CAPÍTULO 9


El Hermana del Verano fue avistado delante de la costa poco después de mediodía del día siguiente. En pocos minutos, una heterogénea flotilla, desde barcas de pesca hasta pequeños botes y esquifes, se hizo a la mar para formar una improvisada escolta de bienvenida a Shu-Nhadek al Alto Margrave, y cuando el alto y gracioso barco, con sus velas entretejidas de oro, entró balanceándose en el puerto, una gran multitud se había reunido en el muelle.

En el barco, una voz gritó órdenes que fueron repetidas y transmitidas desde la proa hasta la popa, y los hombres entraron en acción sobre la cubierta. La muchedumbre que esperaba se rebulló y abrió paso, mientras los presurosos milicianos se esforzaban por imponer una apariencia de orden en aquella confusión, y al fin fue bajada desde la borda una ancha pasarela que cayó con un ruido de trueno sobre el muelle, donde dos hombres corpulentos la sujetaron con cuerdas.

La multitud guardó silencio. El capitán del Hermana del Verano había ordenado a sus marineros que formasen una guardia de honor sobre la cubierta y, de pronto, todos se pusieron firmes, cuando Fenar Alacar salió de su camarote y avanzó hacia la pasarela.

Isyn tuvo cuidado de hacer entender a su joven señor la importancia de las primeras impresiones. Esta era la primera vez en su vida que ponía pie en el continente y la primera oportunidad que tenía la gente, a excepción de unos pocos privilegiados, de ver en persona a su Alto Margrave. Y Fenar se había vestido para la ocasión, con chaqueta y pantalón de fina seda bordada, una capa de brocado y una estrecha diadema de oro con piedras incrustadas, sobre los finos cabellos castaños. Un murmullo de admiración surgió del gentío cuando hizo acto de presencia y, como le había enseñado Isyn, se detuvo en lo alto de la pasarela. Después los murmullos se convirtieron en fuertes aclamaciones, mientras innumerables manos trazaban jubilosas la señal de Aeoris en el aire.

El Alto Margrave levantó un brazo agradeciendo la bienvenida y dio un paso cauteloso en la inclinada pasarela. Detrás de él caminaba Isyn, e inmediatamente detrás de éste venía la Guardia del Alto Mar-grave, un cuerpo escogido de espadachines cuya tarea sería, cuando estuviesen en tierra firme, proteger a Fenar de la menor señal de peligro.

Fenar sintió un profundo alivio cuando acabó de bajar de la vibrante pasarela y pisó el suelo; se detuvo un momento, para que la muchedumbre pudiese verle de cerca y después avanzó a lo largo del pasillo, rápidamente despejado, hasta donde esperaba un carruaje descubierto para llevarle a la residencia del Margrave de la provincia. Ya en el carruaje, otra pausa, otro saludo con la mano, y el polvo se elevó de debajo de las ruedas cuando los caballos enjaezados emprendieron el camino hacia el centro de la ciudad.

Desde la ventana abierta de su habitación en la posada, Cyllan podía ver solamente el palo mayor del Hermana del Verano pero el ruido del puerto era transmitido claramente por la ligera brisa primaveral, y la gente que se apretujaba en la plaza del mercado, a una calle de distancia, era claramente visible por encima de los bajos tejados. Observó una súbita conmoción en una de las calles más anchas al otro lado de la plaza, y entonces, al aparecer el carruaje del Alto Margrave, se volvió de la ventana hacia Tarod, que estaba reclinado en la cama.

— ¿Has visto alguna vez al Alto Margrave?

El se levantó y se reunió con ella, agachándose detrás de la baja ventana para mirar hacia fuera. El carruaje cruzaba despacio la plaza, obstruido por la presión de la gente ansiosa de ver o, si era posible, incluso de tocar a su soberano, y Tarod entrecerró ligeramente los ojos para mirar al joven lujosamente ataviado que iba en el carruaje.

—Por los dioses, no es más que un chiquillo... —Recordó la descripción que había dado Keridil de Penar Alacar después de la visita del Sumo Iniciado a la Isla de Verano para la ceremonia, formal y tradicional, de la investidura. Una cabeza sensata sobre sus hombros, había dicho Keridil; pero esta primera visión del joven no sirvió en absoluto para disipar las dudas de Tarod. Cualquier esperanza que hubiese podido tener de que Penar sería lo bastante enérgico para enfrentarse con las opiniones combinadas del Sumo Iniciado y la Matriarca se desvaneció; este muchacho se sentiría demasiado intimidado por las dos personas mayores del triunvirato para hacer otra cosa que no fuera seguirles la corriente.

El carruaje estaba ahora cargado con los regalos y las ofrendas (flores de primavera, dulces, collares-amuletos y toda clase de artefactos) que la multitud había arrojado a su soberano. Y cuando al fin pudo salir de la plaza y alejarse en dirección a las afueras de la ciudad, Tarod suspiró y se alejó de la ventana.

—Dos de los tres —dijo—. Ahora sólo esperan la llegada de Keridil, y sospecho que estará aquí antes de que se ponga el sol.

Cyllan se levantó y estiró una pierna, que tenía entumecida.

—Pareces estar muy seguro.

—Bastante. —Sonrió—. En los viejos tiempos, cuando nos considerábamos como los mejores amigos, Keridil y yo teníamos una comunicación que era a veces casi telepática, y ningún grado de enemistad puede destruir eso del todo. Está cerca y, cuando llegue a la ciudad, lo sabré.

—¿También sabrá él que estás aquí? —preguntó Cyllan, inquieta.

—Si bajo la guardia, sí.

—Entonces, tal vez deberíamos buscar otro lugar...

—No —le interrumpió él, sacudiendo ligeramente la cabeza— Debo estar alerta, eso es todo. Keridil no será ninguna amenaza contra nosotros si tenemos cuidado. Pero su llegada significa que el tiempo apremia: debemos llegar a la Isla Blanca antes de que llegue el barco que ha de llevarse al Cónclave.

Con el disfraz que habían adoptado, pasaron la mañana entre los pescadores locales y otros dueños de barcas, buscando una embarcación que pudiesen alquilar. Los años que Cyllan había pasado en las Grandes Llanuras del Este le habían dado un buen conocimiento de la navegación, y las corrientes del sur eran mucho menos traidoras que las del Cabo Kennet, de manera que podía manejar una nave de dimensiones razonables sin necesidad de tripulantes. Pero no encontraban ninguna. Todas las embarcaciones, por poco capaces que fuesen de hacerse a la mar, habían sido alquiladas o encargadas por personas ansiosas de seguir a la fabulosa Barca Blanca cuando zarpase, y ni el dinero ni la condición eran bastantes para adquirir un pasaje.

Tarod se había abstenido de emplear sus poderes para conseguir una barca, al menos hasta entonces; estaba cansado de provocar discusiones o levantar sospechas, y prefería resolver su problema en términos más mundanos. Pero empezaba a parecer que no tendría más remedio que hacerlo, y el tiempo, como había dicho, no estaba de su parte.

—Buscaremos de nuevo mañana temprano —dijo—, cuando la ciudad esté más tranquila. El séquito de Keridil se habrá instalado en el Margraviato, y nada sabrán de nosotros hasta que hayamos partido.

—¿Y si no podemos encontrar una embarcación? —preguntó Cy

llan.

El rió por lo bajo en la tranquila estancia.

—La encontraremos —dijo.

El grupo de la Península de la Estrella llegó mediada la tarde. En total, eran ocho los que cabalgaban: Keridil y Sashka, seguidos de Gant Ambaril Rannak y tres de sus servidores, más dos Adeptos de alto rango que el Sumo Iniciado había elegido para que le acompañasen.

Habían hecho de prisa el largo viaje, ayudados por el buen estado del tiempo que, con cierto alivio, consideró Keridil como de buen augurio. La decisión del Margrave de cabalgar con el convoy le desconcertó al principio, pero Gant había argüido que, con la tierra en plena agitación, su principal deber era con su Margraviato, y, además, era inconcebible que no estuviese presente para hacer de anfitrión a los triunviros cuando se alojasen en su mansión por primera vez en la historia. La señora Margravina, que todavía estaba transida de dolor por la muerte de Drachea, permanecería en el Castillo hasta que se encontrase mejor; pero él dijo que saldría hacia el sur con el grupo del Círculo. Keridil había reconocido de mala gana la sensatez de sus argumentos y, tal como se desarrollaron las cosas, el Margrave resultó, durante el viaje, mucho menos molesto de lo que había temido; durante el viaje el viejo pareció tener una buena reserva de energía física y mental, y no fue ningún obstáculo en el camino.

Había previsto una calurosa bienvenida en Shu-Nhadek, pero no obstante le asombró el grado de alivio y de gozo con que fue recibido. El aprecio que todos profesaban al Margrave alcanzó el punto culminante después del asesinato de su hijo, y su llegada en compañía del Sumo Iniciado aumentó el fuego hasta casi llegar a la adulación. Avanzaron lo más deprisa posible a través de la ciudad, sin ofender a los centenares de personas que habían salido a la calle para recibirle, pero Keridil sólo empezó a tranquilizarse cuando las puertas de la residencia del Margrave se cerraron a su espalda y el ruido de la muchedumbre se extinguió en el imperturbable silencio de la mansión oficial.

Gant refrenó su caballo, tratando de que no se le cayese una bella guirnalda de flores que había puesto en su mano un entusiasta ciudadano, y contempló la casa señorial que se elevaba al final del largo paseo. Volviéndose sobre la silla, Keridil pudo percibir el súbito y agudo dolor que se pintaba en los ojos del Margrave y se imaginó lo que debía estar pensando. Durante todos los años que viviese, aquel lugar tendría amargos recuerdos para Gant.

—Vamos, Margrave —dijo, en tono amable pero firme—. Tenías que enfrentarte con esto alguna vez. Es mejor que lo hagas pronto.

Gant le miró; después sus labios se torcieron en una irónica sonrisa.

—Los fantasmas tardan mucho en morir, Sumo Iniciado —dijo, y espoleó su caballo.

—¡No puedo expresar lo feliz que me siento de no tener que depender de la Hermandad!

Sashka se estiró como una gata y sacudió los largos cabellos castaños, de manera que se extendieron como una onda sobre sus hombros y su espalda. El sol, que entraba bajo por la alta ventana de la habitación de Keridil, parecía prender fuego a los árboles.

A pesar de su triste humor, Keridil sonrió.

—Deberías honrar a la Matriarca, amor mío. ¿No fue esto lo primero que te enseñaron en el noviciado?

Ella se volvió de la ventana y le miró entrecerrando los ojos —Es senil, y tú lo sabes. Quejas y rabietas; es peor que la señora Kael de la Tierra Alta del Oeste, cosa que me parecía difícil de creer hasta hoy. En cuanto a esa espantosa mujer de la vieja Residencia de Shu..., ¿cómo se llama?

—La señora Silve Bradow.

—Sí, ésa. Ceceando y tartamudeando como una niña asustada, y ni siquiera sabe cuándo es de día y cuándo es de noche; es tan inepta... ¡Oh!

Sashka se estremeció con exquisito énfasis y Keridil se echó a reír, aunque en seguida reprimió su risa. La irreverencia de Sashka era un tónico, aliviaba la sensación de carga que había sentido pesar cada vez más encima de él a medida que se acercaban al fin de su viaje, y una vez más se alegró de tenerla ahora a su lado. Abajo, en el salón del Margrave, mientras los tres dignatarios intercambiaban tontas salutaciones, ella se había mostrado perfectamente acorde con el papel oficial de él; besando la mano imperiosamente extendida de la Matriarca, inclinándose como era de rigor en las Hermanas ante el Alto Margrave, aceptando sus felicitaciones por su noviazgo, con la sobriedad propia de la ocasión. Solamente ahora, a solas con Keridil, se permitió mostrar sus verdaderos sentimientos, y él envidió su capacidad de adaptación. Todavía estaba impresionado, más aún, contaminado, por la rígida severidad que había presidido el primer y breve encuentro. Sabía que vendría algo mucho peor, y la frivolidad de Sashka le daba un alivio que bien necesitaba.

—Bueno —dijo—, tendremos que aguantarlos de nuevo a todos cuando cenemos esta noche.

—Lo sé. Y seré una consorte modelo, Keridil. —Se acercó a la cama, donde él estaba desempaquetando sus cosas. (había despedido a los criados que había enviado Gant para que le ayudasen, deseoso de estar solo con ella durante un rato) y le detuvo pasando los brazos alrededor de su cuello—. Espero serlo siempre.

—Sé que lo serás. —Sus labios probaron débilmente el perfume que ella usaba porque sabía que le gustaba—. Y cuando esto haya terminado, serás realmente mi consorte, de nombre y en cuerpo y alma.

—Cuando esto haya terminado... —repitió ella, lenta y reflexivamente—. ¡Pobre Keridil! ¿Verdad que es una carga que preferirías no tener que llevar? Pero ahora no será por mucho tiempo. Cuando el Cónclave haya decidido...

El la interrumpió, pero amablemente.

—No quiero que hablemos de eso, amor mío, y menos ahora. El momento está tan próximo que prefiero olvidarlo hasta que tenga que recordarlo.

La Barca Blanca vendría cuando los Guardianes juzgasen que era el momento adecuado; ellos tenían sus propias maneras de saberlo. Y cuando apareciese saliendo de la niebla del sur sonaría un cuerno en Shu-Nhadek y un jinete cabalgaría al galope hacia el Margraviato para llevar la noticia... Se estremeció, alejando la idea de su mente. Más tarde habría tiempo sobrado para pensar en ello... Faltaba más de una hora para que les llamasen a todos a cenar, y entonces empezaría de nuevo la liturgia del protocolo.

Besó a Sashka una vez más, esta vez dejando que sus labios se demorasen sobre los de ella, ya que la sensación de urgencia había cedido un poco, y murmuró:

— ¿Tengo tiempo para cambiarte de ropa para la noche?

Ella le acarició los cabellos.

—No.

—Bien. —La soltó y se levantó—. Entonces deja que cierre la puerta durante un rato...

Había pasado con mucho la medianoche y el puerto estaba desierto y silencioso cuando Keridil salió de la oscuridad, desde un estrecho callejón al laberinto de muelles y malecones.

No había podido dormir, a pesar de la cálida presencia de Sashka a su lado; la cena formal solamente sirvió para aumentar su conciencia de lo que le esperaba, y había estado dando vueltas en el lecho extraño, agitado por pensamientos y preocupaciones suscitados por su subconsciente, y que le mantenían en un limbo desesperante entre la vigilia y el sueño. Al fin, sabiendo que no podía aguantar más el febril e informe tormento, se levantó, se puso su sucio traje de viaje y salió después de la casa a oscuras para bajar a pie a la ciudad. Esperaba que el aire del mar le aclararía el cerebro y que el paseo le ayudaría a relajar los músculos.

Sashka seguía durmiendo y, aunque al principio pensó en despertarla y pedirle que le acompañase, decidió no hacerlo. Sentía una abrumadora necesidad de estar a solas durante un rato, e incluso la compañía de Sashka daría una nota falsa. Aunque el incidente era pequeño e insignificante, todavía recordaba la avidez, no había una palabra mejor para expresarlo, con que ella había seguido sus esfuerzos por descubrir a Tarod y entregarle a la justicia. Su odio era tan fuerte que a Keridil le costaba creer que fuese simplemente fruto de su fidelidad hacia él y su aborrecimiento del Caos. Desde luego, era natural que sintiese la huella de su anterior compromiso con Tarod; pero su reacción había sido mucho más fuerte de lo que parecía normal; casi como si subsistiesen los antiguos compromisos, aunque en forma retorcida. Y aunque tratase de razonar, Keridil no podía dejar de sentir una punzada de celoso recelo. No era más que una intuición; pero no podía borrarla, y le provocaba un terrible torbellino de dudas y culpas e incertidumbre. Necesitaba verse libre por un rato de aquellos fantasmas, y la soledad era su único medio de evasión.

Sin embargo, su arraigado sentido del deber le obligó a informar a uno de los incansables servidores del Margrave que estaría ausente durante un rato. Hecho esto, y tranquilizada su conciencia, había emprendido su camino por las tranquilas calles de Shu-Nhadek, satisfecho de no encontrar a nadie que pudiese reconocerle y entretenerle en el camino. Ahora, sentado en un gran noray de piedra, contempló el mar que crecía lentamente y cuyas olas reflejaban la luz de la primera luna naciente, y trató de encontrar el sentimiento de paz que la escena hubiese debido infundirle.

El hecho de que todavía tuviese dudas sobre la tarea que le esperaba turbaba a Keridil más que cualquier otra faceta del desgraciado asunto. Cuando el grupo del Castillo había viajado desde la Península de la Estrella hacia el sur, le habían horrorizado algunas de las escenas de que fue testigo en ciudades y pueblos a lo largo del camino; no se había imaginado que su decreto pudiese inflamar las mentes del populacho hasta el punto de que ahora era imposible dominar el terror. Tanto odio y tantas sospechas, ardiendo a fuego lento bajo la superficie de cada comunidad y esperando que una chispa lo inflamase... ¿Cómo no pudieron los largos siglos bajo el régimen del Orden erradicar tanta barbarie?

Desde luego, como Sumo Iniciado, podía anular la sentencia de los ancianos asustados o llenos de prejuicios y dar algún aspecto de cordura a aquella caza de brujas, y mientras viajaban hacia el sur, hizo todo lo posible donde había podido. Pero no era suficiente. Por cada falsa acusación, por cada juicio bufo en el que intervino, otros diez o veinte tenían lugar donde no alcanzaba su jurisdicción. Lo que vio había aumentado la resolución de Keridil de terminar la tarea que había emprendido, y de terminarla rápidamente... , pero también había sembrado la semilla de una duda que había asaltado su mente y no le dejaba en paz.

Había desencadenado, sin querer, una ola de miedo que estalló furiosamente, y estaba a punto de dar otro paso que podía (podía, se recordó) disparar el terror que atenazaba al país más allá de lo concebible por la imaginación humana. Llamar a los propios dioses para que volviesen al mundo... ¿Habría ido demasiado lejos, demasiado aprisa? El ayuno, la plegaria y la contemplación le habían convencido de que estaba en lo cierto, pero todavía no podía sentirse lo bastante seguro para enfrentarse a los próximos días con la conciencia tranquila.

Sería mucho más fácil si no hubiese cometido el error fatal de menospreciar a Tarod. Una lección debería ser bastante: fue testigo ocular del poder que podía ejercer su adversario, y cuando éste y la joven que era su cómplice habían sido capturados, habría debido negarse a someterse a las exigencias de la tradición y del ritual aceptado, y ejecutarles a los dos antes de que nadie pudiese protestar. Ahora, después de la confusión que se había extendido por todo el mundo como una plaga, el Caos debía estar satisfecho de la victoria que había alcanzado sobre su antiguo enemigo.

Esta idea hizo resurgir, de pronto e inesperadamente, la cólera que había sostenido a Keridil durante sus horas más negras de duda y vacilación. Y fue para él como una fría y limpia ráfaga de aire: cólera contra Tarod y todo lo que éste defendía; contra la ceguera de la muchacha que, enamorada hasta la locura, sólo sabían los dioses en qué grado juró fidelidad a los poderes de las tinieblas; cólera, incluso, contra la nube que la relación de Sashka con Tarod arrojó sobre su amor por ella. Si aquel demonio hubiese sido aprehendido, no habría habido necesidad de todo aquello...

Se levantó de su improvisado asiento y empezó a pasear, taciturno, a lo largo del muelle. Desde un sombrío callejón llegó el débil ruido de un jolgorio; sin duda algunos juerguistas empedernidos que, en una de las muchas tabernas de la zona del puerto, querían compensar la inquietud que todos sentían después de la llegada del triunvirato. Keridil estuvo tentado de reunirse con ellos; en su actual estado de ánimo, los efectos de la bebida serían una bendición después de la mesa del abstemio Margrave, y solamente le contuvo el miedo a ser reconocido. En vez de entrar, se detuvo en la sombra cerca de la puerta, escuchando el ruido. La taberna rio era un lugar distinguido; una luz vacilante que se filtraba a través de la puerta y de las mugrientas ventanas mostraba un tosco rótulo gastado por los años y nunca repintado, y los olores que salían al callejón no eran del todo agradables; pero, a pesar de todo, el evidente buen humor de los parroquianos hacía que Keridil se sintiese débilmente melancólico. Una fuerte ráfaga de viento, cargado de sal, sopló a lo largo del callejón, y él se arrebujó en su abrigo, girando sobre sus talones y volviendo malhumorado hacia el puerto. Lejos de apaciguar su mente, este paseo solitario sólo había servido para acuciar los pensamientos inquietantes que había estado tratando de olvidar. Sin embargo, la paz de la noche era un alivio después de la atmósfera de la casa del Margrave... Tendría que pasear un poco más antes de volver a ella.

Al acercarse al final del callejón, más allá del cual brillaba débilmente el mar bajo la luz cada vez más intensa de la luna, se sobresaltó al ver salir súbitamente una sombra de la oscuridad más densa que tenía delante. La sombra vaciló, recortándose contra el mar que subía lentamente, y entonces se dio cuenta de que no era más que una mujer que cruzaba el muelle, sin duda una de las prostitutas que rondaban por el puerto ejerciendo su oficio.

Y sin embargo..., un instinto hizo que Keridil se inmovilizase en la oscuridad y contemplase con más atención la vaga figura. Algo en la manera en que la mujer volvió la cabeza despertó un recuerdo y, con él, un reconocimiento, y creyó que veía unos cabellos pálidos cuando dio en ellos la luz de la luna.

Diciéndose que todo era fruto de su imaginación, pues la coincidencia hubiese sido demasiado grande, echó a andar hacia el muelle, manteniéndose oculto en la sombra del callejón. La mujer se movió bruscamente, cruzando el rectángulo de luz y desapareciendo, pero no le vio; siguió simplemente andando. Keridil apretó el paso, apagadas sus ligeras pisadas por el ruido de la taberna, y al llegar al final del callejón, se asomó cautelosamente a mirar.

La mujer estaba solamente a unas quince o veinte yardas, y la luz de la luna, reflejada desde el mar como plata sobre plomo, mostró su pequeña y ligera figura en claro relieve. Ahora estaba bajando cuidadosamente un resbaladizo tramo de escalones que conducía desde el muelle hasta el lugar donde varias pequeñas embarcaciones (botes y uno o dos esquifes) oscilaban lentamente, amarrados a la pared, y aunque había cambiado el vestido con que la había visto él la última vez por una tosca camisa y unos pantalones, y sus cabellos casi blancos tenían unos extraños mechones castaños, el Sumo Iniciado la reconoció al instante.

«Cyllan Anassan.. . » Sus labios formaron el nombre en silencio y con venenoso asombro. Parecía un golpe de suerte imposible que se encontrase aquí, en Shu-Nhadek, pero no podía negar la prueba que le daban sus propios ojos. Y desde la sangrienta refriega en la Ciudad de Perspectiva, era seguro que, dondequiera que estuviese Cyllan, Tarod no andaría lejos.

Keridil se mordió el labio inferior, sin dejar de observarla. Parecía andar de una barca a otra, probando los nudos de sus amarras, y era evidente que pretendía robar una embarcación para su propio uso. Muy bien..., tardaría algún tiempo en encontrar lo que buscaba y desatarlo, y él dispondría de ese tiempo para pedir la ayuda que necesitaba para capturarla. Intentar aprehenderla sin ayuda sería una tontería; había demasiados escondrijos en el puerto y sus alrededores, y si se le escapaba una vez, la perdería sin remedio.

Pero si iba a buscar a alguien que le ayudase, no tendría tiempo para largas explicaciones y preguntas... , y al contemplar el puerto vio la solución de su problema. Una barca de pesca, anclada poco más allá de las embarcaciones más pequeñas, y de la que a duras penas pudo distinguir el nombre pintado en la proa: Bailarina Azul...

Keridil volvió al callejón y corrió hacia la iluminada y ruidosa taberna. Empujó la puerta con el hombro y miró hacia el atestado mostrador entre una nube de humo y de vapores. Por su aspecto, la mayoría eran marineros, que era precisamente lo que él quería.

Levantó la voz sobre aquella algarabía, gritando:

—¿Alguien decirme dónde encontrar al dueño de la Bailarina Azul?

El vocerío cesó inmediatamente y los bebedores se volvieron a mirar al desconocido de acento extranjero que había interrumpido su jolgorio. Al cabo de unos segundos, un hombre de edad mediana, moreno y aquejado de estrabismo, se levantó de una mesa de un rincón.

—Yo soy el dueño de la Bailarina, amigo. ¿Qué se te ofrece?

Keridil se abrió paso entre los parroquianos, confiando en su estatura y su vigoroso aspecto para evitar represalias de los indignados bebedores, a los que apartaba de su camino.

—Entonces harás bien en ir al puerto —dijo—. ¡Hay alguien allí que está tratando de robártela!

—¡Qué! —El hombre moreno dejó su jarra sobre la mesa con un fuerte ruido, y Keridil vio, con alivio, que no estaba tan borracho como parecía. Extendió un brazo, señalando sucesivamente a tres de sus compañeros— ¡Tú, tú y tú! ¡Venid conmigo; no os quedéis ahí embobados!

Los tres abandonaron sus sitios y se dirigieron a la puerta detrás de él, y Keridil les siguió. La sencilla estratagema había dado resultado; ahora lo único que debía procurar era que los cuatro marineros no rompiesen el cuello a su presa antes de que él pudiese apoderarse de ella.

Cyllan tenía los dedos en carne viva debido a sus intentos de deshacer el complicado nudo de la cuerda empapada en agua de mar que sujetaba el bote a la anilla de amarre. Era el quinto intento que hacía, y aquélla era la única barca cuyo dueño fue lo bastante tonto para dejar un par de remos guardados debajo de los bancos, pero resultaba más difícil de lo que ella había previsto.

Lamentó no haber traído un cuchillo, pero de nada servían ahora las lamentaciones. Tenía que soltar el bote, robarlo y alejarse con él antes de que alguien la descubriese o de que Tarod se despertase y viera que se había ido.

Nada le dijo ella del plan que había estado meditando durante toda la tarde, pues sabía que, si se lo decía, él le impediría salir de casa. En vez de esto, permaneció despierta hasta asegurarse de que él dormía y, después, se puso su ropa vieja y salió de la posada por la puerta trasera.

El se enfadaría cuando descubriese lo que había hecho, pero su cólera se debería únicamente a su preocupación por ella y duraría poco cuando viese lo que había conseguido. Cuando lograse deshacer el fastidioso nudo, sacaría la barca del puerto y remaría hasta alguna cala desierta, lejos de Shu-Nhadek. Y mañana podría volver a buscarla y dirigirse en ella a la Isla Blanca sin que nadie se enterase.

Sus dedos resbalaron de pronto, y lanzó un juramento cuando la cuerda le raspó la mano. Ahora empezaba a ceder, despacio pero indefectiblemente. Otro esfuerzo sería suficiente y...

El silencio fue interrumpido por un griterío y un ruido de pisadas, y Cyllan se irguió de un salto y casi perdió pie en los resbaladizos escalones. Recobrando el equilibrio, miró por encima de la pared del muelle y vio a varios hombres que salían corriendo de un callejón y venían en dirección a ella. Asustada, trató de agacharse de nuevo.., pero fue demasiado tarde.

—¡Allí! —gritó una voz ronca—. ¡Allí está!

Las pisadas resonaron con más fuerza y Cyllan miró desesperadamente a su alrededor, buscando la manera de escapar. Saltar al agua era el único camino, a menos que...

—¡ Le romperé la cabeza! —gritó una voz por encima de las otras—. Robar mi barca, ¿eh? ¡Voy a despellejarle vivo!

Surgieron unas siluetas encima de ella, y los hombres corrieron hacia la escalera. En menos de un segundo, calculó Cyllan la distancia entre ella y la barca más próxima, y, presa de pánico, saltó. Cayó sobre la borda de un bote que se balanceó terriblemente, casi arrojándola a las negras aguas, y confiando solamente en su suerte, subió a la borda opuesta y salvó de un salto el espantoso espacio que la separaba de la barca siguiente. No sabía adónde iba; su única idea era alejarse lo más posible de sus perseguidores, y al saltar y encaramarse sobre el costado de la tercera barca, se dio cuenta de que no podía pasar de allí. Delante de ella una gran extensión de mar parecía esperarla amenazadora mente; detrás, un marinero empezaba a saltar en las barcas oscilantes, persiguiéndola, mientras los otros se reían y gritaban en el muelle. Estaba atrapada.

Se volvió, enfrentándose a su atacante y cerrando los puños, sabiendo que no podía luchar contra él, pero dispuesta a pesar de todo a intentarlo. Pero el hombre se había detenido y permanecía de pie en la barca próxima, sonriendo amplia y desagradablemente. Y entonces sintió Cyllan que la barca en que se hallaba se balanceaba bruscamente y empezaba a moverse.

Hubiese debido darse cuenta de lo que harían ellos, y la mortificación se mezcló con el miedo que sentía. Pero lo único que podía hacer era agarrarse impotente a los lados del bote mientras los hombres del muelle, que agarraban la cuerda de amarre, empezaron a tirar de ella hacia la pared.

El bote chocó contra la piedra del muelle, y unos dedos rudos tiraron del cuello de la camisa de Cyllan y la levantaron, pataleando y debatiéndose, hasta la tierra firme. Cayó de bruces en el muelle, jadeó al recibir una patada en la espalda y vio que unas pesadas botas se acercaban a ella. Entonces, alguien dijo, con voz sorprendida:

—Que los estrechos nos lleven a todos, ¡es una mujer!

Retrocedieron confusos y ella aprovechó la única oportunidad que se le ofrecía. Contrayendo violentamente los músculos, se levantó de un salto y echó a correr, pasando entre sus capturadores antes de que éstos pudiesen recobrarse de su sorpresa y corriendo desesperadamente hacia el negro refugio del callejón.

Y a punto estaba de conseguirlo cuando alguien salió de la oscuridad para cerrarle el paso, y ella, incapaz de esquivarle, chocó contra él. Unas manos se cerraron sobre sus brazos y ella maldijo en voz alta, pero la blasfemia se extinguió en sus labios cuando levantó la mirada y vio los ojos coléricos y triunfantes de Keridil Toln.

— ¡No!

Cyllan se retorció y tal vez habría podido escapar, pero al volverse, una silueta se irguió delante de ella. Algo (parecía una jarra de cerveza vacía) lanzó un destello metálico bajo la luz de la luna, pero antes de que su mente presa de vértigo pudiese identificarlo, golpeó su frente con terrible violencia, y ella se hundió en una nada silenciosa y oscura.

Keridil miró fijamente la despatarrada figura y, al ver que el dueño de la Bailarina Azul se disponía a dar otra patada a Cyllan, levantó una mano autoritaria.

—No. No le hagas más daño.

El hombre le miró echando chispas por los ojos y uno de sus compañeros escupió con puntería sobre la muchacha inconsciente.

—Arrojadla al agua. Es el mejor sitio para los vagabundos; nadie echará en falta a esa zorra.

—He dicho no.

Keridil no había querido revelar su autoridad, pero los marineros estaban sedientos de sangre y por eso echó atrás su capa de manera que fuese claramente visible sobre su hombro la insignia de oro del Sumo Iniciado. Los marineros tardaron unos momentos en captar el significado de la insignia, pero, cuando lo hicieron, el que llevaba la voz cantante lanzó un juramento, se disculpó e hizo la señal de Aeoris delante de su cara.

—Esa muchacha —dijo Keridil, mirando friamente a Cyllan— ha sido reclamada por el Círculo. Es una criminal y una fugitiva. — Levantó la mirada—. Creo que con eso basta.

Los hombres comprendieron y dieron, temerosos, un paso atrás, y uno de ellos murmuró algo que le sonó a Keridil como un ensalmo contra el mal. Sonrió débilmente.

—Lamento haberos engañado, pero no tenía tiempo para dar explicaciones. Desde luego, os recompensaré por vuestro trabajo. — Tocó la bolsa colgada del cinto y las monedas sonaron agradablemente—. La muchacha no os hará ningún daño; por tanto, no debéis temerle. Quiero que la llevéis a la residencia del Margrave antes de que recobre el conocimiento. De esta manera...

Se interrumpió al oír un sonido, procedente del Oeste, grave y estremecedor, lejano pero persistente en el aire tranquilo; el etéreo sonido de un cuerno dando un toque de aviso.

Todos los marineros volvieron la cabeza al oír aquella llamada misteriosa y sus rojos semblantes palidecieron. Keridil, que no había oído nunca un sonido como aquél, sintió un escalofrío de alarma en la espina dorsal, y entonces se dio cuenta de que todos los hombres le estaban mirando con pasmado respeto.

—La Barca Blanca... —dijo el dueño de la Bailarina en un tenso murmullo, en el mismo instante en que el significado de aquel cuerno se hacía claro en la mente de Keridil.

Hubiese debido preverlo: los Guardianes, que evitaban todo contacto que no fuese absolutamente necesario con el continente, difícilmente habrían traído de la Isla Blanca su extraña embarcación para que la viesen todos los hombres, mujeres y niños de Shu-Nhadek. La plena noche era más adecuada a su manera de actuar, y les importaba poco la conveniencia de sus pasajeros, por muy distinguidos que fueren estos.

El cuerno sonó de nuevo, lúgubremente, y Keridil se estremeció. No quería mirar hacia el océano, pero su fascinación era demasiado grande, y si aguzaba la vista hasta el límite, pensó ( simplemente se lo imaginó) que podía ver un brillo nacarado a lo lejos, en alta mar; un fantasma amorfo que engañaba a sus ojos, apareciendo un instante para desvanecerse en seguida en la oscuridad.

No habrán oído el cuerno en la residencia del Margrave; había que avisarles sin pérdida de tiempo. El sentido común fue en ayuda de Keridil, librándole del vago temor que le infundió el cuerno y el barco lejano. Se volvió al dueño de la Bailarina Azul.

—Debo enviar un mensaje al Margraviato...

—Cuidaremos de esto, señor.

El marinero parecía inquieto.

Keridil había informado a un criado; el hombre era lo bastante inteligente para decir a sus compañeros dónde podían encontrarle... Asintió.

—¿Llegará la Barca al muelle? —preguntó.

El hombre sacudió la cabeza.

—Creo que no, señor. —Encogió los hombros y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Hace casi cinco años que no se ha acercado a tierra firme; desde la última vez que nos devolvieron las mujeres... Anclará a una milla de la costa. —Se pasó la lengua por los labios—. Sería un honor para mí llevarte allí en la Bailarina, si no te importa el olor a pescado de la barca.

Keridil tuvo la impresión de que el hombre se ofrecía de mala gana, pero no estaba dispuesto a rehusar la propuesta y además, diez gravines aliviarían sin duda la carga del marinero.

—Gracias —dijo, mirando una vez más hacia el mar y desviando después rápidamente la vista—. Aprecio tu generosidad.

El marinero miró al suelo y señaló con la cabeza el cuerpo encogido e inmóvil de Cyllan.

— ¿Qué hay que hacer con ella, señor?

Se había olvidado de Cyllan... Ahora la contempló Keridil, y reflexionó. Si la dejaba en el Margraviato, al cuidado de los servidores, o les engañaría para conseguir la libertad o establecería contacto telepático con Tarod, pidiéndole que viniese en su ayuda. Era posible que él la estuviese ya buscando, y la idea de la indefensa casa del Margrave dejada a su merced no era agradable. No tenía tiempo de aislarla mágicamente, y esto sólo le dejaba una alternativa.

El Sumo Iniciado sonrió. La Barca que se acercaba les llevaría al único lugar del mundo donde el Caos no podía tener influencia alguna. Si Tarod les seguía hasta allí, se vería despojado de su poder, impotente ante la justicia final. Y el único señuelo que podía obligarle a seguirles estaba en manos de Keridil.

—Llevadla a bordo de la Bailarina Azul —dijo—. Navegará con nosotros hacia la Isla Blanca.

Загрузка...