CAPÍTULO 12


El Alto Margrave Fenar Alacar se levantó del sillón de en medio de los tres tallados en piedra. La luz peculiar que iluminaba la cámara sin ventanas y que olía a moho proyectaba líneas de sombra sobre su cara joven, haciendo que pareciese más viejo de lo que correspondía a sus años; pero no podía disimular la incertidumbre de su mirada al carraspear y después, nerviosamente y con frecuentes vacilaciones, pronunciar las palabras rituales que ponían fin al Cónclave:

—Yo, Penar Alacar, elevado por la gracia de nuestro señor Aeoris a la dignidad de Alto Margrave, declaro que el triunvirato se ha pronunciado unánimemente y que todos hemos sellado esta resolución. El Cónclave ha decidido que sea abierto el cofre de Aeoris. Y encargo y ruego al Sumo Iniciado, Keridil Toln, que sea el instrumento a través del cual será realizada esta sagrada tarea.

Su mirada se posó vacilante en el rostro impasible de Keridil y se pasó nerviosamente la lengua por los labios, seguro de que había pronunciado correctamente las palabras, pero todavía inseguro de sí mismo en presencia de sus más viejos y más experimentados semejantes.

Keridil le devolvió un momento la mirada y después se levantó también de su sillón y avanzó hasta colocarse delante del joven Mar-grave. Lenta y rígidamente, hizo una profunda reverencia a Fenar.

—Soy consciente del honor que se me hace y de la grave responsabilidad que asumo. —Ahora se volvió de cara al tercer y último miembro del triunvirato, que se levantó también de su sillón, aunque con alguna dificultad, y se inclinó a su vez ante ella—. Pido la bendición de la señora Matriarca, madre y protectora de todos nosotros, para que me ayude en este momento trascendental.

Ilyaya Kimi, majestuosa en su velo de plata, levantó una mano artrítica para tocar la frente de Keridil, que se había arrodillado ante ella.

—Que la luz clara de Aeoris brille sobre ti, hijo y sacerdote mío. Que no te apartes de su camino de sabiduría.

Keridil se levantó y tanto él como la Matriarca se volvieron de nuevo de cara a Fenar. El Alto Margrave asintió con la cabeza.

—Hágase según lo acordado —dijo—. Que se abra la puerta y se dé a conocer la decisión de este Cónclave.

Formaban un extraño trío, pensó Keridil con una parte curiosamente aislada de su mente, mientras precedía a los otros sobre el débilmente brillante suelo de piedra: una mujer anciana, que apenas podía andar, un muchacho inexperto y un hombre que, aun presentando un rostro confiado al mundo, se sentía asaltado por dudas y temores que ni siquiera podía nombrar. Pero eran lo mejor que el mundo podía ofrecer a sus dioses. Les fue otorgado el poder temporal supremo y, fuesen cuales fueren sus aprensiones, debían esforzarse por ser dignos de él.

Llegó a la puerta, una enorme losa que giraba por algún oculto e inconcebiblemente antiguo mecanismo, y levantó la mano derecha para dar un golpe sobre un rombo de cristal engastado en la por demás lisa superficie de la piedra. Un ruido fuerte y chirriante sonó debajo de sus pies, y la puerta empezó a abrirse lentamente. Una corriente de aire fresco y limpio penetró en la cámara (oyó que Ilyaya lanzaba un profundo y agradecido suspiro) y salieron para encontrarse con una delegación de los Guardianes que estuvo de vigilancia durante las largas horas del Cónclave. Cada par de ojos pálidos e inexpresivos se fijó en Keridil, y los Guardianes leyeron claramente en su semblante el resultado del Cónclave, sin que hubiese necesidad de pronunciar una sola palabra. Su portavoz inclinó la cabeza y dijo con voz monótona y lejana:

—El triunvirato será conducido inmediatamente al Santuario. Los que estuvieron esperando se hallan ahora reunidos en el exterior y podrán ser testigos del ritual, si el triunvirato así lo desea.

Fenar carraspeó de nuevo y miró a Keridil con aquella extraña mezcla de respeto y resentimiento que siempre había parecido sentir por él.

—Prometí a mi consejero, Isyn, que podría acompañarme si eso estaba permitido...

En otras palabras, su confianza estaba vacilando y necesitaba el apoyo de su viejo preceptor. Difícilmente habría podido Keridil censurarle. Estuvo a punto de sonreirle a Fenar, pero lo pensó mejor; en el estado en que se hallaban sus nervios, el joven habría probablemente interpretado la sonrisa como señal de protección.

—Esto depende enteramente de vuestra voluntad, Alto Margrave —dijo.

—Sí... —La cara de Fenar se serenó—. Sí, desde luego.

—Yo necesitaré a dos de mis Hermanas a mi lado —declaró quejumbrosa Ilyaya Kimi—. Si tengo que soportar otro largo ritual, necesitaré su apoyo, en el sentido literal de la palabra. Nunca había pensado que tendría que someterme a tan duras pruebas a mis años.

De los tres, pensó Keridil, la Matriarca era la única que parecía capaz de aceptar con tranquilidad esta extraordinaria y terrible situación. Estaba haciendo historia, pero se comportaba como si estuviese cumpliendo meramente uno más de los tediosos deberes cotidianos de su cargo. Keridil la envidió; tanto si su sereno pragmatismo se debía a confianza en sí misma como si era fruto de la senilidad, era un sentimiento que le habría gustado compartir.

Guardándose sus pensamientos, asintió con la cabeza.

—Dos de mis Iniciados custodiarán a nuestra prisionera; pero aparte de ellos, solamente a mi consorte pediré que me acompañe.

Ilyaya se estaba ajustando el velo con breves e impacientes movimientos de las manos.

—¿Y qué dices de esa muchacha, Sumo Iniciado? ¿De nuestra prisionera? —Frunció los labios—. Parece que ninguna presa ha caído en nuestra trampa. Empiezo a preguntarme si el demonio del Caos no habrá decidido que la prudencia es la parte mejor del valor, y ha abandonado a la joven.

Estaban caminando a lo largo de un estrecho túnel sin el menor adorno, excavado en un lado del volcán. Eran precedidos y seguidos por Guardianes con antorchas y flotaba un débil olor a azufre en el aire viciado. Keridil pensó unos momentos antes de responder a la punzante pregunta de la Matriarca.

—No, señora. Vendrá, estoy seguro de ello.

Conocía lo bastante a Tarod para no haber vacilado en su convicción de que la trampa funcionaría. Antes de que empezase el Cónclave, pidió que le dejasen solo unos minutos y, escoltado a otra de las al parecer innumerables habitaciones y cámaras vacías que eran como celdas de colmena en la montaña (y cuya función no podía siquiera imaginar), borró de su mente todo pensamiento extraño y, después de una breve Oración y Exhortación, empleó la técnica de escrutar la mente que había aprendido hacía tiempo como nuevo Iniciado, en un intento de descubrir el paradero de Tarod. No encontró nada, pero el hecho de que fuese imposible descubrir a su enemigo era, pensó, un augurio favorable. Si Tarod trataba de llegar a la Isla Blanca y rescatar a Cyllan, el secreto sería su arma mejor; y aunque no podía localizarle por medios mágicos, Keridil sentía en lo más hondo de su ser que estaba cerca.

Ilyaya Kimi sorbió por la nariz.

—¿Y si no viene?

—Si no viene, su destino, todos nuestros destinos, dejarán de estar en nuestras manos.

El Alto Margrave se estremeció y se esforzó inútilmente en disimularlo.

—Sigo diciendo que esa muchacha habría tenido que ser ejecutada sin tantos subterfugios —dijo—. Podía hacerse en unos minutos y ahora tendríamos un motivo menos de preocupación. Pero no se me hizo caso.

Esta vez, la furiosa mirada que dirigió a Keridil tenía, además del antiguo resentimiento, una nueva y más personal expresión de antipatía, y Keridil tuvo que resistir la tentación de sugerir que, si el Alto Margrave insistía tanto en ello, tal vez querría empuñar un cuchillo o una espada y mostrar el valor de sus convicciones cortando él mismo el cuello a Cyllan. Ahora les resultaba fácil a sus compañeros lamentarse y criticar, pensó irritado; Ilyaya Kimi dudaba de su buen criterio en el asunto de la captura de Tarod, y Fenar, de su prudencia al permitir que Cyllan viviese para servir de cebo contra su adversario. Pero había tomado su decisión y no se dejaría influir por argumentos formulados desde la relativa comodidad de las posiciones de los otros. No eran las manos de ellos las que tenían que abrir el cofre y levantar la caja; no eran los hombros de ellos los que tenían que cargar con toda la responsabilidad de llamar a los Señores Blancos al mundo. Si se negaba a seguirles la corriente, esta autonomía era lo menos que podían otorgarle a cambio de llevar aquella carga.

Un rectángulo más claro apareció delante de ellos, indicando que se acercaban al final del túnel. Al salir al flanco gigantesco del volcán, Keridil vio que el sol se había puesto, dejando solamente un último y pálido resplandor en el cielo. El crepúsculo borró todo color de las caras desnudas de las rocas, y los Guardianes, con sus pieles y sus vestiduras blancas, parecían grandes mariposas fantásticas en la penumbra. El velo de Ilyaya brillaba con una misteriosa radiación interior propia; la diadema de Fenar tenía un brillo nacarado, y por un instante, percibió Keridil algo malsano en aquella escena, casi como de podredumbre. Expulsó rápidamente el pensamiento de su mente, consciente de que era poco menos que blasfemo.

Fueron conducidos a largo del estrecho sendero por el que habían venido desde la gran escalera a la cámara del Cónclave, y el resto del grupo les esperaba al final del parapeto. Sashka vio a Keridil y no pidió permiso a nadie para correr a abrazarle. No dijo nada (algo en la cara de él le decía que era mejor guardar silencio), pero le asió con firmeza la mano y ambos caminaron juntos hacia la escalera. Los otros saludaron a sus compañeros con entusiasmo; todos menos Cyllan, que permanecía detrás del grupo entre dos altos y delgados Guardianes. Sólo una vez captó Keridil su mirada, y palideció ante el odio frío y controlado que ardía en sus ojos ambarinos.

Sashka le estrechó los dedos.

— ¿Se ha terminado? —murmuró. El asintió con la cabeza.

—Se ha terminado.

No necesitó decirle cuál había sido la decisión, y oyó que ella respiraba hondo. Entonces dijo Sashka:

—¿Y ahora? ¿Me dejarán ir contigo?

Keridil estuvo mirando al frente, hacia el lugar donde la monstruosa escalera seguía subiendo por el flanco de la montaña. El cielo era casi negro, pero todavía podía distinguir el amenazador pico truncado del antiguo cráter en la cima del volcán. Subirían aquellos terribles escalones, seguirían subiendo, y cuando al fin llegasen a lo más alto, sólo el propio Santuario se levantaría ante ellos. Ahora miró a Sashka, buscando en su cara señales de miedo y no encontró ninguna. Con ella a su lado, no se sentiría tan espantosamente solo.

—Te dejarán —dijo—. Es decir.., si tú lo quieres.

Ella casi le compadeció por ser tan ingenuo como para pensar que no aprovecharía la vertiginosa ocasión. Ella, Sashka Veyyil, sería testigo de la apertura del cofre, y cuando los historiadores escribiesen sus relatos de esa noche trascendental, su nombre aparecería inscrito junto al de Keridil, como consorte del Sumo Iniciado que había llamado a Aeoris al mundo.

Estrechó su mano con más fuerza entre las suyas y le dirigió una de aquellas dulces sonrisas con que se apoderaba siempre de su voluntad.

—Claro que quiero, amor mío —dijo suavemente—. ¡Nada me privaría ahora de estar a tu lado!

Cyllan subía, con un Iniciado delante de ella y otro detrás, privándola de toda posibilidad de huida, pero era incapaz de prestar atención a todo lo que no fuese la enorme e interminable escalera. Parecía que había estado subiendo durante horas, significando cada escalón una tensión que hacía protestar a sus músculos, y su mente estaba aturdida con el incesante y duro esfuerzo. Keridil iba en cabeza, flanqueado por dos de los zombies vestidos de blanco, una mini escolta, pues parecía que solamente unos pocos y cuidadosamente elegidos, fuese cual fuere su jerarquía, estaban autorizados a llegar a la cima de la montaña. Detrás de él iba el Alto Margrave y, después, la Matriarca, ahora transportada en un extraño sillón tallado por otros dos Guardianes. Las antorchas brillaban como pequeños ojos salvajes, una serpiente de luces reptando arriba y arriba en la noche, empequeñecida por aquel pico amenazador.

¿ Y qué pasaría cuando llegasen al Santuario? Había dejado de rezar para que Tarod no viniese a ella, pues el miedo que empezó a corroerla cuando salieron de la cámara se había apoderado ahora de ella con tal fuerza que no podía luchar contra él. Estaba demasiado sola, demasiado perdida y demasiado amenazada para no ansiar su presencia, pues nadie más podía ayudarla. Y si llegaba demasiado tarde (ni por un instante pensó que no vendría) ella estaría muerta, y su alma, infiel al Orden y al Caos, estaría condenada para siempre.

Tan absorta estaba en sus tristes pensamientos que no se dio cuenta de que la comitiva se había detenido hasta que chocó con el Guardián que la precedía. Cyllan pestañeó y miró hacia arriba.

El cono del volcán, que antes le pareció tan lejano que era como irreal, se alzaba ahora terriblemente próximo delante de ella. Podía ver el cráter como una boca enorme, de locura, bordeada de mellados dientes que dijérase que trataban de devorar el cielo; podía ver la fea cicatriz de una fisura donde milenios atrás la lava había surgido como un río de fuego del corazón de la tierra, y las rocas habían sido deformadas, rasgadas, retorcidas y fundidas por un calor y una presión inverosímiles. Era algo prehistórico, salvaje, una aberración, y su miedo empezó a transformarse en vértigo palpitante.

Parecía que estaban esperando alguna señal y, efectivamente, llegó al cabo de un largo rato. Un cuerno sonando en algún lugar próximo al corazón del propio cráter, amplificado por las gigantescas paredes de roca que resonaban como la llamada de algún ciudadano sobrenatural de un mundo fantasma. El sonido vibró y vibró, hasta que al fin se disipó sobre el mar y fue engullido por la noche, y al extinguirse el último eco, el grupo se puso de nuevo en movimiento, lentamente y con más resolución que antes. Adelante, arriba.., y terminó la gigantesca escalera.

La puerta estaba tallada en la cara rocosa del cráter; una puerta sencilla y cuadrada, con un macizo dintel sostenido por jambas perfectamente angulares. En el centro exacto del dintel había sido tallado un dibujo y rellenado de oro: un ojo abierto de cuyo iris emanaba un rayo. Era el signo supremo del Orden, el sello del propio Aeoris, y marcaba la entrada al corazón del cráter y al Santuario.

Los dos Guardianes que iban en cabeza con Keridil se apartaron a un lado y tomaron nuevas posiciones, uno a cada lado de la enorme puerta. Sus compañeros se reunieron con ellos y las figuras vestidas de blanco formaron una rígida guardia de honor en la entrada.

Keridil se dio cuenta de que aquellos hombres extraños no seguirían adelante. Desde ahora, él y sus compañeros estarían solos. Miró al frente y vio un túnel que era como un abismo, extendiéndose a lo lejos, iluminado por un débil y mate resplandor que parecía brotar de la roca misma. Entonces oyó movimiento a su lado: el Alto Margrave y la Matriarca, que se había apeado de la improvisada litera, avanzaron hasta su altura. Keridil tragó saliva, respiró hondo y miró al más próximo de los tiesos Guardianes; y con lo que podía ser (a menos que le engañase su imaginación) la sombra de una sonrisa, el hombre alzó la mano derecha e hizo la Señal de Aeoris.

Era la señal para emprender la última etapa de su viaje ritual, y Keridil sabía que no podía demorarse por más tiempo. Cruzó el portal abierto como unas fauces, oyó a Fenar e Ilyaya a un paso detrás de él y reprimió el súbito miedo que amenazaba con apoderarse de él. Había que hacerlo, se haría. Apretando el paso al dominar su resolución a su miedo, Keridil se adentró en la sima.

La grieta que hacía milenios se abrió en el lado del volcán por una erupción de lava, y que ahora formaba la única entrada al antiguo cráter, no era un pasadizo largo. Atravesaba directamente el cono, siguiendo un camino extrañamente recto, y al cabo de sólo unos minutos, vio Keridil un punto de luz al frente. No pudo identificar su origen, aunque el instinto y el conocimiento de las tradiciones populares le impulsaron a adivinarlo, y la aprensión le hizo un nudo en la garganta. Un breve trecho más y...

El abismo se abrió bruscamente y salieron a una ancha cornisa que dominaba una vista impresionante por su misma sencillez.

A su alrededor, se elevaban las paredes del cráter en grandes mi-rallas, llenas de hoyos y melladuras y creando una terrible sensación de vértigo. Tal vez a doscientos o trescientos pies, el fondo de piedra pómez y basalto se confundía en increíbles dibujos y era iluminado por la débil radiación nocturna que descendía del despejado cielo. En el centro de la taza había un solo y gigantesco bloque de piedra volcánica que alguna mano muerta hacía tiempo talló en un cubo perfecto, para formar un altar, y allí, el punto de luz que observó Keridil desde el túnel se manifestaba como un cáliz de oro en el que ardía una llama blanca, eterna y nunca vacilante. Sabía que esta lámpara votiva brillaba desde que Aeoris y sus hermanos habían dejado su impresionante regalo al mundo; era misión de los Guardianes mantenerla viva, y nunca dejaron de hacerlo. Y delante del cáliz, resplandeciendo de un modo cegador bajo su luz, había un sencillo cofre, no mayor que el puño de un hombre, hecho también de oro macizo. El cofre de Aeoris..

Fenar Alacar hizo la señal con atemorizada y torpe precipitación, mientras la Matriarca se llevaba un borde del velo a los labios y lo besaba, murmurando una oración. Keridil no podría expresar los sentimientos que le producía su primera visión del Santuario: temor, sí, y miedo y reverencia, pero también un sentido del destino que era imposible traducir en palabras, pero que le hacía olvidar todo lo que no fuese el breve ritual, y su culminación, que había que practicar.

Desde la cornisa, un sendero empinado pero practicable serpenteaba hasta el fondo del cráter, y el Sumo Iniciado se volvió a sus acompañantes.

—Los que quieran presenciar de cerca el ritual pueden venir conmigo al Santuario —dijo pausadamente—. Pero si alguno de vosotros prefiere quedarse aquí y observarlo desde lejos, está en perfecta libertad de hacerlo.

Sus palabras fueron recibidas en silencio. Aunque tuvo la impresión de que uno o dos de los del grupo se sentían inquietos, nadie quería ser el primero en echarse atrás. Solamente Cyllan parecía imperturbable, custodiada por dos de los Iniciados de Keridil; su mirada, cuando él fijó de mala gana la suya en ella, era vacía e inexpresiva.

—Muy bien. Sólo pido que todos guardéis silencio hasta que el rito haya terminado.

Y después de inclinarse brevemente ante Fenar y ante Ilyaya, empezó a descender hacia el fondo del cráter.

Más allá de la pared del volcán, los Guardianes que escoltaron al triunvirato y a sus acompañantes permanecían aún en dos rígidas filas en el portal. Habían conducido hasta allí a las personas a su cargo, pero las leyes dictadas siglos atrás para este acontecimiento les prohibían ir más lejos. Su deber era ahora esperar, y lo cumplirían con el mismo estoicismo impasible con que iniciaban cada tarea. Si sentían curiosidad o aprensión por lo que podía ocurrir antes de que se hiciese de día, no lo delataban sus expresiones remotas.

Un ligero movimiento en la sombra, unos minutos después de que el último de la comitiva desapareciera en la oscuridad del túnel, hizo que los dos Guardianes más alejados de la puerta volviesen sorprendidos la cabeza. Ambas lunas se elevaban ahora, iluminando la titánica escalera que descendía por la falda de la montaña, y en el primer escalón percibieron una presencia alarmante. Sus compañeros sintieron la perturbación psíquica un instante más tarde, pero antes de que cualquiera de los Guardianes pudiese reaccionar o desafiar al intruso, el aire tembló delante de ellos como agitado por una mano invisible, y una figura, recortada por la luz de la luna sobre el telón de fondo de la escalera, se plantó ante ellos.

Los Guardianes se movieron al unísono para cerrarle el paso, conservando todavía su perfecta formación.

—Los que no tienen autorización no pueden poner pie en la Isla.

El tono del que habló era seco, pero había una pizca de turbación en su voz. El intruso rió por lo bajo y algo brilló súbitamente en su mano izquierda.

—Uno que no está autorizado lo ha hecho ya. Apártense los Guardianes.

Tocar sus mentes era un juego de niños, una burla del prestigio en que eran mantenidos. Siglos de aislamiento, sin disturbios en su fortaleza, hicieron que los Guardianes sobreestimasen su vulnerabilidad; las dotes ocultas que habían poseído antaño pero nunca necesitaron se atrofiaron al crecer su confianza, y para una mente como la de Tarod no representaban el menor obstáculo.

—Los Guardianes se apartarán a un lado.

Esta vez las palabras fueron una orden sibilina y las figuras vestidas de blanco retrocedieron al dar el intruso un paso adelante y después otro. Miró sucesivamente aquellos rostros pálidos y, poco a poco, como niños hipnotizados, volvieron los Guardianes a su anterior posición, formando de nuevo la doble guardia de honor sin saber por qué. El desconocido esperó hasta que la formación estuvo completa. Después pasó tranquilamente entre ellos y se adentró en el enorme peñasco en dirección al cráter.

Las palabras iniciales del ritual fueron, para Cyllan, como una sentencia de muerte. No quería escuchar, pero un terrible fatalismo hacía que se concentrase en la figura envuelta en dorados ropajes del Sumo Iniciado, que pronunciaba una solemne plegaria a los dioses, mientras, detrás de él, la Matriarca y el Alto Margrave se arrodillaban, reverentes, ante el Santuario del Cofre. Su última esperanza se había extinguido, y lamentó amargamente no haberse arrojado al vacío al llegar a lo alto de la escalera o, tal vez aún mejor, lanzarse al mar desde la cubierta de la Barca Blanca antes de que ésta llegase a su fatídico destino. Ahora era ya demasiado tarde. Debía vivir esta pesadilla y enfrentarse a su suerte lo mejor que pudiese. Tarod había fracasado en su intento de encontrarla; no podía ponerse en contacto con él; solamente podía rogar, y no a los Dioses Blancos, que de alguna manera sobreviviese él a la locura desatada en su contra.

A pesar del frío nocturno, predominaba en el cráter una atmósfera sofocante, que se hacía más intensamente claustrofóbica a cada momento. Era como la tensión creciente que precede a las tormentas; la impresión de que algo se acerca, acechando más allá del horizonte y aproximándose, concentrando febrilmente su poder antes de que el primer estampido de un trueno estalle para romper la calma asfixiante y antinatural. Keridil habló, suplicando a Aeoris que le perdonase lo que iba a hacer, acompañado por la salmodia de Fenar Alacar y de Ilyaya Kimi, que unieron sus voces a la suya; pero sus palabras carecían de resonancia, absorbidas, o así lo parecía, por el aire denso, antes de que pudiesen tomar forma.

Cyllan miró temerosamente a los otros testigos, que formaban un semicírculo irregular a respetuosa distancia del triunvirato que oficiaba en el altar. El anciano erudito, Isyn, que estiraba la cabeza para oír las frases rituales; dos Hermanas que, cubriéndose la cara con el velo, murmuraban oraciones en voz baja, y en el lugar más apartado de ella, la graciosa figura de Sashka, cuyos ojos ardían febrilmente, resplan deciente el semblante de satisfacción y orgullo. En ella, pensó Cyllan, estaba el colmo de la traición... , el corazón voluble y codicioso cuyo egoísmo había provocado todo esto.

De pronto, se hizo un profundo silencio; Keridil había terminado su oración. Fenar e Ilyaya levantaron la cabeza, y el Sumo Iniciado se adelantó, de manera que la luz que irradiaba el sagrado cáliz cayó sobre él, haciendo que su ropaje y su diadema de oro brillasen como el fuego, proyectando un vivo halo alrededor de sus rubios cabellos. Cyllan oyó que alguien (pensó que debía ser Sashka) jadeaba con ansia mal disimulada, y entonces levantó Keridil ambas manos para empezar la Exhortación al ser Supremo, las últimas palabras que pronunciaría antes de levantar la tapa del cofre de oro. El Sumo Iniciado echo la cabeza atrás para mirar al cielo.. , y se detuvo, interrumpido su movimiento como si una daga le hubiese atravesado el corazón. Todos oyeron su brusca e involuntaria aspiración, y entonces se volvió, mirando, más allá de los reunidos, hacia la grieta de la pared rocosa.

Cyllan comprendió que hubiese debido verlo antes de leer la confirmación en el semblante de Keridil. Allí, en la cornisa que dominaba el fondo del cráter, una figura solitaria les estaba contemplando. Descalzo, vistiendo solamente camisa y pantalón negros, secados por el viento los revueltos cabellos pegados en mechones por la sal, nada tenía de la magnificencia de su enemigo, pero irradiaba un poder tranquilo y letal que hacía que el esplendor ceremonial de Keridil pareciese una ridicula parodia.

Entre un silencio de pasmo, el Sumo Iniciado dio un paso adelante. Su mano derecha buscó instintivamente una espada que no llevaba, pero fue el único que se movió mientras Tarod cruzaba la cornisa y empezaba a bajar por el sendero.

Llegó al suelo del cráter y, por un largo momento, los dos adversarios se miraron desde lejos, mientras mil emociones se pintaban en el semblante de Keridil. Después, Tarod se acercó despacio.

Cyllan sintió que los dos Iniciados que estaban a su lado la agarraban súbita y dolorosamente de los brazos y que, al acercarse él, tiraban rudamente de ella hacia atrás para apartarla. Tarod se detuvo. Por un instante, sus ojos verdes brillaron iracundos; después volvió a mirar al Sumo Iniciado.

—Di a tus Adeptos que tengan las manos quietas, Keridil. No quiero hacer daño a nadie.

—¿Cómo has podido... ? —empezó a decir Keridil, pero se interrumpió.

Los cómo y porqué había podido Tarod engañar o eludir a los Guardianes para llegar al cráter sin ser descubierto eran irrelevantes; estaba aquí, y eso era lo único que importaba. Pero, aunque planeó este momento, la manera en que Tarod llegó había trastornado la maniobra de Keridil y le había pillado desprevenido. No sabía qué hacer...

Advirtiendo el desconcierto de Keridil, Tarod se volvió y se dirigió al lugar donde estaba Cyllan, sujetada por los guardias; éstos, sin una orden directa de Keridil, se sentían indecisos y temían al hombre que estaba ante ellos. Tarod tomó las muñecas de Cyllan, ella sintió un ligero cosquilleo y las cuerdas se soltaron y cayeron serpenteando al suelo, antes de que él se llevase sus manos a los labios y besase los dedos en un breve pero significativo ademán. Al levantar él de nuevo la cabeza, Cyllan vio, por encima de su hombro, que Sashka les estaba mirando fijamente. La expresión helada de su rostro lo confirmaba todo: odio, celos ciegos, ira, la comprensión final de que había perdido todo dominio sobre Tarod y la rotunda negativa a aceptar que tal cosa pudiese ser verdad. Con su sencillo homenaje a Cyllan, Tarod le había descargado un rudo golpe, y su orgullo no podía soportarlo. Al volverse Tarod hacia los otros, siguió mirándole, dispuesta al parecer a despellejarle con las uñas, llevada de su furor; pero él miró a través de ella como si no existiese y sus ojos se fijaron en Keridil.

—Ya no hay ningún motivo para las contiendas —dijo—. Y es innecesario lo que el Cónclave ha resuelto hacer.

Keridil palideció.

—¿Cómo te atreves a decir que puedes impedirlo? Por los dioses que te creí arrogante, ¡pero no hasta este punto! —Se había recobrado de la primera impresión causada por la aparición de Tarod, y recuperaba su confianza—. Ahora no estamos en el Castillo. Este es el lugar sagrado de Aeoris, la invulnerable fortaleza del Orden; no tienes aquí ningún poder, ¡aunque te hayas dejado engañar por tus funestos amos!

Tarod sacudió la cabeza y sonrió débilmente. Parecía cansado, pensó Cyllan; cansado, agotado y turbado.

—No me he dejado engañar, Keridil Toln —respondió—, y has interpretado mal lo que quise decirte. No he venido a desafiarte.

Keridil entrecerró los ojos.

—¿Portas el anillo del Caos y esperas que te crea?

—Sí —dijo Tarod.

Miró otro momento al Sumo Iniciado, como tratando de calcular si intervendría o no. Después sacó lentamente del dedo el anillo de plata y, sosteniéndolo en la palma de la mano, se volvió hacia Fenar Alacar, que le miraba fijamente y como hipnotizado. Era la primera vez que el joven Alto Margrave veía al demonio del Caos, de quien había oído tantas horripilantes historias, y cuando su mirada se encontró con la de Tarod, palideció visiblemente.

Este dio dos pasos en su dirección y, entonces, para disgusto y asombro de Fenar y de Keridil, se inclinó ceremoniosamente y con la más exquisita cortesía.

—Alto Margrave, juro que te seré fiel y leal, y doy mi palabra de que te serviré en nombre de Aeoris. —Hizo la Señal y se irguió, súbitamente intensa la mirada—. He sido acusado de muchos delitos, Alto Margrave, y en algunos casos fui culpable; en otros muchos, no. Por encima de todo, nunca vacilé en mi fidelidad a nuestros dioses, los Señores del Orden. No sirvo al Caos; renuncio a él y lo rechazo, como hice desde el día de mi iniciación. Y entrego esta piedra como prueba de mi buena fe.

Fenar Alacar, desorbitados los ojos, se echó atrás como si Tarod tuviese un Warp en su mano. Tarod vaciló y cerró de nuevo los dedos sobre la piedra.

—Sí, Señor; es una joya maligna, no lo niego. Pero, digan lo que hayan dicho de mí, no quiero traer de nuevo el Caos a este mundo. He visto ya la locura que el simple miedo al Caos ha provocado en todas partes, y si la resolución del Cónclave es ejecutada y estalla un conflicto entre el Orden y el Caos, esta locura puede terminar en una destrucción a gran escala. Ya se ha hecho bastante daño. Yo tengo la manera de destruir esta piedra poniéndola en manos del propio Aeoris, y pido que interrumpas este rito y me permitas cumplir mi promesa.

—¿Lo - cura? —La voz de Fenar recalcó la segunda sílaba, y su rostro enrojeció, furioso—. Tú hablas de locura, pero la única que veo es la que tú has ocasionado... ¡y sigues tratando de ocasionar con tus mentiras! Si crees que unas pocas palabras bien escogidas pueden apartarnos de nuestro justo y sagrado deber..., ¡te equivocas, demonio! ¡Te equivocas! —Se pasó la lengua por los labios y miró a sus compañeros para que confirmasen lo que acababa de decir. La expresión de Keridil era indescifrable, pero la Matriarca asintió con la cabeza para animarle.

—Llegas demasiado tarde para poner en práctica tus artimañas, criatura del Caos —dijo Ilyaya Kimi a Tarod, con voz venenosa—. Tú has sido la fuente de muchos males en este mundo, ¡pero no toleramos más! Aeoris volverá, te destruirá y, cuando lo haga, descubriremos a todos los que has apartado del camino recto, ¡y serán castigados! ¡No quedará nadie de tu maldita raza para continuar tu trabajo!

Tarod tuvo una súbita y terrible visión interior del concepto que tenía la Matriarca del juicio de los dioses.

—¿Cómo puedes decir que Aeoris castigará a su propio pueblo cuando su único pecado ha sido el miedo? —preguntó—. ¡No ha cometido ningún delito!

Fenar, cuya confianza crecía por momentos, dijo desdeñosamente: — ¡Ya!

Y los ojos de Ilyaya brillaron fríamente.

—Ha habido pecado —dijo, implacable—. Hemos visto su corrupción en toda la Tierra, y hemos visto los laudables esfuerzos que se han realizado para castigar a los culpables..., ¡pero esto no es bastante! Debe ser totalmente expiado, y cuanto más grave es el pecado cometido, mayor debe ser la expiación.

Tarod la miró, horrorizado, y recordó las tremendas injusticias que había presenciado durante su viaje: los campos incendiados, los animales sacrificados, las parodias de juicios que enviaban a inocentes a la muerte. Y la Matriarca hablaba de laudables esfuerzos... Dijo, con voz velada por la emoción:

—¡Es absurdo recurrir a semejante salvajismo! La piedra puede ser simplemente destruida. ¿No ves que es lo más prudente? Si seguimos así, habrá derramamiento de sangre y una miseria inimaginable. ¡Puede ser evitado!

—Aeoris exigirá el pago —dijo obstinadamente Ilyaya—. Y nosotros, que somos sus elegidos, seremos los instrumentos de su justicia y de su misericordia.

—¿Misericordia? —dijo Tarod, pálido el semblante.

—Sí, misericordia. —Pareció escupirle esta palabra—. Aquellos que tengan el alma pura nada tienen que temer, pues, por mucho que sufran en la prueba, nada les faltará.

Era un dogma ciego; la Matriarca no hacía más que repetir una canción carente de sentido, y sin embargo, pensó Tarod, ninguna razón la sacaría de sus trece. En cuanto a Penar Alacar, tal vez podía esperar algo mejor de un joven arrogante e inexperto que gustaba por primera vez las delicias del poder; pero la negativa del Alto Margrave a escuchar parecía frustrar las esperanzas de Tarod. Iba a pedirle por última vez que considerase lo que tenía que decir, cuando otra voz habló duramente detrás de él.

—¡Keridil! —El conocía demasiado bien aquel tono—. Miente y trata de cegarnos, como ya han visto el Alto Margrave y la señora Matriarca. Mátale ahora. Mándale a Aeoris, ¡y veamos en qué paran sus protestas de fidelidad cuando se enfrente con el dios a quien dice adorar!

Un impresionante silencio siguió al arrebato de Sashka, pero cuando todos se volvieron a mirar, Tarod vio un destello de aprobación en los ojos de Ilyaya Kimi. La muchacha miraba fijamente a Tarod, irradiando aborrecimiento y rencor por todos sus poros, y antes de que Keridil pudiese reaccionar, Ilyaya Kimi dijo:

—Tu consorte habla cuando no le corresponde, Keridil, pero tiene razón en lo que dice.

—Sí, Keridil. —Fenar Alacar estaba resuelto a no ser una excepción—. Tu dama está en lo cierto, y tú mismo nos has advertido muchas veces de la duplicidad de ese demonio. Yo también digo: mátale.

Tarod miraba despectivamente a Sashka.

—Había esperado un mejor consejo de labios de la consorte del Sumo Iniciado —dijo, casi cortésmente—. Y, al menos para mí, sus motivos son lamentablemente claros. —Hizo una burlona reverencia a la joven—. Lamento, Sashka, haberte defraudado al no estrujarme las manos con angustia cuando me rechazaste.

Sashka apretó furiosamente los labios y sus mejillas enrojecieron; Tarod vio la rápida y afligida mirada que le dirigió Keridil y se dio cuenta de hasta qué punto había logrado Sashka cegar a su nuevo amante sobre su verdadera naturaleza. Pareció que el Sumo Iniciado iba a soltar un exabrupto, pero Tarod se le adelantó.

—Está bien. Mátame ahora, Keridil... o inténtalo. Pero hay una alternativa, si lo que he dicho no puede conmoverte.

Keridil le miró fijamente.

—No me conmueve. Y cualquier alternativa que puedas sugerir será en vano.

— ¿Aunque pidiese que se me permitiera exponer mi caso al propio Aeoris?

El ligero fruncimiento que apareció en el rostro del Sumo Iniciado reanimó la última esperanza que quedaba. La insensatez podía prevalecer entre sus semejantes, pero Keridil nunca se había dejado influir por el puro dogmatismo, y pudo ver que el ofrecimiento de su adversario no daba lugar a engaños. Pero antes de que pudiese hablar, la Matriarca silbó y dijo:

—El demonio tiene lengua de plata. Te aconsejo que no le hagas caso, Keridil. Debe morir. Con esto está dicho todo.

Sashka sonrió y Fenar Alacar asintió vigorosamente con la cabeza.

—Mátale.

Keridil miró a la joven de cabellos castaños que estaba a su lado y vio en sus ojos una luz maligna que contenía un claro mensaje.

—Merece más que la muerte —dijo ella—. Pero la muerte es un principio.

Y Keridil, aunque deseaba de todo corazón permanecer en la ignorancia, empezó a comprender...

Tarod les observaba a todos, paseando de uno a otro su mirada inquieta. Tenía que ejercer un gran dominio sobre sí mismo para guardar silencio pero sabía que, si hablaba ahora, podía echar a perder su última y arriesgada oportunidad. El odio que sentía Keridil por él era intenso, pero la razón luchaba por encontrar un punto de apoyo contra los prejuicios del Sumo Iniciado. Y Tarod apostaba por la renuencia del que fuese su amigo a ser forzado a tomar una decisión que sería irrevocable.

Animada por el silencio de Keridil, Sashka dijo súbitamente:

—Amor mío, si...

Pero no siguió adelante, porque, para desconcierto suyo, Keridil la miró rápidamente, con ojos recelosos y enojados.

—No —dijo, y levantó ambas manos para detener las protestas de sus compañeros—. No. Si Tarod quiere apelar al árbitro supremo, no denegaré su petición. —Les miró sucesivamente, con ojos fríos y desafiadores—. No tengo autoridad para denegarla. ¿Qué poder temporal puede negar a un hombre... —y se humedeció los labios con la lengua—, a cualquier hombre, sea cual fuere su naturaleza, el derecho a apelar directamente a los dioses que nos gobiernan a todos? — Dirigió a Tarod una mirada recelosa y afligida—. Irónicamente, parece que tú y yo estamos de acuerdo al menos en una cosa: que es mejor evitar los sufrimientos inútiles. Acepto tu petición.

—Keridil... —silbó Sashka.

Y la Matriarca enrojeció de rabia impotente.

—¡No sabes lo que dices, Keridil! Ese demonio te ha engañado antes de ahora y veo claramente que va a engañarte de nuevo. No puedes hacer eso. ¡Lo prohíbo!

El Sumo Iniciado se volvió hacia ella. Algo se convirtió en cenizas dentro de él, y su amargura, que todavía no empezaba a comprender, trajo consigo la cólera y un sentimiento de injusticia personal.

—No puedes prohibirlo, señora. —Su tono era frío, triste—. Es decir, a menos que quieras acercarte a la lámpara votiva y levantar con tus manos la tapa del cofre... ¿O querrás hacerlo tú, Alto Margrave...? No; ya me lo imaginaba. Esta responsabilidad es solamente mía, y si tengo que aceptarla, como la acepto, no admito interferencias. — Sonrió débilmente, pero sin humor—. Además, creer que cualquier engaño que intentase Tarod podría prevalecer sobre el poder de Aeoris sería una blasfemia.

Ilyaya se quedó boquiabierta y el Alto Margrave palideció. Sashka se acercó a Keridil y alargó una mano como para tocarle el brazo, pero se contuvo. Keridil se enfrentó a Tarod una vez más.

—Te doy esta única oportunidad, Tarod. No por ti, sino porque he visto lo que ocurre en la Tierra y quiero que termine. Espero... — Vaciló y sacudió la cabeza —. No importa. Adelante.

Había estado a punto de decir: Espero que Aeoris te haga pagar tres veces el mal que has hecho, pero las palabras parecieron de pronto vacías, carentes de significado, y Keridil ya no estuvo seguro de su validez. No era el momento de examinar sus motivaciones subconscientes; lo único que sabía era que un objetivo que le parecía brillante se había empañado y que, en el fondo, esto se debía a la duda. En los ojos de Sashka, al mirar a Tarod, había una mezcla de odio y de deseo que confirmaba las más recónditas sospechas del Sumo Iniciado; y la determinación de sus semejantes de vengarse a cualquier precio y sin pensar en las consecuencias... Aprendió mucho durante el largo viaje hacia el sur, cruzando pueblos desolados, ciudades aterrorizadas y cultivos arruinados, y la lección más dura era la falibilidad del criterio humano y del suyo propio. Si no era demasiado tarde para restablecer el equilibrio, la historia le atribuiría al menos este mérito.

Dijo:

—Os pido silencio a todos, si alguien no está todavía preparado, en su mente y en su corazón, para lo que se avecina, le exhorto a que se prepare ahora.

Nadie dijo nada. Los dos Iniciados habían soltado a Cyllan, pero ésta no se movió. Tarod permaneció inmóvil, con el anillo de plata y su piedra letal brillando sobre las palmas de sus manos juntas, y Keridil volvió la espalda a la asamblea y caminó, con la lenta deliberación del que duda de sus propias fuerzas, en dirección al altar votivo en el centro del gran cráter. La luz del cáliz que ardía eternamente se derramó sobre él y a su alrededor proyectando una sombra grotesca. Durante dos o tres minutos, permaneció Keridil con la cabeza inclinada. La llegada de Tarod interrumpió la Exhortación al Ser Supremo, último rito que, según la tradición, debía cumplir antes de tocar el cofre. Keridil había aprendido de memoria las palabras ceremoniales, las largas y complicadas frases... y de pronto pensó:

¡Al diablo con la tradición! Brevemente y en silencio, sus labios formaron las palabras de una oración muy íntima. Después extendió ambas manos y apoyó los dedos sobre el resplandeciente cofre.

Estaba frío y al mismo tiempo caliente; una sensación que su tacto no podía asimilar y que desafiaba toda descripción. Ninguna mano humana lo había tocado desde el día en que el propio Aeoris lo había puesto bajo la custodia del primer Sumo Iniciado.

Apretó los dedos sobre la superficie de oro y levantó la tapa.

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