Lo más fantástico de todo, pensó Cyllan, era el profundo silencio con que la Barca Blanca entró lentamente en el puerto. No hubo gritos ni voces de la extraña tripulación, ni chasquidos y estrépito al ser plegadas las enormes velas y tensadas las cuerdas; casi parecía que la nave tenía vida y voluntad propias, por la facilidad con que maniobró hacia su lugar de amarre y se detuvo al fin junto al muelle.
Un Guardián demacrado, indiferente, aflojó los nudos de las cuerdas que sujetaban los tobillos de Cyllan y, aunque sus muñecas siguieron atadas, pudo arrodillarse sobre la cubierta y observar cómo se acercaba la isla sagrada a las primeras luces frías de la aurora. La niebla la envolvió hasta que el barco estuvo casi llegando a su abrigo; entonces los débiles rayos del sol que llegaban oblicuos desde el este habían rasgado la niebla, y la Isla se había elevado ante ellos con impresionante claridad. Rocas amenazadoras que al parecer no ofrecían posibilidad de desembarcar en ellas surgían del mar, dominadas por un solo y titánico risco en el centro de la isla; era la enorme concha de un volcán largo tiempo dormido, una negra silueta contra el pálido cielo. Cyllan había sentido el aura que irradiaba del lugar y volvió la cabeza con un estremecimiento de terror.
La Barca siguió navegando, indiferente su tripulación a los traidores arrecifes que acechaban debajo de la superficie del océano y mostraban a veces unos dientes salvajes sobre el agua espumosa. Entonces, sin previo aviso, viró hacia tierra, en dirección a la cara del acantilado, haciendo que Cyllan cerrase los ojos y murmurase una imprecación en voz baja. Pero no se produjo ningún chirrido, ningún choque violento, y cuando se atrevió a mirar de nuevo, vio que la enorme roca delante de ella se había partido hacía innumerables siglos para crear un estrecho canal a través del cual pasaba el oleaje, y que la Barca iba a meterse en sus fauces. Se deslizaron entre gigantescos cantiles mojados por la espuma y que Cyllan creyó que casi podía tocar con alargar la mano; entonces, el oleaje se calmó gradualmente, hasta que la Barca navegó en aguas profundas y tranquilas, silenciosa como un fantasma blanco.
Y ante ellos estaba su punto de destino.
En lo alto se alzaban los cantiles y casi se tocaban, y el cielo era un fino y cruel puñal resplandeciente. Las sombras eran tan profundas que el muelle junto al que se había detenido la Barca quedaba medio oculto en la penumbra; pero Cyllan pudo ver que, en aquel puerto, todo había sido tallado a una escala que no guardaba relación con las dimensiones humanas. Las piedras del muelle eran bloques monstruosos que un ejército de obreros se habría visto en dificultades para mover una pulgada, y ahora unos hombres, pálidos como fantasmas, estaban saliendo de algún lugar invisible para amarrar la embarcación a un gigantesco noray que empequeñecía sus figuras. Detrás de ellos, un tramo de escalones había sido cortado en la cara de la roca, una escalera tan enorme que tenía que haber sido obra de gigantes; y Cyllan se estremeció al imaginar la naturaleza de los pies inhumanos que pisaron aquellos escalones un milenio atrás.
Hubo movimiento sobre la cubierta y, al volver la cabeza, vio que los otros pasajeros de la Barca salían de las habitaciones, fuesen cuales fueren, que ocupaban abajo. Al principio no reconoció a Keridil Toln; éste había cambiado su ropa por un atuendo más formal y se cubría los hombros con una gruesa capa de ceremonia cuyo tejido era invisible bajo el peso de sus bordados con hilo de oro. El cuello alto de la capa ocultaba su cara, pero ella pudo ver la diadema de oro que ceñía los rubios cabellos, así como el bastón de mando de Sumo Iniciado que llevaba en la mano. Caminó despacio hacia el lado de la Barca, escoltado por dos Guardianes, y Cyllan sintió que se le encogía la garganta; por mucho que le odiase, por muy enemigo que fuese, no podía dejar de sentirse impresionada por aquella figura majestuosa.
Detrás de Keridil venía Fenar Alacar, pálido el semblante y pareciendo demasiado joven en su atuendo de ceremonia, con la espléndida capa de piel blanca sobre carmesí y él gran rubí solitario, insignia del Alto Margrave, resplandeciendo sobre el hombro derecho. Y por último, con el paso cauteloso de la vejez y la enfermedad, la Matriarca Ilyaya Kimi. Como siempre, vestía el hábito blanco de la Hermandad, pero el cinturón que acostumbraba portar había sido sustituido por una faja de plata, y llevaba en la cabeza una diadema de filigrana de plata de la que pendía, casi hasta los pies, un velo de tisú de plata.
Cyllan permaneció rígida mientras la pequeña procesión pasaba a sólo tres pasos de ella. Por un breve instante, su mirada se cruzó con la de Keridil; vio tensión en su semblante y le pareció que la miraba con una mezcla de compasión y desdén. Pasó y ella se volvió para librarse del escrutinio de sus acompañantes.
La pared maciza del muelle estaba al mismo nivel que la cubierta de la Barca Blanca y, cuando desembarcaron los miembros del triunvirato, los Guardianes que esperaban formaron una apretada escolta a su alrededor cuando pisaron tierra firme. Cyllan siguió con la mirada las formas que se alejaban, hasta que solamente una confusa mancha blanca en la penumbra marcó el lugar donde se hallaban, y entonces su pulso se aceleró al sentir que una mano, fría y ligera como una tela de araña, le tocaba un hombro.
El tripulante de ojos pálidos no la miró ni le habló. Señaló simplemente hacia la pasarela con cuerdas a modo de barandillas que separaba el barco del muelle, y antes de darse cuenta de lo que hacía, Cyllan se encontró caminando insegura en aquella dirección. Oyó movimiento a su espalda, pero no se atrevió a volverse; después cruzó el estrecho puente sobre el agua negra y tranquila y, temerosa y pasma da, puso pie en la Isla Blanca.
Otra mano la tocó en el hombro (se estremeció por aquel contacto que encontraba repulsivo) y fue guiada hasta el pie de la monstruosa escalera que ascendía hasta perderse de vista. Keridil y sus compañeros no se veían en ninguna parte, y se preguntó si habrían sido llevados por este camino; era difícil creer que la anciana Matriarca tuviese la energía necesaria para una subida semejante. La escalera, temible y amenazadora, atrajo su mirada, y de nuevo sintió el toque escalofriante del aura de la Isla, y se estremeció.
Otras personas estaban ahora siendo escoltadas desde el barco: dos hombres a los que nunca había visto y que llevaban insignias de Adeptos; otro, más viejo, cuyo atuendo indicaba que era un erudito; dos Hermanas de Aeoris, y (Cyllan sintió que se cerraban sus mandíbulas) una joven alta y de noble aspecto, de cabellos castaños que le caían sobre los hombros. Sashka Veyyil, la antigua amante de Tarod que le había traicionado, entregándolo al Círculo y que disfrutaba ahora de su triunfo como nueva consorte del Sumo Iniciado. Se habían visto una vez, en el Castillo, y aquel encuentro era una espina clavada en la memoria de Cyllan.
Sashka vio que la muchacha rubia la estaba mirando, y una ligera sonrisa despectiva se pintó en su hermoso semblante. Entonces, un Guardián vestido de blanco se interpuso entre ellas y señaló en silencio la gigantesca escalera.
Cyllan se había preparado para una agotadora subida hacia sabían los dioses qué destino en la cima de la terrible escalera; pero no fue así. En vez de esto, cuando el pequeño grupo hubo subido menos de cien escalones, su escolta les guió hacia la negra boca de un túnel abierto en la roca oscura. Durante un rato, caminaron en la oscuridad, roto solamente el silencio por la respiración estertorosa del viejo erudito que trataba de recobrar su aliento; después el túnel se abrió en una alta pero estrecha cámara, iluminada desde arriba no se veía cómo y amueblada solamente con una mesa de madera y varios bancos. Entraron en la cámara, sin saber de cierto lo que se quería de ellos, y uno de los impertérritos Guardianes que habían conducido a la comitiva hasta allí se volvió hacia ellos y habló.
—El Cónclave de los Tres está a punto de empezar. —Su voz resonó débilmente en la bóveda—. Los que han acompañado al triunvirato permanecerán aquí hasta que sean llamados.
Una de las Hermanas dijo tímidamente:
—El consejero del Alto Margrave se ha visto perniciosamente afectado por la subida, Guardián. Necesita algo que le serene la agitación y le ayude a recobrar las fuerzas.
—Será debidamente atendido.
Los modales del Guardián no habían cambiado y Cyllan se puso nerviosa por la manera en que aquellos hombres extraños (si eran hombres) parecían incapaces de hablar directamente a alguien. El empezó a volverse, pero Sashka dio súbitamente un paso adelante.
—Guardián. —Estaba claro que no compartía la timidez de la Hermana, y había un matiz de indignación en su voz—. Supongo que no vais a dejar aquí a esta criatura. —Señaló imperiosamente con un dedo a Cyllan—. Es prisionera del Sumo Iniciado, ¡y aliada del Caos! ¡Debería ser encerrada en alguna parte donde no represente una amenaza para el resto de nosotros!
El hombre vestido de blanco volvió su mirada indiferente y pareció mirar a través de ella, y dos manchas de color se encendieron en las mejillas de Sashka.
—Todos permaneceréis aquí hasta que seáis llamados —repitió llanamente el Guardián—. No hay ningún peligro.
Y girando sobre los talones, salió de la cámara y cerró la puerta a su espalda.
Sashka murmuró algo en voz baja y se dirigió furiosa al fondo del subterráneo. La Hermana le salió al paso y le habló, pretendiendo claramente apaciguarla, pero ella le dijo unas palabras duras y la mujer retrocedió. Cyllan se sentó en cuclillas cerca de la puerta, prescindiendo de los otros, que andaban de un lado a otro murmurando inquietos entre ellos. La observación de Sashka al Guardián la había herido profundamente, pero era lo menos que podía esperar; en su primer encuentro, la intuición le había dicho que en la enemistad de la joven de cabellos castaños había más de lo que se observaba a simple vista. Pero no importaba; Sashka no significaba nada para ella.., y tenía otras preocupaciones más inmediatas e importantes.
El Cónclave se estaba celebrando en ese mismo momento, y el futuro de Tarod pendía en la balanza de su resultado. Desde el momento en que Keridil Toln la había desafiado y animado burlonamente a llamar a Tarod en su ayuda, supo que el Sumo Iniciado estaba jugando con su presencia aquí, y ahora lamentaba amargamente el hecho de que el amor de Tarod por ella haría que la buscase sin importarle el riesgo que él mismo podía correr. Si él oyó su llamada psíquica, los escrúpulos que hasta ahora le habían impedido usar su poder no contarían para nada. Lo emplearía y vendría a buscarla, como Keridil sabía muy bien. Era una trampa perfectamente montada y nada de lo que ella pudiese hacer enderezaría la situación. Incluso cuando la Barca Blanca entró lentamente en el puerto, sintió el peculiar aislamiento de la Isla y supo que cualquier intento que hiciese de ponerse de nuevo en contacto con Tarod y avisarle tenía que fracasar. El la seguiría hasta aquí, y cuando pisase tierra de la Isla Blanca, sus enemigos le estarían esperando.
Sus tristes pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de la puerta abriéndose a su lado y, al levantar la mirada, vio que un joven de ojos inexpresivos, con el ya familiar atuendo blanco de los Guardianes, entraba en el subterráneo. Traía una bandeja cargada con una jarra, varias copas y un plato de lo que parecía tosco pan moreno, y la dejó sobre la mesa. No pronunció una palabra; nadie le habló, y segundos más tarde se marchó y una llave chirrió en la cerradura.
Aliviada por aquella distracción, por pequeña que fuese, Cyllan observó que la Hermana que había pedido ayuda llenaba una copa con el contenido de la jarra y la llevaba, con un pedazo de aquel tosco pan, al viejo erudito. Sus voces apagadas resonaron en la cámara de piedra, aunque era imposible entender lo que decían. Cyllan apartó de nuevo la mirada, doblándose hacia delante y apoyando la cabeza en los brazos cruzados.
—Debes tener sed. —Aquella voz interrumpió sus pensamientos y, cuando levantó sobresaltada la cabeza, vio a Sashka plantada delante de ella. Tenía una copa en la mano y una débil sonrisa en el semblante—. ¿O tienes otras cosas en tu mente? —añadió la joven, con no disimulada malicia.
Cyllan no le respondió y, con gracioso movimiento, Sashka se sentó en el banco que más le convenía. Sorbió el contenido de la copa, hizo una mueca y dijo:
—Agua, y salobre, por cierto... Supongo que no podemos esperar nada mejor en este bárbaro ambiente. Aunque te aconsejo que aproveches la ocasión. Es muy probable que no vuelvas a beber.
Sus chanzas eran una clara indicación de su estado de ánimo y dieron a Cyllan una visión de la profundidad del rencor y del resentimiento de Sashka. Dejó que una breve risa escapara de sus labios y la otra joven se puso colorada.
—Me alegro de encontrarte tan animada, Cyllan. El valor es una cualidad muy rara en las personas que están a las puertas de la muerte; eres un buen ejemplo para todos nosotros.
La única respuesta de Cyllan a su sarcasmo fue apoyar la cabeza en la pared y cerrar los ojos. Los labios de Sashka se apretaron en una línea cruel.
— ¿No te conmueve la idea de morir? —Se había elevado el tono de su voz, y algunos la observaron con curiosidad; hizo caso omiso de ellos, indiferente a su opinión—. Eres muy valiente, pero espero que tu coraje será muy divertido cuando veas cómo destruyen a Tarod... ¡antes de que te llegue el turno!
Esto provocó la reacción que ella había esperado. Cyllan abrió de par en par los ojos, llenos de una mezcla de ira y de dolor que dieron gran satisfacción a Sashka. Le habría gustado más que fuese Tarod, en vez de Cyllan, quien recibiese la carga mayor de su veneno (con frecuencia había yacido despierta por la noche, imaginándose cómo le zaheriría, lo que le diría), pero esto era bastante agradable, una pequeña venganza.
—Ah —dijo suavemente—. Conque tienes miedo... ¿Hasta ahora no te has dado cuenta de que tu amante no es invencible? ¿De que morirá y de que su muerte no será menos horrible y dolorosa que la tuya? —Se levantó, dio lentamente tres pasos hasta hallarse directamente delante de Cyllan y suspiró con aire teatral—. Creo que te compadezco.
Cyllan quería mantener su glacial silencio, pero la cólera que hervía en su interior era demasiado fuerte.
—Ahórrate el esfuerzo —dijo furiosamente—. Tus palabras me repugnan.
Sashka hizo una mueca y se miró las uñas con un aire de infinita paciencia de mártir.
—Es una lástima que seas tan terca, Cyllan. Todavía podrías salvarte, ¿sabes? —Levantó la mirada, vio que Cyllan echaba chispas por los ojos y sonrió dulcemente—. Incluso después de todo lo que has hecho, creo que podría persuadir al Sumo Iniciado de que se mostrase clemente contigo, si renunciases a tu... digamos a tu mal orientada fidelidad.
¡Oh, sí! pensó Cyllan, ¡esto satisfaría tu vanidad! No solamente conseguiría Sashka privar a Tarod de su único verdadero aliado, sino que sin duda la complacería hacerle saber que este aliado le traicionó, y sus motivos eran lastimosamente claros. Mezclado con el odio que sentía por Tarod, estaba el eco encubierto del deseo que había sentido por él... y que tal vez seguía sintiendo. Y aunque decía aborrecerle, no podía soportar la idea de que él amase a otra. Quería que la amase todavía, para poder tener el placer de herirle con su rechazo. De pronto, Cyllan casi se compadeció de Keridil Toln.
Contrariada por la falta de reacción, Sashka se encogió de hombros con indiferencia.
—Desde luego, esto no tiene importancia para mí; pero difícilmente se te puede culpar de no tener la inteligencia necesaria para comprender cosas como ésta. —Sonrió de nuevo y añadió, con confidencial benevolencia—: Creo que conozco a Tarod más de lo que tú podrías esperar nunca conocerle, y siempre tuvo unas grandes dotes de persuasión. Pero hay quien tiene la capacidad de ver a través de sus engaños, y quien no la tiene. En verdad, Cyllan, creo que es un poco duro condenarte por lo que, a fin de cuentas, no es más que supina ignorancia.
Por un momento cegador, Cyllan deseó con toda el alma poder tener de nuevo en su poder la piedra del Caos. Recordó la gloria deslumbradora de su fuerza, que la invadió y se apoderó de ella; el indes criptible afán de venganza y la sed de sangre que había sentido cuando Drachea Rannak cayó delante de ella por la furia del Caos... Sobreponiéndose, respiró hondo y confinó las imágenes en el oscuro rincón de la mente que les correspondía. Sashka Veyyil no era Drachea, no era ninguna amenaza; no era más que una chiquilla celosa y resentida, y hacer caso de sus pullas sería una tontería.
Pero a despecho de lo que le dictaba la prudencia, su autodominio se negó a doblegarse ante ello. Nada de lo que pudiese decir o hacer haría daño a Sashka; la muchacha triunfaba y se regocijaba con su victoria. Sin embargo, por mor de Tarod, si no por otra razón, Cyllan no podía soportar que su rencor quedase sin respuesta.
Levantó la mirada, brillándole los ojos, y dijo con voz ronca:
— ¿Has visto alguna vez el Caos, Sashka Veyyil?
Las palabras habían acudido a sus labios sin ella proponérselo y, al pronunciarlas, experimentó una sensación extraña, como una carga psíquica que crecía dentro de ella, alimentada por su ira. Era parecido al poder incontrolable e imprevisible que a veces podía tener como adivina, pero más fuerte; mucho más fuerte. E hizo que Sashka se sintiese súbitamente inquieta.
Cyllan sonrió fríamente.
—No..., ya me lo imagino. Pero lo verás. Un día. —Sintió que la carga psíquica se apoderaba más de ella, como si algún poder indecible hablase por medio de su voz, y la suave risa que brotó de su garganta nada tenía de agradable—. Te lo prometo, Sashka... Esta será mi maldición.
Sashka palideció, y tembló la mano que sostenía la copa. Por un momento, un puro miedo se pintó en sus ojos; después, la cólera lo reemplazó, y con violento ademán arrojó el resto del agua directamente a la cara de Cyllan, dio media vuelta y se alejó.
La impresión del agua destruyó la presa de aquel poder peculiar y trajo de nuevo a Cyllan a la realidad. Pestañeó, sacudió la cabeza para aclarar sus ojos (las muñecas atadas imposibilitaban que lo hiciese de otra manera) y miró hacia el fondo del subterráneo, donde se había retirado Sashka. En la penumbra, sólo pudo ver el color del traje de la otra joven y las caras de los otros, que la estaban mirando con curiosidad. Desvió su mirada, asumiendo de nuevo su actitud deprimida. El breve acceso de furioso psiquismo hacía que ahora se sintiese desolada, y su amenaza a Sashka le parecía vana y falsa. Ella no tenía poder para maldecir, y el odio no podía por sí solo convertir sus palabras en realidad. Había tenido la momentánea satisfacción de ver terror en los ojos de Sashka, pero esto no era un consuelo.
Se preguntó si Yandros sabía lo que fue de sus planes y de la promesa que ella le hizo. Aquí, en la Isla Blanca, sede de la fuerza de Aeoris, no podía tener la menor influencia; incluso Tarod, si lo quisiera, tendría su fuerza tan reducida en este lugar que sería incapaz de llamar al Señor del Caos. Y sin ninguna ayuda de más allá de este mundo terreno, ¿qué esperanza podía haber?
Oyó que alguien arrastraba los pies cerca de ella, levantó la cabeza, y se sorprendió al ver al anciano erudito inclinado sobre ella.
El anciano torció la boca en una sonrisa.
—Parece que has disgustado mucho a la consorte de nuestro Sumo Iniciado —dijo secamente—. Y veo que no te han dado de beber, al menos en el sentido propio de la palabra. —Le ofreció una copa llena hasta el borde—. Aquí hay más que suficiente para ir tirando.
Nada en su tono indicaba burla o sarcasmo, y Cyllan le correspondió con una sonrisa vacilante. Después levantó las manos atadas.
—Temo que no podré sacar provecho de tu bondad.
—Permíteme... —El anciano le acercó la copa a los labios, esperó a que ella bebiese y sonrió de nuevo.
—Te encuentras mejor, ¿eh?
Cyllan acabó de beber.
—Sí, gracias. —Vaciló—. Espero que te hayas recobrado de la escalada.
—Sí..., aunque tú y la Hermana Malia habéis sido las únicas que habéis tenido la amabilidad de preguntármelo. —La observó durante unos momentos antes de añadir—: No eres, exactamente, como me dieron a entender.
El inicial sentimiento de gratitud de Cyllan por el viejo menguó un poco al oir esto, y su tono adquirió un matiz glacial.
—¿Y qué te dieron a entender?
—Oh, los acostumbrados productos de la superstición —dijo, imperturbable, él—. Algo menos y sin embargo más que humano. Ciertamente, no una muchacha evidentemente inteligente y, perdona que lo diga, corriente, que podría ser hija o hermana de cualquiera.
Cyllan se mordió con fuerza el labio.
—Si vas a decirme que he llegado a esta situación sin culpa por mi parte y que no es demasiado tarde para salvarme, puedes ahorrarte las palabras. —Sus ojos ambarinos centellearon al mirarle con irritación—. Tomé mis decisiones hace tiempo.
—No lo he dudado un instante. —La torcida sonrisa del viejo se pintó de nuevo brevemente en su cara—. Simplemente, me interesa tu historia. Soy un erudito, ¿sabes?, me llamo Isyn y tengo un interés particular en las numerosas variedades de la naturaleza humana. Siempre estoy tratando de extender las fronteras de mi conocimiento y de mi comprensión.
Cyllan frunció los labios.
—Entonces encontrarás aquí muy poco para tus estudios, Isyn. No tengo nada que ofrecerte. —Volvía a sentir cólera, pero en una forma más tranquila—. A menos, desde luego, que Tarod viniese aquí a buscarme. Esto podría satisfacer tus deseos de nuevos conocimientos.
Isyn rió entre dientes.
— ¡Espero que no sea así! Pero dime una cosa y solamente te lo pregunto con ánimo de comprensión, ¿no tienes miedo?
—¿Miedo? —dijo lentamente Cyllan.
El señaló la puerta del subterráneo.
—De lo que te espera. falta de una palabra mejor, de tu destino.
Cyllan comprendió de pronto que para Isyn, tal vez para todos ellos, era una curiosidad, como los desgraciados mutantes que eran a veces exhibidos en las ferias del Primer Día del Trimestre; algo a lo que atormentar, o por lo que mostrar asombro, o que discutir en lenguaje erudito, según las inclinaciones del espectador; pero no una criatura que podía pensar y sentir por derecho propio. Con frecuencia se había unido en el pasado a los mirones de plaza de mercado; ahora sabía lo que debían sentir aquellos mutantes. Y de pronto comprendió, como nunca hasta entonces, el desprecio que sentía Tarod por todos ellos: el Círculo, los Margraviatos y las Hermandades. Debía conservar esta impresión; pasara lo que pasase, debía conservarla.
—No, no tengo miedo —dijo con dignidad.
La fría indiferencia de Cyllan disuadió al fin a Tsyri, y Sashka no hizo más esfuerzos para hostigarla; la dejaron sola con sus pensamientos, mientras los otros se mantenían ostensiblemente apartados. Y Cyllan no pudo calcular el tiempo que pasó antes de que el ruido de una llave girando en la cerradura atrajese la atención de todos los que estaban en la cámara.
Dos Guardianes aparecieron en el umbral; detrás de ellos, Cyllan pudo ver al menos otros dos en el túnel. Uno de ellos habló con la monotonía que ahora les era familiar.
—El Cónclave está tocando a su fin. Se requiere la asistencia de los que han acompañado al triunvirato.
Se intercambiaron miradas; poco a poco, los ocupantes de la cámara se pusieron en pie. Solamente Cyllan no respondió, y uno de los Guardianes avanzó y se plantó delante de ella.
—Se requiere la asistencia de todos. No hay excepción.
Miró a la pared mientras hablaba, y Cyllan sintió el impulso de darle una patada, solamente para ver si era posible provocar una reacción en uno de aquellos zombies sin sangre. Lo resistió, así como la tentación de hacer caso omiso de él y seguir sentada, negándose a colaborar. Si no iba con el grupo voluntariamente, sin duda la obligarían a hacerlo por la fuerza, y no valía la pena perder su dignidad por una vana satisfacción de resistir.
Se puso en pie con dificultad, estorbada por la ligadura de sus muñecas, y siguió al resto del grupo a través de la puerta y por el largo túnel oscuro.
Al salir de la boca de éste, fueron bañados por la pálida y engañosa luz que precede al crepúsculo. Todo el día había transcurrido mientras esperaban en la penumbra del subterráneo y el sol era una furiosa esfera carmesí contra el lóbrego telón de fondo del cielo.
El Guardián que les conducía miró directamente aquel rojo infierno durante unos instantes; después se volvió a las personas que estaban a su cargo y señaló la gigantesca escalera que seguía subiendo y subiendo. Cyllan contempló el tramo que se extendía delante y encima de ella, remontando la espalda encorvada de la Isla, y vio que parecía terminar en un risco afilado como una navaja, apenas discernible bajo la luz menguante. Más allá del risco, una pared de roca gris pardusca se erguía hacia el cielo, perdiéndose su cima en la cada vez más oscura niebla. Era el cráter de un antiguo y largo tiempo extinguido volcán... , y sabía que allí estaba el sacrosanto santuario y el cofre que había permanecido cerrado desde que los siete Señores del Orden libraron la última batalla contra el Caos.
El Cónclave había terminado y se había tomado la decisión. Se haría de noche mucho antes de que el grupo llegase a la dormida cima, pero entonces sabría lo que habían decidido y, también, el destino que le esperaba a ella... y a Tarod si caía en la trampa que habían montado para él.
Hasta ahora se había aferrado a un fiero orgullo y a la resolución de no desfallecer, y éstos le sostuvieron durante todo el largo viaje a la Isla y la prolongada espera en la cámara. Pero ahora, al contemplar la implacable y muerta falda del volcán, y sabiendo lo que había más allá, sintió que el miedo la roía en lo más hondo de su alma.
Los fanaani le abandonaron cuando las cumbres de la Isla aparecieron en la oscuridad y las olas chocaban con blanco resplandor contra las abruptas vertientes. Había sentido que sus resbaladizos cuerpos se deslizaban debajo de sus manos y oyó una estremecedora cascada de notas sobre el rugido del mar. Después nadó hacia las imponentes rocas por sus propios medios. Una fuerte corriente lo atrapó y lo llevó a tremenda velocidad hacia la amenazadora abertura en el acantilado, donde unas piedras titánicas rompían su simetría en un derrumbamiento acaecido milenios atrás. Vio la boca abierta de una cueva medio sumergida en la marea y, entonces, surgieron rocas aguzadas de la oscuridad y tuvo que ejercer toda su fuerza física para no ser lanzado contra ellas. Viendo momentáneamente agua clara delante de él, nadó hacia la fisura del acantilado; otra ola, al romper, le empujó hacia tierra, y retorciéndose en el último momento, sintió que sus manos rozaban una roca al apartarse del acantilado. La roca era áspera y lo bastante quebrada para que pudiese agarrarse a ella; resistió como pudo al absorberle la fuerte resaca y, antes de que pudiese romper la ola siguiente, logró salir del mar con gran esfuerzo.
Estaba sobre una abrupta e inclinada cornisa y, afirmando el pie, trepó más arriba hasta alcanzar un punto en que el oleaje ya no podía alcanzarle y tirar de él. Chorreaba agua salada de sus cabellos; la ropa se pegaba a su cuerpo y estaba contuso y dolorido por el impacto; durante algunos minutos se quedó agachado en la precaria cornisa, luchando por respirar.
Un sonido, débil pero claro, se mezcló con el trueno del mar; era el canto tembloroso de despedida de los fanaani que se alejaban de la Isla, en dirección a las extrañas profundidades o costas que eran para ellos un hogar. Tarod levantó una mano en saludo de gracias, aunque sabía que ya no podían verle, y entonces se extinguieron poco a poco sus voces agridulces.
Ambas lunas salieron; una de ellas como un fino y frío arco; la otra, más grande, como una esfera más oscura y plena. La rapidez con que las criaturas marinas le habían traído aquí fue asombrosa; faltaban todavía horas para que empezase a amanecer, y levantó la cabeza, contemplando las murallas de piedra que se elevaban detrás de él. El volcán inactivo del centro de la Isla era invisible, oculto por la noche y los cantiles, pero éstos podían ser escalados, y sabía que podría alcanzar su destino final antes de que el sol asomase en el este y delatase su presencia.
Sintió un hormigueo de poder en la mano izquierda al resplandecer con súbito brillo la piedra de su anillo. Sí... aquí podía confiar en emplear la fuerza del Caos, sabiendo que no podría alcanzarle ni desviarle de su meta. Dobló los dedos y sintió una energía nueva e inhumana en la sangre, que le salvaba del cansancio y del agotamiento. Sonrió y, poniéndose en pie, avanzó sin ruido por la cornisa hacia el lugar donde la fisura del acantilado se abría tentadora.