EPILOGO


Si volvía la mente en aquella dimensión, podía ver el Castillo. Aquel edificio tan antiguo, construido por manos que no eran del todo humanas, habitado por sucesivas generaciones, usurpado por otros cuyas vulnerabilidad y mortalidad eran difíciles de advertir. Ahora el círculo se había cerrado, o casi cerrado.

Los centinelas en lo alto de las cuatro vertiginosas torres estaban en sus puestos, teñidas las caras por las últimas luces ensangrentadas del sol al deslizarse hacia el horizonte occidental. Esperaban, como lo hacían cada atardecer, la tormenta sobrenatural que vendría rugiendo del norte en el momento del ocaso, proyectando sus caóticos relámpagos a través de los cielos, mientras las grandes y pulsátiles franjas de color avanzaban inexorablemente detrás de ella. Esperaban el Warp que anunciaba la noche, que pregonaba el poder del Caos en su mundo, y cuando llegase, se celebrarían los ritos y se harían las súplicas y el equilibrio se mantendría una vez más.

El sentía un extraño afecto por el lúgubre y negro Castillo. Contenía recuerdos que le gustaba contemplar; en los confines de sus paredes aprendió mucho, sufrió mucho y, finalmente, recobró la memoria de su propia y verdadera naturaleza. También había encontrado el alma humana por la que estuvo dispuesto a sacrificarlo todo.

Ella se movió a su lado y él sintió su sonrisa. Aquí, en un reino más allá de la comprensión humana pero que era ahora el suyo, eligió adoptar la forma de una mujer de cabellos pálidos, cara solemne y ojos ambarinos, en la que solamente la resplandeciente ropa del Caos que envolvía su cuerpo delgado desmentía la ilusión de humanidad. Eligió aquella imagen porque sabía que a él le gustaba; él se volvió hacia ella y adoptó una forma que completaba la suya: cabellos negros en contraste con los de oro blanco, ojos verdes que la miraban afectuosamente al atraerla hacia sí y estrecharla con fuerza. En algún lugar lejano, una voz entonó una horrible armonía; él frunció el entrecejo, y el sonido se transformó en una nota pura y trémula que le recordó, agradablemente, las criaturas marinas de pelaje abigarrado que había conocido antaño y que habían servido bien al Caos.

El sol rojo de sangre se estaba hundiendo en el mar mucho más allá de la mole del Castillo, y él sintió en sus venas los primeros anuncios del Warp que se acercaba. La tormenta era su sangre, su nervio; hizo un ligero esfuerzo de voluntad y sintió que la fuerza crecía, aullando y arrastrándose sobre el mar en dirección a la tierra. Y al acercarse furioso al Castillo, vio, como había visto antes, una figura solitaria en una ventana alta que se abría al norte que se estaba oscureciendo. Un hombre que, antaño, fue su amigo.

Se hacía llamar Sumo Iniciado, porque este título era antiguo y noble, y lo merecía, creía Tarod, más que cualquiera de sus semejantes. Ya no llevaba la insignia de su rango, porque el viejo sello del Orden había perdido su significación y no se resignaba a llevar el emblema del Caos. Tal vez esto cambiaría un día; pero importaba poco. El equilibrio se había restablecido y Keridil era libre de tomar el partido que quisiera.

Los recuerdos que trajeron a Tarod al Castillo hicieron que sus pensamientos se detuviesen en la figura de la ventana. Recordó lo que era ser mortal y sintió piedad por el hombre de rostro macilento y ojos atormentados bajo los rojizos cabellos. Keridil había aprendido lo que era traicionar y ser traicionado, y la lección le cambió y le endureció. Había mirado las caras de los dioses del Orden y de los dioses del Caos, y sabía que unos y otros se necesitaban. Había perdido a la mujer que amaba y, al perderla, vio cuál era su verdadera naturaleza, de manera que, sin dejar por esto de llorarla, comprendía dolorosamente cómo ella le había engañado y casi corrompido.

Había visto la muerte de la vieja Matriarca, cuya fragilidad había sucumbido durante aquel último y monstruoso encuentro con el Caos en la Isla Blanca, y con ella desapareció el último bastión de las viejas y rígidas costumbres. La señora Fayalana Impridor, que, sorprendida y emocionada, se había puesto el manto de Matriarca al declararse la doliente Kael Amion incapaz de desempeñar el cargo, era lo bastante joven para no haberse contagiado de la inflexibilidad de su predecesora. Y Fenar Alacar, ahora de diecinueve años y profundamente afectado por sus recientes experiencias, delegó sus funciones al Sumo Iniciado y se esforzaba en aprender prudencia.

El mundo estaba en paz; tal vez más en paz de lo que estuvo nunca en el recuerdo de cualquiera de sus habitantes. Pero no duraría; al

Caos le encantaba el conflicto, e incluso ahora se excitaba la mente de Tarod al prever el próximo enfrentamiento con los Señores del Orden. Se produciría; el equilibrio se había establecido y debía mantenerse, pero estaría constantemente amenazado, y él y sus hermanos se regocijarían cuando se reanudase una vez más el antiguo combate. Pero el pivote de aquel conflicto, el eje final sobre el que giraría su resultado, estaba en manos de los falibles mortales que durante siglos adoraron al Orden y que ahora se sentían desligados de sus severas normas y libres de elegir su propio camino. En cuanto al que elegirían, ni Tarod ni Yandros ni ninguno de los entes que les servían en el reino del Caos podían saberlo; la invencibilidad no era omnisciencia, y además, la incertidumbre daba más sabor al futuro. Pero fuera cual fuese el que eligiese Keridil, Tarod pensó, no sin sentir un poco de afecto, que había demostrado, al fin, que podía hacer frente al desafio de su nuevo papel. Habría cambios, porque tenía que haberlos. Y creía que Keridil sería un valioso instigador.

Unos dedos le tocaron ligeramente y unos colores que vibraban mucho más allá del espectro visible resplandecieron alrededor de la figura de la mujer que estaba a su lado. Tarod sonrió, y el pequeño microcosmos que era la Península de la Estrella y el mundo gobernado por ella se desvaneció entre lo almacenado en la memoria. Se levantó, tendiendo graciosamente una mano, y unos dedos blancos se cerraron sobre los de él, y los dos personajes se alejaron juntos del observatorio. Durante un momento, dos columnas pulsátiles de radiación ocuparon su sitio; después, también ellas se confundieron con la niebla arremolinada del Caos de la que habían salido. En alguna parte, una risa que era casi pero no del todo humana, resonó dulcemente; entonces las dos figuras desaparecieron, dejando tras ellas un efímero pero profundo silencio.

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