CAPÍTULO 3


—¿Keridil?

La alta y noble joven había entrado en la estancia tan silenciosamente que él no advirtió su presencia hasta que salió de la sombra y se acercó a la ventana junto a la cual estaba de pie el Sumo Iniciado. Este se volvió, sorprendido, y después sonrió cuando ella se acercó para besarle.

—Pareces cansado, amor mío. —Su voz era cálida y solícita—. Deberías tomarte un rato para descansar; el mundo no dejará de girar mientras tú duermes.

El sonrió de nuevo y le rodeó los hombros con un brazo, estrechándola contra su cuerpo.

—Más tarde dormiré un poco. —Señaló con la cabeza a la ventana, donde despuntaba el día—. Todavía estamos esperando que regresen las primeras aves mensajeras. Tardan más de lo que yo quisiera; esperaba que, a estas horas, la noticia se habría difundido por todas las provincias.

Sashka suspiró débilmente.

—¿Y no hay noticias del paradero de Tarod?

—No. Desde luego, hemos tratado de localizarle por medios mágicos, y las videntes de la Hermandad están empleando todos sus recursos. Pero conozco a Tarod; si no quiere que le encuentren, se necesitaría, para descubrirle, mucho más de lo que son capaces nuestros Adeptos.

—Le encontraréis —dijo ella, con tal veneno en la voz que Keridil se quedó momentáneamente sorprendido al ver que su odio igualaba al suyo—. Le encontraréis, Keridil. Y entonces...

Las uñas de una mano se clavaron en la palma de la otra al cerrar ella los dedos. Cuando Tarod fuese capturado de nuevo gozaría con su muerte lenta. Dos veces había burlado él al Círculo; estaba resuelta a no verse privada esta vez del placer de su destrucción final. Y quizá se permitiría verle por última vez, para recordarle que la había conocido tocado y amado... Un ligero y agradable escalofrío recorrió su espina dorsal, y Keridil, al advertirlo, le preguntó, solícito:

—¿Tienes frío, amor mío?

—No...

Apoyó una mano en su cadera y se apretó más a él, excitada por sus propios pensamientos y por recuerdos de días anteriores a aquel en que Keridil había sustituido a Tarod en su corazón. Entonces, sin quererlo ella, la imagen de otra joven apareció en su mente: pequeña, vulgar, angulosa, desaliñada, con unos cabellos que parecían de plata..., y un frío arranque de cólera destruyó el naciente deseo. Se apartó bruscamente hacia la ventana, cerrando de nuevo los puños, y dijo, tratando de disimular lo que sentía:

—¿Y qué hay de aquella campesina?

— ¿Cyllan Anassan? —Keridil la observó, consciente del torbellino en la mente de ella y procurando reprimir una punzada de sospecha en cuanto a su causa—. La estarán buscando; no me cabe duda de ello..., y tiene la piedra del Caos. Es imperativo que la encontremos antes que él.

Sashka encogió los hombros como un ave de presa.

—No quise decir eso. Sé que la prenderéis, Keridil; lo sé. Pero, cuando la traigan al Castillo, ¿qué pasará?

El no respondió inmediatamente, y ella volvió la cabeza para mirarle. Keridil le devolvió la mirada todavía no despejadas del todo sus dudas, y al fin dijo:

—Ha sido puesto precio a su cabeza, no solamente por ser cómplice del Caos, sino también por el asesinato de Drachea Rannak. En conciencia, no podía decretar otra cosa. Pero si he de ser sincero, no me gusta la idea de ejecutar a una mujer.

Sashka frunció los párpados.

— ¿Ni siquiera a una mujer que mató al hijo y heredero de un Margrave a sangre fría?

—Ni siquiera a esa mujer. —Y añadió, con cierta brusquedad—: ¿No podrías tú matar, Sashka? ¿No lo harías por algo en lo que creyeses de verdad?

—Si ella cree en el Caos, ¡sólo merece la muerte!

— No he dicho que crea en el Caos —replicó Keridil—. No creo que sea así. Pero cree en Tarod.

Su expresión puso sobre aviso a Sashka justo a tiempo de controlar su reacción, y se dio cuenta de que aquellas palabras eran un des a-fío. Si discutía, si mostraba emoción o cólera, Keridil sospecharía la verdad: que su odio era en buena parte causado por los celos. Ella había desdeñado y traicionado a Tarod por el Sumo Iniciado, pero el conocimiento de que los sentimientos de Tarod se habían desviado hacia otra persona era más de lo que podía tolerar. Especialmente cuando aquella otra persona era una campesina y vaquera vulgar, sin belleza ni educación. Ahora, menos que nunca, debía permitir que Keridil percibiese la verdad...

Con rostro sereno, cruzó despacio la estancia, dirigiéndose a él y apoyando una mano en su manga. Sus dedos trazaron sensualmente un dibujo sobre el brazo de él.

—Desde luego, tienes razón —dijo suavemente, alegrándose de conocer ahora lo bastante a su amante para saber lo que podía revelar y lo que debía ocultar—. Es difícil condenar de súbito. Por ejemplo, si yo te estuviese defendiendo...

El se rió de esta idea, pero la tensión había cesado.

—¡Espero no necesitarlo nunca!

Sashka bajó los ojos y levantó la mano de él hasta sus labios para besarla, lamiendo ligeramente su piel.

—Sin embargo, si llegase el momento de hacerlo... — Mordisqueó sus dedos—. Si me necesitases...

Dejó sin terminar la ambigua sugerencia y se alegró al sentir, al cabo de un momento, que él le rodeaba la cintura y la atraía hacia sí.

—Si... —empezó a decir Keridil, pero se interrumpió al oír ruido en el patio.

Se volvió en redondo hacia la ventana y miró.

—¡Un ave! ¡Uno de los mensajeros ha vuelto! —Su abrazo cambió de naturaleza, y la besó rápidamente, como en un breve saludo, antes de soltarla del todo—. Discúlpame, amor mío, pero he de ver lo que trae.

Y antes de que ella pudiese hablar, salió corriendo de la habitación, cerrando de golpe la puerta a su espalda.

Sashka miró fijamente la puerta y después lanzó una maldición que, en labios de una joven noble y educada, habría hecho que su madre se desmayase del susto.

El halcón venía del sur de Chaun. Keridil reconoció el sello distintivo de la Matriarca, la Hermana Ilyaya Kimi, mientras se abría paso entre los mirones. El halconero del Castillo desprendió el mensaje de la pata del ave y se lo tendió gravemente, mientras el halcón aleteaba y se posaba en el puño de su amo, cansado pero todavía dispuesto a darle un picotazo a cualquiera que hiciese un movimiento imprudente. Keridil se alejó un poco y, mientras rompía el sello del enroscado pergamino, vio que Gant Ambaril Rannak se acercaba a través del grupo de curiosos.

—Sumo Iniciado. —El Margrave había presenciado la llegada del halcón desde su ventana, y sus cansados ojos tenían una expresión afanosa y atormentada—. ¿Hay alguna noticia...?

—Una carta de la Matriarca de la Hermandad. —Keridil no desenrolló el pergamino, a pesar de la evidente ansiedad del otro hombre—. Me parece improbable que tenga noticias de los fugitivos. Lo siento. —Trató de suavizar sus palabras con una simpática sonrisa—. En cuanto se sepa algo de la asesina de Drachea, te enviaré a buscar.

Gant asintió con la cabeza, disimulando su contrariedad y recordando, de mala gana, que las cartas que se cruzaban entre dos de las tres primeras autoridades del país no eran de incumbencia de un simple Margrave provincial.

—Desde luego... Gracias —dijo—. Pero cuando vi el pájaro, me pregunté si... —Irguió un poco los hombros—. Volveré junto a mi esposa.

Keridil le acompañó hasta la puerta principal y, cuando el Mar-grave empezó a subir la escalera de los pisos superiores, volvió a toda prisa a su estudio. Sashka se levantó de su sillón al verle entrar.

—¿Qué es? —Había cierta vivacidad en su tono.

—Un mensaje de la Hermana Ilyaya Kimi.

—¿La Matriarca?

Por un instante, los ojos de Sashka permanecieron muy abiertos; como Novicia de la Hermandad le habían enseñado a reverenciar a su superiora casi como si fuese encarnación de la sabiduría. Y por muy alta que fuese su posición como prometida del Sumo Iniciado, aquel hábito no se extinguía fácilmente. Cuando Keridil se sentó en el borde de la mesa y abrió la misiva, no trató de mirar por encima de su hombro como habría hecho en otra circunstancia, sino que observó, con los nervios en tensión, mientras él leía en silencio. A los pocos momentos, comprendió que algo grave estaba ocurriendo.

Keridil leyó varias veces la enrevesada y adornada escritura de bien meditadas frases, esperando a medias que hubiese interpretado mal las palabras. Pero no podía haber error; la pregunta que formulara con tanta agitación fue contestada.

Ilyaya Kimi tenía ahora más de ochenta años y estaba delicada de salud, pero su mente (pese a sus excentricidades y sus ataques de mal humor) era tan clara como siempre. Al recibir el mensaje del Sumo Iniciado, había comprendido inmediatamente el peligro de difundir la noticia de la fuga de Tarod, aunque estaba completamente de acuerdo con Keridil en que no podía ocultarse la verdad. Brevemente, y con una visión que le hizo estremecerse, describió el histerismo que, a su entender, se apoderaría de todas las provincias en cuanto se diese la alarma. El Caos era para todos los hombres y mujeres una pesadilla ancestral, un legado de un pasado que, aunque olvidado desde hacía largo tiempo, se negaba a morir. Y sólo había, declaraba, un curso de acción que, en su opinión, debía tomar el Sumo Iniciado.

Keridil dejó caer a un lado la mano que sostenía el pergamino y se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la otra. Por todos los dioses que habría querido que su padre, Jehrek, estuviese todavía vivo. Jehrek había tenido la prudencia y el buen criterio que eran fruto de años de experiencia, y su hijo necesitaba ahora desesperadamente aquellas cualidades. Si no hubiese muerto... Y algo se nubló en el alma de Keridil al recordar que había sido Yandros, Señor del Caos, quien quitara la vida al viejo...

—¡Keridil!

El casi había olvidado la presencia de Sashka en la habitación, y levantó la mirada, sobresaltado, como si hablase un fantasma. Ella le estaba observando, muy abiertos los ojos negros y tendiendo una mano vacilante hacia él.

—¿Qué es, Keridil? ¿Qué te dice?

Jehrek ya no estaba aquí para ayudarle.. , pero podía hacerlo Sashka. Aunque era mala cosa hacer confidencias a personas ajenas al Círculo, a pesar de que el Consejo de Adeptos podía desaprobarlo enérgicamente, Keridil necesitaba compartir su carga con ella.

Le tomó la mano y dijo a media voz:

—La Hermana Ilyaya Kimi me pide formalmente que convoque el Cónclave de los Tres.

Sashka le miró, pasmada. Lo había comprendido, sabía lo que era aquello; pero, ahora que él había pronunciado las primeras palabras, tenía que explicar el resto.

—Me pide que informe al Alto Margrave y que empiece los preparativos. —Hizo una pausa y añadió—: Confirma lo que yo más temía, Sashka... Que nuestra única esperanza de vencer al Caos es ir al Santuario de la Isla Blanca y abrir el cofre de Aeoris.

Los vecinos que se habían reunido en la pequeña plaza frente al palacio de justicia de Vilmado estaban demasiado enfrascados en sus propios asuntos para prestar atención a la desconocida de cabellos castaños montada en un poney peludo y descuidado, al que seguía otro de mala gana. La tarde estaba declinando, el sol lanzaba rayos rojos y oblicuos que proyectaban largas sombras, y soplaba un fuerte viento del nordeste, que se filtraba a través de la ropa y recordaba a todo el mundo que el verano estaba aún muy lejos.

Cyllan se detuvo junto a una hilera irregular de puestos de mercado cubiertos y saltó del poney que iba delante, golpeándole con fuerza el belfo cuando trató de morderla. Parecía que se estaba celebrando una reunión en la plaza; un hombre con uniforme de oficial estaba plantado en la escalinata del palacio de justicia, flanqueado por otros que vestían prendas militares escogidas apresuradamente y llevaban una gran variedad de armas. El oficial hablaba a la muchedumbre, alargando de vez en cuando las manos en ademán tranquilizador cuando sus inquietos oyentes empezaban a replicar a gritos; pero Cyllan estaba demasiado lejos para oír lo que decían. Se acercó al primero de los puestos del mercado, donde una mujer alta y delgada, con los brazos en jarras, miraba ceñuda a la multitud.

—¿Qué sucede?

La vendedora miró por encima de la larga nariz, con expresión hostil.

—Lo bastante para estropear mi negocio y hacerme volver a casa con la bolsa vacía.

No parecía dispuesta a hacer comentarios, por lo que Cyllan le preguntó:

— ¿Hay cerca de aquí una posada que pueda tener una habitación disponible?

— ¿Una posada? —La mujer volvió a mirarla fijamente, sin disimular el hecho de que estaba valorando a la desconocida y no le gustaba lo que veía—. Prueba en Los Dos Cestos. Es donde suelen ir los vaqueros y otra gente parecida. —Señaló con la cabeza un estrecho callejón—. Está en el extremo de aquella calle.

Cyllan le dio las gracias y se llevó los malhumorados poneys. Oscuras sombras la rodearon al entrar en el callejón, así como los olores de la cuneta mezclados con los apenas más apetecibles a comida rancia. Encontró fácilmente Los Dos Cestos (la posada no era muy atractiva, pero correspondía con el aspecto que ofrecía ella) y ató los animales a una anilla de la medio arruinada pared. Después, cuando iba a cruzar el umbral, se detuvo al sentir en el estómago el nudo del miedo.

¿Y si la reconocían? Hacía dos días que había huido de Wathryn; lo más probable era que el mensaje del Círculo referente a su fuga hubiese sido ya difundido por todo el país y que, en ese momento, se estuviese informando a los que estaban delante del palacio de justicia de lo referente a la servidora del Caos que tenía puesta a precio la cabeza. Había estado bastante segura en la carretera, encontrando solamente en ella algún grupo ocasional de conductores de ganado o alguna pequeña caravana; pero aquí, en una población, estaba peligrosamente expuesta. Y si alguien sospechaba de ella...

Refrenó sus pensamientos, diciéndose severamente que se estaba portando como una tonta. Era imposible que pudiese evitar todas las ciudades y todos los pueblos en su viaje hacia el sur; necesitaba mezclarse con la gente si quería oír algún rumor sobre Tarod o alguna pista sobre su paradero. Además, se recordó que Keridil Toln buscaba a una muchacha de cabellos largos y de un rubio pálido, cabalgando un buen caballo gris. Una vaquera de cabello castaño que conducía dos poneys ariscos no merecería más que una breve mirada.

Esta idea le dio valor; pero, a pesar de ella, sintió que le flaqueaban las piernas cuando abrió la puerta desvencijada de Los Dos Cestos y penetró en la posada.

El local destinado a taberna estaba vacío, salvo por el muchacho desgalichado encargado de servir las bebidas y que la miró al entrar. El chico vio una muchacha vulgar con pantalones de hombre, chaqueta de cuero y botas de montar, y con los cabellos de color castaño rojizo recogidos en un moño sobre la nuca. Ella le sonrió con indecisión y él correspondió a su sonrisa.

—Buenas tardes.

Cyllan recorrió la habitación con la mirada, y captó el fuego lento y las mesas vacías. Flotaba en el aire un olor a comida, por fortuna más agradable que el que se percibía en el exterior. Se acercó al mostrador y dijo:

—Tomaré una jarra de cerveza de hierbas, un plato de carne y pan, si es que tienes.

El mozo asintió con la cabeza.

—Tenemos todo el que quieras. Esto se llenará cuando termine la reunión en la plaza. —Seguía mirándola y ella empezó a sentir que se le ponía la piel de gallina, pero se dio cuenta de que su escrutinio era más de esperanza que de sospecha. El chico sonrió de nuevo—. También tenemos raíces picantes; recién cosechadas. Puedo servirte un plato para acompañar la carne.

—Sí, gracias.

El salió apresuradamente de detrás del mostrador para conducirle a una mesa cerca del fuego; pero entonces, al recordar las constantes exhortaciones de su amo, su semblante se nubló.

—¿Tienes dinero? —preguntó—. El posadero dice que no puedo servir a nadie sin cobrar por anticipado. Es un cuarto de gravin.

Cyllan hurgó en su bolsa y sacó una moneda. El muchacho la tomó, la mordió y asintió satisfecho con la cabeza.

—Iré a buscar la comida.

Mientras el mozo se alejaba a grandes zancadas, Cyllan apoyó la cabeza en la tosca pared y cerró los ojos, dejando que el débil calor del fuego penetrase en su cuerpo. Hasta el momento, todo iba bien; podía descansar un rato y mitigar su hambre. Y, por ahora, el nuevo disfraz le serviría.

La pandilla de boyeros con la que había trocado el caballo del Margrave por ropa vieja, dos poneys cascados y diez gravines en metálico, no le habían hecho preguntas, contentándose con escupir y dar la mano para cerrar el trato. Cyllan sabía que había vendido el caballo por menos de la mitad de su valor; los poneys casi no valían nada y el caballo podía venderse por cuarenta o cincuenta gravines, pero el hecho de que hubieran realizado un trato tan abusivo por su parte aseguraría el silencio de los boyeros. Su tío celebró en su tiempo los suficientes negocios sucios como para que Cyllan conociese demasiado la manera de actuar de los conductores de ganado; en esto no corría ningún peligro. Había comprado la chaqueta de cuero y las botas a un vendedor ambulante y, a la mañana siguiente, completó su disfraz en el bosque arrancando la corteza cobriza de las ramas de un arbusto, machacándola en el agua de una pequeña charca, jadeando al sentir su frialdad, y tiñéndose los cabellos de color castaño con la mezcla. La coloración no era permanente; tendría que protegerse los cabellos de la lluvia, y los efectos de la corteza desaparecerían al cabo de aproximadamente una semana; pero disponía de tiempo suficiente.

Hasta aquel momento todo había marchado bien (salvo cuando había estado al borde del desastre en Wathryn), pero sabía que cuanto más se adentrase en el poblado sur, el viaje sería cada vez más peligroso. Por lo que podía calcular, se hallaba en las tierras fronterizas entre las provincias de Chaun y Perspectiva, y los campos eran aquí más despejados; tierras llanas y labrantías, cruzadas por importantes caminos ganaderos, pero sin los densos bosques del norte que pudiesen darle abrigo. La noche anterior había acampado en terreno descubierto, junto a un afluente de uno de los grandes ríos occidentales, y no se había atrevido a encender fuego hasta que la noche se había hecho demasiado fría para aguantarla sin él; durante el día había dado un amplio rodeo para esquivar dos caseríos, y si por la tarde se arriesgó a entrar en Vilmado había sido, simplemente, para evitar lo que sería otro rodeo más amplio y difícil. Y cuanto más cabalgase hacia el sur, más poblaciones encontraría y mayor sería el riesgo de ser capturada. Tenía que hallar a Tarod, pero no había oído ningún rumor acerca de él y aún no tenía la menor idea de en qué parte del mundo podía estar.

Durante la noche, al calor del fuego pero incapaz de dormir por miedo a que la pillasen desprevenida unos bandoleros o incluso un agricultor local, trató de utilizar su propia y sencilla forma de geomancia para establecer contacto con Tarod. Pero, sin su preciosa bolsa de piedras, el intento fue un fracaso, y Cyllan dudaba incluso de que con las piedras el resultado hubiese podido ser mejor. No tenía condiciones para esta labor, y ahora empezaba a desvanecerse su esperanza de que Tarod emplease sus propios poderes para encontrarla. Si lo había intentado, si era capaz de intentarlo, entonces había sido ella quien no había tenido las facultades psíquicas necesarias para oírle.

Al fin había sacado la piedra del Caos de su escondrijo y contemplado su resplandor centelleante, dándole vueltas en las manos y sintiéndola latir como si tuviese vida propia. Al observar sus profundidades de múltiples facetas, se había imaginado que se convertía en un ojo que la miraba fijamente y que, detrás de él, podía atisbar un reflejo de la sonrisa de Yandros... o de Tarod. Pero la ilusión duró sólo un momento y, después, la piedra se apagó de nuevo. Más tarde, al amanecer, se despertó de un sueño inquieto, creyendo que oía el estridente y elemental gemido lejano que anunciaba un Warp, pero también esto había sido una ilusión. Sin embargo, se dijo, si Yandros estaba tratando de ayudarla en su búsqueda, seguramente haría que...

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el regreso del mozo. Este colocó dos platos y una jarra llena hasta el borde sobre la mesa, delante de ella, y después se quedó plantado, balanceándose sobre los pies y con la visible esperanza de iniciar una conversación. Bueno, nada perdería con hablar un poco, pensó Cyllan; las tabernas como éstas eran buenas fuentes de información, y los mozos que servían en ellas tenían fama de repetir cuanto oían a quienes estuviesen dispuestos a escucharles. Pero antes de que pudiese decir algo para darle pie, le llamó la atención el ruido de unas pisadas en el callejón. Oyó voces roncas, el relincho de un poney (probablemente uno de los suyos), se abrió la puerta y entraron una docena de hombres, seguidos de unas cuantas mujeres.

El que iba al frente del grupo, un hombre bajo pero robusto, que sudaba a pesar del viento del este, se detuvo y miró al mozo echando chispas por los ojos.

—Hay dos poneys atados ahí afuera. ¿Qué te dije sobre eso de dejar que cualquier desharrapado emplee mi anilla sin pedir permiso?

El muchacho se ruborizó y señaló con el pulgar en dirección de Cyllan, ya que estaba demasiado confuso para hablar. El posadero miró a la joven, en la que no había reparado antes, y gruñó:

—Son tuyos, ¿eh?

—Míos. —Cyllan había conocido a demasiados taberneros belicosos en sus buenos tiempos para dejarse intimidar por los modales de aquel hombre—. Y he pagado la comida.

El mesonero gruñó de nuevo, en tácita aceptación y casi como disculpándose. El mozo dijo:

—¿Te sirvo una cerveza, amo?

—No. —El posadero le lanzó una mirada furiosa—. Tienes que ir al palacio de justicia. Quieren que vayan allá todos los hombres y muchachos útiles que no asistieron a la reunión, y quieren que lo hagan inmediatamente. Yo diría que tú eres físicamente útil, aunque inútil por tu inteligencia.

Una mujer, aproximadamente de la edad de Cyllan, pero con los cabellos negros, los labios pintados de carmín y los brazos adornados con brazaletes baratos, lanzó una risa estridente, y el mozo enrojeció de nuevo.

—¿Eh... al palacio de justicia? ¿Ahora?

— Supongo que no eres tan sordo como estúpido, ¿verdad? Vimos, ¡mueve esas patas largas!

El muchacho salió pitando y uno de los hombres cerró la puerta y corrió el cerrojo, y después, para sorpresa de Cyllan, hizo rápidamente una señal contra el mal. Mientras tanto, la posadera había corrido detrás del mostrador, pero, en vez de servir cerveza a su clientela, empezó a buscar algo en una alacena.

—Ya está —dijo, sacando un objeto de allí—. Cuelga esto en la puerta, Cappik.

Su marido la miró fijamente.

—¡No seas ridicula, mujer!

—No, no; haz lo que ella dice, Cappik. A fin de cuentas, no puede hacernos ningún mal, ¿verdad? —arguyó otro hombre.

El posadero cedió, encogiendo los hombros, y la mujer colgó en la puerta lo que llevaba en la mano. Cyllan lo reconoció como un collar-amuleto, de pequeñas cuentas toscamente talladas, con menudos rollos de papel sujetos a intervalos en el cordón. Los había hecho su abuela, que era de la Tierra Llana del Este, y ahora eran muy raros; en cada rollo se había escrito una oración a Aeoris, y el collar era ciertamente un amuleto muy poderoso contra las fuerzas diabólicas.

Cuando la mujer hubo colgado el collar en la barra de la puerta, la atmósfera de la taberna sufrió un cambio, como si su pequeña a> ción hubiese centrado la atención de todos sobre algo que antes no se habían atrevido a considerar. La súbita tensión se hizo palpable; los hombres observaron en silencio el collar que se balanceaba lentamente, y el instinto psíquico de Cyllan percibió inmediatamente la fría sensación de miedo. No dijo nada, sino que siguió comiendo, mientras la esposa del mesonero servía cerveza a los hombres, acompañando sus movimientos de un ruido y un parloteo innecesarios. Con ello turbaba el silencioso ambiente; incluso aquella muchacha descarada había enmudecido. Por fin se repartieron las jarras y la cerveza pareció reanimar los vacilantes ánimos, pues todos rompieron de nuevo a hablar, aunque en tono grave y sin orden ni concierto. Cyllan trató de concentrarse en lo que decían, pero sólo pudo entender alguna palabra ocasional, hasta que unas pisadas junto a su mesa le hicieron levantar la cabeza, y entonces contempló al posadero plantado ante ella.

El hombre gruñó a modo de preámbulo y después dijo:

—Has llegado hoy, ¿verdad?

Cyllan asintió con la cabeza.

—Hace menos de una hora.

Su pulso se aceleró, pero no dio señales visibles de su agitación.

—Oscurecerá dentro de un par de horas. ¿Adónde piensas ir esta noche?

Ella no pudo imaginar la razón de estas preguntas, y los modales de aquel hombre la estaban poniendo nerviosa. Encogió los hombros.

—Iba a preguntar si tenéis una habitación disponible.

Para su sorpresa, una expresión de alivio se pintó en el semblante del posadero, que, hinchando el estómago sobre el ceñido pantalón, dijo:

—La tenemos y, si puedes pagarla, serás bienvenida. —Sin esperar que ella le invitase a hacerlo, se sentó delante de Cyllan—. No aconsejaría a nadie que saliese a la carretera después del anochecer, al menos por ahora. —Hizo una pausa, observándola con ojos astutos—. ¿Eres vaquera?

Cyllan había preparado cuidadosamente su historia antes de entrar en la población, y asintió de nuevo con la cabeza.

—Me dirijo al sur de Chaun para reunirme con la gente de mi primo.

—Eres del este, ¿no?

—Sí. De la Tierra Llana.

No había peligro en decir la verdad; la mitad de los conductores de ganado del mundo procedían de aquella provincia o de su vecina del norte.

—Me lo había imaginado. Conozco el acento; hay muchos de los vuestros por aquí. ¿Dónde has estado negociando?

—En Wishet —mintió Cyllan—. Tenía que entregar una docena de buenas yeguas de pura sangre en Puerto de Verano. —Hizo un guiño—. Debí quedarme con una de ellas para viajar hacia el oeste, en vez de hacerlo con ese par de cojos jamelgos.

El posadero lanzó una carcajada y Cyllan comprendió que este pequeño adorno en su relato había eliminado cualquier sospecha que aún pudiese tener aquel hombre. Era desconcertante darse cuenta de la facilidad con que podía volver a los modales de su antiguo estilo de vida, y pensó irónicamente que, a pesar de la influencia de Tarod, seguía siendo en el fondo una campesina vaquera; este papel le sentaba como un guante muy usado.

El posadero dejó de pronto de reír y se enjugó los labios con el dorso de la mano.

—Dondequiera que vayas, debes viajar de día y no apartarte de los caminos principales si tienes una pizca de sentido común.

Cyllan se puso súbitamente alerta.

— ¿Por qué?

—¿No te has enterado de lo que sucede?

Ella sacudió la cabeza y el hombre gruñó, empezando a sudar de nuevo. Estaba claramente confuso por haber confesado algún interés por la seguridad de una desconocida, pero el miedo que sus ojos no lograban ocultar del todo le impulsaba a ser más sincero de lo que le dictaba su carácter.

—Ya —dijo—. Tal vez, si vienes de Wishet, la noticia todavía no habrá llegado allí... —Se inclinó sobre la mesa, bajando la voz, y bruscamente, el miedo que traslucía su mirada se convirtió en una emoción más inmediata—. La información ha llegado del lejano norte, enviada por el propio Sumo Iniciado del Círculo. —Hizo la señal de Aeoris sobre el corazón, y Cyllan tuvo el acierto de imitarle—. Dos personas, si es que se las puede considerar humanas, han escapado a la justicia del Círculo, y toda la Tierra estará agitada hasta que sean encontrados.

—¿Por qué? —preguntó Cyllan—. ¿Qué es lo que han hecho?

El posadero se pasó la lengua por los labios, inquieto.

—Asesinato, hechicería, demonología..., pero esto no es más que el principio. Peor que lo que han hecho es lo que son. —Miró hacia la puerta, donde colgaba el collar-amuleto, y después añadió, haciendo de nuevo la señal de Aeoris—: Servidores del Caos.

Dijo estas últimas palabras torciendo la boca, como si temiese ser oído por algún ente sobrenatural. Cyllan abrió los ojos de par en par y esperó que su expresión de espanto fuese convincente.

—¿El Caos? —repitió, en un murmullo—. Pero si ya no existe, ¿verdad?

—Así lo creíamos todos. Pero la noticia procede del propio Sumo Iniciado. Y mientras esos malhechores estén en libertad, todos corremos un gran peligro. —Se estremeció, se echó atrás y dirigió a Cyllan una severa y calculadora mirada—. Yo no me atrevería a conducir ganado por los caminos mientras esos diablos anden sueltos. ¡No lo haría por todo el vino del sur de Chaun!

—¡Eh, Cappik! ¿Por qué estás acaparando a tu visitante, privándola de una buena compañía? —Un hombre alto y moreno se acercó a la mesa y empujó hacia un lado al posadero para sentarse, sonriendo al mismo tiempo a Cyllan y mostrando los mellados dientes. Levantó su jarra—. Creo que es lo que todos necesitamos esta noche. Una buena compañía.

Los otros se acercaron uno a uno agrupándose delante del fuego. La mujer del posadero añadió más leña, y todos se sentaron a las mesas próximas, encontrando sitio las mujeres donde podían, y Cyllan fue muy pronto centro de la atención de todos. Su interés no ofrecía el menor peligro; era simplemente la curiosidad natural y ociosa que provocaba una desconocida, y una oportunidad de distraer la mente de pensamientos menos agradables. Las lenguas se aflojaron cuando se hizo de noche, todos siguieron bebiendo cerveza, y los hombres empezaron a especular sobre las noticias del norte y lo que éstas podían significar. Cyllan escuchaba y hablaba poco, y aunque la charla se hizo pronto más ruidosa y exagerada, por los efectos de la cerveza, comprendió que el valor de que querían hacer gala sus acompañantes era pura jactancia; el miedo provocado en ellos, y en toda la población, por las noticias del norte era real y profundo.

Era tarde cuando al fin subió Cyllan la desvencijada escalera que conducía al piso superior de la posada. En la planta baja, unos pocos de los más atrevidos bebedores habían desafiado su terror para dirigirse a casa, tambaleándose en la oscuridad; pero la mayoría se había acomodado lo mejor posible alrededor del fuego, y Los Dos Cestos fue cerrada y atrancada para la noche.

La cama era estrecha, dura y no particularmente limpia; pero después de pasar dos noches al aire libre, Cyllan dio gracias por ello. Después de apagar la vela y arrebujarse en la delgada manta, reflexionó sobre todo lo que había oído esta noche.

Tarod estaba vivo. El mensaje de la Península de la Estrella había desvanecido todas sus dudas y guardó este conocimiento como un precioso secreto. Mientras él viviese y estuviera en libertad, tenía ella esperanza..., pero el decreto del Sumo Iniciado le decía claramente que toda la Tierra les estaría buscando desesperadamente. Y la afirmación de que los dos fugitivos eran siervos del Caos representaba un elemento mortal. El miedo había sido esta noche un compañero tangi ble en la taberna; cuando se difundiese la noticia, este miedo se propagaría como un incendio forestal en pleno verano.

Pero, al menos por un breve tiempo, no corría peligro de ser descubierta. Mañana se dirigiría hacia el sur y, si la apoyaban la suerte y los dioses (no quería considerar qué dioses), podría enterarse de más cosas que la ayudasen a encontrar a Tarod.

Se acomodó mejor en la estrecha cama. Sintió la piedra- alma dura pero cálida sobre su piel; introdujo una mano debajo de la camisa, cerró los dedos sobre los duros contornos de la piedra y se quedó dormida.

Загрузка...