DIECINUEVE

La empresa de limpieza tuvo una cancelación y me hizo un hueco. Por la tarde, mi casa estaba limpia y olía de maravilla. También habían cambiado el cristal roto, y los agujeros de bala estaban pintados de blanco, aunque quedaban hoyuelos en la pared. De todas formas, no tenía quejas.

John Burke no me había devuelto la llamada. Igual me había pasado de sutil; ya le dejaría un mensaje más directo después. Pero en aquel momento tenía cosas mejores en que pensar.

Me vestí para salir a hacer footing: unos pantalones cortos azul marino con borde blanco, unas zapatillas blancas con las costuras azul claro, unos calcetines cortos y una camiseta. Los pantalones eran de esos que tienen un bolsillo interior con cierre de velcro, y en él llevaba una pistola de cañón corto, concretamente una American: calibre 38 especial, de doce centímetros y doscientos gramos, casi como una pluma.

El bolsillo cerrado con velcro no era lo mejor para desenfundar deprisa, y tratándose de una derringer de dos disparos, un escupitajo resultaría más certero. Aunque los hombres de Gaynor no tenían intención de matarme. Sólo querían herirme un poquito, y para eso tendrían que acercarse y darme tiempo de sacar la pistola. Eso sí: después de disparar dos veces tendría problemas.

Había intentado dar con la forma de llevar una 9 mm, pero no se puede correr y, a la vez, ir armada hasta los dientes, Putas decisiones.

Veronica Sims, más conocida como Ronnie, me esperaba en el salón. Mide uno setenta y cinco, es rubia y tiene los ojos grises. A veces contratamos sus servicios de detective en Reanimators, Inc., y hacemos ejercicio juntas al menos dos veces por semana, salvo si una de las dos está de viaje, herida o hasta el cuello de vampiros. Las dos últimas cosas ocurren con más frecuencia de la deseable.

Llevaba unos pantalones cortos morados, abiertos por los lados, y una camiseta en la que ponía: «Fuera del perro, el libro es el mejor amigo del hombre. Dentro del perro no hay bastante luz para leer». Por algo somos amigas.

– Te eché de menos el jueves en el gimnasio -me dijo-. ¿Fue muy coñazo el entierro?

– Sí.

No me pidió que elaborara; sabe que los entierros no me hacen gracia. La mayoría de la gente los odia porque están asociados a la muerte; yo, por todo el rollo melodramático.

Inclinó el cuerpo hacia el suelo, con las piernas rectas, para estirarse. Siempre calentamos en mi casa: mejor no hacer flexiones en público con un pantalón tan corto.

Imité el movimiento, y los músculos de mis muslos protestaron. La pistola era incómoda, pero no muy grave.

– Sólo por curiosidad -dijo Ronnie-, ¿por qué te parece necesario salir a correr armada?

– Siempre llevo pistola -contesté.

– Si no quieres decírmelo, no me lo digas -dijo mirándome con cara de reproche-, pero no me salgas con chorradas.

– De acuerdo, de acuerdo. La verdad es que no es ningún secreto.

– ¿Nada de amenazas para evitar que recurras a la policía?

– Pues no.

– Vaya, qué considerados.

– Ya me gustaría -dije mientras me sentaba en el suelo con las piernas abiertas. Ronnie me imitó; parecía que íbamos a lanzarnos una pelota-. Yo no los llamaría considerados precisamente. -Bajé el torso hasta que me toqué el muslo izquierdo con la mejilla.

Me pidió que se lo contara y se lo conté. Cuando terminé ya estábamos listas para salir a correr.

– Joder, Anita. Zombis en tu casa, un millonario loco que pretende que realices sacrificios humanos… -Me miró con intensidad-. Eres la única persona que conozco a la que le pasan cosas aún más raras que a mí.

– Muchas gracias.

Cuando salimos, cerré la puerta y me guardé las llaves en el bolsillo, al lado de la pistola. Supongo que la rayarían, pero no iba a correr con las llaves en la mano, ¿no?

– ¿Quieres que investigue a Harold Gaynor? -me preguntó Ronnie.

– ¿No estás trabajando en nada? -íbamos bajando por la escalera.

– En tres fraudes de seguros. Casi todo vigilancia y fotografías. Se me salen las hamburguesas por las orejas.

– Puedes ducharte y cambiarte en mi casa -dije sonriendo-, y después salimos a cenar algo comestible.

– Suena muy bien, pero no querrás hacer esperar a Jean-Claude.

– Vete al guano.

– Deberías mantenerte tan lejos como puedas de esa… cosa -dijo encogiéndose de hombros.

– Ya lo sé. -Me tocó a mí encogerme de hombros-. Pero acceder a verlo me pareció el menor de los males.

– ¿Qué otras opciones tenías?

– Quedar con él o esperar cruzada de brazos a que me secuestraran para llevarme a su presencia.

– Cojonudo.

– ¿Verdad?

Cuando abrí la puerta doble del portal, el calor me abofeteó. Salir a la calle era como entrar en el Infierno. ¿En serio pensábamos correr con aquel bochorno?

Levanté la vista para mirar a Ronnie. Me saca quince centímetros, casi todos de piernas. Soy capaz de aguantarle el ritmo cuando corremos juntas, pero me toca esforzarme. Es todo un ejercicio.

– Hoy quiero hacer más de seis kilómetros -dije.

– ¿Tienes el día masoca? -Ronnie llevaba una botella de agua en la mano; más no podíamos prepararnos.

– Venga, seis kilómetros de horno -dije-. Vimos allá.

Empezamos con paso lento pero firme. Normalmente corríamos algo menos de media hora. El calor parecía condensarse, y tenía la impresión de estar atravesando cortinas de aire ardiente. El nivel de humedad de San Luis suele estar alrededor del cien por cien; combinado con casi cuarenta grados, es como el interior de una olla exprés. San Luis en verano, ¡bieeen!

No me gusta hacer ejercicio, y nunca lo haría si a cambio sólo sacara unas caderas estrechas y unos muslos firmes, pero lo importante es ser capaz de correr más que los malos: a veces, todo depende de quién corra más. Aunque igual debería dedicarme a otra cosa. No es que me queje, pero con cuarenta y ocho kilos no voy sobrada de masa muscular.

Claro que a la hora de enfrentarse a un vampiro ya se pueden tener cien kilos de músculos; para lo que sirven. Hasta un nomuerto reciente podría aplastar un coche con una mano atada a la espalda, así que no hay tu tía. Lo tengo muy asumido.

Ya llevábamos cerca de dos kilómetros. Siempre cuesta más al principio; mi cuerpo suele tardar unos tres kilómetros en convencerse de que no me va a disuadir de esa locura.

Nos metimos por un barrio antiguo, con montones de jardincitos vallados y casas de los años cincuenta, o hasta del siglo XIX. Un almacén de más de ciento cincuenta años, con fachada de ladrillo pulido, marcaba la mitad del recorrido: tres kilómetros. Me sentía relajada y en forma con la impresión de que podría seguir corriendo indefinidamente con tal de que no fuera muy deprisa. Me concentraba en mantener el ritmo a pesar del calor; fue Ronnie quien se fijó en el hombre.

– No es por alarmarte -dijo-, pero ¿qué hace ahí ese tipo?

Alcé la vista. El edificio de ladrillo terminaba a unos quince metros de nosotras, y tenía un olmo al lado. Cerca había un hombre. No intentaba ocultarse, pero llevaba una cazadora vaquera, y hacía demasiado calor para salir con chaqueta a no ser que se quisiera ocultar una pistola.

– ¿Cuánto hace que lo has visto?

– Acaba de salir de detrás del árbol.

– Vamos a dar la vuelta. -Otra vez la paranoia-. Son tres kilómetros, en cualquier caso.

Ronnie asintió. Giramos y empezamos a correr en sentido contrario. A nuestra espalda, el hombre no gritó ni nos ordenó que nos detuviéramos. Si es que a veces me preocupo sin motivo.

Otro hombre dobló la esquina del almacén hacia la que nos dirigíamos. Seguimos corriendo un poco hacia él, hasta que me volví para mirar. El primero caminaba hacia nosotras como quien no quiere la cosa. Tenía la chaqueta vaquera desabrochada y se estaba llevando una mano al sobaco. Así que mi recelo era injustificado, ¿eh?

– ¡Corre! -dije.

El segundo hombre se sacó una pistola del bolsillo.

Dejamos de correr. En aquel momento nos pareció una buena idea.

– Bien -dijo el tipo-. No me apetecía perseguir a nadie con este calor y, a fin de cuentas, preferimos pillarte con vida.

Llevaba una automática del 22. Es difícil matar a alguien con ella, pero es perfecta para herir. Lo tenían bien pensado. Qué yuyu.

Ronnie estaba a mi lado, muy rígida. Contuve el impulso de cogerla de la mano: no sería muy propio de una cazavampiros dura como el acero, ¿verdad?

– ¿Qué queréis? -pregunté.

– Así está mejor. -Una camiseta azul claro le contenía la barriga cervecera, que escapaba por encima del cinturón, pero sus brazos parecían musculosos. Quizá estuviera gordo, pero estaba segura de que sus hostias dolían. Esperaba no tener que comprobarlo.

Retrocedí para que la pared de ladrillo quedara a mi espalda. Ronnie me imitó. El de la chaqueta vaquera ya estaba llegando, con una Beretta de 9 mm en la mano. Eso sí que mataba.

Miré a Ronnie y luego al gordito, que estaba casi a su lado. Después miré al otro, que estaba casi a mi lado. Volví a mirar a Ronnie, y sus ojos se agrandaron un poco. Se humedeció los labios y se volvió hacia el matón que le había tocado. El de la Beretta era mío. A Ronnie le tocaba el de la 22. No hay nada como saber delegar.

– ¿Qué queréis? -volví a decir. Odio repetirme.

– Que vengas a dar una vuelta con nosotros, nada más -contestó el gordito, sonriente.

Le devolví la sonrisa y me volví hacia el de la cazadora y su muy solícita Beretta.

– ¿Tú no sabes hablar?

– Claro que sí. -Dio dos pasos hacia mí, sin dejar de apuntarme con pulso firme-. Hablo de maravilla. -Me rozó el pelo con los dedos. Tenía la pistola muy cerca; si apretaba el gatillo, se acabó. El tambor negro mate pareció agrandarse. Será una ilusión óptica, pero cuanto más se mira una pistola, más crece… si se mira desde el lado incorrecto.

– De eso nada, Seymour -dijo el gordito-. No podemos tirárnosla ni matarla, son las reglas.

– Joder, Pete.

– Quédate con la rubia -dijo Pete, el de la barriga-. Nadie ha dicho que no podamos divertirnos con ella.

No miré a Ronnie, sino a Seymour. Tenía que estar preparada por si surgía alguna oportunidad, y mirar la cara que ponía mi amiga ante la perspectiva de que la violaran no iba a ayudarme demasiado.

– Ya empezamos con el falocentrismo, Ronnie -dije-. Todo se reduce a las gónadas.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Seymour frunciendo el ceño.

– Quiero decir que eres gilipollas y tienes el cerebro en los huevos -contesté con una sonrisa encantadora.

Me dio una bofetada que me hizo tambalearme, pero mantuve el equilibrio. Seguía apuntándome sin vacilar. Mierda. Gruñó y volvió a golpearme, con el puño. Caí al suelo y me quedé un momento tirada en la acera, escuchando el golpeteo del pulso en los oídos. La bofetada había dolido, y el puñetazo, más.

Noté una patada en las costillas.

– ¡Dejadla en paz! -gritó Ronnie.

Me tumbé y fingí que me retorcía de dolor. No fue muy difícil. Alargué la mano hacia el bolsillo de velcro, mientras Seymour apuntaba a Ronnie con la Beretta, que le gritaba. Pete la había sujetado por los brazos e intentaba inmovilizarla. Las cosas se estaban complicando. Así me gusta.

Me puse de rodillas sin perder de vista las piernas de Seymour y le clavé la pistola en los huevos. Se quedó mirándome paralizado.

– Muévete y tendremos huevos revueltos -le dije.

Ronnie hundió el codo en el plexo solar del gordito, que se dobló y se llevó las manos al estómago. Ronnie se zafó y le soltó un rodillazo en la cara. La sangre salió a borbotones de la nariz del gorila, que se tambaleó hacia atrás. Lo embistió con un hombro en la mejilla, impulsándose con todo el cuerpo, y lo derribó. Mi amiga tenía la 22 en la mano.

Contuve el impulso de gritar: «Así se hace, Ronnie»; no sonaba suficientemente duro. Ya la felicitaría después.

– Seymour, dile a tu amigo que se quede quietecito, o aprieto el gatillo.

El matón tragó saliva con tanto esfuerzo que lo oí.

– No te muevas, Pete -dijo-. ¿Vale?

Pete sólo nos miró.

– Ronnie, por favor -dije-, coge la pistola de Seymour, ¿quieres? Gracias.

Seguía arrodillada en la acera, con la pistola enana incrustada en la entrepierna del tipo, que le entregó el arma a Ronnie sin resistirse. ¿Qué os parece?

– Yo me encargo de este, Anita -dijo Ronnie. No la miré. Ella haría su trabajo, y yo, el mío.

– Seymour, esto es una 38 especial de dos disparos. Se puede cargar con diversos tipos de bala: 22, 44 y 357 Magnum. -Era mentira; la capacidad máxima del nuevo modelo ultraligero era de dos balas del 38, pero estaba segura de que no se daría cuenta-. Si llevo 44 o 357, ya te puedes despedir de tus cositas. Si llevo 22, puede que sólo te duela mucho, mucho, mucho. Por citar a uno de mis ídolos, ¿te sientes afortunado?

– ¿Qué quieres? ¿Qué quieres? -Hablaba con voz chillona por el miedo.

– Que me digas quién os ha contratado.

– Nada de eso -dijo sacudiendo la cabeza-. Nos mataría.

– Magnum 357. ¿Sabes el agujero que hace eso?

– No le digas nada -dijo Pete.

– Si vuelve a abrir la bocaza, vuélale una rodilla, ¿quieres, Ronnie? -dije.

– Será un placer.

No sabía si sería capaz de hacerlo, ni si yo sería capaz de pedírselo. Mejor no averiguarlo.

– Empieza a cantar ahora mismo, o aprieto el gatillo. -Le clavé la pistola un poco más; eso debió de doler por sí mismo, porque Seymour empezaba a ponerse de puntillas.

– No, por favor.

– ¿Quién os ha contratado?

– Bruno.

– ¿Eres imbécil, Seymour? -dijo Pete-. Nos va a matar.

– Ronnie, por favor, pégale un tiro -dije.

– En la rodilla, ¿no?

– Sí.

– ¿No prefieres que le dé en el codo?

– Como quieras.

– Estáis como cabras -dijo Seymour.

– Sí -dije-, y será mejor que lo recuerdes. ¿Qué instrucciones os dio Bruno exactamente?

– Dijo que os lleváramos a un edificio de Grand con Washington. Que teníamos que ir con las dos, aunque podíamos hacerle lo que fuera a la rubia para conseguir que vinieras.

– Dame la dirección.

Obedeció. Creo que me habría dado el ingrediente secreto de su salsa favorita si se lo hubiera pedido.

– Si te plantas ahí, Bruno sabrá que te lo hemos dicho -protestó Pete.

– Ronnie, por favor -dije.

– Pégame un tiro si quieres. Para el caso… Si os plantáis ahí o mandáis a la policía, estamos muertos.

Miré a Pete. Parecía muy sincero. Eran los malos, pero…

– De acuerdo, no os delataremos.

– ¿No vamos a llamar a la policía? -preguntó Ronnie.

– Para eso, acabaríamos antes pegándoles un tiro aquí mismo. Pero no va a hacer falta, ¿verdad, Seymour?

– No, claro que no.

– ¿Cuánto os ha ofrecido Bruno?

– Cuatrocientos por cabeza.

– No era suficiente.

– Ya lo veo.

– Ahora voy a levantarme, Seymour, y de momento seguirás con los huevos en su sitio, pero como vuelvas a acercarte a Ronnie o a mí, le diré a Bruno que cantaste.

– Nos mataría, tía. Muy despacio.

– Eso es. Así que vamos a olvidarnos de todo esto, ¿de acuerdo? -Seymour asentía con vehemencia-. ¿Qué opinas tú, Pete?

– No soy tan idiota. Bruno nos arrancaría el corazón y nos lo haría comer. No diremos nada. -Parecía furioso.

Me puse en pie y me alejé de Seymour con cuidado. Ronnie siguió apuntando a Pete con la Beretta. Se había guardado la 22 en el elástico del pantalón corto.

– Largo de aquí -dije.

Seymour estaba pálido y cubierto de sudor.

– ¿Me devuelves la pistola? -Desde luego, no era muy listo.

– No te pases -le dije.

Pete se levantó. La sangre de la nariz se le había empezado a secar.

– Vamos, Seymour -dijo.

Se alejaron por la calle. Seymour iba encorvado, como si no pudiera evitar protegerse los huevos.

Ronnie soltó todo el aire de los pulmones y se apoyó en la pared. Seguía con la pistola en la mano derecha.

– Joder -dijo.

– Sí.

Me llevó la mano a la cara, donde Seymour me había golpeado. Dolió.

– ¿Qué tal estás? -me preguntó.

– Bien. -En realidad tenía la impresión de que se me había caído media cara, pero no me dolería menos por decirlo.

– ¿Vamos al edificio al que pensaban llevarnos?

– No.

– ¿Por qué?

– Conozco a Bruno, y ya sé para quién trabaja y por qué intentaban secuestrarme. ¿Qué puedo averiguar que valga dos vidas?

– Tienes razón -dijo tras pensarlo un momento-, pero ¿no vas a informar a la policía?

– ¿Para qué? Las dos estamos bien, y ni Seymour ni Pete volverán a meterse con nosotras.

Ronnie se encogió de hombros.

– No querías que le volara la rodilla, ¿no? Estábamos haciendo de poli bueno y poli malo, ¿verdad? -Me miraba muy seria, clavándome los ojos grises sin pestañear. Aparté la vista.

– Vamos a volver andando. Ya no me apetece correr.

– A mí tampoco. -Mientras echábamos a andar se sacó la camiseta del pantalón para ocultar la Beretta debajo. Llevaba la 22 en la mano, pero casi no se veía-. Era un farol, ¿no? Estabas haciéndote la dura, ¿no?

– No lo sé.

– ¡Anita!

– Es la verdad. No lo sé.

– No me creerás capaz de pegarle un tiro a alguien sólo para que se calle.

– Me alegro de que no lo seas.

– ¿De verdad le habrías pegado un tiro en los huevos al otro? -A lo lejos se oían los trinos de un cardenal, que parecían atenuar el bochorno-. Contéstame, Anita. ¿Habrías apretado el gatillo?

– Sí.

– ¿Sí? -Su sorpresa era palpable.

– Sí.

– Joder. -Seguimos andando en silencio un momento-. ¿Qué balas llevabas en la pistola?

– Del 22.

– Te lo habrías cargado.

– Es probable -dije.

Vi que me miraba de reojo mientras caminábamos. Era una mirada que ya conocía, una mezcla de espanto y admiración. Pero nunca la había visto en la cara de un amigo. Dolía. Aun así, nos fuimos a cenar a La Hija del Molinero, en el casco antiguo de Saint Charles. El ambiente era agradable, y la comida, espectacular. Como siempre.

Charlamos, nos reímos y lo pasamos muy bien. Ninguna de las dos mencionó el incidente de la tarde. Si fingíamos con suficiente ahínco, igual lográbamos borrarlo.

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