SIETE

El aire acondicionado inundó el coche rápidamente mientras Manny conducía. En aquellas calles residenciales, casi todos los accesos de las casas estaban vacíos: la gente ya había salido a trabajar. En algunos jardines había niños jugando, y de vez en cuando se veía a una madre que los vigilaba desde el porche, pero no vi a ningún padre. Las cosas cambian, pero no tanto. Un silencio incómodo se interponía entre nosotros.

Manny me miró furtivamente por el rabillo del ojo, y me apreté contra el asiento del acompañante. El cinturón me pasaba justo por encima de la pistola.

– Bueno -dije-, así que hiciste sacrificios humanos.

Creo que se encogió.

– ¿Quieres que mienta?

– No, lo que quiero es no saberlo, vivir feliz e ignorante.

– Las cosas no funcionan así, Anita.

– Supongo. -Ajusté el cinturón para dejar de clavarme la pistola. Qué alivio. Si todo tuviera tan fácil arreglo…-. ¿Qué vamos a hacer?

– ¿Ahora que lo sabes? -Me miró al preguntarlo, y yo asentí-. ¿No piensas soltarme un sermón y llamarme de todo?

– No creo que sirva de gran cosa.

– Gracias -dijo, y esa vez me sostuvo la mirada un poco más.

– No he dicho que me dé igual, sino que no pienso ponerme a despotricar, por lo menos ahora.

Adelantó a un gran coche blanco lleno de adolescentes de piel cetrina. Llevaban la música tan alta que hasta me temblaron las muelas. El conductor tenía una de esas caras planas de pómulos marcados que parecían salidas de un relieve azteca. Nuestros ojos se cruzaron, y me lanzó un beso. Los demás le rieron la gracia, y tuve que resistir la tentación de hacerle una peineta; no hay que alentarlos.

Ellos giraron a la derecha y nosotros seguimos recto. Menos mal.

Manny se detuvo en un semáforo, detrás de dos coches. En el cruce cogeríamos la 40 en dirección oeste, y de allí, la 270 hasta Olive Boulevard, donde torceríamos para coger el camino de mi casa. Teníamos tres cuartos de hora de viaje por delante. Normalmente no sería grave, pero en aquel momento no me apetecía estar con Manny; necesitaba un tiempo para digerir las cosas, para decidir cómo sentirme.

– Por favor, Anita, dime algo.

– La verdad es que no sé qué decir. -Ya. La verdad, eso que se supone que se dicen los amigos-. Hace cuatro años que te conozco, gres un buen tipo, un buen padre y un buen marido. Me has salvado la vida, te he salvado la vida… Creía que te conocía.

– Sigo siendo el mismo.

– Ah, sí. -Lo miré mientras hablaba-. Manny Rodríguez, que nunca, en ninguna circunstancia, tomaría parte en un sacrificio humano.

– De eso hace veinte años.

– El asesinato no prescribe.

– ¿Vas a acudir a la policía? -preguntó en voz muy baja.

El semáforo se puso verde, y nos internamos en el tráfico de la mañana. Era tan denso como puede serlo en San Louis; no es que los coches se queden parados, como en Los Angeles, pero a mí me pone de los nervios avanzar a trompicones. Y aquella mañana, más que nunca.

– La única prueba que tengo es la palabra de Dominga Salvador, y yo no la consideraría una testigo muy fiable.

– ¿Y si pudieras demostrarlo?

– No me des más cuerda. -Miré por la ventanilla. Íbamos al lado de un Miada plateado con la capota bajada, conducido por un hombre de pelo entrecano que llevaba una gorra llamativa y unos guantes de carreras. Ah, la crisis de los cuarenta-. ¿Lo sabe Rosita?

– Lo sospecha, pero no está segura.

– Será que no quiere saberlo.

– Probablemente.

Giró la cabeza para mirarme, pero teníamos un camión rojo casi delante.

– ¡Manny! -grité a tiempo para que frenara. Si no fuera por el cinturón, me habría tragado el salpicadero-. Por favor, conduce con cuidado.

Se concentró en el tráfico durante un segundo aproximadamente.

– ¿Se lo vas a contar? -me preguntó sin mirarme.

Sacudí la cabeza, pero me di cuenta de que no me veía.

– Creo que no. Algo así es mejor no saberlo, y no creo que la pobre lo soportara.

– Me dejaría y se llevaría los niños. -No exageraba: Rosita era muy religiosa y se tomaba muy en serio los mandamientos-. Ya considera que pongo en peligro mi alma inmortal por levantar muertos…

– No tenía ningún problema hasta que el Papa amenazó con excomulgar a los reanimadores si no dejaban el trabajo.

– La Iglesia es muy importante para Rosita.

– Y para mí, pero ahora soy episcopaliana. Me convertí.

– No es tan fácil -dijo Manny.

No lo era, y lo sabía, pero cada cual tiene que hacer lo que tiene que hacer.

– ¿Puedes explicarme por qué hiciste sacrificios humanos? Quiero decir, ¿puedes decírmelo de forma que lo entienda?

– No -dijo mientras cambiaba al carril de la izquierda, que parecía avanzar un poco más deprisa. Los coches deceleraron en el acto; la ley de Murphy también se aplica al tráfico.

– ¿Ni siquiera vas a intentarlo?

– No hay excusa que valga. Tengo que cargar con ello; no me queda otra.

Razón no le faltaba.

– Esto cambiará mi opinión sobre ti.

– ¿En qué sentido?

– Aún no lo sé. -Era verdad. Si teníamos cuidado, podíamos seguir siendo sinceros-. ¿Hay algo más que creas que debería saber? ¿Algo que pueda soltar Dominga más adelante?

– Nada que sea peor -contestó sacudiendo la cabeza.

– De acuerdo -dije.

– De acuerdo -repitió-. ¿Eso es todo? ¿No piensas acribillarme a preguntas?

– Ahora no, y puede que nunca. -De repente me di cuenta de que estaba hecha polvo. Eran las nueve y veintitrés de la mañana, y ya necesitaba una siesta. Agotamiento emocional-. No sé qué opinarás tú, Manny, pero yo no tengo muy claro si esto afectará a nuestra amistad y a nuestra relación laboral, y aún menos cuánto o cómo. Me imagino que sí. Ah, mierda, yo qué sé.

– Vale. ¿Por qué no hablamos de algo menos complicado?

– ¿Por ejemplo?

– Te va a entrar por la ventana un regalito de la señora, tal como ha dicho.

– Ya me imagino.

– ¿Por qué la has amenazado?

– Porque no la trago.

– Ah, cojonudo. Verdaderamente cojonudo. Cómo no se me habrá ocurrido.

– Tengo la sana intención de pararle los pies, así que me ha parecido adecuado decírselo.

__¿No te enseñé que nunca debes cederle la iniciativa al malo?

– También me enseñaste que los sacrificios humanos son asesinatos.

– Eso ha sido un golpe bajo.

– No lo sabes tú bien.

– Tendrás que mantenerte en guardia. Te enviará algo, aunque no creo que intente hacerte daño; supongo que se conformará con asustarte.

– Porque me has hecho confesar que no pienso matarla.

– No, porque ella no cree que pienses matarla. Está intrigada con tus poderes, y creo que en lugar de acabar contigo, intentará convencerte.

– Y ponerme a producir en su fábrica de zombis.

– Sí.

– Ni harta de vino.

– La señora no está acostumbrada a que le digan que no, Anita.

– Es su problema.

Manny me miró de reojo y volvió a concentrarse en el tráfico.

– Conseguirá convertirlo en el tuyo.

– Qué le vamos a hacer.

– No deberías confiarte tanto.

– No estoy tan confiada, pero ¿qué quieres que haga? ¿Echarme a llorar? Ya veré qué hago si alguna asquerosidad se me cuela por la ventana.

– No puedes enfrentarte a ella. Ni te imaginas lo poderosa que es.

– Me ha asustado, y estoy adecuadamente impresionada. Si veo que no puedo con lo que me mande, saldré por patas. ¿De acuerdo?

– De eso nada. No sabes lo que dices. Simplemente, no tienes ni la menor idea.

– He oído la cosa del pasillo, y la he olido. Claro que tengo miedo, pero Dominga sigue siendo humana, y sus poderes no la hacen inmune a las balas.

– Una bala podría matarla, pero no detenerla.

– ¿Qué quieres decir?

– Si por ejemplo, recibiera un tiro en la cabeza o en el corazón, y Pareciera muerta, yo le haría lo mismo que a los vampiros: decapitarla, sacarle el corazón y quemar el cadáver.

Me miró de reojo. No dije nada. Estábamos hablando de matar a Dominga Salvador, una mujer que se dedicaba a apresar almas y meterlas en cadáveres. Era espantoso. Y muy probablemente, ella sería la primera en atacar; ya me había prometido un regalito sobrenatural. Era un mal bicho y se disponía a atacarme. ¿Tenderle una emboscada sería un asesinato? Sí. ¿Lo haría de todas formas? Lo medité durante un rato, dándole vueltas, paladeando la idea. Sí, podría hacerlo.

Debería haberme sentido mal por ser capaz de planear un asesinato, fuera por el motivo que fuera, sin inmutarme. Pero no me sentí mal. En cierto modo me aliviaba saber que si ella se pasaba de la raya, yo también podía. ¿Quién era yo para tirarle la primera piedra a Manny por crímenes cometidos hacía veinte años? Me pregunto.

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