CAPÍTULO 13


En lo alto, en el círculo de cielo visible, se apagaron las estrellas.

Las imponentes paredes del cráter del volcán perdieron su color y su aspecto, pasando del castaño de sangre largo tiempo seca al gris y a una total ausencia de matiz, como si algo las privase de sus pigmentos, de su solidez, de su propia existencia. Las figuras agrupadas alrededor del altar parecieron perder su realidad, convirtiéndose en fantásticas imágenes bidimensionales sin la menor apariencia de vida. Solamente Keridil, ahora envuelto en un halo brillante, era real; Keridil y la cegadora radiación que había empezado a brotar del cofre abierto, una luz que lo eclipsaba todo a su paso, cobrando fuerza, intensidad, y tomando lentamente forma.

Un sonido como de alas gigantescas al cerrarse, un ruido más allá del trueno, más allá de cuanto podía concebir la imaginación, retumbó en los oídos de los hipnotizados observadores, y después se oyeron unas pisadas lentas que resonaron terriblemente acompasadas, como si un monstruoso caballo sobrenatural trajese hacia ellos un jinete innominable, galopando entre dimensiones y amenazando con irrumpir en un mundo demasiado pequeño para él. Las dos Hermanas que habían acompañado a Ilyaya Kimi cayeron de rodillas sobre el polvo del cráter; una de ellas gritó, pero su voz no fue más que un débil gemido en aquel enorme estruendo.

La brillante luz que salía del cofre se intensificó, latió, se intensificó de nuevo hasta que nadie pudo soportar mirarla; nadie, salvo Tarod. Incluso el Sumo Iniciado retrocedió ante aquella radiación, como si amenazase con quemarle los ojos en las cuencas, y levantó las manos para protegerse, mientras, detrás de él, sus compañeros se volvían y se cubrían la cara. Solamente Tarod permaneció inmóvil, con templando fijamente el brillo increíble que se extendía sobre el cofre.

Y solamente Tarod pudo dar pleno testimonio de la manifestación cuando ésta se produjo.

El imponente ruido cesó de pronto. Durante un momento resonó en el cráter; después se extinguió y reinó un silencio impresionante, roto solamente por una última e increíblemente pura nota que también acabó desvaneciéndose. La luz blanca seguía ardiendo, pero sus bordes adquirían el color del oro y, en su centro, se estaba formando una cara, soberbia, sabia, bella. Entonces, la esfera de radiación pareció elevarse sobre la piedra del altar; hubo un instante de absoluto silencio.

Un solo rayo blanco brotó del núcleo de aquella luz en silenciosa gloria y la gran piedra se partió por la mitad. Durante un momento, incluso Tarod quedó cegado; después se aclaró su visión y pudo ver la piedra una vez más.

El cofre y el cáliz votivo habían desaparecido. El altar estaba partido en dos mitades perfectas... y ante él se hallaba Aeoris.

El más grande de los Señores del Orden había querido tomar la forma de un alto y apuesto guerrero. Sus vestiduras eran sencillas: un jubón y unos pantalones blancos y, sobre ellos, una ligera capa también blanca que le llegaba casi hasta los pies. Una simple diadema de oro ceñía los largos y blancos cabellos que enmarcaban una cara enérgica, impasible, severa. Habría parecido humano de no haber sido por los ojos. Estos no tenían pupila ni iris, sino que las profundas cuencas estaban llenas de una luz pulsátil y dorada.

Keridil hincó una rodilla, inclinando la cabeza casi hasta el suelo en la actitud elemental de obediencia. Tarod vio que todos los que se hallaban a su alrededor seguían su ejemplo; incluso Cyllan, aturdida y pasmada como estaba por la implacable aura que irradiaba, tanto física como astralmente, la figura del Señor Blanco, cayó de rodillas, temerosa y temblando, sobre el polvo del cráter. También Tarod hubiese debido arrodillarse (éste era el dios a quien había venerado durante toda su vida, el ser sobrenatural, el juez supremo de todos, en y más allá del mundo), pero no podía hacerlo. Por mucho que lo exigiese su razón y su deber, no podía realizar aquella acción... y no sabía por qué. En vez de esto, permaneció solo e inmóvil de cara a Aeoris.

El Señor Blanco avanzó hasta que la luz que brillaba a su alrededor envolvió también la figura inclinada del Sumo Iniciado. Alargó un brazo y su mano derecha se apoyó en la frente de Keridil. Tarod vio el estremecimiento que sacudía a Keridil y oyó sus palabras en voz baja:

—Mi Señor Aeoris...

—Me has llamado, Sumo Iniciado, y aquí estoy.

Aeoris levantó la cabeza y observó la escena. La terrible e indefinible mirada que parecía ciega y, sin embargo, veía mucho más allá de las dimensiones físicas, se posó un momento en la cara de Tarod y, después, en el anillo que éste tenía en la mano. Su aura apagó el débil brillo de la piedra del Caos, pero Tarod sintió que la gema latía cálida contra su palma.

Keridil habló de nuevo, esta vez más claramente, y había verdadero miedo en su voz.

—Mi Señor Aeoris, te pido perdón si he pecado o mostrado prisa o imprudencia en mi juicio. Creo, todos creemos, que solamente tu justicia y tu misericordia pueden salvar a nuestra tierra de la negra amenaza del Caos. —Haciendo acopio de valor, se atrevió a levantar la mirada—. Hicimos todo lo que pudimos, y fracasamos.

Aeoris estaba todavía mirando la gema. Sus ojos eran fríos, remotos; tenía los labios apretados en una dura línea.

—No hiciste mal en llamarme —dijo—. Sé que el mal anda suelto una vez más en este mundo, y debe ser eliminado.—Los ojos de oro centellearon—. Y veo delante de mí la quintaesencia de este mal.

Tarod respiró hondo. Tenía seca la garganta y le costaba hablar; pero se obligó a romper el silencio.

—Mi Señor, tienes ante ti a un fiel y leal adorador del Orden que fue tu don más grande a este mundo. Acudo humildemente ante ti para poner esta piedra del Caos en tus manos, de manera que nunca pueda volver a ensuciar o amenazar nuestra tierra.

Sintió un amargo regusto en su boca. ¿Habían sonado a falsas sus palabras? Seguramente no podía ser; éste era el objetivo por el que había luchado desde el día en que comprendió la naturaleza de la piedra del Caos...

—¿Un fiel adorador que no se arrodilla ante su dios?

La voz de Aeoris era dura, cortante, irritada, casi con un matiz de malhumor.

—Me presento ante ti como soy, mi Señor, para que puedas verme mejor. No una cosa del Caos, sino un verdadero seguidor de Aeoris.

—Sí, así te veo mejor. —El dios no sonrió, no cedió en su rigidez—. Veo el gusano de la corrupción, el violador de mis leyes, una amenaza a mi gobierno. No hay lugar en el mundo, ni en la otra vida, para un ser semejante. Has pecado. ¡Y no habrá misericordia para aquellos que pecan contra mí y contra mi Orden!

Cyllan levantó vivamente la cabeza, pálido el semblante, y gritó:

—¡No! ¡Tarod no es malo! Señor Aeoris, te suplico que le otorgues...

— ¡Silencio!—La palabra produjo el impacto de un viento gélido y Cyllan retrocedió aterrorizada. La mirada del Dios Blanco se fijó en ella con desprecio—. No escucharé las súplicas de los perversos. Pecasteis contra mi ley y no habrá perdón. Estáis condenados.

—Mi Señor, ¡te suplico por misericordia que me escuches! — Tarod dio un paso al frente y los ojos vacíos del dios se volvieron a él—. No pido nada para mí; aunque podría tratar de limpiar la mancha de mi naturaleza, no puedo negar lo que soy. Pero te ruego que te muestres clemente con Cyllan. Su único delito ha sido caer bajo mi influencia.

Aeoris le interrumpió:

—Eso es ya un delito. La muchacha pecó y el pecado será castigado. Mi palabra es ley: la declaro culpable y será aniquilada.

Tarod contrajo los músculos de la mandíbula.

—¿No hay lugar para la misericordia en tu gobierno, mi Señor?

— ¿TE atreves a interrogarme? —tronó Aeoris—. Yo soy el Orden, ¡y el Orden es supremo! He dictado las leyes de este mundo, ¡y los que las vulneren conocerán mi cólera! —Bajó la voz, pero su tono fue todavía más amenazador—. Muchos se han desviado del camino. Tendrán que rendir cuentas, y los pecadores sabrán lo que es temer a su Señor y sufrir su venganza. —Empezó a avanzar lentamente hacia Tarod y las acurrucadas figuras que le rodeaban retrocedieron temerosas —. La misericordia del Orden es la justicia, y es justo castigar a los que han delinquido. ¡Eso es todo!

Tarod sintió como si una capa de hielo se estuviese formando alrededor de su corazón, endureciéndose y apretándolo. ¿Dónde estaban la clemencia, la templanza, la mano tendida de la bondad que le habían enseñado a esperar del más grande de los dioses? En vez de esto, se enfrentaba a un implacable y cruel vengador; el que no cumpliese al pie de la letra las leyes de Aeoris sería destruido por éste; y no podía haber compromiso.

El Señor Blanco se había detenido a pocos pasos de Tarod y ahora extendió la mano derecha con ademán autoritario.

—Tomaré esta joya maligna —dijo friamente—. La destruiré. Cuando haya sido destruida, el poder de los que tratan de oponerse al Orden quedará anulado y nuestro gobierno volverá a ser absoluto. Tú y tu amante aceptaréis la aniquilación total como justo castigo, y entonces mis hermanos y yo podremos empezar la obra de retribución y la restauración de la justicia en toda la Tierra.

Retribución y restauración de la justicia... Los dedos de Tarod se cerraron convulsivamente sobre el anillo de plata. No había justicia en el plan de Aeoris... Atormentaría a todos los que se hubiesen apartado de su recto camino, sin que le importasen los sufrimientos y las calamidades que infligiría. Después de esta horrible revelación, Tarod recordó vivamente su propia analogía sobre los insectos pisoteados por los guerreros; pero esto era peor, pues la crueldad sería calculada y deliberada. Si era ésta la justicia del Orden, pensó amarga y furiosamente Tarod, no quería saber nada de él.

Podríamos desafiar su dominio... La idea brotó espontáneamente en su cerebro, y la piedra del Caos latió de nuevo en sus manos.

Apartó el concepto de su mente, diciéndose que era demasiado tarde. Si había llegado hasta tan lejos, no podía ahora volver atrás. Tenía que haber una manera de quebrantar la rigidez del Señor Blanco, de apelar a su misericordia.

Miró de nuevo a Aeoris, que continuaba con la mano extendida para tomar el anillo, y su esperanza se desvaneció. El dios nunca cedería, nunca perdonaría. Aplastaría los últimos vestigios del Caos en el mundo y, entonces, nada podría levantarse contra él o reducir su influencia. El reino del Orden sería absoluto, y crearía un terrible desequilibrio que empujaría al mundo, no por un brillante camino de paz y de armonía, sino por la oscura, triste e inevitable senda de la entropía y de la muerte.

Recordó, aunque había estado luchando por mantener a raya la memoria, el Sueño-encuentro con Yandros mientras dormía en la posada de Shu-Nhadek. Has visto injusticias, fanatismo, persecuciones, asesinatos, todo perpetrado en nombre del Orden, había dicho Yandros. Ahora, con la fría mirada del Señor Blanco echando chispas delante de él, Tarod no podía negar la verdad de aquellas palabras. Ponte a merced de Aeoris, había dicho Yandros, y donde eran siete, serán seis. Desequilibrio... La comprensión de este concepto sacudió de raíz su conciencia y le horrorizó. El Caos desencadenado era la insensatez suprema; pero, en el otro extremo del espectro, ¿no amenazaba ser lo mismo el Orden sin control? Como hombre, Tarod había adorado a Aeoris, amado este mundo, creído que el Orden tenía que ser supremo. Pero ahora ya no podía pensar como hombre. Había más, mucho más: una experiencia y una sabiduría inhumanas que le advertían las consecuencias de dejar que la balanza se desequilibrase irremediablemente. El día debe ser contrarrestado por la noche; el calor, por el frío, el amor por el odio.., y los Siete deben ser contrarrestados por los Siete.

Tus caminos predilectos están volviendo al árido polvo del que nacieron. Era como si Yandros estuviese a su lado y le hablase en voz alta, y aunque había oído hacía tiempo estas palabras y las había rechazado, Tarod las recordaba ahora con terrible claridad. Sin el Caos, no puede haber verdadero Orden...

La cosa había ido demasiado lejos. Tenía que haber un equilibrio, pues sin una fuerza que amortiguase la otra, el mundo se derrumbaría al fin en una destrucción total. Yandros tenía razón.

—Estoy esperando.

La voz de Aeoris interrumpió sus desordenados pensamientos y Tarod sintió una involuntaria oleada de odio y desprecio por el Señor Blanco. La refrenó y se pasó la lengua por los secos labios.

—¿Por qué vacilas, gusano de corrupción? —La voz del dios era desafiadoramente burlona—. ¿Temes, al fin, el castigo que te mereces? ¡Bien que puedes temerlo!

Tarod sintió que Cyllan se agitaba temerosa a su lado. Alargó un brazo, le asió la mano y se sintió desgarrado por un terrible dolor. Había estado dispuesto a sacrificarlo todo por ella. Pero el sacrificio que estaba a punto de hacer era más grande de lo que jamás había soñado; pues les separaría con más seguridad de lo que podía hacer la propia muerte. El la perdería para siempre... , pero los dos seguirían viviendo con el eterno conocimiento de aquella pérdida.

La miró y supo que tenía que ser. Por el mundo que amaba, por la vida misma.

—Dame la joya, demonio del Caos.

La cara de Aeoris se estaba nublando con la cólera del que se siente frustrado.

Tarod le miró. Aflojó los dedos, de manera que brilló el anillo con su clara gema, luchando contra el brillo del aura del Señor Blanco. Entonces, sonrió despacio y fríamente, y dijo con suave malevolencia:

—Creo que no lo haré.

— ¿Qué es esto? —tronó la voz de Aeoris.

Tarod rió por lo bajo.

—Te has cegado, Aeoris del Orden. Has reinado durante tanto tiempo que te has olvidado de lo que es una oposición. ¡Creo que ha llegado el momento de que aprendas la lección!

En la periferia de su visión, vio que Keridil se ponía en pie. La cara del Sumo Iniciado era la viva imagen del terror, al decirle su intuición lo que estaba a punto de ocurrir; más allá, la Matriarca y el Alto Margrave miraban sin comprender. Tarod levantó la mano izquierda que sostenía el anillo; aplicó la piedra sobre su corazón y vio que la confianza arrogante de Aeoris era sustituida por el asombro... y entonces se encendieron dentro de él las primeras llamas del poder.

Conocía la puerta y sabía lo que había detrás de ella. A lo largo de todos los años en este mundo, había atrancado aquella puerta, dejando fuera el conocimiento y los recuerdos a los que conducía cerrando las fuerzas titánicas, sin nombre, sin edad, aunque gritaban pidiendo su liberación. Pero, no más. Tarod sintió, en su mente, en su alma, que se levantaba la tranca. El no era humano, nunca lo había sido, y había llegado la hora de arrojar la máscara de humanidad que había llevado demasiado tiempo...

Un grito que podría ser la última protesta de un ser falible, mortal, brotó de su garganta al abrirse de golpe la puerta que le había separado de su herencia, y el poder estalló en su interior, como había entrado antaño en erupción el volcán donde se hallaban. Un viento aullador y gemebundo sopló sobre el cráter, el suelo rocoso se estreme ció y saltó, lanzando despatarrada a la horrorizada compañía en un revoltijo de miembros, y una luz tan negra como era blanca el aura de Aeoris emanó de la alta y lúgubre figura de Tarod. Ya no era un ser humano; la salvaje melena agitada por el viento azotaba una cara blanca en la que cada hueso parecía afilado como una navaja, y los ojos ardían en sus oscuras cuencas como llamas esmeralda, iluminados por una alegría loca, infernal. Negros zarcillos humeaban alrededor de su cuerpo, formando una terrible capa que le envolvía todo salvo una mano esquelética, y sus labios se contrajeron en una sonrisa gemela a la de Yandros, esencia del Caos encarnado.

En alguna parte, a un mundo de distancia, Ilyaya Kimi empezó a gemir, a una escala aguda y doliente, subiendo y bajando. Fenar Ala-car, presa de náuseas de ciego terror, se acurrucó a su lado. Otros se taparon los oídos y se cubrieron las caras. Cyllan, que fue arrojada a un lado por la fuerza monstruosa emanada de Tarod, sólo podía mirar, como un animal atrapado e hipnotizado, a aquel hombre, a aquel ser al que había amado, al amenazar la comprensión con destruirle la mente. Se enfrentó con Yandros, pero Yandros sólo podía manifestar una fracción de su verdadero ser. Lo que presenciaba ahora era el Caos en su totalidad triunfal, y el Caos tenía una belleza y una perfección malignas que 1e provocaban orgullo, gozo, desesperación y un furioso deseo debatiéndose en su mente.

Amainó el viento y se hizo un silencio espantoso. Pero duró sólo un momento, hasta que un grave y furioso latido, casi en el límite del discernimiento de los mortales, empezó a sonar debajo de las rocas del cráter, en el corazón de la montaña. El anillo empezó a vibrar al mismo ritmo en la mano izquierda de Tarod, cobrando fuerza a cada pulsación, y la luz de la piedra empezó a desafiar al aura del Señor Blanco. Y poco a poco, gradualmente, el anillo fue cambiando. La intrincada base de plata desapareció, dejando solamente la piedra-alma, flotando sin soporte sobre el corazón de Tarod. Y entonces también la piedra perdió su solidez y pareció confundirse con los zarcillos humeantes que envolvían la figura de Tarod. Punzantes puntos de luz irradiaron de ella al compás de los inexorables latidos y, de pronto, la joya dejó de existir y, en su lugar, palpitando como un corazón monstruoso, apareció una estrella de siete puntas..., el emblema del Caos.

Tarod levantó la cabeza y señaló el cuerpo reluciente de Aeoris, plantado ante él. Cuando habló, su voz era un murmullo cambiante y sibilante que extraía su propia esencia de dimensiones incomprensibles.

—¿Me conoces, Aeoris del Orden?

Los ojos de Aeoris pasaron del oro fundido al fuego blanco, penetrando el aura negra de Tarod.

—Te conozco, Caos. ¡Y te destruiré!

—Si puedes, Señor Blanco. ¡Si puedes!

Aeoris levantó una mano, y un solo rayo cayó en el suelo del cráter a los pies de Tarod, partiendo la roca y fundiéndola en una forma nueva y torturada. El Dios Blanco sonrió.

—¿Si puedo? —Su voz era burlona—. Alardeas mucho, criatura del Caos, ¡si presumes de desafiarme! Soy el Señor de la Vida y de la Muerte. Yo y mis hermanos somos los UNICOS dueños de las fuerzas que rigen este mundo. —Su tono se hizo más duro—. ¿Te atreves a desafiar al reino de la Vida y de la Muerte, el régimen de los Señores del Tiempo y el Espacio, de la Tierra y el Aire, del Fuego y el Agua?

Mientras hablaba Aeoris, nombrando los atributos de los siete Dioses Blancos, seis columnas iridiscentes se alzaron a su espalda en perfecta simetría. Se volvieron, giraron, despidiendo destellos sus facetas; después se concretaron en seis figuras humanas sorprendentemente bellas, de cabellos blancos y ojos de oro, llevando cada cual una pesada espada, y todos parecían hermanos gemelos de Aeoris. Los Señores del Orden, al unísono, sonrieron compasivamente a su adversario y levantaron las espadas, con suave y amplio movimiento, para reflejar sus propias auras en un solo y deslumbrante centelleo de pura luz.

Tarod levantó la cara al mellado círculo de cielo, y la estrella de siete puntas latió de nuevo en su corazón.

En lo alto, en el negro vacío, nació un punto luminoso de la total oscuridad: un ojo único, blanco y centelleante, en el centro del firmamento. Y también él empezó a latir con el mismo ritmo primordial, hasta que las dos frías estrellas vibraron con una sola y terrible armonía.

Mucho tiempo atrás, parecía ahora, y muy lejos, en el Salón de Mármol del subterráneo del Castillo de la Península de la Estrella, Tarod había desterrado del mundo a Yandros. Sólo él había tenido entonces poder para frustrar al Caos, y ahora era también el único que lo tenía para revocar aquella decisión y romper la barrera que impedía al Señor de las Tinieblas volver para desafiar a su antiguo enemigo.

Donde eran siete, serán seis... Las palabras de Yandros resonaron de nuevo en la mente de Tarod, que esbozó una antigua, sabia y afectuosa sonrisa. Había pasado el tiempo de las dudas. Se despojó de su humanidad, dejó caer la máscara y reveló lo que había debajo; aceptó la verdad de lo que era. Los Señores del Caos volverían a ser siete y, después de los largos siglos de espera, reivindicarían su lugar en el mundo.

Miró a Aeoris y a las seis resplandecientes figuras que le flanqueaban, y habló suavemente pero con helado orgullo.

—Parece que has olvidado, mi Señor de la Vida y de la Muerte, que tú y cada uno de tus hermanos tenéis uno que os hace sombra en el reino del Caos. —Recorrió lentamente con la mirada las seis figuras que acompañaban a Aeoris —. Me pregunto cuál de esos grandes príncipes se hace llamar Señor del Tiempo. Me gustaría conocer a mi gemelo blanco.

Los ojos de Aeoris centellearon ferozmente.

—Te atreves a burlarte de los dioses que te otorgaron tu miserable vida...

—¡Los dioses del Orden no me otorgaron nada! —le interrumpió Tarod con voz cortante—. Hay otro Señor de la Vida y de la Muerte, Aeoris; otro que viene ahora a desafiarte. Y es a él a quien debo fidelidad.

Levantó de nuevo la cabeza, mirando a través de la oscuridad la amenazadora y pulsátil estrella blanca, allá en lo alto. Después sonrió y pronunció suavemente una sola palabra. La palabra fue, al mismo tiempo, una aceptación y una llamada, y rompió los hilos de la telaraña que había separado durante siglos a dos mundos.

— Yandros.

Durante un tiempo que ningún observador humano se habría atrevido a calcular, reinó el silencio, el silencio sofocante y opresivo que aflige a los elementos momentos antes de desencadenarse una tormenta. Sonó una risa maléfica en el cráter, que rebotó en las paredes de roca y resonó insidiosamente en la concavidad. El espacio libre al lado de Tarod pareció convertirse, momentáneamente, en un vacío total; él volvió la cabeza... y la lúgubre figura de Yandros se irguió en el lugar donde había estado el vacío.

El gran Señor del Caos tomó forma humana. Cabellos de oro, largos y revueltos, caían sobre sus hombros; el color de sus ojos cambiaba una y otra vez, y sus facciones perfectas se endurecían y tomaban un aspecto preternatural bajo la temblorosa e irisada luz de su propia aura.

Mi hermano del Tiempo. Has aprendido... y vuelves a estar entero. Una oleada de fraternidad, de alegría, de afecto, de conocimiento compartido, acompañó al mudo pensamiento, y esta vez lo recibió Tarod de buen grado y le invadió una sensación de triunfo. Sonrió con exquisita comprensión.

—Estoy entero, Yandros. Y he vuelto al lugar que me corresponde por derecho.

Yandros miró al rígido e inmóvil Aeoris y se pasó la punta de la lengua por los labios como un animal de rapiña contemplando su presa.

—Y tú... Yo te saludo, viejo amigo —dijo suavemente—. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

Aeoris frunció fieramente el entrecejo.

—Y pasará mucho más hasta que volvamos a vernos, demonio, porque te enviaré a un lugar del que nunca volverás!

Yandros sonrió.

—Tal vez. Pero si quieres ajustarme las cuentas, Aeoris, tienes que contar también con mis hermanos.—Levantó una mano con tranquilo ademán—. Con el Caos está el Fuego.

Un ruido como de una pesada puerta al cerrarse destruyó el ritmo profundo que seguía latiendo bajo tierra. Otro personaje apareció a la izquierda de Yandros; viva imagen del orgullo, del desdén, de un veneno increíble. Yandros sonrió de nuevo.

—Con el Caos está el Agua.

Esta vez, un silbido como un estertor de moribundo. El cuarto Señor de las Tinieblas surgió delante de la pared más lejana del cráter. Sus cabellos eran de color de la hierba podrida, y sus ojos, de loco; no hizo ningún movimiento.

—Con el Caos está el Aire.

El suelo de roca se, movió de nuevo. Algo salió de una fisura que momentos antes no existía; un personaje de cabellos blancos y cara de ave de rapiña.

—Con el Caos está la Tierra.

Otro ser, sorprendentemente parecido a Yandros; su tranquila y apacible sonrisa no engañó a nadie.

—Con el Caos está el Espacio.

El séptimo... Un ruido sordo, como el redoble de un tambor, apagó todos los otros sonidos durante un instante, y cuando Tarod volvió la cabeza, vio, sobre una cornisa delante de la boca del túnel del cráter, una sombra más negra que cualquier negrura, recortándose sobre la roca.

Yandros juntó las manos, cruzando los dedos, y los contempló.

—La Vida y la Muerte —dijo—. El Fuego y el Agua y el Aire y la Tierra y el Espacio. —Miró oblicuamente a Tarod—. Y el Tiempo. —Después volvió de nuevo la mirada a su adversario, una mirada llena de veneno—. Desafíanos, viejo amigo... ¡o vete al infierno!

Mientras tomaban forma los Señores del Caos, igualándose a sus colegas y enemigos, Aeoris había permanecido inmóvil, contemplando la roca veteada bajo sus pies. Pero al oír el reto de Yandros, levantó la cabeza y sus ojos brillaron con una fuerza capaz de destruir soles.

—Te compadezco —dijo reflexivamente—. Compadezco tu orgullo y tu arrogancia que te obligan a levantarte contra el poder legí timo del Orden. ¿No aceptarás ahora la supremacía de mi reino y me prestarás acatamiento? Si lo hicieses, podría mostrarme compasivo con esos pobres y desgraciados mortales que se dejaron engañar por tus falsas promesas.

Yandros se echó a reír, y su risa cayó como veneno, fundiendo la roca sobre la que se hallaba.

—El Orden no cambia, el Orden no puede cambiar. Hermanos míos, nuestro antiguo adversario se alza ante nosotros y quiere que entremos en razón. ¿Qué sabe el Caos de la razón?

Las carcajadas sacudieron el cráter; un gran pedazo de piedra se desprendió de lo alto del cono y se hizo añicos contra la espalda de Yandros. Este miró los trozos, y se desintegraron y convirtieron en polvo. Después sonrió a Tarod.

—Es la hora —dijo.

Cyllan no sabía si alguien más conservaba aún el conocimiento. Había observado la aparición de los seis Señores del Caos con un espanto que la preparó para las más fuertes impresiones; después de aquella experiencia, nada podía ya aterrorizarla. Pero oyó retumbar un trueno a lo lejos, heraldo de una tormenta que se acercaba a la isla y, después, un fino y agudo alarido que le heló la sangre.

Un Warp..., la manifestación del Caos... Sintió el amargor de la bilis en su garganta, y la reprimió. Por encima del lejano aullido del Warp, se elevaba otro sonido, chocando con la voz de la tormenta y contrarrestándola. Una sola nota, pura y penetrante, vibrando con una armonía increíble: los Señores del Orden hacían uso de todo su poder para responder al desafío del Caos. Sintió que la tierra se estremecía debajo de sus pies con el estallido de unas fuerzas a las que apenas podía contener. Y en medio de la bélica cacofonía, oyó una voz argentina, espantosa en su malignidad, que gritaba dominando aquel estruendo:

¡LES DESTRUIREMOS!

Su forma era una estrella y sus dimensiones abarcaban un universo. Gritando con la fuerza que brotaba del horno encendido en su interior, se volvió y giró en redondo, arrojando fuertes rayos carmesíes contra los afilados cometas de luz que surgían de la oscuridad para atacarle. A su lado, una estrella estalló en un furioso infierno; carmesí a través de amarillo, a través de blanco, a través de azul; tentáculos que se extendían en el vacío para atrapar a los blancos cometas -espadas que apuntaban a su corazón. Debajo de él, se abría un vacío negro que se tragaba los sonoros rayos mortales; un fuego iridiscente chocó contra la negrura y se retorció, gimiendo, sobre sí mismo.

Un nuevo sol cobró vida casi al alcance de su mano. Dorado, resplandeciente, Orden encarnado, devorando la oscuridad que le rodeaba. Gritó una orden, y creaciones negras y amorfas de pesadilla zigzaguearon y giraron, saliendo de ninguna parte, para atacar y devorar aquel oro brillante. El sol parpadeó, vaciló, hizo acopio de su menguante fuerza para lanzar un último grito de desafío.., y murió. Sonaron voces de triunfo, ahogadas por un puro rayo de energía; algo se acercó a su espalda, y se volvió, lanzó un rayo rojo contra su núcleo, destrozando, destruyendo. El Caos salió furiosamente del infinito para aniquilar los restos que seguían luchando de su enemigo quebrantado, y se echó a reír y su risa resonó en grandes paredes invisibles. Esta batalla era más antigua que la forma, más antigua que el tiempo; nunca se resolvió en victoria o en derrota, pero el gozo del conflicto primigenio era suficiente. Miró las caras contraídas en muecas de malicia o de triunfo o de dolor o las tres cosas a la vez; retumbaban sonidos más allá de los umbrales de lo soportable, manos que se cerraban y arañaban como garras, y todos los recuerdos, las experiencias, el conocimiento y la comprensión del más viejo de todos los conflictos, eran como sangre fresca en sus venas, nueva adrenalina, un poder que nunca podría ser aplastado, sino que viviría, por maltrecho y magullado que estuviese, para luchar una y otra vez.

Una luz dorada resplandeció ante él, pero ya no podía deslumbrarle, y las risas que saludaban cada victoria se mezclaban en una interminable y estridente cacofonía. Sintió otras presencias que tocaban y se fundían con su ser, y percibió la proximidad del más grande de sus hermanos y la satisfacción que ardía en el corazón de aquel ser.

Se están retirando... , han sido derrotados... Hemos triunfado, hermano mío del Caos, ¡hemos triunfado!

Oyó el grito gemebundo de la amarga derrota, sintió el escozor de la vergüenza de los antiguos adversarios al retirarse, con su luz brillando ahora triste, pobre imitación de su vieja gloria. Se reunió con los señores sus hermanos para formar la implacable oscuridad que les empujaba atrás, quebrantado y roto su dominio, comprimidos y auna dos dentro de un anillo pulsátil de poder que ya no tenían fuerza para romper. El cielo se oscureció, pasando por el púrpura hasta el negro...

Era el fin...

Unas imágenes pasaron como sueños medio olvidados por su conciencia, y al principio no pudo asimilarlas ni comprender su significación. Roca desnuda; formas retorcidas que se encogían y lloraban y rezaban; un altar hecho pedazos... Una risa resonó en su mente al disponerse sus hermanos a descargar el golpe final...

Su voz vibró a través de las dimensiones, rompiendo el lazo entre los siete Señores del Caos, y sintió su sobresalto al proyectar toda su fuerza de voluntad contra su intento. Las dos moles chocaron y una sacudida titánica le lanzó, con la fuerza de un martillazo, devolviéndolo al mundo de los mortales que había dejado atrás. Sintió súbitas y violentas contracciones de la carne, de la sangre y de los huesos, al tomar nuevamente forma mortal su conciencia; sintió que su cuerpo se torcía y retorcía, que volaban rocas debajo de él, que paredes enormes se derrumbaban y caían del cielo. Arriba y a su alrededor, oyó el aullido insensato del Warp, y este sonido se hinchó y se extendió en su mente, hasta que otras voces, millones de voces, pero esta vez humanas, se unieron a la cacofonía. Era como si su ser abarcase todo el mundo. Rugían mares en sus materias, y el bramido de oleadas monstruosas, elevado a frenesí por las fuerzas combatientes del Caos y del Orden, eran los latidos de su propio pulso. Montañas se sacudieron y partieron en sus huesos, abriendo grietas de una milla de anchura, que se extendían en la tierra y engullían cuanto encontraban a su paso; vio pueblos aplastados y borrados de la faz del mundo por macizas paredes móviles de rocas. Vendavales que eran su aliento soplaban fuera de control, arrasando bosques, destruyendo cosechas, dejando sólo devastación detrás de sí. Y sobre todo aquel estruendo, llegaba todavía una masa de voces humanas, un gemido incesante que se clavaba en él y le desgarraba y atormentaba con su terror y su dolor; era un grito de auxilio desesperado.

Hombre, demonio y dios se encontraron y fundieron en la mente de Tarod, y cayó de rodillas sobre el suelo del cráter, mientras la fuerza liberada amenazaba con arrastrarle. Tenía que detener aquello; tenía que dominarlo, hacerlo volver atrás, o destruiría el mundo...

Hizo acopio de voluntad y sintió que las fuerzas desencadenadas se rebelaban contra él. Firmemente, aunque sabía que estaba en el límite de su resistencia, ordenó al mar embravecido, a la tierra que se agitaba y a la tormenta que rugía, que se calmasen; tomando sobre él toda su furia, rechazándola, tirando de ella , sujetándola, aplacándola...

¡No podía hacerlo! El poder era demasiado grande y no podía absorberlo, no lograba superar al dolor y a la destrucción que se arrojaban sobre él como una ola gigantesca. El Solo no tenía fuerza suficiente; aquélla le destruiría. Sólo tenía una esperanza.

Gritó sobre todo el mundo, a través de las dimensiones, buscándole:

— ¡esto no puede ser! Ayúdame!

En su mente, la estrella de siete puntas brilló en la oscuridad, y sintió la presencia de sus hermanos. Sus mentes se fundieron con la de él; lentamente, empezó a calmarse la locura, la furia de los elementos. Su sangre circuló más despacio, las montañas dejaron de temblar; el llanto y las voces suplicantes callaron al fin, se extinguieron, se extinguieron...

Sobre la taza del viejo cráter, el Warp aulló una vez y dejó de existir, y la conciencia de Tarod volvió a su forma física, mortal. Le dio vueltas la cabeza y luchó por respirar; casi sin darse cuenta de lo que hacía, aturdido por la terrible contradicción entre su verdadero yo y los recuerdos mortales que le asaltaban, se puso en pie tambaleándose y pudo al fin abrir los ojos.

El cráter era un erial destrozado. Enormes trozos de roca habían sido arrancados de las paredes y desparramados por el suelo; se abrieron grandes grietas en el cono de la montaña; la cara norte del volcán se había hendido, vuelta al cielo indiferente como la boca abierta de un cadáver. Aeoris y sus hermanos se fueron. Yandros y los suyos no se veían por ninguna parte. Los únicos testigos de su regreso eran un pequeño grupo de figuras humanas falibles y lamentables que habían sobrevivido de alguna manera a aquella locura y estaban ahora acurrucadas al amparo de la piedra rota del altar. Uno a uno, levantaron la cabeza y le miraron fijamente, como las reses que sienten, sin comprenderlo del todo, que ha llegado la hora de la matanza.

Sin embargo había una, solamente una, que no parecía presa de aquel miedo insensato. Los ojos esmeralda de Tarod recorrieron el grupo y la vieron. Ella se puso en pie, vacilante pero resuelta, y su mirada ambarina se cruzó con la de él, buscando la humanidad que sabía que se escondía detrás de la imagen del Caos. El no habría sabido decir lo que veía ella, pero había en su semblante un dolor y un amor que le volvió a la humanidad que había abandonado.

Ella dijo, con voz temblorosa:

—Tarod

El no pudo pronunciar su nombre; los recuerdos le dolían como una cuchillada. En vez de aquello, dio un paso en su dirección, sabiendo que no se atrevería a tocarla, que el abismo abierto entre los dos era inconmensurable. Al fin dijo, con aquella voz que ella conocía tan bien:

—Hemos triunfado. El Orden ha sido derrotado...

Se preguntó por qué este triunfo no significaba nada para él.

—¡Tarod!

La comprensión quebrantó su aplomo, pero, a pesar de lo que sabía, no pudo evitar avanzar tambaleándose en su dirección, tendidas las manos como en ademán de súplica.

Detrás de ella, alguien se movió. Tarod no reaccionó inmediatamente; estaba demasiado absorto en Cyllan y en su mudo dolor. Solamente cuando unos cabellos castaños rojizos brillaron bajo la fría luz que venía de lo alto y una figura se interpuso entre él y Cyllan, se dio cuenta de lo que iba a ocurrir, pero entonces era ya demasiado tarde para intervenir.

Sashka estaba gritando obscenidades inarticuladas que brotaban de su garganta y de sus labios como si estuviese poseída por la corrupción final. Cyllan, sobresaltada, giró en redondo y trató de defenderse, pero el cuchillo que empuñaba la otra joven descendía ya sobre ella. Tarod no tenía idea de dónde habría encontrado Sashka el arma, pero esto era irrelevante; la tenía, y los celos y la furia que hicieron presa en ella se multiplicaron con el terror y un afán insensato de venganza. Cyllan chilló al ver bajar la hoja resplandeciente contra su cuerpo indefenso, un juramento de vaquera que remitió a Tarod, confuso, a otros y perdidos días... , y entonces el cuchillo rajó el brazo levantado, haciendo brotar la primera sangre del sacrificio, antes de que la hoja se clavase en la carne y en el corazón.

No volvió a gritar, sino que se llevó el brazo herido al pecho y cerró los dedos sobre la empuñadura de la daga que sobresalía horriblemente de entre las costillas. Su tosca camisa se tiñó de brillante carmesí, la joven cayó de rodillas, tosiendo, y se velaron sus ojos. Durante un instante, su mirada ambarina se fijó en la de Tarod en lo que parecía una última y desesperada súplica. Después vomitó sangre que se derramó sobre su barbilla, cayó de lado sobre el duro suelo de piedra y sus ojos miraron a la nada.

Se hizo un silencio total. Tarod permaneció rígido, contemplando el cadáver de Cyllan, desprovista su cara de toda expresión. Sashka se echó atrás, torciendo la boca en una mueca espasmódica de estremecido placer. Los otros miraban fijamente, como ovejas hipnotizadas... , hasta que Keridil rompió el hechizo.

Se puso en pie, moviéndose como un viejo lisiado, y avanzó dos pasos, tambaleándose. Al principio pareció que se volvería hacia Sashka, y Tarod sintió que todo su cuerpo empezaba a temblar con una emoción que no podía reprimir. Pero entonces Keridil se detuvo, miró hacia abajo y avanzó de nuevo. Cayó de rodillas al lado de Cyllan y le cubrió la cara con ambas manos. La pequeña parte del ser de Tarod que conservaba su humanidad advirtió que el Sumo Iniciado estaba llorando.

Los ojos verdes, insondables y llenos de una luz salvaje, levantaron la mirada desde el cuerpo acurrucado de Cyllan y la fijaron en la joven plantada a menos de siete pasos de distancia y que temblaba con una horrible mezcla de miedo y triunfo desafiador. Sashka recibió la mirada de Tarod; su actitud retadora se mantuvo solamente un instante, sustituida en seguida por una expresión de horror.

—No...

Sus labios formaron la palabra, que podía ser de súplica o de exhortación; Tarod no lo sabía ni le importaba. Dio un paso hacia ella, y ella abrió mucho los ojos.

—Keridil... —Se tambaleó hacia atrás, agitando una mano, buscando a tientas al Sumo Iniciado—. Ayúdame, Keridil...

Sus dedos encontraron el hombro de él, y Tarod vio que Keridil retrocedía bruscamente al sentir su contacto.

—¡Keridil! —chilló Sashka, y una espumilla salpicó sus labios— Detenle... , ¡tienes que detenerle! Ayúdame, ¡maldito seas!, ¡haz algo!

Keridil la miró fijamente con ojos totalmente desprovistos de expresión. Ella jadeaba ahora, incoherente, aterrorizada; pero él no hizo el menor movimiento para ayudarla. En vez de eso sacudió la cabeza, incapaz de comunicar lo que sentía. Después, con un estremecimiento que sacudió todo su cuerpo, se apartó de ella y se volvió.

—Keridil...

Esta vez, la voz de Sashka fue poco más que un murmullo; estaba demasiado petrificada para moverse. Tarod empezó a levantar la mano izquierda, lenta, firmemente, formando un símbolo con los dedos, y con este ademán resurgió el poder que había aplastado a dioses, acrecentado por una aversión que trascendía toda limitación humana. Acabó de levantar la mano. Estiró el brazo, pronunció una sola palabra en una lengua jamás usada por el hombre.

Sashka empezó a gemir. Gimió mientras su espléndida cabellera rojiza se encogía como consumida por llamas invisibles y caía en mechones de su cráneo. Levantó las manos y se agarró la cabeza. Tarod esbozó una sonrisa salvaje de placer, y la piel y la carne de las manos de ella perdieron su forma y empezaron a fundirse hasta las muñecas dejando en su lugar unos huesos desnudos y blancos. Se tocó la cara y gritó, y el grito no fue ya de desafío, sino de puro pánico animal. Tarod murmuró otra palabra y la cara de Sashka empezó a desintegrarse, desprendiéndose las capas de piel y dejando al descubierto la carne viva y carmesí, y tendones y músculos y venas quedaron expuestos a la espantada mirada de los reunidos. Alguien sintió náuseas y vomitó; Tarod sonrió. Al caer la joven de rodillas, se apoderó de su mente, la estrujó, extrajo de sus convulsas fibras todo el conocimiento de lo que les ocurría a la belleza y al poder que había esgrimido como arma durante tanto tiempo. Sintió el odio que le profesaba ella, su deseo de él, retorciéndose bajo su control; los convirtió en miedo rastrero y dejó que su conciencia la agitase hasta que supo que la angustia y el terror habían devorado los últimos vestigios de su cordura y nada podía sacar ya de su concha vacía.

Keridil, arrodillado sobre la piedra desigual, contemplaba petrificado la escena, demasiado horrorizado para poder moverse o hablar. Tarod seguía manteniendo su dolorosa presa sobre la gemebunda muchacha, pero la razón empezaba a luchar dentro de él para hacerse oír. Nada ganaría con prolongar el sufrimiento de Sashka; su venganza se había cumplido, y ningún castigo podría devolver la vida a Cyllan...

Su visión se nubló cuando las lágrimas anegaron sus ojos, un legado de mortalidad que le roía el alma, y habló por tercera vez. Sashka chilló, sólo una vez más; después su cuerpo se retorció y se derrumbó sobre el suelo del cráter, ennegreciéndose, perdiendo su forma, desprendiéndose la carne de los huesos, oscureciéndose éstos, desintegrándose al extinguirse el último eco de su grito con el cadáver que seguía encogiéndose. Un gusano blanco e hinchado serpenteó brevemente sobre la roca fundida; Tarod le apuntó con un dedo, y desapareció.

Al perderse las últimas huellas de Sashka en el infierno al que él la había enviado, el hombre mortal que había sido Tarod volvió penosamente a la superficie de la mente del Señor del Caos. Miró a Cyllan y se encontró de nuevo presa de un dolor que no podía mitigar; esto no se debía a la herencia del Caos, sino que era sólo fruto de la humanidad que le había enseñado lo que era amar y ser amado.

Keridil se estaba alejando. Había abandonado toda pretensión de dignidad y se arrastraba sobre las manos y las rodillas para poner la mayor distancia posible entre él mismo y el lugar donde había estado Sashka. Su horrible muerte quedó grabada indeleblemente en su cerebro, pero todavía no tenía poder para afectarle; sólo podía mirar fijamente, como hipnotizado, a su antaño amigo y viejo adversario. Su respiración era un estertor.

Alrededor de ellos, otros se estaban levantando. Tarod los sintió, percibió el enloquecido terror de sus mentes al darse cuenta de lo que él había hecho. Les odió a todos, y este odio podía obligarle a destruir de nuevo...

No. Eso no. No se merecían esta ciega represalia; dañarles sin motivo le pondría a la altura de Aeoris. Alargó una mano y sintió que el poder crecía en su interior. Ellos cayeron donde estaban, como árboles talados, sumergidos en un sueño instantáneo, sin pesadillas ni recuerdos. Ahora, sólo él y Keridil estaban despiertos y alerta.

Tarod contempló la cara afligida del Sumo Iniciado y su aborrecimiento perdió toda significación. ¿De qué serviría la venganza, si entre ellos yacía el cuerpo muerto del único ser humano que importaba, cuya vida costaba el precio que él había pagado?

Se inclinó sobre ella y la tomó en brazos. Su sangre era cálida y todavía líquida, y le levantó la cabeza, besando la cara manchada, queriendo que le respondiese. Pero ella no respondió. Ni siquiera el Caos podía resucitar a los muertos.

—¡Malditos seáis...! —murmuró Tarod, con voz entrecortada— ¡Malditos seáis todos!

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