Se enfrentaron a través de un abismo mental. De alguna manera, Keridil había encontrado fuerzas para ponerse en pie, aunque su cuerpo temblaba febrilmente y sus músculos faciales se contraían en incontrolables espasmos. Entre ellos, Cyllan era testimonio inmóvil y mudo de la última venganza de Sashka. El cuchillo que empleó había sido el de Keridil; éste trató de impedir que lo agarrase, pero, en aquella confusión, ella le esquivó. Ahora Sashka se había ido y él no podía soportar la idea de los tormentos que habría impuesto Tarod a su alma. Estaba muerta; esto era lo único que podría saber jamás. Y mientras su mente lloraba de dolor por ella, su corazón era desgarrado por la terrible lección aprendida. Sashka le había traicionado. Su amor había significado menos para ella que la posibilidad de desfogar su odio implacable contra Cyllan y, a través de Cyllan, contra Tarod. Keridil había dudado de sus motivaciones desde hacía algún tiempo, pero apartó las dudas a un lado y se negó a enfrentarse con ellas hasta ese momento. Ahora, se sentía avergonzado y defraudado. El conocimiento no podía matar su amor por ella; el recuerdo de su dulzura, de su cuerpo esbelto, de su belleza, le perseguían y continuarían persiguiéndole durante toda la vida; la lloraría como deben llorar los verdaderos amantes. Pero ahora sabía cómo había sido realmente ella.
Y Tarod... Aunque pareciese extraño, sabía Keridil que su amigo convertido en enemigo lloraba por su amada lo mismo que él, a pesar del hecho de que había abandonado toda simulación de mortalidad. Aunque, en realidad, siempre había conocido a Cyllan como adversaria, no podía dejar de admirar la fidelidad y el valor y la firmeza que había mostrado. Ella, mucho más que Sashka, demostró que era digna del ser que la amaba, y esta certidumbre era como un vino amargo. Keridil lamentaba profundamente la muerte de Cyllan, aunque no sabía cómo podía decírselo al ser que se le enfrentaba ahora y cómo podía esperar que creyese en sus palabras.
Al fin levantó la cabeza y dijo, tropezando con las palabras:
—Lo siento, no merecía morir.
—No...
La voz era tan igual a la del Tarod que había conocido en los viejos y perdidos tiempos, que su familiaridad hizo que Keridil se estremeciese. Sintió que las lágrimas subían a sus ojos, y no eran para Sashka, sino para algo más profundo: una confianza, una hermandad, un algo que había sido traicionado irremediablemente. Poco podía salvarse de esta pesadilla, pero quería intentarlo. Si no otra cosa, le quedaba un vestigio de dignidad.
—Conque has triunfado —dijo—. Ahora sé al menos dónde estoy..., pero no te adoraré, Tarod. Soy lo que soy, y esto nada puede cambiarlo. —Levantó la mirada—. Creo que es una característica que todavía compartimos los dos.
Un dolor sorprendentemente humano se pintó en los ojos verdes de Tarod; después sacudió la cabeza. El aura negra brillaba todavía a su alrededor, su cara tenía aún pocos rasgos de humanidad; pero su parecido con el un día Iniciado del Círculo era tal que resultaba inquietante.
—No lo niego, Sumo Iniciado, no tengo ningún motivo para dudarlo.
Keridil tragó saliva.
—¿Sumo Iniciado? Me llamabas Keridil, en los viejos tiempos.
—Los viejos tiempos quedaron atrás. —Una luz nacarada brilló en los ojos de Tarod—. No podemos hacer que vuelvan.
Keridil asintió con la cabeza.
—Habrían podido ser mejores. Dioses, yo... —Hizo una pausa y sonrió, como excusándose—. Tengo que andarme con cuidado. Ya no sé a qué dioses tengo que invocar.
—¿Importa eso?
La voz de Tarod era cruel.
—Tal vez no; no, cuando tanto se ha perdido. —Vaciló—. Sentí, o al menos creí sentir, algo de lo que ocurrió cuando vosotros.. , les vencisteis. Mucho de ello se habría podido evitar. —Pestañeó, se mordió el labio—. ¿No es verdad?
Tarod no respondió. Cerró los ojos, suspiró, y el suspiro se convirtió en un viento sibilante que sopló a través del cráter. En lo alto y a lo lejos, la estrella de siete puntas seguía latiendo triunfal, pero la victoria era como polvo en su corazón. Necesitaba olvidar, pero no podía, no podía mientras sufriese el terrible conflicto entre la esencia del Caos que llevaba dentro y la humanidad que había adoptado y que le retenía con una presa más fuerte de lo que creía posible. Aquella humanidad le impulsó a impedir que Yandros destruyese del todo a las fuerzas del Orden y le llevó a exponerse a su propia destrucción en un frenético esfuerzo de sujetar las fuerzas desencadenadas sobre el mundo impotente por los dioses en lucha. Sin embargo, no podía permanecer en este limbo entre los dos estados de ser; había elegido un camino y era imposible volver atrás.
Silenciosamente, formó un nombre en su mente. El viento adquirió fuerza de vendaval; encima de ellos, en el cielo, la estrella de siete puntas se apagó como si pasara una nube por delante de ella. Entonces se oyó un sonido parecido al de una puerta al cerrarse suavemente y Yandros se plantó al lado de Tarod. Sus ojos de múltiples colores estaban más tranquilos que de costumbre.
—Hermano. —Yandros apoyó una mano en el hombro de Tarod—. El mundo está ahora en calma, y el Orden ha sido vencido, aunque todavía no destruido del todo.
Tarod le sonrió, cansada pero afectuosamente.
—Y de nuevo estoy en deuda contigo, Yandros. Si no me hubieses prestado tu fuerza cuando te llamé, no habría podido detener yo solo aquel alud.
Yandros hizo un ademán de indiferencia.
—¿Por qué no habíamos de responder? No estamos en guerra con la humanidad y, ciertamente, no queremos la destrucción de este mundo. Y este mundo está ahora bajo nuestra autoridad. Nuestros únicos enemigos son Aeoris y su estúpida camada, y los mortales que han colaborado activamente con ellos contra nosotros. —Su mirada se fijó en Keridil y la boca perfecta y maliciosa se torció en una sonrisa que hizo que el Sumo Iniciado se echase atrás—. Creo que te gustará ver que ellos tardan mucho en morir.
Tarod miró fríamente a Keridil y dijo.
—No.
—¿No? —dijo Yandros, repitiendo la palabra—. Hermano mío, no te comprendo. La batalla ha terminado, y hemos vencido. El Orden puede ser aplastado por nuestros pies y no nos molestará de nuevo. Lo único que nos falta es destruir a sus siervos, ¡empezando por las alimañas como ésa! —y señaló a Keridil.
Tarod vaciló y, después, sacudió la cabeza.
—No —dijo de nuevo y sonrió tristemente a su hermano del Caos.
Las barreras que le habían separado de Yandros durante tanto tiempo habían sido derribadas; ya no podía haber malentendidos entre ellos.
—Cometí un gran error, Yandros —dijo—. Volví la cara a los míos, a mi propia naturaleza, y caí en la trampa de creer en la justicia última del Orden.
Yandros torció los labios, pero antes de que pudiese hacer un comentario, Tarod prosiguió:
—Sé lo que piensas; me avisaste antes de que me encarnase en este mundo, y desde entonces has tratado de advertirme. Me vería contaminado por aquellos entre los que tendría que moverme, y la pureza del Caos se diluiría en el catecismo del Orden. —Frunció los párpados—. Tenías razón... y sin embargo estabas equivocado.
—¿Qué quieres decirme?
Yandros cambió un poco de posición; el tono de su voz había parecido reflexivamente divertido, y la roca de debajo de sus pies cambió de forma con inquietante brusquedad.
—Sí. Yo estaba contaminado, y sin embargo aprendí lecciones que, sin los grilletes de la humanidad, no había comprendido ja más. —Los ojos de Tarod se nublaron un momento—. Hice que tuviésemos quizá la mayor ventaja que jamás poseímos sobre Aeoris y los suyos, Yandros. La ventaja de comprender, por experiencia, las esperanzas y los temores, y los ideales que afligen a los que no están imbuidos de nuestra inmortalidad.
Yandros miró reflexivamente a Keridil, que le estaba observando con incertidumbre. Se pasó la lengua por los labios.
—Me intrigas. Cuando tratamos de infiltrarnos en la fortaleza de Aeoris, no me imaginé que el experimento pudiese traer estas complicaciones.
—Yo tampoco. Pero tal vez no es posible, incluso para seres como nosotros, disfrazarnos de mortales y tomar forma y vida mortales, sin espigar algo de sus pensamientos y emociones.
—¿Emociones? —dijo Yandros, arqueando las cejas.
Tarod miró el cuerpo de Cyllan y sintió que algo se encogía en su interior.
—Emociones, sí. Aunque no son exclusivas de la humanidad.
El Señor del Caos asintió con una inclinación de cabeza.
—Nos sirvió bien; te fue fiel. Es una lástima. .. —Pareció arrebujarse en el brillo que le envolvía y dio un rodeo al cadáver para enfrentarse directamente a Keridil—. Y tú... Volvemos a encontrarnos, Sumo Iniciado del Círculo, y en mejores circunstancias.., al menos para nosotros. ¿Qué tienes que decir, ahora que tus dioses han sido derrotados?
Keridil no flaqueó. Una vez sintió miedo de Yandros, y sabía que hacerle frente ahora era una locura; pero no pareció importarle. Se había perdido tanto, habían cambiado tantas cosas... Si lo único que le quedaba era su integridad, era lo menos que podía conservar.
—Serví al Orden durante toda mi vida, Yandros del Caos — dijo—. Y por muchos que sean mis defectos, no soy hipócrita. Y no cambiaré de señor para salvar la cabeza; ni para salvar mi alma, dicho sea de pasada. Te confesaré, y tampoco me importa si me condeno por ello, que lo que pretendía hacer Aeoris repugnaba a mi conciencia y que... —añadió, después de vacilar un momento— no lamento del todo lo que hizo Tarod. Pero eso no quiere decir que esté dispuesto a renegar de todo aquello en lo que he creído y a adorar al Caos, simplemente porque el Caos ha triunfado. —Miró a Tarod—. Quisiera pensar que lo comprendes.
—Así es como debe ser —respondió suavemente Tarod, haciendo que Yandros le mirase sorprendido. Tenía entre cerrados los ojos verdes, pero sonrió al volverse a su herma no—. Keridil Toln fue el primer amigo verdadero que tuve en este mundo. Me traicionó, pero me traicionó por lo que creía que era un principio noble. Creo que desde entonces ha aprendido mucho. Sobre todo, aprendió el significado del equilibrio, y si nosotros lo destruimos, echaremos a perder algo que podría ser inestimable.
—¿El equilibrio? —preguntó amablemente Yandros.
—Sí. Tal vez recuerdes que tú mismo lo dijiste. ¿De qué sirve el Orden sin el Caos que desafíe a su gobierno? Y a la inversa, ¿qué nos espera si nada se opone a nuestros caminos? —Miró al cielo vacío. Se habían puesto las dos lunas y la estrella de siete puntas ya no brillaba en lo alto. Sólo había oscuridad—. ¿Nos quedaremos estancados, como se estancaron Aeoris y sus hermanos, tan seguros en nuestro reinado que nos convertiremos en anacronismos como él? El mundo enfermó bajo su régimen y a punto estuvo de morir. No quisiera que nosotros cometiésemos el mismo error.
Yandros le estaba observando, y la expresión de sus ojos profundos y de color siempre cambiante pasó por toda una gama de reacciones. Regocijo, irritación, reflexión, respeto, afecto; era imposible juzgar los pensamientos que había detrás de aquella mirada inhumana.
Tarod dijo:
—Tal vez Aeoris pidiese ojo por ojo, pero nosotros somos mejores que él. Por eso digo que Keridil tiene que vivir, con independencia de donde haya puesto su lealtad.
Yandros reflexionó durante unos momentos.
—Si puede aprender, tal vez merece que se le dé oportunidad de aprovechar sus errores pasados. Has hablado de equilibrio, Tarod, y creo que tienes razón. El Orden y el Caos son viejos enemigos, pero los viejos enemigos son también viejos amigos. Hay que enseñar a Aeoris que no tiene nada que ganar con inclinar demasiado la balanza a su favor. El conflicto que existe entre nosotros nunca podrá resolverse; hay que mantener el equilibrio, pues todo lo que crece y prospera debe, por naturaleza, contener su oposición intrínseca. —Sonrió sarcásticamente—. La oposición impedirá que nos volvamos demasiado engreídos. Está bien.
—Miró al Sumo Iniciado, con un nuevo interés —. Keridil Toln podrá vivir.
Keridil cerró los ojos con fuerza. Estaba dispuesto a morir y moriría de buen grado; sin embargo, el alivio que le dio su indulto fue indescriptible. No podía asimilar la realidad de su situación; una parte de él estaba todavía convencida de que todo era una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento.
Abrió de nuevo los ojos y vio dos miradas inhumanas que le observaban. Ahora ya no tenía miedo; lo único que sentía era una extraña y objetiva impresión dolorosa que no podía definir.
Miró a Cyllan y dijo, involuntariamente:
—Ojalá pudiese...
— ¡No!—La voz de Tarod era furiosa—. No lo digas. ¡No te atrevas a decirlo!
Yandros le miró, y un débil fruncimiento arrugó sus facciones cruelmente perfectas.
—¿Tanto significaba para ti? No me respondas como hombre ni como un Señor del Caos. Respóndeme, pues, como Tarod, que es ambas cosas.
Los ojos verdes se entrecerraron doloridos y Tarod desvió la mirada. Yandros suspiró. Miró a Cyllan y extendió la mano izquierda. Al principio pensó Keridil que debía ser una ilusión, pero sus dudas duraron poco. Cyllan parpadeó, un sonido suave brotó de sus labios y su cuerpo se puso tenso. Después la inteligencia inundó los ojos ambarinos donde no había más que la mirada fría de la muerte, y murmuró una palabra, apenas audible:
— Tarod...
Tarod se volvió rápidamente de espaldas, torturado el semblante.
—Yandros, no puedes... Está muerta; ¡yo la vi morir!
—Tranquilízate. —Yandros seguía mirando a Cyllan, pero alargó una mano para tocar el brazo de Tarod—. No la he reanimado. No es solamente un cuerpo sin alma que se mueve y habla. Vive.
Tarod se detuvo, volvió la cabeza para mirar al Señor del Caos, impresionado y confuso. El poder de desafiar a la muerte, de invertir el golpe de su mano, era uno de los que sabía que solamente poseía Yandros en el reino del Caos..., pero era un poder que Yandros no había querido ejercitar durante miles de años.
Yandros tomó la mano de Cyllan y la hizo ponerse en pie, aunque ella sólo podía mirarle en hipnótica confusión. El sonrió y llevó una mano a la cara manchada de sangre y, después, a la fea herida entre sus senos. A su contacto, la sangre y la herida abierta desaparecieron.
—Tengo una deuda personal con Cyllan —dijo Yandros, amablemente regocijado—. Si pagándola puedo también aliviar la aflicción de mi hermano, tanto mejor.
Cyllan empezaba a recobrarse de la inercia de la inconsciencia; se llevó una mano a la cara, trató de hablar, pero no encontró palabras para expresar lo que sentía. Sus ojos súbitamente enloquecieron, se fijaron en Tarod, e hizo un violento movimiento para librarse de las manos de Yandros. Este las soltó y ella corrió hacia el señor de negros cabellos, deteniéndose solamente cuando estuvieron cara a cara, como si al fin careciese de valor para tocarle. El no dijo nada, pero le tendió las manos; Cyllan avanzó con paso vacilante y sus hombros empezaron a temblar mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.
Yandros se acercó a ellos.
—Despídete, Cyllan —dijo—. Tarod y yo debemos marcharnos de este mundo, y tú tienes que quedarte. —Hizo una pausa, sonrió—. Es decir, a menos que estés dispuesta a hacer el sacrificio que te permita venir con nosotros.
Ella se volvió lentamente a mirarle, sin comprender. En cambio, Tarod se dio cuenta de lo que quería decir Yandros, pero el Señor del Caos se le adelantó cuando se disponía a hablar.
—El Caos está en deuda contigo —dijo a la pasmada joven—. Y yo puedo hacerte un regalo que, si lo aceptas, te permitirá quedarte con Tarod. —Sus ojos adquirieron de pronto un ardiente brillo carmesí—. Para siempre.
Cyllan empezó a comprender y se estremeció al resurgir una esperanza que apenas se atrevía a reconocer. Tenía la boca seca como el polvoriento suelo del cráter, pero murmuró:
—¿Quieres decir que yo... podría...?
Yandros sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de humor irónico.
—¿Es tan terrible la perspectiva de vivir en nuestro reino, Callan? Sospecho que tú sabes más del Caos que cualquier otro mortal de tu mundo. —Alargó una mano y tocó ligeramente su brazo, resiguiendo la cicatriz que le había causado en el Castillo de la Península de la Estrella—. Y no experimentarías nuestro mundo a la manera vulnerable de un ser humano. Te convertirías en parte del Caos, serías inmortal por derecho propio. Te ofrezco esto en reconocimiento a tu valor y a tu fidelidad a mi hermano. Aquella vida puede ser tuya, si así lo deseas.
Dejar atrás su existencia, dejar atrás la humanidad y entrar en el reino inconcebible del propio Caos..., ser inmortal, desligada de la cosas terrenas, indemne al tiempo y a la perspectiva de la muerte... Cyllan no podía asimilar lo que le ofrecía Yandros; no podía comprenderlo, ni siquiera imaginarlo. Pero un hecho se destacaba como una clara joya en el miasma de sus confusas reacciones. Si aceptaba lo que le ofrecía el Caos, ella y Tarod estarían juntos por toda la eternidad, si no lo aceptaba, nunca volvería a verle.
Se volvió, desesperada, a la oscura figura que tenía al lado. Hombre, demonio, dios, fuese de lo que fuera, le amaba más que al mundo, y ahora necesitaba más que nunca su guía.
—Tarod, ¿qué debo hacer? —dijo, con voz entrecortada.
Tarod sacudió la cabeza.
—No puedo ayudarte, amor mío. No tengo derecho a tratar de influir en ti, no en esto. Pero Yandros ha dicho la verdad.
Sus ojos verdes, que nada tenían ahora de humanos, estaban fijos en su cara. Ella conocía bien aquella mirada, y le estaba diciendo lo que había esperado más que nada en el mundo. Sin él, nada valía la pena.
Dejó que sus dedos se cerraran con fuerza sobre los de él y cerró los ojos ambarinos.
—Iré. Si Tarod quiere tenerme con él, iré... de buen grado. — Pestañeó y miró de nuevo a Yandros—. ¿Cómo podré jamás darte las gracias?
Yandros hizo un ademán indiferente, con una expresión astuta en el semblante.
—No es más que un antojo. El Caos no tiene lógica, deberías saberlo. Simplemente me gusta complacer a Tarod.
Tarod rió por lo bajo.
—Si es esto lo que te gusta creer, Yandros, sea como tú dices.
Yandros inclinó la cabeza, como burlándose ligeramente de sí mismo.
—Y ahora —dijo—, hay una última cuestión...
Giró sobre los talones y se enfrentó a Keridil.
Keridil había escuchado la conversación entre los tres con muda estupefacción, incapaz de moverse o de reaccionar de cualquier modo. Comprendía, o creía comprender, lo que Yandros había ofrecido a Cyllan, y este conocimiento reavivaba en su interior una herida dolorosa. Yandros había demostrado ser más compasivo que Aeoris, y si el más grande de los Señores del Caos había podido devolver la vida a un muerto, seguramente podría volver a hacerlo... La cara de Sashka, hermosa como antes de que Tarod descargase en ella su venganza, se materializó ante los ojos de su mente y aumentó su dolor; desterró la imagen haciendo un gran esfuerzo y, cuando miró de nuevo a Yan-dros, comprendió que lo que había esperado durante un breve instante era imposible. Y tal vez, pensó, aunque no pudo reconocerlo, no habría querido que fuese posible.
Yandros y Tarod se movían ahora en dirección a él. Keridil todavía no podía aceptar del todo el hecho de que los dioses a quienes adoró durante toda su vida habían sido derrotados, y de que estos desaforados, veleidosos e imprevisibles entes habían ocupado su sitio. El Caos había vuelto... ¿Qué futuro podía haber ahora para él?
Yandros leyó sus pensamientos, y el Señor del Caos de cabellos de oro sonrió:
—El futuro, Sumo Iniciado, será como vosotros lo hagáis —dijo, y su voz argentina pareció levantar chispas en lo más profundo del ser de Keridil—. El mundo cambiará. El Orden ya no gobierna, pero nosotros seremos unos amos muy diferentes. Nos gustan los conflictos y, si tú deseas que el Orden represente aquí un papel, se levante contra el Caos, tienes derecho a luchar por ello. Vuelve a la Península de la Estrella, Keridil Toln. Es el lugar que te corresponde por derecho. Aprovecha todo lo que puedas lo que te hemos dejado. Es más de lo que te imaginas.
Keridil no pudo responderle. Contempló un instante aquella cara cruelmente hermosa, aquellos ojos cambiantes, y tuvo que desviar la mirada. Tarod se adelantó.
—Donde hay conflicto puede haber verdadero desarrollo y vida —dijo—. Entiende esto y lo comprenderás todo. Creo... —Miró a Yandros y se estableció una comunicación privada entre ellos—. Creo que tú, más que todos los otros mortales, eres capaz de cumplir las tareas que te esperan, Keridil. —Para sorpresa y confusión del Sumo Iniciado, alargó la mano izquierda y tomó la derecha de Keridil con una fuerza que produjo en su brazo una descarga que le llegó hasta el hombro—. Te deseo suerte, viejo amigo.
La mano aflojó su apretón y los largos y flacos dedos se encorvaron al retirarlos Tarod. Este sonrió y, por un instante, esta sonrisa reprodujo la del rapaz de doce años que había venido, como desconocido forastero, al Castillo y se había hecho amigo del hijo del Sumo Iniciado. Reprodujo también la del rebelde Iniciado de cabellos negros que había crecido y se había desarrollado dentro del Círculo; el Adepto que, dejando atrás al Círculo, había ejercido un poder que había destruido las barreras del Tiempo, el demonio que había desafiado al ser supremo y le había vencido. Era la sonrisa de un Señor del Caos. Keridil observó, incapaz de hablar, cómo atraía Tarod a Cyllan a su lado y se enfrentaban los tres a él. Creyó ver (después no pudo nunca estar seguro, aunque la imagen acompañaría sus sueños durante el resto de su vida) un paisaje tan extraño, tan indescriptible, que su mente no pudo realmente registrarlo, superponiéndose sobre la dura roca muerta del cráter; un lugar donde el color y la forma y el sonido chocaban y se mezclaban en loca algarabía. El Caos... Keridil lo contempló sólo un instante; después, con un ruido parecido al de una puerta grande cerrándose suavemente, desaparecieron las tres figuras que tenía delante.
Se quedó plantado, inmóvil, durante mucho tiempo. Detrás de él estaba el altar partido por la mitad donde había reposado el cofre de Aeoris, pero el propio cofre se desvaneció. A su alrededor yacían sus compañeros: Penar Alacar, Ilyaya Kimi, el anciano erudito Isyn, dos Hermanas, sus propios Adeptos; todos seguían durmiendo, y el silencio que descendió sobre el cráter muerto del volcán era casi insoportable. Keridil miró a su alrededor como buscando inspiración o consuelo en las imponentes paredes de roca, pero allí no había nada. Lo único que vio fue el primer y delator destello de luz en el cielo, que le dijo que empezaba a despuntar la aurora en el horizonte del este. En su estado de ánimo actual, le dio poco consuelo.
Alguien rebulló y respiró con menos fuerza que el céfiro y, al volverse, vio que el Alto Margrave se estaba moviendo lentamente, como en trance, estremeciéndose al elevarse su conciencia a través de las capas profundas del sueño en dirección a la mañana. También los otros daban señales de despertar, aunque la anciana Matriarca seguía yaciendo inmóvil, pálida, como una arrugada y frágil muñeca.
La mirada de Fenar Alacar se encontró con la de Keridil, pero éste no pudo responder a la muda y asombrada súplica que ardía en los ojos pasmados del Alto Margrave, y se volvió de espaldas. Tal vez con el tiempo podría empezar a contestar los millones de preguntas no formuladas; pero todavía no. Todavía no.
Se habían ido tantas cosas... , tantas cosas que él había dado por ciertas durante toda su vida y que ahora habían sido barridas. Y sin embargo, Keridil experimentaba que una sensación injustificada de liberación empezaba a invadirle, como si levantaran de sus hombros una carga de la que nunca se había dado plenamente cuenta. De m> mento, todavía no encontraba solaz en ello... , pero había en ello una promesa, una promesa que era como la de la aurora que ascendía lentamente y sin ruido en el cielo. Fuese lo que fuere lo que guardaba el futuro, se le había dado una oportunidad de vivir y de gobernar como le dictase su conciencia, libre de toda fidelidad ciega al Orden o al Caos. Y esperaba (creía, se dijo severamente) que podría mostrar se digno de aquella responsabilidad.
Lentamente, Keridil se hincó de rodillas sobre el duro suelo de roca. Inclinó la cabeza al doblarse sobre sus propias manos cruzadas, y empezó a orar.
Pero ya no sabía a qué dioses tenía que rezar.