba todo aquello que tocaba o a todo aquel que la poseía. ¡Cuánta razón había tenido!, pensó ahora amargamente. La piedra la ayudó ya una vez a matar, provocando en ella una demoníaca sed de sangre que hizo que se regocijase en el acto del homicidio. El estigma de aquella acción todavía permanecía en las manchas rojas secas de sus manos y su ropa, y Cyllan sabía lo fácil que era caer bajo aquella negra influencia. Solamente Tarod podía ejercer algún control sobre la piedra... y bien que la necesitaba, pues sin ella sólo le restaba una fracción de su poder. Dado que el Círculo, del que había sido antaño alto Adepto, juró destruirle, su vida estaría en peligro hasta que la joya volviese a estar en su poder.

Esto, si todavía estaba vivo...

Cyllan no era propensa al llanto. Su dura vida le había enseñado la futilidad de mostrar cualquiera de los tradicionales signos de debilidad femenina, pero bruscamente se halló al borde de las lágrimas. Si Tarod vivía... Lo último que recordaba, antes de que el caballo saliese disparado, era que le había visto en la escalinata de la puerta principal del Castillo, desarmado y rodeado de tres o cuatro Iniciados dispuestos a atravesarlo con sus espadas antes de que pudiese defenderse. El Warp había estallado sobre sus cabezas y ella no había vuelto a ver a Tarod, pero seguramente, seguramente, incluso su poder reducido sería suficiente para salvarla, ¿no? Podía haber escapado del Castillo y, en tal caso, la estaría buscando. Aunque era imposible imaginar por dónde empezaría, teniendo todo el mundo para elegir.

Cyllan se obligó a mirar de nuevo la piedra e hizo una mueca al verla brillar como un ojo maligno, desorbitado, entre el enrejado de sus dedos. Después, cuidadosamente, volvió a introducirla debajo del corpiño, sintiendo su contacto frío y duro contra la piel. Por ambiguos que fuesen sus sentimientos al respecto, la piedra era un talismán, su único enlace con Tarod, y si esto era posible, le atraería hacia ella. Yandros podía no ser capaz de prestarle una ayuda directa, pero el Señor del Caos quería que la gema fuese devuelta a Tarod, y si era ésta la única esperanza que tenía ella de encontrarle, haría todo lo posible para contribuir a que Yandros alcanzase su objetivo. Cerró la mente a todo pensamiento de lo que podía ocurrir después; lo único que importaba era que Tarod y ella se reuniesen de nuevo.

Pero el claro de un bosque que sólo los dioses sabían en qué parte del mundo se hallaba, difícilmente sería el lugar más propicio para empezar una búsqueda. En el breve tiempo transcurrido desde que había recobrado el conocimiento, la luz había menguado perceptiblemente, diciéndole que el tiempo estaba empeorando. No tenía comida ni agua ni albergue, ni la menor idea de lo lejos que podía estar del pueblo más próximo o siquiera de un camino utilizado por los conductores de ganado. No podía calcular la hora; posiblemente se acercaba el crepúsculo, y el bosque no era un lugar seguro para pasar la noche; sería mejor que dejase a un lado sus especulaciones y prestase atención a los problemas más prácticos e inmediatos de la supervivencia.

Se puso trabajosamente en pie y el caballo levantó receloso la cabeza. Sacudiéndose el arrugado y sucio vestido (advirtió un gran desgarrón en un lado de su falda), se llevó dos dedos a la boca y lanzó un silbido grave y peculiar. El caballo echó atrás las orejas; Cyllan silbó de nuevo y el animal, obedeciendo de mala gana la orden, se acercó lo bastante para que ella le asiese la brida. Mientras enderezaba la silla y comprobaba que no se habían roto las correas, dio gracias, tal vez por primera vez en su vida, por los cuatro años que había pasado viajando por los caminos a lomos de un poney como aprendiza en el grupo de boyeros de su tío. Aquel silbido era un truco que aprendió pronto y con el que se podía dominar al animal más recalcitrante; el caballo no le crearía dificultades y ella estaba acostumbrada a pasar largas horas sobre la silla. Con la ayuda de Aeoris , mentalmente se corrigió, sonriendo maliciosamente para disimular la inquietud que le producía... , con la ayuda de la suerte, podría encontrar rápidamente el lugar habitado más próximo.

El arnés estaba seguro. Subiendo sobre una raíz de árbol para ganar altura, Cyllan saltó sobre la silla. Mirando entre las ramas entrelazadas de los árboles, trató de discernir la posición del sol poniente, pero el trocito de cielo que podía ver estaba nublado. Permaneció un momento inmóvil, reflexionando, y después hizo que el caballo volviese la cabeza en la que le dijo su intuición que era aproximadamente la dirección al sur. La mayoría de las zonas boscosas que cruzaban las partes occidental y central de la Tierra se extendían de este a oeste; por lo tanto, si cabalgaba hacia el sur, no tardaría en alcanzar el lindero del bosque y, desde allí, podría encontrar sin grandes dificultades alguno de los caminos empleados por los ganaderos.

No sabía, ni quería imaginar, lo que podía esperarle en el curso de su viaje. Si Tarod había escapado, pronto se sabría la noticia y empezarían a darle caza; posiblemente también a ella, aunque era más probable que el Círculo la creyese muerta. De alguna manera, tenía que encontrarle antes de que...

Tocó con los tacones de sus botas los flancos del caballo y lo condujo entre los espesos y expectantes árboles.

El canto que se oía débilmente, procedente del salón principal del Castillo de la Península de la Estrella, sería delicioso de escuchar si las circunstancias hubiesen sido menos espantosas. Las voces conjuntas de las mujeres que cantaban eran bellas, y el tono subía y bajaba en la ligera brisa de la tarde; pero Keridil Toln no podía olvidar un solo instante que las Hermanas de Aeoris estaban cantando un réquiem por el hijo del hombre que estaba sentado delante de él en su estudio.

Gant Ambaril Rannak, Margrave de la provincia de Shu, escuchaba el coro con la cabeza gacha, inmovilizada una mano sobre el pie de su copa de vino. De cuando en cuando, miraba hacia la ventana abierta, como esperando ver algo o a alguien, y Keridil percibía un momentáneo destello de rabia contenida en sus ojos.

Por fin habló Gant, con voz pausada y tranquila.

—El canto de las Hermanas es conmovedor. Aprecio el gesto, Sumo Iniciado, de su parte y de la tuya. —Pestañeó y frunció tristemente el entrecejo—. Sólo lamento que sus himnos no nos puedan devolver a Drachea de entre los muertos.

Keridil suspiró. Había temido tener que dar la noticia de que el hijo y heredero del Margrave había muerto estando bajo su protección. Gant había llegado aquel mismo día con su esposa y su séquito y se regocijó al enterarse de que Drachea había desbaratado por sí solo las maquinaciones del Caos, prestando un gran servicio al Círculo. Su hijo era un héroe... , pero en vez de compartir su gloria, el anciano recibió la noticia de su espantosa e ignominiosa muerte. Keridil había previsto palabras violentas, lamentaciones, acusaciones; pero el dolor callado y amargo del Margrave le resultaba aún más difícil de soportar. La Margravina se había desmayado y yacía ahora en la mejor habitación para invitados del Castillo, atendida por el médico Grevard; pero Gant rehusó todos los ofrecimientos de sedantes o calmantes, y en cambio, después de ver el cadáver de su hijo, solicitó una entrevista en privado con el Sumo Iniciado.

Keridil le contó toda la historia de la muerte de Drachea: cómo había sorprendido a Cyllan, después de que ésta escapara, en el acto de robar la piedra del Caos, y cómo ella le había asesinado. Hubiera querido confesar su sentimiento de responsabilidad por la muerte del joven; sin embargo, las disculpas parecían grotescamente inadecuadas; lo mejor que podía hacer era esperar a que Gant dijese lo que tenía que decir. Conociendo al Margrave, Keridil no dudaba de que hablaría sinceramente.

El canto se extinguió en una última y conmovedora armonía y el Margrave asintió con la cabeza como en señal de aprobación. Después miró de nuevo a Keridil y, esta vez, sus ojos eran duros como el hierro.

—Bueno, Sumo Iniciado. Sólo tengo que hacerte una pregunta. ¿Qué se hará para vengar el asesinato de mi hijo?

Keridil miró las notas que había estado tomando hacía algún rato. Aunque traerían poco consuelo a Gant, al menos vería que no había estado ocioso.

—Ya he puesto las cosas en movimiento, Margrave —dijo—. Tal vez habrás oído hablar de los recientes experimentos realizados en la provincia Vacía y en la de Wishet con aves mensajeras...

—Así es, Sumo Iniciado. En realidad, sugerí que se emplease este procedimiento en la búsqueda de mi hijo cuando desapareció por primera vez.

Keridil se sonrojó al oír el tono del anciano.

—Ciertamente..., bueno, los primeros experimentos fueron lo bastante afortunados para que pusiésemos la idea en práctica aquí, en el Castillo. Tenemos un maestro halconero de la provincia Vacía que ha venido a visitarnos, y sus aves han resultado más seguras y más rápidas que los mejores jinetes relevándose.

Los ojos de Gant adquirieron un brillo febril.

—Entonces puedes enviar...

—Ya lo he hecho. Tres aves han sido enviadas hoy, a mediodía, para llevar a la Tierra Alta del Oeste, a Han y a Chaun la noticia de lo que ha sucedido aquí. En cuanto lleguen a su destino, otras aves serán enviadas a otras provincias. La noticia llegará mañana a los sitios más apartados, e incluso el Alto Margrave la conocerá el mismo día.

Gant frunció los párpados.

—Y la muchacha, esa pequeña serpiente asesina..., ¿has enviado su descripción a todos los Margraviatos? ¿A todos los jefes de las milicias? —Cerró involuntariamente los puños sobre la mesa—. Hay que encontrarla, Sumo Iniciado, ¡y debe ser ejecutada!

La obsesión del Margrave era comprensible, dadas las circunstancias, pero Keridil no debía pensar solamente en el paradero de Cyllan. De las dos personas a quienes se buscaba, era con mucho la menos peligrosa, y aunque estaba resuelto a llevarla ante la justicia, tenía prioridades más urgentes. Sin embargo, se daba perfecta cuenta de que había que tratar a Gant con mucho tacto; cualquier insinuación de que el asesinato de su hijo ocupaba el segundo lugar en relación con otras consideraciones acarrearía más dificultades que las que Keridil Toln podía resolver en aquel momento.

—Ciertamente —dijo—, hemos difundido su descripción, Mar-grave, y confío en que no podrá escapar de la búsqueda durante mucho tiempo... , si es que sigue con vida, cosa que solamente podemos suponer. Todas las milicias serán puestas sobre aviso, y he pedido la máxima colaboración a todas las provincias. No obstante, debo añadir que nos enfrentamos con algo que podría tener consecuencias incluso más graves que el asesinato de Drachea. —Levantó la cabeza, vio la expresión del viejo y prosiguió, precavidamente—: Ahora sabes lo que ocurrió recientemente en el Castillo, cómo se produjo y quién lo perpetró. El causante está todavía en libertad y es mil veces más peligroso que Cyllan Anassan. Por favor... —añadió rápidamente, cuando pareció que Gant iba a protestar—, comparto tu afán de encontrar a la muchacha y castigarla. Pero no me atrevo a descuidar la búsqueda de Tarod. Es mucho más que un simple homicida; es una encarnación del Caos. Margrave, tú mismo has visto y oído hablar un poco de los estragos que es capaz de provocar. ¿Puedes imaginarte cuál sería el destino de todos nosotros si semejante poder monstruoso del mal circulase a sus anchas por el mundo?

Gant guardó silencio y Keridil supo que sus palabras habían dado en el blanco.

—No quiero causar una alarma innecesaria en la Tierra, sobre todo en este momento —añadió a media voz—. Pero faltaría a mi deber si no advirtiera inmediatamente del peligro. Si he de ser brutalmente sincero, nuestro mundo podría estar expuesto a un peligro como no se ha visto igual desde la caída de los Ancianos. Y no me avergüenza confesar que tengo miedo.

¿Había cometido un error al ser tan franco? La cara del Margrave adquirió una expresión crispada y tensa, y su mirada se fijaba inquieta, a intervalos, en la ventana.

—Sumo Iniciado, me cuesta creer... —tosió para aclararse la garganta al quebrarse involuntariamente su voz—, me cuesta creer que el Círculo, en el que reside el poder y la sanción del propio Aeoris...

Hizo la señal del Dios Blanco sobre el corazón, pero pareció incapaz de terminar la frase.

Keridil suspiró.

—Desearía fervientemente que la mitad de lo que se cuenta sobre las facultades del Círculo fuese verdad, Margrave; pero lo cierto es que, aunque tengamos el beneplácito de Aeoris, sería tonto presumir que tenemos su poder o algo que se le parezca. —Su expresión se endureció—. Esta es una lección que he aprendido recientemente por amarga experiencia, y pretender lo contrario sería tentar al destino. — Apretó los puños y sus nudillos se pusieron blancos—. Sin la joya de que te hablé, Tarod no es en modo alguno invencible. Pero si encuentra a esa muchacha antes que nosotros y recupera la piedra, tendrá de nuevo todo su poder. Y esto significa el poder de traer de nuevo todas las fuerzas del Caos y la oscuridad sobre el mundo.

— ¡Pero ningún hombre puede ejercitar semejante hechicería!

—Ningún hombre, es verdad; pero ahora no nos enfrentamos a un hombre. Tarod está emparentado con el Caos; ha nacido del Caos. No pongas en duda sus facultades, Margrave. Yo cometí una vez ese error.

Gant rebulló incómodo en su sillón, contrariado.

—Esto es más grave de lo que creía. Comprendo tu preocupación, Keridil, y la comparto. —Trató de sonreír—. Si el deber te obliga, también me obliga a mí, y reconozco que las consideraciones personales deben pasar a segundo plano. ¿Cómo te ayudará la provincia de Shu?

Keridil dio gracias en silencio por el firme sentido común innato que caracterizaba al viejo, reforzado por veinte años de rígido gobierno. La provincia de Shu podía jactarse no sólo de tener el puerto de mar más grande y seguro del mundo, sino también de poseer una fuerte y eficaz milicia, y los recursos del Margraviato eran de los mejores que podían encontrarse en cualquier parte. Gant sería un aliado de valor inestimable.

Asintió con la cabeza.

—Agradezco tu apoyo, Señor, y tu generosidad, y no me importa confesar que necesitaré toda la ayuda que pueda encontrar, especialmente en hombres.

—Lo creo. Pero, naturalmente, puedes suponer que, una vez se extienda el rumor, correrás el riesgo de que el pánico se apodere de todo el mundo, a pesar de la ayuda que puedas recibir. —Se mordió el labio—. El miedo al Caos está profundamente arraigado en todos nosotros, y la idea de su posible retorno...

Se encogió de hombros, para disimular un temblor, de un modo que no podía ser más elocuente.

—Ya lo he tenido en cuenta, pero no me atrevo a quitar importancia al peligro que nos amenaza —dijo Keridil, recordando las horas de tormento mental que había padecido mientras se esforzaba en valorar la prudencia de la decisión que había tomado—. La gente debe saberlo, Margrave. En buena conciencia, no puedo ocultarles la verdad.

Gant inclinó la cabeza.

—Sí... Comprando tu dilema y creo que debo aceptar lo que dices. Sin embargo, para evitar el histerismo, puede que sea necesario imponer ciertas restricciones por encima de las leyes de nuestro mundo. Por ejemplo, en mi propia provincia...

Keridil le interrumpió.

—Aprobaré todo lo que consideres necesario, en la medida de mi autoridad, Señor. Y si es necesario el consentimiento del Alto Mar-grave, haré todo lo posible por conseguirlo.

—Gracias. Y hablando del Alto Margrave, ¿has dicho que una de tus aves mensajeras vuela hacia la Isla de Verano?

—Así es. —El Sumo Iniciado vaciló, preguntándose si era aconsejable confiar plenamente en Gant; después decidió que ningún mal podía haber en ello—. También he enviado un mensaje a la Matriarca Ilyaya Kimi, en su residencia.

—Vaciló de nuevo—. Será mejor que te diga, Señor, que he pedido la opinión de ambos sobre la posibilidad de convocar un Cónclave en la Isla Blanca.

Gant le miró fijamente, pasmado.

— la...? —Tragó saliva—. ¡Supongo, Keridil, que las cosas no han llegado tan lejos!

—No han llegado, pero podrían llegar. Y en tal caso, no tendríamos más remedio que aprobar la apertura del cofre.

Gant hizo de nuevo la señal de Aeoris sobre su corazón.

Su cara había adquirido un enfermizo color amarillento, y trató de no pensar en las consecuencias de lo que había dicho el Sumo Iniciado. A todos los niños se les contaba la leyenda del cofre de oro, que era el legado de Aeoris a su mundo y a sus seguidores después de la caída de la antigua raza, cuando el Caos había sido derrotado y expulsado. El cofre estaba depositado en un santuario de la Isla Blanca, una extraña isla volcánica frente a la costa de Shu-Nhadek, y era guardado por una casta hereditaria de fanáticos que eran los únicos hombres que podían pisar el suelo sagrado de la Isla. Sólo en caso de gravísimos problemas podían el Sumo Iniciado, el Alto Margrave y la Matriarca de la Hermandad de Aeoris navegar hasta la Isla, y allí, reunidos en Cónclave, podían tomar la decisión de abrir la sagrada reliquia. Y si el cofre era abierto, sería una llamada para que Aeoris volviese al mundo... No, se dijo desesperadamente Gant; las cosas no podían haber llegado a ese extremo...

Keridil observó las expresiones cambiantes del semblante del anciano, dándose cuenta de su evidente turbación. La idea de verse obligado a tomar una decisión que no se había considerado en miles de años era suficiente para producirle pesadillas; pero si había que hacerlo, sabía que lo haría.

—Margrave, creo, y espero, que la posibilidad es muy remota — dijo—. Pero hay que pensar en ella. —Hizo una pausa y después añadió—: Hoy, al amanecer, juré que no descansaría hasta que Tarod fuese encontrado y destruido, y ahora te prometo que estoy resuelto a hacer que la asesina de Drachea comparezca ante la justicia. Cumpliré ambas promesas, cueste lo que cueste.

Gant reflexionó unos instantes y, después, lentamente y de mala gana, asintió con la cabeza.

—Sí, lo comprendo. —Levantó la mirada, y sus ojos eran ahora inexpresivos—. Me gusta pensar que, si estuviese en tu lugar, tendría el valor de tomar la misma decisión.

Era ya noche cerrada cuando Cyllan espoleó el caballo gris a través de una espesura y, para su sorpresa, se encontró, libre de árboles, en una loma que dominaba un estrecho camino. Un talud peligroso pero franqueable descendía hasta el camino, que brillaba con un color de hueso viejo bajo el cielo nocturno, y más allá se extendía de nuevo la masa dormida del bosque, perdiéndose en la oscuridad. No era un camino principal para la conducción de ganado, sino solamente una senda secundaria en la que, probablemente, había poco o ningún tránsito; pero un camino era un camino y un verdadero alivio después de la pesadilla de abrirse trabajosamente paso a través de la interminable sucesión de ramas y monte bajo, con el miedo supersticioso al bosque de noche aflorando en la superficie de su mente.

El caballo estaba inquieto, cansado, y empezaba a mostrarse rebelde; pero Cyllan lo mantuvo quieto con firmeza, mientras miraba a su alrededor y trataba de orientarse. Una sola estrella fría brillaba a lo lejos a su derecha, pero las constelaciones familiares estaban siendo rápidamente oscurecidas por una gruesa capa de nubes que presumió que venían del noroeste, trayendo consigo un viento frío y molesto. El caballo bufó y sacudió la cabeza, oliendo lluvia en el viento, y unos momentos más tarde Cyllan sintió en su cara las primeras gotas.

A menos que estuviese equivocada, el camino discurría aproximadamente de norte a sur, y se volvió en su silla para mirar hacia el norte, donde la pálida cinta se perdía entre los pliegues de bajas colinas. Lejos, en aquella dirección, aunque no tenía manera de saber a qué distancia, estaban la Península de la Estrella y el lúgubre Castillo donde había visto por última vez a Tarod.

¿Estaría todavía allí? No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se la había llevado el Warp; si el Círculo le había capturado de nuevo, a estas horas podía estar muerto... Se mordió con fuerza el labio, luchando contra la poderosa tentación de dirigir su caballo hacia el norte y cabalgar hasta el límite de su resistencia para alcanzar la costa y el Castillo. Pero esto sería una locura: el Círculo la culpaba de asesinato, y volver y ponerse a su alcance sería correr al desastre. Lo único que podía hacer era rezar para que Tarod estuviese vivo, libre, y la buscase.

Espoleó a su montura y descendió el empinado talud hacia el camino. La lluvia caía ahora con más fuerza y el animal resbaló varias veces sobre la hierba mojada; abajo, el camino había adquirido un brillo suave. Al llegar al pie del declive, Cyllan volvió el caballo hacia el sur impulsándole hacia delante, y al emprender el animal un trote vivo y regular, se arrebujó en su capa para resguardarse lo más posible de la lluvia. A ambos lados, el bosque susurraba mientras el agua caía sobre los matorrales, y la noche adquirió un aspecto irreal; negras siluetas de árboles se alzaban a ambos lados del camino, y solamente la fría cinta blanca de éste ofrecía un mezquino y obsesionante medio de orientación. El ruido apagado de los cascos de su montura parecía hacer eco a los latidos de su propio corazón, y empezó a sentir un inquietante cosquilleo en el cráneo, como si un sexto sentido le advirtiese que era seguida por una sombra invisible. Sacudió esta idea de su cabeza, consciente de que era provocada por el cansancio y por las engañosas ilusiones de la oscuridad. Sin embargo, había muchos peligros reales en un camino como ése, y no podía, no se atrevía, a detenerse en aquel solitario y desconocido paraje, al menos hasta que amaneciese.

El caballo se paró de pronto, interrumpiendo el ritmo hipnótico de sus pisadas y haciendo que Cyllan volviese a la realidad. Aunque ésta se dio cuenta de que había estado a punto de quedarse dormida sobre la silla, otra sensación la acometió: una súbita advertencia del instinto le decía que tenía que mirar hacia atrás. Y esta vez no era producto de una imaginación fatigada. Sentía como una rigidez en los pulmones y en el cuello y, consciente de que tenía que obligarse a no temblar desaforadamente, giró cautelosamente la cabeza.

Eran cuatro figuras negras y amorfas que la seguían y se acercaban poco a poco en la penumbra. Por un instante una imagen terrible acudió a la mente de Cyllan (había oído cuentos de fantasmas y demonios, de muertos que salían de sus horribles tumbas para perseguir al incauto pasajero), pero entonces, débilmente, entre el zumbido del viento, oyó un sonido metálico, como de un caballo mordiendo su bocado, y comprendió que los que la seguían eran seres de carne y hueso.

Bandidos. Un miedo irracional nubló su mente, un miedo a la amenaza de un ataque físico y demasiado humano; pero los hombres montados a caballo que se acercaban más y más eran bastante reales. Una mujer a lomos de un buen caballo, pero sola en la noche, sería presa fácil, y lo único que cabía esperar era que la degollasen, en el mejor de los casos.

El caballo bailaba de costado, presintiendo que algo andaba mal. Era posible, sólo posible, que Cyllan pudiese dejar atrás a sus perseguidores, aunque la idea de que probablemente montaban caballos frescos mientras el suyo estaba casi agotado la hizo estremecerse hasta la medula. Pero no podía plantarles cara y luchar contra ellos; la huida era la única esperanza de salvación que creía tener.

Contuvo el caballo, tratando de calmarle y de dar a los bandidos la impresión de que todavía no se había dado cuenta de su presencia. Pero se estaban acercando... Ahora podía oír un débil ruido de cascos que no eran los de su propia montura. Se llevó cuidadosamente una mano al cuello y, con dedos temblorosos, soltó el broche que sujetaba su capa. Al hacerlo, sintió la fuerte presión de la piedra del Caos sobre el pecho y el imprevisto recuerdo de su presencia le hizo sentir un destello de esperanza. Si Yandros, el gran Señor del Caos, velaba por ella, sin duda la ayudaría, si podía... Levantó las riendas, se afirmó sobre la mojada silla, apretó los muslos y las rodillas con todas sus fuerzas contra los flancos del animal; después agarró el broche de manera que la aguja sobresaliese por entre sus dedos.

El caballo saltó hacia delante, lanzando un relincho de protesta, cuando la aguja del broche se clavó en su piel, por detrás del arzón. Cyllan se agachó sobre el cuello del animal, aferrándose desesperadamente a duras penas y rezando para no caer. Detrás de ella, sonaron nuevos ruidos en la noche: maldiciones y el súbito atronar de muchos más cascos cuando los bandidos espoleaban sus monturas para darle caza. Cyllan azotó la cruz del caballo con las riendas enlazadas, gritándole para que galopase más de prisa. El corcel echó las orejas atrás y desorbitó los ojos, y ella sintió que los poderosos músculos se hinchaban para realizar un mayor esfuerzo. La senda serpenteaba locamente delante de ellos, los árboles parecían volar, y Cyllan trató de no pensar en lo que podía ocurrir si algún animal nocturno se cruzaba de pronto en su camino.

El sudor empapaba el cuello y los flancos del caballo; éste, percibiendo el miedo de la amazona, corría con todas sus fuerzas, pero, aun así, Cyllan podía oír cómo los bandidos se iban acercando. Tenía la boca seca, la poca energía que le quedaba se estaba agotando rápidamente, su máximo esfuerzo no sería bastante para salvarla. Casi sollozando de terror, siguió azotando al animal, aunque sabía que faltaban solamente unos minutos, como máximo, para que la alcanzasen.

—¡ Yandros!

El nombre brotó de su garganta en un grito ronco, un último grito de desafío. Delante de ella, la cinta de blancura cadavérica del camino se torció bruscamente, pareciendo hundirse en el bosque, y una frenética esperanza surgió de pronto en Cyllan. Si podía alcanzar los árboles, todavía podría esquivarles... Por tenue que fuese, ¡era una posibilidad!

El caballo tomó a toda velocidad la curva del camino, resbalando peligrosamente, y se encabritó y patinó sobre aquel suelo traidor cuando un fuerte resplandor de antorchas brotó de pronto de la oscuridad y unas voces broncas y airadas gritaron que se detuviese.

Cyllan sintió que los cascos del animal resbalaban; se echó hacia delante, se agarró furiosamente a la crin y, con un último esfuerzo, consiguió sostenerse sobre la silla. Entonces el caballo se puso de nuevo de pie, y Cyllan vio el destello de una espada bajo la fuerte luz y oyó que alguien lanzaba un juramento. Unas manos la asieron, mientras el caballo se detenía y casi se caía, y la ayudaron a desmontar para caer de rodillas sobre el mojado suelo. En medio de su confusión, vio que otros caballos pasaban junto a ella por el camino, en dirección contraria a la suya; después, la pusieron en pie y se encontró mirando el asombrado semblante de un hombre de edad mediana.

—¡Que Aeoris nos ampare! ¡Es una mujer!

Las palabras fueron puntuadas por los chasquidos de las llamas de la antorcha, que la lluvia trataba en vano de apagar. Aparecieron más caras, grotescas bajo aquella luz, y alguien se apresuró a abrir un frasquito de metal y ofrecérselo a Cyllan. Esta lo aceptó agradecida, aunque tenía la garganta demasiado seca para hablar, y echó un largo trago del fuerte y ardiente licor.

—Bueno, tranquilízate. —La voz del hombre que hablaba expresaba preocupación—. Ahora estás segura, señora, nuestros hombres agarrarán a esos diablos asesinos y serán ahorcados antes de que amanezca.

El acento era de la provincia de Chaun. Cyllan trató de expresar su agradecimiento, pero todavía faltaba aire en sus pulmones y no podía hablar. Alguien le asió de un brazo para sostenerla, y otro preguntó ansiosamente:

—¿Estás herida, señora? ¿Quieres decirnos lo que te ha pasado?

El tono respetuoso de las preguntas hizo que Cyllan se diese cuenta de que aquellos hombres la habían tomado por una mujer de cierta calidad. Su ropa, junto con la evidente buena doma del caballo que montaba, habían creado una impresión que estaba muy lejos de la verdad, y la sorpresa estuvo a punto de producirle risa. Pero se dominó, consciente de que era mejor no desilusionarles; descubrir su verdadera identidad podía ser muy peligroso. Pero sería un engaño difícil de mantener. Necesitaría inventar una historia plausible, ahora no se hallaba en condiciones de pensar rápidamente y con astucia.

Para disimular, fingió que estaba a punto de desmayarse (como habría hecho una mujer distinguida en situación tan apurada), y los hombres se mostraron inmediatamente solícitos, le pidieron disculpas, la ayudaron a llegar hasta el borde del camino e insistieron en que se sentase. Ella les sonrió lánguidamente y murmuró:

—Gracias..., sois muy amables.

—De nada, señora. Pero, ¿dónde están tus compañeros? Seguro que no has estado cabalgando sola.

Esto era algo inconcebible para ellos, y Cyllan se dio cuenta de que también habían visto las manchas de sangre en su ropa y que su caballo llevaba una silla de hombre. Tragó saliva y dijo:

—No..., yo... Eramos seis. Mi... mi hermano y yo, y cuatro criados. —Y anticipándose a la siguiente pregunta, añadió—:

Uno de nuestros caballos de carga perdió una herradura y nos vimos obligados a acampar en el bosque para pasar la noche. Pero fuimos atacados y uno de los hombres de mi hermano fue muerto al defenderme. —Se mordió el labio, esperando que el dolor y el miedo que había tratado de infundir a su voz fuesen suficientes para convencerles—. Entonces, mi hermano me hizo subir a su caballo y le atizó, y éste salió galopando. —Miró al que la interrogaba, muy abiertos los ojos ambarinos—. No sé lo que habrá sido de ellos...

La creyeron, al menos de momento, y uno dijo resueltamente: —Le encontraremos, señora, ¡puedes estar segura de ello!

—Si están vivos —comentó otro, en voz baja.

—Cállate, Vesey. —El que había hablado primero le dirigió una severa mirada—. La dama ha sufrido ya bastante sin tus funestas predicciones. —Se volvió de nuevo a Cyllan—. Enviaremos exploradores inmediatamente y, mientras tanto, dos de los nuestros te llevarán a la villa de Wathryn, que no está lejos de aquí. —Se puso rápidamente en pie—. Gordach, Lesk, vosotros acompañaréis a la señora. Llevadla a Sheniya Win Mar, a la taberna del Arbol Alto, y más tarde me reuniré allí con vosotros. —Tendió una mano a Cyllan y se inclinó cortésmente—. Mañana tendrás noticias nuestras, señora; te lo prometo.

Cyllan asintió con un lento movimiento de cabeza y le dio las gracias; después dejó que sus compañeros la ayudasen a montar el caballo, que estaba plantado en el borde del camino, con la cabeza gacha por la fatiga. Les aseguró que podía cabalgar sin ayuda, pero el más viejo de los dos hombres insistió en sujetar las riendas y caminar delante de su montura, mientras el otro cabalgaba a su lado con la espada corta desenvainada y reposando sobre sus muslos. La luz de las antorchas quedó atrás, y Gordach, su acompañante más joven, aseguró a Cyllan que no corrían peligro viajando a oscuras; la villa quedaba a menos de una milla de distancia y, además, la lluvia estaba amainando; en cualquier momento saldrían las dos lunas para guiarles. Era un joven parlanchín y siguió hablando, mientras los caballos avanzaban con paso cansino. Cyllan se enteró de que sus salvadores formaban parte de una milicia de voluntarios constituida por orden del Margrave de la provincia, en un intento de poner coto a las cada vez más frecuentes tropelías de los bandidos. Todas las poblaciones relativamente importantes tenían ahora estas milicias, le dijo Gordach, y no menos de catorce facinerosos habían sido juzgados y ejecutados sólo en su distrito. Y ahora, con las últimas noticias llegadas del norte, sin duda tendrían todavía más trabajo.

Cyllan sintió un escalofrío de inquietud y dijo:

—¿Qué últimas noticias... ?

Gordach sonrió con orgullo.

—Las trajo el correo una hora antes de que saliésemos a patrullar, señora. La nuestra debe ser una de las pocas poblaciones, aparte de las capitales de provincia, que tiene conocimiento de ellas. —Hizo una pausa, para dar mayor énfasis a sus palabras, y murmuró confidencialmente—: Noticias de la Península de la Estrella.

Cyllan cerró los puños sobre las riendas y hundió las manos en la crin del animal para que Gordach no viese que estaba temblando. Tratando de mantener la voz tranquila, dijo:

—No he oído decir nada de eso.

—No; a decir verdad, ninguno de nosotros conoce todavía los detalles. El correo llegó agotado, y su mensaje no será hecho público hasta mañana. Pero creo —y Gordach sonrió de nuevo, claramente deseoso de impresionarla— que se trata de un peligroso asesino que ha escapado de la custodia del Círculo junto con su cómplice.

Conque había empezado la caza... Cyllan se pasó la lengua por los labios, que se habían secado súbitamente, y Gordach siguió hablando, satisfecho.

—Sabremos los detalles al amanecer, y espero que tendremos una descripción de los dos forajidos. He oído decir que la noticia fue traída por un ave mensajera desde la Tierra Alta del Oeste. Si esto es verdad, es un invento maravilloso, pues el mensaje habría tardado días, en vez de horas, en llegar a nuestro Margrave. —Cambió de posición sobre la silla, agarrando con fuerza la espada que reposaba en sus muslos—. Ojalá viniese a la provincia de Chaun el hombre al que buscan. ¡Nos ganaríamos una buena recompensa si fuésemos nosotros quienes le prendiésemos!

Cyllan no respondió, y el hombre que caminaba delante de su caballo volvió la cabeza, mirando por encima del hombro.

—Cállate de una vez, Gordach. La señora no está de humor para escuchar tu chachara. Disculpe, señora, pero, si no le avisara, seguiría charlando hasta que se le cayese la lengua de la boca.

Cyllan asintió con la cabeza, pero todavía no se atrevió a hablar. Gordach guardó silencio y, cuando ella levantó de nuevo la cabeza, vio que se estaban acercando a la villa. Las achaparradas siluetas de las casas se recortaban contra el cielo, y un halo de luz brotaba de la ventana de una de ellas, a pesar de lo avanzado de la hora. Al aproximarse más, un centinela invisible les dio el alto desde la oscuridad, y Lesk respondió bruscamente. Deteniendo el caballo de Cyllan, se adelantó solo, y ella oyó un breve intercambio de palabras con que éste explicaba su presencia; después volvió y tiró del caballo. Un hombre envuelto en una gruesa capa se llevó cortésmente un dedo a la frente cuando pasaron frente a él y entraron con los caballos en la población.

Aunque no era grande, en comparación con otras del interior, Wathryn era sin duda una villa próspera y de mucho movimiento. Acres de bosque habían sido talados al crecer lo que empezó siendo solamente una colonia forestal, y Wathryn podía jactarse ahora de tener varias mansiones de mercaderes, un juzgado donde se celebraban juicios y se dirigían los negocios locales, y una plaza de mercado pavimentada. Pero ahora estaba todo tranquilo, aunque Cyllan pudo oír el sonido de un saetín no lejos de ellos, donde un riachuelo había sido domeñado.

—Casi hemos llegado, señora —dijo Gordach, sin dejarse amilanar por el ceño de Lesk.

Los cascos de los caballos resonaron con fuerza al llegar a la plaza del mercado, y Cyllan pudo ver un edificio largo y bajo que daba a la plaza, con la fachada adornada por la pintura estilizada de un roble de gran tamaño. Una sola luz brillaba en una ventana de la planta baja, y Lesk se detuvo delante de la puerta y llamó con fuerza con el puño.

— ¡Sheniya Win Mar! Soy Lesk Barith. ¡Traigo una invitada que necesita de tu hospitalidad!

Un minuto más tarde se abrió la puerta y se asomó una mujer rolliza y de edad mediana, que abrió mucho los ojos al ver a Cyllan y a su escolta.

—Que Aeoris nos ampare, ¿qué significa esto a esta hora? ¿Has perdido el juicio, Lesk Barith?

Lesk le explicó brevemente lo ocurrido, mientras Cyllan permanecía sentada muda en su caballo, tratando de calmar el miedo creciente que amenazaba con sofocarla. La noticia de su fuga estaba ya circulando y habían puesto precio a su cabeza; por la mañana, la gente de la población podría comparar su cara y sus peculiares cabellos con la descripción de la perseguida asesina. Deseó desesperadamente emprender la fuga, hacer que su caballo diese media vuelta y alejarse al galope mientras estuviese a tiempo; pero tanto ella como el animal estaban agotados; la huida la delataría inmediatamente y no podía esperar librarse de una persecución. Al menos tenía unas pocas horas de plazo; era mejor aferrarse a su historia y esperar una oportunidad para marcharse sin ser advertida..., si es que se presentaba esa oportunidad.

Sheniya Win Mar escuchó lo esencial de la historia de Cyllan y su instinto natural pudo más que su enfado por haber sido molestada. Reprendió severamente a Lesk por hacer esperar a la dama con su charla y después salió al encuentro de la joven en cuanto los otros la hubieron ayudado a desmontar.

—Ven, señora, pronto entrarás en calor y estarás cómoda. ¡Cuánto debes de haber sufrido! No quiero pensar en ello; pero ahora estás a salvo. Ven, entra e iré a buscar para ti el mejor sillón...

Cyllan oyó el ruido de los cascos del caballo que Lesk se llevaba de allí. Resistió la tentación de mirar ansiosamente atrás por encima del hombro y, lanzando un profundo y nervioso suspiro, se dejó llevar por su huésped al interior de la casa.

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