VEINTISIETE

Delante de la casa había un poli de uniforme echando las papas en un cubo de basura elefantiásico. Mala señal. En la acera de enfrente había una furgoneta de algún informativo. Peor señal. No sabía cómo se las había apañado Dolph para mantener apartados a los periodistas hasta entonces. Los acontecimientos pedían a gritos titulares del estilo de «Los zombis masacran una familia» o «Un zombi asesino en serie anda suelto». Virgen santa, la que se iba a montar.

Los de la televisión, con su presentador trajeado y con micrófono, me observaron mientras caminaba hacia el cordón policial amarillo. Cuando me puse la identificación en el cuello de la camisa, todos los miembros del equipo se acercaron al unísono. El policía que controlaba el cordón los contuvo, y avancé sin mirar atrás. Nunca hay que mirar atrás cuando se tiene a los periodistas respirando en el cogote, porque aprovechan para abalanzarse.

– Señorita Blake, por favor, ¿unas declaraciones? -gritó el rubio del traje.

No deja de hacerme gracia que me reconozcan, pero me hice la sueca y seguí andando con la cabeza gacha.

No hay nada que se parezca más a una escena de crimen que otra escena de crimen, aunque cada una tiene sus peculiaridades pesadillescas. La casa era bonita, de una sola planta. Yo estaba en un dormitorio, y un ventilador de techo giraba lentamente con un ligero chirrido, como si estuviera mal atornillado por un lado.

Más vale concentrarse en alguna nimiedad, como la forma en que la luz atravesaba las persianas, pintando las paredes a rayas. Mejor no mirar lo que había en la cama. No quería mirarlo; no quería verlo.

Pero no había más remedio. Tenía que examinarlo, porque igual encontraba alguna pista. Ya, y los cerdos vuelan. Aun así, la esperanza es lo último que se pierde. Menuda zorra insidiosa, la esperanza.

Un cuerpo humano contiene algo más de siete litros de sangre; por mucha que se vea en las películas, nunca es suficiente. Probad a derramar siete litros de leche en el suelo del dormitorio, mirad la que se monta y multiplicad eso por… No sé por cuánto, pero había demasiada sangre para ser de una sola persona. La alfombra estaba encharcada y hasta salpicaba al pisarla, como el barro después de la lluvia. Antes de llegar a la cama tenía teñidas de rojo las deportivas blancas.

Lección aprendida: para estas cuestiones es mejor llevar calzado negro.

El olor se podía masticar; menos mal que estaba el ventilador. Era una mezcla de matadero y letrina: sangre y mierda. Es el olor más habitual de una muerte reciente.

Las sábanas no cubrían sólo la cama, sino también gran parte del suelo, a su alrededor. Era como si hubieran tirado servilletas de papel gigantes para recoger el mayor charco de zumo de tomate del mundo. Estaba segura de que debajo había montones de cachitos de cadáver; los bultos eran demasiado pequeños para que hubiera un cuerpo entero. No había ni uno suficientemente grande.

– No me hagas mirar, por favor -susurré en la habitación vacía.

– ¿Cómo?

Di un brinco y me encontré con que tenía a Dolph detrás.

– Me has dado un susto de muerte.

– Para sustos, espera a ver lo que hay debajo de las sábanas.

No quería ver qué ocultaban todas aquellas sábanas empapadas de sangre. Ya había visto suficiente para toda la semana; dos noches atrás había sobrepasado mi tasa de casquería, y con creces.

Dolph esperaba en el umbral. No me había fijado hasta aquel momento en que tenía patas de gallo. Además estaba pálido y necesitaba afeitarse.

Todos necesitábamos algo. Pero antes tenía que mirar debajo de las sábanas. Si él había sido capaz, yo también. Sí, claro.

– Que venga alguien a ayudarnos a levantar los trapos -gritó Dolph, asomándose al pasillo-. Cuando Blake haya examinado los restos podremos irnos a casa. -Creo que añadió eso porque nadie se había acercado a ayudar; qué raro que no les apeteciera-. Zerbrowski, Perry, Merlioni, moved el culo.

– Hola, Blake -dijo Zerbrowski al entrar. Tenía unas ojeras que parecían cardenales.

– Hola. Estás hecho un asco.

– Y tú estás fresca como una rosa -contestó exhibiendo una amplia sonrisa.

– Desde luego.

– ¡ Señorita Blake! Es un placer volver a verte -dijo Perry.

No pude evitar sonreír. Era el único policía capaz de mantener las formas hasta con restos sanguinolentos alrededor.

– Lo mismo digo, inspector Perry.

– ¿Podemos seguir con esto, o pensáis fugaros juntos? -dijo Merlioni. Era alto, aunque no tanto como Dolph; claro que no existe nadie tan alto como Dolph. Tenía el pelo corto canoso y rizado, con remolinos encima de las orejas. Llevaba una camisa blanca de vestir arremangada, y la corbata aflojada. La pistola le formaba un bulto a un lado del pantalón, como si llevara una cartera repleta.

– Ya que tienes tanta prisa -le dijo Dolph-, levanta tú la primera sábana.

– Vale. -Merlioni suspiró, se acercó a una sábana y se agachó-. ¿Estás preparada, niñata?

– Más vale ser una niñata que ser un espagueti -dije. Sonrió-. Venga, adelante.

– Empieza el espectáculo. -Merlioni empezó a levantar la sábana lentamente, para despegarla de lo que ocultara.

– Échale una mano, Zerbrowski -dijo Dolph.

Zerbrowski no protestó; debía de estar cansado. Los dos hombres levantaron la sábana a la vez, con un movimiento pringoso. La luz de la mañana atravesó la sábana roja y avivó el tono de la alfombra, o puede que la mostrara tal como estaba. Mientras los hombres sujetaban la tela, de las esquinas caían goterones, como si fueran grifos estropeados. Era la primera vez que veía una sábana empapada de sangre. Cuántas cosas nuevas en un solo día.

Escudriñé la alfombra, intentando distinguir algo, pero sólo veía un montículo de bultos pequeños. Me arrodillé, y la sangre me empapó los vaqueros. Estaba fría. Supongo que habría sido peor que estuviera caliente.

El trozo más grande, de superficie húmeda y lisa, mediría poco más de diez centímetros. Era rosa y tenía un aspecto sano; un fragmento de intestino delgado. Justo al lado había un pedazo más pequeño. Lo examiné, pero cuanto más lo miraba, menos capaz me sentía de identificarlo. Podría haber sido un trozo de carne de cualquier animal. Qué coño, el intestino tampoco tenía por qué ser humano. Pero lo era; de lo contrario yo no estaría allí.

Le di un golpecito al fragmento pequeño con el dedo enguantado Aquella vez me había acordado de llevar guantes de látex; bien por mí. Era algo húmedo, denso y sólido. Tragué saliva, pero eso no me ayudó a averiguar qué había tocado. Los dos trozos parecían bocados escupidos, las migajas que habían quedado en la mesa. Virgen santa.

– Siguiente -dije poniéndome en pie. Había hablado con voz normal y firme. Qué mayor.

Hicieron falta cuatro hombres para levantar la sábana que cubría la cama, uno por cada esquina. Merlioni maldijo y dejó caer la suya. La sangre le había goteado por el brazo y le había llegado a la camisa.

– Pobrecito, se ha manchado -dijo Zerbrowski.

– Pues sí, joder. Esto es un asco.

– Me temo que la señora de la casa no tuvo tiempo de limpiar antes de tu visita, Merlioni -dije. Vi los restos de la susodicha en la cama, así que levanté la mirada hacia Merlioni-. ¿O es que el espagueti no puede con la boloñesa?

– Puedo con todo lo que seas capaz de preparar con esto.

– No creo. -Fruncí el ceño y sacudí la cabeza.

– ¿Os vais a poner a apostar? -dijo Zerbrowski.

Dolph no nos detuvo, ni nos recordó que eso era la escena de un crimen, no un patio de colegio. Sabía que teníamos que bromear para conservar la cordura. No podía mirar aquello sin ponerme irónica; me volvería loca. Los policías tienen un sentido del humor bastante retorcido, pero no hay más remedio.

– ¿Cuánto? -preguntó Merlioni.

– Una cena para dos en Tony's -propuse.

Zerbrowski silbó.

– Hala, qué bestia.

– Puedo permitírmelo -dije-. ¿Trato hecho?

– Mi mujer y yo llevamos siglos sin ir -dijo Merlioni, tendiéndome la mano ensangrentada. Se la estreché. La sangre fría se me quedó pegada en el guante y noté la humedad como si la tuviera en la piel, aunque era mentira. Los sentidos me engañaban: sabía que cuando me quitara los guantes tendría las manos secas, pero aun así era escalofriante.

– ¿Cómo y cuándo? -preguntó Merlioni.

– Aquí y ahora.

– Hecho.

Volví a centrarme en la carnicería con ánimos renovados. Quería ganar la apuesta; no pensaba darle el gustazo a Merlioni. Así podía concentrarme en algo distinto de lo que había en la cana.

Era la mitad izquierda de una caja torácica, aún con el pecho en su sitio. ¿La señora de la casa? Todo era de un rojo escarlata intenso, como si lo hubieran rociado con pintura brillante, y costaba distinguir los fragmentos. También había un brazo izquierdo delgado, de mujer.

Le moví los dedos sin dificultad. En el anular llevaba una alianza.

– No tiene rigor mortis. ¿Qué opinas, Merlioni?

Se acercó a mirar la mano. No pensaba ser menos, así que se puso a toquetearla y le dio la vuelta por la muñeca.

– Puede que se le haya pasado. Ya sabes que el rigor mortis no dura mucho.

– ¿Crees que han transcurrido casi dos días? -Negué con la cabeza-. La sangre está demasiado fresca. Aún no ha llegado el rigor mortis; murió hace menos de ocho horas.

– No está mal, Blake -dijo asintiendo-. Pero ¿qué me dices de esto? -Clavó el dedo en la caja torácica con suficiente fuerza para hacer temblar el pecho.

Tragué saliva. Estaba dispuesta a ganar la apuesta.

– No sé. Vamos a ver; ayúdame a darle la vuelta. -Lo miré a la cara mientras hablaba. ¿Palideció un poco? Puede.

– Vale.

Los otros tres estaban a un lado, contemplando el espectáculo. Mejor para ellos; era mucho más entretenido que pensar en aquello como en un trabajo.

Le dimos la vuelta a la caja torácica. Procuré dejarle a él las partes con carne, confiando en que el tacto del tejido mamario fuera distinto cuando está frío y ensangrentado. A Merlioni le cambió el color; supongo que sí que es distinto.

El interior estaba limpio y resplandeciente, igual que en el caso Reynolds. Dejamos caer el costillar a la cama, y nos salpicó, aunque a él más que a mí. Bien.

Se frotó las salpicaduras, con cara de asco, pero sólo consiguió mancharse más con la sangre de los guantes. Cerró los ojos y respiró profundamente.

– ¿Cómo estás, Merlioni? -pregunté-. Si te pones nervioso, no hace falta que sigas.

Me miró y me dedicó la sonrisa menos amable del mundo.

– Tú no lo has visto todo, niñata. Yo sí.

– ¿Y también lo has tocado todo?

– No es necesario tocarlo todo. -Una gota de sudor le resbalaba por la cara.

– Ya veremos -dije encogiéndome de hombros. En la cama había una pierna, y a juzgar por el vello y la zapatilla deportiva, era de hombre. La cabeza del fémur, redondeada, era de un blanco resplandeciente: el zombi había arrancado la pierna, desgarrando la carne sin romper los huesos-. Eso tuvo que doler un huevo -comenté.

– ¿Crees que estaba vivo?

– Sí. -No estaba segura; había demasiada sangre para saber quién había muerto cuándo, pero Merlioni palideció un poco más.

El resto eran vísceras ensangrentadas, trozos de carne y esquirlas de hueso. Merlioni levantó un puñado y fingió que me lo iba a tirar.

– Cógelo, Blake.

– Cono, eso no ha tenido gracia. -Tenía un nudo en la garganta.

– Pero has puesto una cara bastante graciosa.

– ¿Vas a lanzarlo o no? -Lo miré fijamente-. No me gustan los faroles.

Se quedó mirándome unos instantes; después asintió y echó el puñado de vísceras en mi dirección. No trazaron un arco muy limpio, pero conseguí recogerlas. Tenían un tacto húmedo, pesado, flácido, pringoso y, en definitiva, repugnante. Como el hígado de cordero, pero a lo bestia.

Dolph soltó un gruñido de exasperación.

– Mientras os dedicáis a hacer asquerosidades, ¿alguno de los dos podría decirme algo útil?

Dejé las entrañas en la cama.

– Desde luego. El zombi entró por la puerta corredera, igual que la última vez. Persiguió al hombre o a la mujer hasta aquí, se los cargó a los dos… -Dejé de hablar y me quedé paralizada.

Merlioni tenía en la mano una manta de bebé. Por algún motivo misterioso, una esquina había quedado limpia. El borde estaba forrado de raso rosa, y el dibujo era de globos y payasos. Del otro extremo goteaba sangre.

Me quedé mirando los globos diminutos y los payasos que bailaban en círculos inútiles.

– Hijo de puta -mascullé.

– ¿Me dices a mí?

Sacudí la cabeza. No quería tocar la manta. Pero alargué la mano, y Merlioni se las arregló para que la parte ensangrentada me rozara el brazo desnudo.

– Espagueti hijo de puta -dije entre dientes.

– ¿Me dices a mí, zorra?

Asentí e intenté sonreír, pero no me salió muy bien. Teníamos que seguir fingiendo que no pasaba nada, que podíamos con ello. Era una obscenidad. Si no fuera por la apuesta, habría salido de allí dando alaridos.

– ¿Qué edad tenía? -pregunté mirando la manta.

– Ahí delante tienes una foto de la familia. Yo diría que tres o cuatro meses.

Llegué por fin al otro lado de la cama. Había otro bulto cubierto con una sábana, tan ensangrentado y pequeño como los demás. Debajo no podía haber nada entero.

«Olvidemos la apuesta; si no me obligáis a mirar, os invito a todos a cenar al Tony's. Pero no me hagáis levantar esa sábana, por favor.»

Pero tenía que mirar, con apuesta o sin ella. Tenía que ver lo que fuera, así que para el caso, podía seguir intentando ganar.

Le devolví la manta a Merlioni, que la cogió y la dejó en la cama con cuidado de no manchar la esquina limpia.

Me arrodillé junto a la sábana, y él se arrodilló al otro lado. Nos miramos a los ojos, desafiándonos a llegar hasta el final. Levantamos la sábana.

Sólo tapaba dos cosas. Sólo dos. Se me encogió tanto el estómago que tuve una arcada. Tosí y estuve a punto de echar la pota, pero la contuve. Eso sí que fue una hazaña.

Suponía que el bulto sanguinolento sería el bebé, pero me equivocaba. Era una muñeca, tan empapada que no sabía de qué color tenía el pelo, pero era sólo una muñeca. Demasiada muñeca para un bebé de cuatro meses.

También había una mano pequeña, tan cubierta de sangre como todo lo demás. Era de una niña, no de un bebé. Puse la mano encima para comparar el tamaño. Tres años, puede que cuatro. Aproximadamente de la misma edad que Benjamín Reynolds. ¿Sería casualidad? Sí, probablemente. Los zombis no eran tan selectivos.

– La mujer está dando de mamar al bebé, por ejemplo, cuando oyen un ruido. El marido se levanta a ver qué pasa. El ruido ha despertado a la niña, que sale de su habitación. El marido ve al monstruo, coge a la niña y viene corriendo al dormitorio. El zombi los atrapa a todos aquí y se los carga. -Hablaba en tono distante y tranquilo. Joder.

Intenté limpiar la sangre de la mano. Llevaba un anillo, como su madre, pero de esos que salen de las máquinas de chicles.

– ¿Has visto el anillo? -pregunté. Levanté la mano, hice ademán de lanzarla y dije-: Cógela, Merlioni.

– ¡Por Dios! -Se levantó y salió disparado antes de que yo pudiera hacer nada, y llegó a la puerta a toda hostia. Yo no pensaba lanzarle la mano, de verdad.

Me puse a examinarla, con la sensación de que iba a agarrarme y pedirme que la llevara a dar un paseo. La dejé caer en la moqueta y salpicó, para variar.

Hacía un calor sofocante, y la habitación daba vueltas lentamente. Parpadeé y miré a Zerbrowski.

– ¿He ganado la apuesta?

– Anita Blake, la chica más dura -dijo asintiendo-. Te has ganado una velada de primera en el Tony's, a costa de Merlioni. Tengo entendido que preparan unos espaguetis de muerte.

La mención de la comida ya fue demasiado.

– ¿Dónde está el cuarto de baño?

– Por el pasillo, la tercera puerta de la izquierda -dijo Dolph.

Corrí al servicio. Merlioni estaba saliendo, pero no tuve tiempo de saborear la victoria: las arcadas exigían toda mi atención.

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