CAPÍTULO 5


El sol señalaba el mediodía del día siguiente, cuando Cyllan vio el perfil de una gran ciudad delante de ella. Detuvo los poneys, contempló los lejanos tejados y se preguntó si debía o no dar un rodeo. Esa parte de la provincia de Perspectiva le era vagamente familiar (había pasado por allí varias veces con los boyeros de su tío) y, si la memoria no la engañaba, el cruce de la ciudad parecía ser la única alternativa. Los campos cultivados se extendían a ambos lados y, con las tiernas plantas creciendo en ellos, los propietarios del lugar no verían con buenos ojos a una desconocida que pisotease sus tierras existiendo un buen camino que seguir. La fortuna la había acompañado hasta ahora; debía fiarse una vez más de ella y entrar en la ciudad.

Oyó el tañido de la campana cuando estaba aún a media milla, y aquel sonido, transmitido por una ligera brisa que había girado al sudeste de la noche a la mañana, la inquietó sobremanera. Todas las ciudades que mereciesen el nombre de tales presumían al menos de una gran campana, emplazada generalmente en una torre del palacio de justicia, pero solamente repicaba para anunciar algún suceso muy importante. Algo estaba ocurriendo allí, y Cyllan no tenía el menor deseo de verse envuelta en ello.

Observó cuidadosamente el terreno, a ambos lados del camino, pero no vio ningún sendero a través de los campos; parecía que no tenía más remedio que seguir adelante. Por lo menos, los vecinos no estarían tan predispuestos a fijarse en una desconocida, si tenían asuntos propios de que ocuparse.

El límite de la población estaba marcado por un arqueado puente de piedras sobre un alborotado riachuelo, y los dos hombres que lo custodiaban volvieron la cabeza al oír las pisadas que se acercaban. Habían estado observando la ciudad, claramente ansiosos de saber lo que tenían que hacer, y Cyllan refrenó su montura al acercarse a ellos.

—Dinos tu nombre y lo que vienes a hacer aquí —preguntó uno de los guardias.

—Soy Themila Avray, conductora de ganado, de la Tierra Alta del Oeste. —Cyllan había empleado otras veces aquel seudónimo, inventando el apellido del clan y tomando el nombre de una mujer que, según le había dicho Tarod, había sido antaño su más querida amiga y su protectora en el Castillo—. Me dirijo a Shu-Nhadek, para encontrarme con mi primo en la feria del Primer Día del Trimestre.

Los ojillos del guardia examinaron los cabellos castaños, la ropa, el collar amuleto que llevaba ella colgado sobre el pecho, y su expresión se tranquilizó ligeramente.

—Tendrás suerte si puedes cruzar la ciudad mientras sea de día —le dijo.

La campana seguía sonando, apremiante.

—¿Por qué? —preguntó Cyllan.

—Va a celebrarse un juicio en la plaza del mercado. —El guardia sonrió, mirando de soslayo—. Dicen que han pillado a la cómplice del demonio del Caos.

—¿La han pillado...? —Cyllan se interrumpió y tragó saliva, dándose cuenta una vez más de que la suerte estaba de su parte. Hizo una señal sobre el pecho, sabiendo que el hombre la esperaba—. Aeoris...

El guardia se echó atrás y le hizo ademán de que pasara.

—Será mejor que te apresures, si quieres ver el espectáculo. — Sonrió de nuevo—. Yo estoy esperando que llegue el relevo para llegar antes de que haya terminado.

Incluso antes de llegar a la plaza del mercado su avance fue dificultado por la gente que convergía de todas direcciones, y Cyllan perdió toda esperanza de poder cruzar la ciudad y salir de ella. Parecía que toda la población estuviese acudiendo allí, atraída por el son de la campana, y cuando pudo ver la plaza del mercado, vio claramente que, le gustase o no, tendría que esperar hasta que hubiese terminado el juicio.

La plaza estaba atestada y la muchedumbre se extendía en las calles próximas, y solamente el hecho de ir montada a caballo permitió a Cyllan llegar a un sitio despejado desde el cual, siempre que permaneciese sobre la silla, podría presenciar bien todo el acto. El juicio se celebraría en la escalinata del palacio de justicia, ya que el interior del edificio resultaba insuficiente. Los jueces habían salido ya y estaban ocupando sus sitios cuando Cyllan detuvo su caballo, obligada por la presión del gentío.

Un anciano vestido de negro se sentó rígidamente en un sillón, flanqueado de un grupo de dignatarios de la ciudad y de milicianos uniformados que, por lo visto, tenían por tarea leer las acusaciones contra la prisionera. Buscando entre los que se hallaban en la escalinata, Cyllan vio, custodiada por guardias armados, a una muchacha de cabellos rubios y semblante contraído por el terror, y el espectáculo hizo que se sintiese de pronto mareada. La muchacha era aún más joven que ella y, fuesen cuales fueren las pruebas amañadas contra ella, Cyllan sabía que era inocente. Pero, ¿cómo podía defenderse contra el miedo supersticioso de sus semejantes?

Dos años atrás presenció un juicio, en una población de la provincia de Wishet, donde había estado traficando con los boyeros de su tío, y aquel recuerdo le daba una sombra de esperanza por la niña. Entonces, un Iniciado había presidido el tribunal, las pruebas presentadas por ambas partes habían sido escuchadas con absoluta y tranquilizadora imparcialidad, y la sentencia había sido justa aunque no enteramente popular. Hoy no había ningún Iniciado que dirigiese las actuaciones, pero tal vez era mejor así, pues el afán del Círculo por descubrir a la cómplice del Señor del Caos podría influir en el criterio de cualquier Adepto, por muy elevados que fuesen sus principios. Cyllan observó a la infeliz muchacha y sus labios se movieron en silenciosa oración a cualquier poder, del Orden o del Caos, que pudiese impedir que se cometiese una injusticia.

Pero su esperanza duró poco. Desde el fondo de la plaza era imposible oír por entero los discursos, las acusaciones y las declaraciones, pero pronto quedó claro que las autoridades estaban resueltas a apaciguar a una multitud sedienta de sangre. De vez en cuando, un orador era interrumpido por un rugido de indignación, y los esfuerzos de la acusada para protestar de su inocencia eran recibidos con aullidos por la vocinglera multitud.

Cyllan sintió que el sudor brotaba de su piel y le hacía incómodas cosquillas en la espalda, acompañadas de fuertes náuseas en la boca del estómago. Aquellas buenas y piadosas personas estaban condenando, en nombre de los Señores del Orden, a una inocente sin esperanza de salvación. Desfilaba un testigo tras otro para prestar declaración y, aunque la muchacha sacudía frenéticamente la cabeza, y lloraba y suplicaba a los jueces, el peso de la opinión estaba contra ella. Cyllan no podía discernir lo que se pretendía que había hecho y, además, apenas parecía importar la naturaleza exacta del presunto delito.

La acusada era joven, tenía rubios los cabellos y era desconocida en el lugar: los tres factores eran suficientes para condenarla.

Aunque a Cyllan le pareció que duraba una eternidad, el juicio fue en realidad terriblemente breve. De pronto, la campana de la torre del palacio de justicia lanzó su sonoro mensaje, y la muchedumbre de la plaza guardó silencio al levantarse el primer anciano de su sillón para hablar.

—Las pruebas presentadas contra la acusada han sido cuidadosamente analizadas y consideradas. —Su voz, aunque cascada por la edad, vibró claramente sobre las cabezas de la multitud y a Cyllan se le revolvió el estómago al percibir la hipocresía de sus palabras—. Y es con el más hondo pesar que nosotros, fieles custodios de las sagradas leyes de Aeoris —aquí se interrumpió para hacer ostentosamente la señal en el aire delante de él— declaramos que han quedado probadas todas las acusaciones contra esa desgraciada marioneta de los poderes de las tinieblas.

Los murmullos de la plaza se transformaron en fuertes aullidos de aprobación que sólo se extinguieron cuando el viejo hizo un ademán pidiendo calma a la muchedumbre.

—Vivimos tiempos turbulentos —prosiguió el anciano cuando por fin cesó el tumulto—, pero todos compartimos un deber que, por muy onerosa que sea la carga, debemos cumplir si hemos de servir de veras a los dioses que nos protegen. —Hizo una pausa—. Como cualquier ciudadano devoto, no tengo afán de venganza. ¿Pero puedo, podemos, llamarnos realmente discípulos de los señores que infunden una chispa de divinidad a nuestras almas y a nuestras vidas, si olvidamos nuestro claro deber cuando se nos impone aquella carga?

El viejo es maestro en retórica, pensó amargamente Cyllan. Alababa a la chusma por su piedad, y ellos estaban pendientes de cada una de sus palabras. A su alrededor, la gente asentía con la cabeza, murmurando, felicitando al anciano y felicitándose ellos mismos...

—¡No tenemos odio en nuestros corazones! —prosiguió el anciano, elevando la voz—. Ciertamente, nos compadecemos de esa desdichada esclava del mal, ¡pues su alma no puede conocer la bendición de los verdaderos dioses! —Otra larga pausa—. Pero no podemos permitir que la piedad nos desvíe de la justicia. Y creo que, si nuestro gran señor Aeoris tuviese que juzgar la sentencia de este tribunal, no encontraría defecto en ella.

Levantó la cabeza, con beatífica sonrisa, y mil gargantas rugieron en señal de aprobación.

Los poneys de Cyllan bufaron y patalearon, asustados por aquel estruendo, pero faltos de espacio para escapar. Ella se inclinó sobre el cuello de su montura, murmurándole suavemente para tranquilizarla, mientras acercaba lo más posible el otro poney a su costado. La furia hervía en su interior. No podía hacer nada: este simulacro de juicio había sido preparado de antemano; la gente del pueblo quería una víctima propiciatoria para sus terrores, y los ancianos, como comediantes de plaza de mercado, se la ofrecían para congraciarse con ella. Por un solo y frenético instante, algo en lo más hondo de Cyllan la incitó a lanzarse con sus poneys a través de la muchedumbre y plantarse en la escalinata del palacio de justicia, y una vez allí, sacar la piedra del Caos y gritar a aquellos pobres imbéciles que la verdadera causante de su miedo estaba impávida ante ellos..., pero cuando aquella loca idea pasó por su mente, sintió el cálido latido de advertencia de la gema sobre su pecho y comprendió que, por muy salvaje que fuese la injusticia que se iba a perpetrar allí, nada podía hacer para enmendarla.

El anciano estaba hablando de nuevo.

—Amigos míos, buenos ciudadanos, aunque me aflija pronunciar sentencia sobre la pobre criatura que está ante nosotros, la justicia debe seguir su curso. —Se volvió de cara a la ahora silenciosa muchacha, y el sol poniente dio un perfil de halcón a su semblante—. Quien se ha confabulado con los poderes del Caos sólo puede tener un fin. Espero que todos roguéis conmigo a Aeoris por esa desdichada, para que, en su sabiduría y clemencia, perdone sus pecados y libre a su alma de la esclavitud del mal.

Sus palabras fueron recibidas en silencio, pero Cyllan vio que varias personas hacían la señal de Aeoris en el aire. La muchacha miraba fijamente a sus jueces, incapaz de creer en el destino que la esperaba; después volvió la cabeza, como retrayéndose, como aislándose de la locura que la rodeaba.

Cyllan deseaba escapar de la plaza antes de que el suceso siguiese su curso inexorable, pero no había espacio para volverse ni lugar adonde ir. La presión aumentaba, no solamente por la llegada de más personas de los barrios extremos de la ciudad, sino también porque parte de los que se encontraban allí se echaban atrás para abrir un pasillo entre el palacio de justicia y el centro de la plaza, donde se erguía, lúgubre y desnuda, una Piedra de la Ley. La presa fue empujada por la escalinata en dirección a la piedra y, de pronto, pareció darse cuenta de la suerte que le esperaba, pues empezó a chillar y a debatirse, luchando contra los que la sujetaban con toda la fuerza que poseía. Los guardias la sacudieron violentamente para calmarla, pero Cyllan pudo oír sus profundos sollozos cuando al fin la ataron sobre el tosco granito y se echaron atrás.

Solamente un terco y terrible sentido de la realidad convenció a Cyllan de que no estaba dormida ni soñando cuando observó el terrorífico curso de los acontecimientos a partir de entonces. Un murmullo grave y apagado vibró en toda la plaza, haciendo que los poneys se inquietasen y piafaran de nuevo, y Cyllan sólo pudo contemplar impotente cómo avanzaba la amenazadora multitud hacia la Piedra de la Ley. No hubo movimiento entre la gente que rodeaba a Cyllan; entonces, la voz del anciano, que permanecía todavía en la escalinata del palacio de justicia, resonó en toda la plaza.

—Que se cumpla la sentencia.

El ruido de la primera piedra al golpear a la muchacha fue impresionante y sobrecogedor en el silencio de la plaza. Su cuerpo se contrajo violentamente y la joven lanzó un grito, pero la gente que se apretujaba y empujaba, estirando el cuello los que estaban detrás para verlo mejor, la ocultaban a la vista de Cyllan. Una segunda piedra erró el blanco; después, una tercera dio en la sien de la muchacha, y de pronto, la chusma, como una jauría lanzándose sobre su presa, avanzó con un griterío sediento de sangre.

—No... —El murmullo de Cyllan sonó fuertemente en sus propios oídos, pero la muchedumbre estaba demasiado atenta a su víctima para advertirlo—. ¡Yandros, no!

Se dio cuenta de que todos estaban esperando este momento, sabiendo cuál sería el desenlace y preparados para él. Aquellas piedras no se habían materializado de la nada... ; la multitud sabía que se recurriría a este antiguo y bárbaro método de ejecución, y todos los hombres y mujeres venían preparados.

Miró con horrible fascinación cómo llovían las piedras, los guijarros, incluso los trozos de leña, sobre el cuerpo indefenso de la muchacha. La sangre trazaba espantosos dibujos en su cara, y ahora estaba chillando, incapaz de conservar su fútil valor y luchando contra las cuerdas que la sujetaban. Cyllan no supo cuánto tiempo pasó antes de que la débil figura se sumiese al fin en la inconsciencia, pero incluso cuando había perdido el sentido aquel mar de brazos siguió alzándose y cayendo, y el ruido de las piedras al chocar con una carne que ya no resistía hizo que Cyllan se sintiese mareada de indignación y de asco.

Por fin terminó el espectáculo. Un silencio irreal cayó sobre la plaza y, gradualmente, como el reflujo de una marca, la gente empezó a marcharse, retirándose de aquel resto destrozado y sangrante de humanidad que pendía como una muñeca grotesca de la Piedra de la Ley. Los ancianos, representando su papel en la comedia, se habían retirado dignamente, y por fin se dio cuenta Cyllan de que la bulliciosa chusma ya no le cerraba el paso.

Su poney dio un quiebro, echando atrás las orejas y resoplando al percibir el alarmante olor de la sangre. Cyllan lo apartó de la Piedra de la Ley, sabiendo que no podía continuar su viaje, que no podía cruzar la plaza mientras colgase allí el cadáver de la joven. Se apeó del caballo, casi cayendo al suelo al flaquearle las piernas, y ocultó la cara en la crin del poney, deseando poder vomitar, desmayarse... , cualquier cosa con tal de borrar el espantoso recuerdo de lo que había presenciado.

Una vendedora de vino empezó a tocar una campanilla detrás de ella, proclamando con voz estridente que su vino era el mejor que podía encontrarse en la provincia, y los poneys se echaron atrás y relincharon asustados por aquel ruido. Cyllan se volvió en redondo y vio un tenderete lleno de odres, jarras y copas. Por un instante, solamente pudo contemplar, pasmada, el buen negocio que estaba haciendo ya la vendedora; después, un impulso la obligó a acercarse. El vino podía ayudarla a olvidar lo que había visto... Hurgó en su bolsa y sacó la primera moneda que encontró, medio gravine.

—Deme una bota llena —dijo con voz ronca.

La mujer le dirigió una amplia sonrisa.

—¡Con mucho gusto, moza! Y vas a beber por la salud de nuestros buenos ancianos, ¿eh?

Puso la bota en manos de Cyllan, ésta no recibió el cambio y comprendió que la mujer la estaba timando, pero ya no le importaba. Los poneys la siguieron inquietos mientras se dirigía tambaleándose al borde de la plaza, donde se libraría de las apreturas, y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos mientras se sentaba contra una pared enjalbegada y, con manos temblorosas, destapaba la bota y se la llevaba a los labios.

—Sólo está dormida, ¿no crees? ¿O estará tal vez enferma?

—No lo sé... Esperemos a ver.

Las voces femeninas llegaron a la turbada mente de Cyllan como a través de una espesa niebla y, aunque comprendió que era objeto de escrutinio, pareció incapaz de desatar la lengua y decir que se encontraba bien y que la dejasen en paz. Oyó unas pisadas y entonces tuvo la impresión de que una figura se inclinaba sobre ella.

—No, no está enferma. —La voz parecía ligeramente divertida— ¡Está borracha!

—No lo estoy... ¡Oh!

Cyllan había encontrado al fin la voz e intentaba protestar, pero un movimiento impremeditado hizo que sintiese punzadas de dolor en la cabeza, y su espalda estaba tan rígida que todos los músculos se resistían violentamente. Abrió los ojos, haciendo una mueca a lo que parecía una luz insoportablemente brillante, y por último enfocó la mirada en las dos mujeres inclinadas sobre ella.

Una era de edad me diana; la otra era más joven, y ambas vestían hábitos blancos, manchados con el polvo del viaje, calzaban botas de montar y cubrían sus hombros con cortas pero gruesas capas. La plaza estaba a oscuras y aquellas mujeres llevaban sendas linternas; fue su luz la que había herido sus ojos. Hermanas de Aeoris... Cyllan cerró de nuevo los ojos y trató de ponerse en pie. Había estado recostada contra una tosca pared y su ropa estaba empapada de humedad, lo que exacerbaba la rigidez de su cuerpo. Tenía un mal sabor en la boca y se enjugó los labios con mano insegura, resistiendo la tentación de escupir.

—Vamos, deja que te ayudemos. —Una mano la asió del brazo, suavemente pero con firmeza, y pudo ponerse en pie—. ¿Puedes aguantarte así sin que te sostengamos? ¿Te sientes lo bastante bien para caminar?

Cyllan, haciendo un esfuerzo, asintió con la cabeza.

—Estoy bien..., gracias, no necesito... —Se interrumpió, sintiendo que le acometían de nuevo las náuseas—. ¡Oh, dioses...!

Las dos mujeres, discreta y compasivamente, la condujeron a un callejón donde, dolorosamente, vertió el contenido de la bota de vino que había bebido antes de que la acometiese el sueño. Por muy desagradable que fuese la experiencia, la ayudó a aclarar su mente, y se sintió mucho mejor cuando volvió de nuevo la cara a las mujeres.

—Gracias —dijo, con voz confusa—. Sois.., muy amables.

—Tonterías, niña. Socorrer a los que están en dificultades es una de nuestras obligaciones, y está claro que tú necesitas ayuda. —La mujer mayor, que era la que había hablado, le sonrió. Soy la Hermana Liss Kaya Trevire, y ésta es la Hermana Fanal Mordyn. Estamos cruzando Perspectiva en nuestro viaje hacia el sur; por consiguiente, somos forasteras aquí. Sospecho que esto es algo que tenemos en común.

—Sí... —A pesar de lo mucho que recelaba de la Hermandad, Cyllan empezaba a cobrarle simpatía a la Hermana Liss—. Yo soy... —Se contuvo, dándose cuenta, alarmada, de que había estado a punto de dar su verdadero nombre—. Yo soy Themila Avray, vaquera, de la Tierra Alta del Oeste.

—¿Y qué ha sido de tus compañeros? —preguntó la Hermana Liss—. ¿Os alojáis en alguna de las posadas de la ciudad?

Cyllan sacudió la cabeza.

—Estoy sola... Es decir, estoy en camino para encontrarme con mi primo en Shu-Nhadek.

Las Hermanas parecieron impresionadas.

— ¿Has estado viajando sola, precisamente en estos tiempos? — preguntó Fanal—. Es inconcebible... ¡Hay tantos peligros!

—Ciertamente —convino Liss—. Y el menor de ellos, según parece, no es el de caer en la tentación. —Miró con triste humor la bota de vino vacía tirada en el arroyo—.Incluso en una ciudad respetable hay demasiados granujas. ¿Has comprobado tu bolsa, chiquilla?

Cyllan abrió mucho los ojos y se llevó involuntariamente una mano al pecho. Para su alivio, la piedra del Caos permanecía dura y fría debajo del justillo, y palpó a toda prisa la bolsa, esperando que las mujeres no hubiesen advertido su primer ademán. El contenido de la bolsa estaba intacto... Sonrió tímidamente.

—No falta nada.

—Pero no gracias a tu descuido —la amonestó Liss—. Has tenido suerte, Themila. Eres muy joven, y es fácil caer en la tentación si te dejas guiar por los impulsos de la juventud y por la inexperiencia. Pero darte estos gustos... —y señaló la bota vacía— sólo puede llevarte por mal camino.

El sermón era bien intencionado, pero Cyllan sintió un fuerte disgusto en su interior. Tal vez las buenas Hermanas llegaron a la ciudad después del horrible espectáculo del juicio y su desenlace; pero, fuese como fuere, debían saber lo que había sucedido aquí. ¿Cómo podían censurar que hubiese reaccionado de este modo?

Sin darse cuenta, miró hacia la Piedra de la Ley en el centro de la plaza desierta. Se habían llevado el cuerpo destrozado de la muchacha, pero las antorchas que ardían en sus altos soportes alrededor de la plaza mostraban unas manchas oscuras sobre la piedra que no parecían sombras. La hermana Fanal vio la expresión de Cyllan y tocó ligera mente el brazo de su compañera.

—Creo que le comprendo —dijo, señalando con la cabeza hacia la Piedra—. A la luz de los sucesos de hoy...

La Hermana Liss parecía ablandarse.

—¡Oh, sí! Desde luego. —Se lamió los labios—. Afortunadamente, nuestro grupo no tuvo que presenciar la ejecución, ya que llegamos cuando todo había terminado. Tiene que haber sido un espectáculo terrible.

Cyllan encogió los hombros, irritada por haber dado pruebas de debilidad, pero al mismo tiempo apaciguada por los sentimientos compasivos de las Hermanas.

—Era más joven que yo —dijo con voz áspera.

—Así lo he oído decir. Y sin duda pensaste que, de no ser por la gracia de Aeoris, habrías podido encontrarte en su lugar. —La Hermana Liss suspiró—. Vivimos días tristes. Y lo único que podemos hacer es rezar para que acaben pronto.

Cyllan no pudo abstenerse de protestar contra el fatalismo de aquella mujer.

—¡Pero era inocente! —dijo; pero dándose cuenta de que había dado un peligroso resbalón, añadió—: Quiero decir que no había pruebas contra ella, ¡nada que se apoyase en un pensamiento racional! Sin embargo, ellos... , fue como si... —Hizo un ademán de frustración e impotencia, irritada por su incapacidad de expresar lo que sentía—. Querían una víctima, sin importarles que fuese o no culpable.

Liss sonrió tristemente.

—Comprendo tus sentimientos. Pero debes recordar que a todos no esperan ahora peligros más graves que la simple aprehensión de dos fugitivos. El Caos es un enemigo mortal, y es muy astuto. Sus siervos no perderán oportunidad de encontrar a los más débiles y disolutos, y corromperles para que se pongan ,a su servicio. —Su sonrisa se extinguió. Por muy duro que pueda parecer a veces, tenemos que defender las leyes de Aeoris y no podemos arriesgarnos a permitir que el mal arraigue entre nosotros. No es un hecho agradable, pero es mejor que sufran algunos inocentes que queden los culpables en libertad.

Afortunadamente, antes de que Cyllan pudiese hablar, fueron interrumpidas por la llegada de otras cuatro mujeres, que constituían el resto del grupo de la Hermandad. Liss contó la historia de Cyllan, y las otras Hermanas insistieron en que viajase con ellas.

—No puedes continuar sola por los caminos —la apremió una de ellas—. Y cuantas más cabalguemos juntas, más seguras estaremos.

Cyllan trató de rehusar, pero las mujeres se mostraron inflexibles y Liss dijo la última palabra:

—Mi conciencia no estaría nunca tranquila si te dejase marchar —insistió—. Si te ocurriese algo, la vida se me haría imposible. ¿Quieres que me aflija este destino?

Cyllan pensó que, a menos que pudiese emprender otra precipitada huida en las horas de oscuridad, estaba realmente atrapada; no tenía defensa contra sus argumentos. Pero entonces se le ocurrió pensar que la situación podía tener sus ventajas. ¿Quién se atrevería a sospechar de una joven en compañía de seis Hermanas de Aeoris? Con tal de que vigilase constantemente su lengua, ¿qué mejor protección podía pedir?

Sonrió, recobrando poco a poco la confianza.

—Si mi presencia no ha de ser una carga...

—¡Vaya una idea! —dijo Liss, aliviada y complacida—. Esta noche descansaremos en la Posada de los Trovadores, y estoy segura de que podrás alojarte con nosotras. Mañana, unas horas después de la salida del sol, nos pondremos en camino.

El grupo de la Hermandad partió hacia el sur cuando el sol empezaba a elevarse en un cielo rojo de sangre, con sólo unas pocas nubes de bordes purpúreos. La Hermana Liss declaró que el tiempo era un buen presagio, y en cuanto quedó atrás la ciudad, la marcha fue lenta pero regular.

Cyllan cabalgaba en retaguardia, justo delante de los cuatro poneys de carga de las Hermanas. Se alegraba en secreto de tener compañía; la noche pasada, su sueño había estado lleno de pesadillas, todas ellas girando alrededor de la muchacha ejecutada, y con aquellos sueños todavía frescos en su mente, no tenía el menor deseo de estar a solas con sus pensamientos. Sus compañeras de viaje se contentaban con cabalgar y disfrutar del paisaje, y las pocas conversaciones que se entablaban eran baladíes y, por consiguiente, seguras. El único factor inquietante era la presencia de la mujer de negros cabellos y cara delgada que cabalgaba un poco delante de ella.

Sólo había cambiado unas pocas palabras con la Hermana-Vidente Jennat Brynd desde que la conoció, pero había advertido en varias ocasiones que la mujer la observaba con algo más que vago interés. Cyllan no contaba con encontrar una vidente entre sus nuevas compañeras y se preguntaba hasta dónde podría alcanzar el talento de Jennat; la idea de que su propia mente podía ser un libro abierto para una persona realmente dotada de facultades psíquicas era estremecedora. Había tenido poco contacto con la vidente y, hasta ahora, todo había marchado bien, pero prefería rehuir la compañía de Jennat, por su propia seguridad. El viaje a Shu-Nhadek duraría unos cuatro días, si no había dilaciones engorrosas; por tanto no tendría que mantener su engaño mucho tiempo más.

El resto del día transcurrió sin incidentes, y pernoctaron en una posada del camino, exigua pero limpia. Alegando cansancio, Cyllan se fue a la cama en cuanto acabaron de cenar, dejando que las Hermanas se quedaran charlando y tomando una jarra de vino, y trató de olvidar la mirada escrutadora que Jennat Brynd había lanzado en su dirección antes de retirarse ella. Por la mañana, salieron temprano y la Hermana Liss dio gracias a Aeoris de que el día fuese también bueno aunque frío, y a media tarde llegaron a un ancho río cruzado por un puente de madera. Uno de los poneys de carga había empezado a cojear; se detuvieron y Cyllan se ofreció a examinar al animal y ver lo que le pasaba.

Liss se apeó de la silla de un salto agradecida y apretándose la rabadilla con los nudillos de ambas manos.

—No me importa confesar que me viene bien este descanso — dijo, mirando el sol que estaba declinando y dejando que su calor le acariciase la cara—. Y también me alegro de que viajemos hacia el sur. Los días son aquí más largos, y el sol, más fuerte... Es un alivio, después de haber estado en las tierras del norte.

Fanal, que también había desmontado, estaba buscando en las alforjas de uno de los poneys, y sacó un paquete envuelto y una bota de zumo de frutas.

—Este sería un lugar agradable para detenernos, en cualquier circunstancia —dijo—. Tal vez podríamos sentarnos sobre la hierba y descansar un rato... ; es decir, si Themila cree que su trabajo le llevará algún tiempo.

Cyllan tardó un momento en recordar que, con aquel nombre, se dirigía a ella, y levantó rápidamente la cabeza, dejando que el poney de carga apoyase la lastimada pata en el suelo.

—Creo que no es más que una piedra en el casco —dijo a la Hermana, y después sonrió—. Pero, si quieres, podría tardar alrededor de una hora en arreglarlo.

Fanal se echó a reír.

—Muy bien, pongámonos cómodas. —Extendió su capa sobre la exuberante hierba, en un sitio donde el suelo empezaba a descender hacia el río, y se sentó—. Tengo bebidas frescas para todas, y las tortas que compré esta mañana en la panadería de la ciudad.

A los pocos minutos, las seis mujeres se habían sentado sobre la hierba, y Cyllan, después de haber extraído la piedra del casco del poney con la punta de su cuchillo, se reunió con ellas. Fanal le alargó un pedazo de torta, ella se puso en cuclillas en el borde del grupo y llevó una mano hacia atrás para sujetarse mejor el moño.

Al retirar los dedos de los cabellos vio que tenía unas manchas de un pardo rojizo...

Se había olvidado completamente de que el tinte de las campanillas tenía que estar ya perdiendo su efecto. Las posadas del camino no tenían espejos en las habitaciones, y no se le ocurrió pensar en el color de sus cabellos. Pero ahora, el castaño cobrizo podía aparecer rayado de un tono próximo al rubio claro natural, y esto podía ser suficiente para delatarla.

Miró rápidamente a las Hermanas, pero éstas estaban atareadas con la comida y la bebida; es decir, todas menos Jennat Brynd, que estaba observando a Cyllan y que, cuando se encontraron sus miradas, le dirigió una lenta y amable sonrisa. Con un tremendo esfuerzo, Cyllan movió nerviosamente los labios para corresponderle y, después, volvió rápidamente su atención a la torta que tenía en la mano.

Durante un rato, no se oyó más ruido que el gorgoteo del río y el que hacían los caballos que pastaban satisfechos la hierba cercana a ellas. La Hermana Liss había agachado la cabeza y parecía dormida; Fanal estaba atareada limpiando los restos del pequeño festín, y Jennat, apoyada sobre un codo, estaba absorta examinando el contenido de su bolsa. Al cabo de un rato, extrajo de ella algo que reflejó la luz del sol con un brillante destello, y las que estaban cerca de ella levantaron la mirada, sorprendidas.

—¿El cristal Hermana? —preguntó amablemente Farial.

Jennat sonrió.

—Sí. El río me ha dado la idea. Tan suave y tranquilo, y la manera en que la corriente capta la luz del sol y la refleja es realmente hipnótica.

Fanal se volvió a Cyllan.

—No debes prestar atención a la Hermana Jennat, Themia. Elige los momentos más inverosímiles para practicar su arte, aunque la verdad es que todas estamos orgullosas y envidiamos su talento.

Cyllan asintió con la cabeza, inquieta, y los ojos negros de Jennat se fijaron en los suyos.

—Oh, pero no quiero molestar a nuestra nueva amiga —dijo amablemente—. Nosotras olvidamos con facilidad el hecho de que, para los legos, nuestro arte puede a veces parecer desconcertante. No nos acordamos de que la magia se practica muy poco fuera de la Hermandad.

Apesar de la suavidad de su voz, las palabras eran un claro des a-fío. Cyllan la miró, frunciendo los párpados.

—Por favor, no te detengas por mí, Hermana. Eso no me da miedo.

Jennat hizo girar varias veces el pequeño cristal entre las manos.

— ¿Has visto alguna vez algo parecido a esto?

—Una vez vi un lector de piedras en una feria —dijo Cyllan—. Pero creo que debía de ser un charlatán.

—La mayoría de los que se dicen adivinos lo son. Para llegar a tener verdadero talento se requiere dedicación y años de estudio.

Cyllan no replicó, y Jennat, después de otra de sus lentas sonrisas, volvió a fijar su atención en el cristal. Después de una prudente pausa, Cyllan se puso en pie y, esperando que sus acciones pareciesen casuales, bajó lentamente la suave cuesta hasta la orilla del río. Allí el agua era cristalina, y creyó ver que unos peces se movían ágilmente entre las manchas de sombra. Trató de concentrarse en observarlos, pero le fue imposible; las sutiles insinuaciones de la Hermana Jennat habían roto la barrera mental detrás de la cual había ocultado sus más profundos temores, y se sentía atormentada por la inquietud. Esta sensación, junto con la esperanza irracional de que separándose físicamente de la vidente podría librarse de su escrutinio, la había empu jado a alejarse lo más posible de las Hermanas, mientras trataba de serenarse.

Seguramente, se dijo, la Hermana Jennat no representaba una verdadera amenaza. Era posible... no, era probable que su imaginación estuviese viendo sombras donde no existía ninguna. Sólo unos pocos días para llegar a Shu-Nhadek, y entonces podría olvidarse de su encuentro con esas mujeres.

—Cyllan —La voz que sonó a su espalda la sobresaltó y, al volverse, vio que Jennat se había apartado de las otras y descendido en silencio la ribera para reunirse con ella—. ¿Te encuentras mal?

—No, no. —Cyllan sacudió la cabeza, sin mirar a la otra mujer— Solamente quería... contemplar el río.

—Lo entiendo —Jennat admiró también el agua que fluía suavemente—. Una vista apacible, ¿verdad? Sin embargo, sería demasiado fácil caer en la tentación de rezagarnos. He venido a decirte que la Hermana Liss se ha despertado y dice que debemos reanudar la marcha si queremos llegar a un lugar donde alojarnos antes de que anochezca.

Su recado era pues bastante inocente. Cyllan apretó los dientes para reprimir un involuntario suspiro de alivio, y se volvió para echar a andar. Jennat iba a seguirla, pero se detuvo de pronto.

—Oh, Themila..., espero que perdonarás mi curiosidad, pero dime, ¿por qué te tiñes el cabello? Su color natural tiene un tono muy bonito.

Cyllan miró fijamente los ojos endrinos de aquel rostro sonriente y cándido, mientras sentía un nudo gélido en el estómago. La pregunta de Jennat la había pillado completamente desprevenida, y no sabía qué responder.

—¡Jennat! ¡Themila! Venid; ¡ya hemos perdido bastante tiempo!

La llamada impaciente de la Hermana Liss rompió la terrible pausa, y Cyllan se volvió agradecida, levantando un brazo en respuesta. Sin esperar a Jennat y sin darle oportunidad de repetir su pregunta, subió corriendo la cuesta hasta el lugar donde estaban atados los caballos.

Apartar a los animales de la sabrosa hierba requirió tiempo y esfuerzo, pero al fin pudo llevar Cyllan sus propios poneys al camino y comprobar sus arneses mientras esperaba que montasen las otras mujeres. Y a punto estaba de saltar sobre su silla cuando una voz le habló, claramente pero en tono casual, desde poca distancia.

—Cyllan...

—¿Qué?

Se volvió sin pensar en que había sido llamada por su nombre, por su verdadero nombre, y sólo cuando se encontró cara a cara con Jennat se dio cuenta del terrible error que había cometido.

Jennat sonrió.

— ¿Puedes mostrarnos la joya que guardas con tanto cuidado sobre tu piel?

La Hermana Liss se detuvo delante de su caballo.

—¿Quée joya? ¿Qué joya es ésa, Jennat?

Cyllan contuvo el aliento, esforzándose en parecer mucho más tranquila de lo que se sentía. Jennat, segura ahora de sí misma, siguió mirándola fijamente.

—Hermana Liss, creo que es tal vez más importante establecer la pequeña cuestión de la identidad de nuestra amiga.

Liss comprendió de pronto lo que quería decir la vidente.

—La has llamado Cyllan...

—Y ella me ha respondido. Creo que, si mi cristal no me engaña, su nombre completo es Cyllan Anassan.

Fanal lanzó un débil grito sobresaltado y Liss abrió mucho los

ojos.

—Jennat, no querrás decir...

—¡Y sus cabellos! —la interrumpió Jennat, señalando los—. ¡Son tan castaños como los míos! Es rubia, tan rubia que es casi albina. Y mi cristal me mostró una gema que guarda oculta, una verdadera joya. Registradla, Hermanas, ¡y creo que encontraréis la piedra que está buscando el Círculo!

La impresión hizo que Cyllan echase raíces en el sitio donde estaba, pero de pronto se dio cuenta de que estaba perdida. No podía desmentir las acusaciones de Jennat; su única esperanza estaba en la huida.

Dio un frenético salto para subir a su poney, pero mientras se deslizaba a horcajadas sobre su lomo, Jennat corrió hacia ella y la agarró de un brazo. Cyllan la sacudió violentamente, el poney saltó hacia delante y ella, perdiendo el equilibrio, sintió que resbalaba de la silla. Cayó al suelo con un ruido sordo, los cascos del poney no le dieron por un pelo en el cráneo al retroceder espantado el animal, y la caída le cortó la respiración. Antes de que pudiese levantarse, tres de las Hermanas se arrodillaron a su lado y la sujetaron.

—¡Qué no se mueva! —gritó Jennat con voz ahogada, esquivando los golpes que daba Cyllan con el brazo—. Pronto sabremos la verdad.

—¡Alto! —gritó la Hermana Liss, consternada—. ¡Esto es indecoroso, Jennat! Eres una Hermana de Aeoris, ¡no una moza pendenciera de taberna! ¡Levántate en seguida!

Jennat no le prestó atención, había introducido una mano debajo de la camisa de Cyllan, rasgando la tela, y cerró los dedos sobre la piedra-alma. Cyllan se debatía como un gato salvaje, pero no podía soltarse, y Jennat se puso triunfalmente en pie.

—¡Hermana Liss!

Una radiación fría y blanca brotó de la palma de Jennat cuando abrió la mano para mostrar la joya, la otra mujer se estremeció e hizo rápidamente la Señal de Aeoris.

— ¡Qué los dioses nos amparen!

Las Hermanas que no sujetaban a Cyllan contra el suelo acudieron, lanzando exclamaciones. Una de ellas alargó una mano como para tocar la piedra, pero la retiró rápidamente. Liss se volvió para mirar a la muchacha que yacía sobre la hierba, y el mudo desafío que vio en los ojos de Cyllan desterró sus últimas dudas.

—Conque hemos estado todo el tiempo amparando a una serpiente —dijo, con voz insegura—. ¡Que los dioses nos ayuden! Apenas puedo creerlo... —Entonces contrajo los labios en una dura línea—. Esconde esa joya, Jennat. Es una cosa maligna, y no debemos arriesgarnos a que nos contagie. Envuélvela en un paño. No tiene que volver a ver la luz del día hasta que la pongamos en manos del Sumo Iniciado.

Jennat miró la piedra y se pasó la lengua por los labios, inquieta.

—¿Y la muchacha? ¿Qué vamos a hacer con ella?

—¡Pobre niña! —Liss siguió mirando gravemente a Cyllan—. ¿Cómo puede una mujer tan joven estar tan corrompida...?

—¿Vamos a llevarla a la ciudad más próxima para que la juzguen? —preguntó Fanal.

—No; esto no es competencia de los ancianos locales, ni siquiera del Margrave de la provincia. Debe ser entregada en el Castillo de la Península de la Estrella, para que la juzgue el propio Círculo. —Su mirada se fijó un momento más en Cyllan, y después sacudió la cabeza y se volvió, diciendo—: Y pensar que ha podido engañarnos de esa manera.

—Incluso el Sumo Iniciado se dejó engañar por estos endemoniados —le recordó solemnemente Fanal—. No debemos reprocharnos nada, Hermana.

—No. No, tal vez tienes razón. Aunque, ahora que lo pienso, de no haber sido por la Hermana Jennat..., bueno, dejemos esto. Debemos prestar nuestra atención a lo práctico. Necesitaremos una escolta armada que nos conduzca a la Península de la Estrella, y si hubiese algunos Adeptos visitando la provincia que pudiesen ayudarnos, me sentiría mucho más tranquila para el viaje. —Recogió la engorrosa falda de su hábito—. Atad a la muchacha, Hermanas, y sujetadla bien sobre la silla del poney. Descansaremos esta noche en la población más próxima y mañana nos dirigiremos hacia el norte.

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