Seguí a Willie, y cruzamos una puerta que daba a un pasillo corto. En cuanto la puerta se cerró a nuestras espaldas, el sonido se atenuó, como en un sueño. La luz era deslumbrante en comparación con la oscuridad del local. Parpadeé para acostumbrar la vista. Willie estaba sonrosado; no parecía vivo del todo, pero sí bastante sano para estar muerto. Aquella noche había tenido su ración de sangre, quizá de un humano que se lo había permitido, quizá de un animal, quizá…
En la primera puerta de la izquierda ponía encargado. ¿Sería el despacho de Willie? Anda ya.
Willie abrió y me invitó a entrar, pero no me acompañó: miró la mesa de reojo, retrocedió y cerró la puerta.
La alfombra era clara, y las paredes, de un blanco apagado. En la pared opuesta había una gran mesa lacada en negro, con una lámpara negra brillante que parecía formar parte del mueble. En la mesa había una carpeta centrada cuidadosamente, nada más. Ni papeles, ni clips… Sólo Jean-Claude, en el sillón.
Sus dedos largos y pálidos se entrelazaban encima de la carpeta. Tenía el pelo ondulado y los ojos azul oscuro, y llevaba una camisa blanca con extraños puños abotonados. Estaba sentado muy recto, inmóvil como un cuadro, atractivo como un sueño húmedo… Pero no era real. Aunque pareciera perfecto, yo conocía la verdad.
En la pared de la izquierda había dos archivadores metálicos y un sofá de cuero negro. Encima había un gran óleo, que representaba una escena de San Luis en el siglo XVI, cuando los colonizadores llegaban por el río en barcazas. Ni la luz otoñal del cuadro, ni los niños que corrían y jugaban en él, encajaban con el resto del despacho.
– ¿Es tuyo el cuadro? -pregunté. Hizo un breve asentimiento-. ¿Conociste al pintor?
Sonrió sin enseñar los colmillos; sólo arqueó los labios de forma arrebatadora. Si hubiera revistas de modas para vampiros, Jean-Claude sería el chico de portada.
– Ni la mesa ni el sofá pegan con lo demás -dije.
– Estoy redecorando. -Se quedó mirándome en silencio.
– Tú eras quien quería verme, así que al grano.
– ¿Tienes prisa? -Su voz grave era como el tacto del terciopelo en la piel desnuda.
– Sí, y déjate de chorradas. ¿Qué quieres?
Su sonrisa se amplió ligeramente, y hasta bajó la vista un momento, casi con timidez.
– Eres mi sierva humana, Anita. -Me había llamado por mi nombre: mala señal.
– Y dale.
– Llevas dos marcas; sólo quedan otras dos. -Seguía mirándome con gesto afable, en discordancia con sus palabras.
– ¿Y qué?
– Anita… -Se interrumpió, se levantó con un suspiro y rodeó la mesa-. ¿Sabes en qué consiste ser el amo de la ciudad?
Se apoyó en la mesa, y la camisa se le abrió para revelar un trozo de su pecho pálido que incluía un pezón, pequeño y compacto. La marca en forma de cruz era una afrenta en un cuerpo tan perfecto.
Joder, qué corte, había estado mirándole el pecho. Alcé la vista y conseguí no ponerme colorada. Qué mayor.
– Ser mi sierva humana tiene otras ventajas, ma petite. -Sus ojos eran todos pupila, negros y tan profundos que tenía la impresión de que podía ahogarme en ellos.
– De eso nada -dije sacudiendo la cabeza.
– No mientas, ma petite, puedo sentir tu deseo. -Se humedeció los labios-. Noto el sabor.
Lo que faltaba. ¿Cómo se discute con alguien que se da cuenta de esas cosas? Muy fácil: mejor no llevarle la contraria.
– De acuerdo, me pones. ¿Satisfecho?
– Sí -contestó con una sonrisa. Sólo fue ama palabra, pero me llenó el cerebro con susurros que no había pronunciado, con promesas en la oscuridad.
– Hay muchos hombres que me ponen, pero eso no significa que tenga que acostarme con ellos.
Jean-Claude tenía la cara casi relajada, y unos ojos que me arrastraban.
– El deseo intrascendente es fácil de superar. -Se levantó con un movimiento felino-. Pero lo nuestro no es eso, ma petite. Es algo más.
Tenía palpitaciones, y no por miedo. No creo que fuera un truco vampírico; me parecía real. Decía que había algo más, y quizá tuviera razón.
– Basta -murmuré.
Por supuesto, no se detuvo. Me pasó los dedos por la mejilla, apenas rozándola, pero lo suficiente para que sintiera su piel. Me aparté sin poder disimular la respiración entrecortada. Podía fingir lo que quisiera, pero él notaría mi incomodidad, así que ¿para qué?
Tenía el recuerdo de su roce en la mejilla, y hablé mirando al suelo.
– Puede que haya ciertas ventajas, y te lo agradezco, de verdad, pero no puedo. No pienso hacerlo.
Lo miré a los ojos, y su rostro estaba vacío de toda expresión. No había nada. Era la misma cara que un momento antes, pero el rastro de humanidad, de vida, había desaparecido.
Las palpitaciones volvieron, pero ya no tenían nada que ver con el sexo. Eran de miedo.
– Como quieras, mi pequeña reanimadora. Da igual que seamos amantes o no; en cualquier caso, eres mi sierva humana.
– Ni hablar -dije.
– Me perteneces, Anita. Quieras o no, eres mía.
– Son estas cosas las que no entiendo. Primero intentas seducirme, y no negaré que tiene su parte agradable, pero cuando ves que no funciona, recurres a las amenazas.
– No es ninguna amenaza, ma petite. Es la verdad.
– Nada de eso. Y deja de una puta vez el puto ma petite. -Le arranqué una sonrisa, pero no pretendía resultar divertida. La cólera sustituyó al enfado. Me gustaba estar enfadada; era más valiente… y más estúpida-. Que te follen.
– Eso ya te lo he ofrecido.
Su voz me agitó el interior, y noté que me sonrojaba.
– Joder, Jean-Claude, vete a la mierda.
– Tenemos que hablar, ma petite. Seamos amantes o no, seas mi sierva o no, tenemos que hablar.
– Pues empieza, porque no tengo toda la noche.
– No me pones las cosas fáciles. -Suspiró.
– Si lo que querías era eso, haber elegido a otra.
– Muy cierto -dijo asintiendo-. Siéntate, por favor.
Volvió a apoyarse en la mesa, con los brazos cruzados.
– No tengo tanto tiempo.
– Creía que estábamos de acuerdo en que debemos hablar, ma petite -dijo frunciendo el ceño ligeramente.
– Habíamos quedado a las once. Tú eres quien ha malgastado una hora, no yo.
– Muy bien. -Su sonrisa era casi ácida-. Te daré una versión resumida.
– Vale.
– Soy el nuevo amo de la ciudad. Mientras vivía Nikolaos tuve que ocultar mis poderes para sobrevivir, pero se me dio demasiado bien: hay quienes no me consideran suficientemente poderoso para el cargo, y tú eres uno de los argumentos que esgrimen cuando ponen mi capacidad en entredicho.
– ¿Yo?
– Tu desobediencia. Si ni siquiera puedo controlar a mi sierva humana, ¿cómo voy a controlar a todos los vampiros de la ciudad y los alrededores?
– ¿Y qué quieres de mí?
Me dedicó una sonrisa auténtica, con colmillos y todo.
– Que seas mi sierva humana.
– Igual tienes más suerte en la próxima reencarnación.
– Puedo hacerte la tercera marca a la fuerza, Anita. -No hablaba con tono amenazador; se limitaba a constatar los hechos.
– Prefiero morir antes que ser tu sierva.
Los maestros vampiros huelen la verdad. Sabría que hablaba en serio.
– ¿Por qué?
Abrí la boca para intentar explicárselo, pero me lo pensé mejor: no lo entendería. Nos separaban menos de dos metros, pero para el caso podrían haber sido kilómetros, y con un abismo insondable en medio. No había manera de tender un puente. Él era un cadáver ambulante, y lo que hubiera sido en vida había desaparecido. Era el amo vampiro de la ciudad, algo que ni siquiera tenía nada que ver con los humanos.
– Si no tengo más remedio, te mataré -dije.
– Lo dices en serio. -Había sorpresa en su voz. Pocas chicas pueden presumir de haber sorprendido a un vampiro de varios siglos de edad.
– Sí.
– No te entiendo, ma petite.
– Ya lo sé.
– ¿Y no puedes fingir que eres mi sierva?
Qué pregunta más rara.
– ¿Qué quieres decir?
– Acompáñame a unas cuantas reuniones y apóyame, con tus pistolas y tu fama.
– Quieres tener a la Ejecutora de tu lado. -Lo miré atónita durante unos instantes, mientras digería el verdadero alcance de lo que había dicho-. Creía que las dos marcas habían sido accidentales, que no se te ocurría ninguna otra solución, pero pretendías marcarme desde el principio, ¿verdad? -dije. Se limitó a sonreír-. Contéstame, hijo de puta.
– No tenía nada en contra si surgía la oportunidad.
– ¡Nada en contra! -Casi estaba gritando-. Me elegiste a sangre fría para convertirme en tu sierva humana. ¿Por qué?
– Eres la Ejecutora.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Tiene mérito ser el vampiro que consiga ponerte a raya.
– Pues no lo has conseguido.
– Si te portaras bien, los demás creerían que sí. Basta con que tú y yo sepamos que es mentira.
– No voy a seguirte el juego, Jean-Claude. -Sacudí la cabeza.
– ¿No quieres ayudarme?
– Muy perspicaz.
– Te ofrezco la inmortalidad sin la carga del vampirismo. Me estoy ofreciendo yo. ¿Sabes cuántas mujeres, a lo largo de los años, habrían sido capaces de hacer cualquier cosa que les pidiera a cambio de eso?
– Un polvo es un polvo, Jean-Claude. Nadie vale tanto.
– Los vampiros somos distintos, ma petite -dijo con una ligera sonrisa-. Si no fueras tan cabezota lo comprobarías personalmente.
Tuve que apartar la vista de sus ojos. La mirada era demasiado íntima, demasiado cargada de posibilidades.
– Sólo quiero una cosa de ti -le dije.
– ¿Y de qué se trata, ma petite?
– Bueno, no, quiero dos cosas: en primer lugar, que dejes de llamarme así, y en segundo lugar, que me liberes, que borres esas putas marcas.
– Te concedo la primera petición, Anita.
– ¿Y la segunda?
– No podría hacerlo aunque quisiera.
– Y de todas formas, tampoco quieres.
– En efecto.
– Mantente alejado de mí, Jean-Claude. No te me acerques o te mataré.
– No serías la primera que lo intenta.
– ¿Cuántos de los demás habían matado ya a dieciocho vampiros?
– Ninguno. -Se le agrandaron ligeramente los ojos-. En Hungría había un tipo que aseguraba que había matado a cinco.
– ¿Y qué pasó con él?
– Lo degollé.
– A ver si entiendes esto, Jean-Claude: prefiero que me degüellen. Prefiero morir intentando matarte antes que doblegarme a tu voluntad. -Me quedé mirándolo, intentando averiguar si había entendido algo-. ¿Es que no vas a contestar?
– Ya te he oído, y sé que hablas en serio. -De repente estaba delante de mí. No lo había visto moverse; ni siquiera había percibido su movimiento de forma inconsciente. Simplemente, en un instante lo tenía encima. Creo que di un respingo-. ¿De verdad podrías matarme?
Su voz era como el tacto de la seda en una herida, suave aunque ligeramente dolorosa. Como el sexo. Sentía que me frotaba el cráneo con terciopelo. Me gustaba, a pesar de que estaba acojonada. Mierda. ¿Que aún podía conmigo? Ni hablar.
– Sí -dije mirándolo a los ojos azules.
Lo dije en serio. Parpadeó una sola vez y dio un paso atrás.
– Eres la mujer más obstinada que he conocido en mi vida. -Era una simple afirmación.
– Es el mejor cumplido que me has hecho nunca.
Se quedó delante de mí, con las manos a los lados, muy quieto. Las serpientes y los pájaros también se pueden quedar inmóviles, pero hasta las serpientes transmiten cierta sensación de vida, de espera, como un resorte listo para saltar. La inmovilidad de Jean-Claude no transmitía nada; era como si los ojos me engañaran y se hubiera desvanecido. Como si no estuviera. Los muertos no hacen ningún ruido.
– ¿Qué te ha pasado en la cara?
– Nada -mentí, llevándome la mano a la mejilla magullada sin poder evitarlo.
– ¿Quién te ha pegado?
– ¿Qué pretendes? ¿Pegarle tú?
– Una de las ventajas de ser mi sierva es que mi protección está incluida.
– No necesito que me protejas, Jean-Claude.
– Pues se ve que te hizo daño.
– Y yo le clavé una pistola en los huevos y lo obligué a decirme todo lo que sabía.
– ¿Que hiciste qué? -Sonrió.
– Clavarle una pistola en los huevos, ¿vale?
Sus ojos empezaron a chispear, y la risa se extendió por su cara hasta estallarle entre los labios. Soltó una carcajada a pleno pulmón.
Tenía una risa dulce como los caramelos, muy contagiosa. Si se pudiera embotellar, estoy segura de que la risa de Jean-Claude engordaría. O sería orgásmica.
– Ma petite, ma petite, eres absolutamente maravillosa.
Me quedé mirándolo, mientras su risa palpable me rodeaba. Tenía que marcharme: es imposible hacerse la dura cuando se tiene delante a alguien que ríe así. Pero lo conseguí, aunque mi frase de despedida sólo intensificó las carcajadas:
– Y deja de llamarme ma petite.