TREINTA Y DOS

Riverridge era una urbanización moderna, o lo que es lo mismo, sólo tenía tres modelos de vivienda. De vez en cuando se veían hileras de hasta cuatro casas idénticas, como galletas en la bandeja del horno. No había ningún río a la vista, y el terreno era llano.

La casa que ocupaba el centro de la zona que estaba registrando la policía era igual que la de los vecinos, aunque de otro color. La casa de la masacre, como la llamaban en los informativos, era gris y tenía los postigos blancos; la que se había librado era azul, también con postigos blancos. Tanto unos como otros eran decorativos: no se cerraban de verdad. La arquitectura moderna está llena de trampas: balaustradas sin balcón, tejados puntiagudos que anuncian la presencia de una buhardilla inexistente, porches tan estrechos que hay que sentarse en fila… Casi se echa de menos la arquitectura victoriana; puede que fuera demasiado ostentosa, pero las cosas cumplían su función.

Habían evacuado toda la urbanización, y Dolph no había tenido más remedio que hablar con la prensa. Es una putada, pero no se puede vaciar una zona del tamaño de una ciudad pequeña sin hacer declaraciones. Había saltado la liebre, y los zombis asesinos ya estaban en boca de todos. Ay.

El sol se hundía en un mar de tonos escarlata y anaranjados, como si hubieran embadurnado el cielo con dos pinturas de cera derretidas. No quedaba ni un cobertizo, ni un garaje, ni un sótano, ni una casa de árbol, ni una caseta de perro, ni nada parecido sin registrar, pero seguíamos sin encontrar nada.

Los periodistas zumbaban como un enjambre alrededor de la zona acordonada. Si no encontrábamos ningún zombi después de evacuar a cientos de personas y registrar sus pertenencias sin orden judicial, nos habríamos metido en un lío.

Pero estaba allí. Sabía que estaba allí. Bueno, estaba casi segura.

John Burke estaba al lado de uno de esos cubos de basura gigantes. Me había sorprendido que Dolph le permitiera apuntarse a la caza del zombi, pero como decía el inspector, necesitábamos tanta ayuda que no podíamos rechazar la de nadie.

– ¿Dónde está el bicho, Anita? -me preguntó Dolph.

Me habría gustado darle una respuesta que le arrancara un comentario admirativo en plan «Dios mío, Holmes, ¿cómo dedujo que el zombi estaba escondido en la maceta?», pero no podía mentir.

– No lo sé. La verdad es que no tengo ni idea.

– Como no lo encontremos… -No terminó la frase. No hacía falta.

Si aquello salía mal, yo seguía teniendo el trabajo asegurado, pero él lo tenía más crudo. Mierda. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? ¿Qué habíamos pasado por alto? ¿Qué?

Me quedé mirando la calle apacible, demasiado apacible. Todas las luces de las ventanas estaban apagadas; sólo las farolas, con sus débiles halos luminosos, plantaban cara a los avances de la oscuridad.

Todas las casas tenían un buzón en un poste cerca de la entrada, junto al camino. Algunos eran increíblemente barrocos. Había uno con forma de gato sentado, que levantaba la pata cuando tenía correo en la barriga. La familia se apellidaba Catt. Impagable.

Todas las casas tenían al menos un cubo de basura extragrande delante. Algunos eran más altos que yo. Al parecer, el día anterior tocaba sacar la basura. ¿O tocaba aquel día, y la policía había impedido que pasara el camión?

– ¡Los cubos de basura! -exclamé.

– ¿Qué? -dijo Dolph.

– Los cubos de basura. -Me agarré a su brazo para no caerme por la emoción-. Llevamos todo el día viendo esos putos cubos. Ahí está.

John Burke se me acercó, con el ceño fruncido.

– ¿Qué tripa se te ha roto, Blake? -Zerbrowski también se me acercó. Iba fumando, y el extremo de su cigarrillo parecía una luciérnaga rolliza.

– Los cubos son suficientemente grandes para que se esconda una persona.

– ¿No se le dormirían los brazos y las piernas?

– Ya ves lo que le importará eso a un zombi. No les circula la sangre.

– ¡Todo el mundo a registrar los cubos de basura! -gritó Dolph-. ¡El zombi está en uno de ellos! ¡Venga, a moverse!

Los policías se desperdigaron como si un niño hubiera revuelto su hormiguero con un palo, pero no vagaban sin rumbe fijo. Yo acabé con dos policías de uniforme. En sus placas ponía «Ki» y «Roberts». Un asiático y una rubia. Qué equipo más variopinto.

Nos pusimos manos a la obra sin necesidad de asignar funciones. El agente Ki se acercaba a los cubos y los volcaba, mientras la agente Roberts y yo lo cubríamos pistola en mano, y los tres estábamos dispuestos a avisar a gritos si aparecía un zombi. Probablemente sería el que buscábamos; tendría gracia que saliera otro.

En cuanto avisáramos, un equipo de exterminadores acudiría a la carrera, o eso esperábamos. Aquel zombi era demasiado rápido y destructivo. Puede que fuera más resistente a los disparos, pero preferíamos no averiguarlo. Mejor achicharrarlo directamente y a otra cosa.

No había más equipos en aquella calle, y no se oía más sonido que el de nuestros pasos, el de los cubos que volcaba Ki y el de las latas y botellas que caían. ¿Es que nadie ataba las bolsas de basura?

La oscuridad ya era completa. Sabía que en algún sitio, por ahí arriba estaban la luna y las estrellas, pero no podía demostrarlo: del oeste habían llegado unas nubes densas y oscuras como el terciopelo, y si no fuera por las farolas, no se vería nada.

No sabía cómo estaría Roberts, pero a mí me dolían todos los músculos del cuello y los hombros. Cada vez que Ki empujaba un cubo de basura me tensaba, preparada para actuar, para disparar y salvarlo antes de que el zombi saltara y le desgarrara el cuello. Una gota de sudor le caía por la cara angulosa, y brillaba a pesar de la escasa iluminación.

Bueno era saber que el esfuerzo no me pasaba factura sólo a mí Claro que yo no era la que tenía que colocar la cara junto al posible escondite de un zombi desatado. El problema era que no sabía si mi acompañantes eran buenos tiradores. Sabía que yo sí, y que podría contener al bicho hasta que llegaran los refuerzos, así que tenía que mantenerme alerta para disparar. Nos habíamos repartido el trabajo de la mejor forma posible. Lo digo en serio.

Se oyó un grito a la izquierda, y los tres nos quedamos paralizados. Me giré hacia el sonido, pero no se veía nada más que casas oscuras y círculos de luz. No se apreciaba ningún movimiento, pero se oían más gritos, agudos y aterrorizados.

Empecé a correr hacia el lugar del que procedían, seguida por Ki y Roberts, con la Browning sujeta con las dos manos y apuntando. Así era más fácil correr; con las visiones de ositos cubiertos de sangre, y con aquellos gritos, no me atrevía a enfundar la pistola. Y menos cuando los gritos empezaron a desvanecerse. Alguien estaba muriendo a poca distancia.

Todo parecía moverse a nuestro alrededor. Los demás policías también corrían hacia allí. Todos nos dábamos prisa, pero todos íbamos a llegar demasiado tarde: ya no se oía nada. Tampoco ningún disparo. ¿Por qué no? ¿Cómo era que nadie había disparado?

Atravesamos varios jardines hasta que llegamos a una verja metálica y tuvimos que guardar la pistola; no podíamos trepar con una sola mano. Mierda. Me las arreglé como pude para pasar al otro lado.

Caí de rodillas en la tierra blanda de un macizo de flores, entre no sé qué plantas altas de verano que medían bastante más que yo arrodillada. Ki aterrizó a mi lado; Roberts fue la única que cayó de pie.

Ki se puso en pie sin sacar la pistola, y yo desenfundé la Browning agazapada entre las flores. Ya me levantaría cuando estuviera armada.

Percibí un movimiento apresurado, pero no veía nada con claridad, por culpa de las plantas. De repente, Roberts se tambaleaba hacia atrás, gritando.

Ki estaba sacando la pistola, pero recibió un golpe y acabó encima de mí. Rodé para zafarme, pero su peso no me lo ponía fácil.

– ¡Aparta, Ki!

El policía se incorporó y empezó a acercarse a gatas a su compañera. Vi la silueta de su pistola recortada contra la luz de las farolas. Estaba mirando a Roberts, que no se movía.

Escudriñé la oscuridad intentando ver algo, lo que fuera. Se desplazaba mucho más deprisa que una persona; tan deprisa como un algul. Los zombis no eran tan ágiles. ¿Me habría equivocado desde el principio? ¿Sería algo distinto, algo peor? ¿Cuántas vidas costaría mi error aquella noche? ¿ La de Roberts, por ejemplo?

– ¿Está viva, Ki? -Seguí escudriñando, y tuve que contener el impulso de examinar sólo las zonas iluminadas. Reinaban los gritos y la confusión: «¿Dónde está?», «¿Dónde se ha metido?». Los sonidos se alejaban-. ¡Aquí, aquí! -grité. Las voces vacilaron y empezaron a acercarse. Montaban más bullicio que una manada de elefantes artríticos-. ¿Está malherida? -le pregunté a Ki.

– Sí. -Dejó la pistola en el suelo para apretarle el cuello a Roberts con las dos manos, que se llenaban de un líquido oscuro. Virgen santa.

Me arrodillé al otro lado de la agente, con la pistola en la mano y sin dejar de mirar a mi alrededor. Fue cuestión de segundos, pero se me hicieron eternos.

Le tomé el pulso. Era débil, pero algo es algo. Vi que me había llenado la mano de sangre y me la limpié en el pantalón. Ese bicho casi la había degollado.

– ¿Dónde estaba? -pregunté. Los ojos de Ki estaban enormes; eran todos pupila. A la luz de las farolas, su piel tenía un tono leproso. La sangre de su compañera le corría entre los dedos.

Algo se movió, demasiado pegado al suelo pata ser un hombre, aunque tendría el mismo tamaño. Sólo era un bulto que reptaba a lo largo de la parte trasera de la casa, delante de nosotros. Fuera lo que fuera, había buscado el lugar más oscuro e intentaba escabullirse.

Aquello demostraba más inteligencia de la que cabría esperar de un zombi. Me había equivocado. Me había equivocado. Había cometido un error de la hostia. Y Roberts estaba muriendo por eso.

– Quédate con ella y mantenía con vida -le dije a Ki.

– ¿Adónde vas?

– A buscarlo. -Salté la verja con una sola mano. Debía de estar rebosante de adrenalina, porque lo conseguí.

Cuando llegué al jardín, el monstruo ya no estaba. Vi pasar una sombra, sigilosa como un ratón, por delante de la ventana de la cocina. Se movía tan deprisa que lo veía borroso, pero tenía el tamaño de un hombre.

Doblé la esquina de la casa y lo perdí de vista. Mierda. Me alejé de la pared a toda prisa, tanto como pude, con el corazón en un puño mientras imaginaba sus dedos desgarrándome la garganta. Doblé la esquina siguiente con la pistola en las dos manos, apuntando, lista para disparar. Nada. Escudriñé la oscuridad, las balsas de luz. Nada.

Gritos a mis espaldas. Habían llegado los polis. Por favor, que Roberts saliera adelante.

Vi un movimiento cuando algo pasó por una zona iluminada, junto a la pared de otra casa. Oí que me llamaban, pero ya estaba corriendo hacia el bicho.

– Traed exterminadores -grité mientras corría. Pero no me detuve; no me atreví, porque era la única que sabía dónde estaba. Si yo lo perdía, lo perderíamos.

Me adentré corriendo en la oscuridad, sola, detrás de algo que quizá ni siquiera fuera un zombi. No es lo más inteligente que he hecho en mi vida, pero no iba a permitir que se escapara. Ni de coña.

No iba a permitir que le hiciera daño a otra familia, si podía detenerlo. Aquella misma noche.

Atravesé la luz de una farola, lo que hizo que la oscuridad me pareciera más intensa. No veía nada, y me quedé paralizada, esperando a que se me acostumbraran los ojos.

– Qué persssissstente. -Oí un siseo a mi derecha, tan cerca que se me erizó el vello de los brazos.

Agucé la visión periférica, sin moverme. Una sombra más oscura se alzaba entre los arbustos que rodeaban la casa. Se incorporó por completo, pero no atacó. Si quería acabar conmigo, lo conseguiría antes de que pudiera volverme para disparar. Lo había visto moverse y supe que podía darme por muerta.

– No eresss como los demásss. -La voz era sibilante, como si le faltara parte de la boca y tuviera que hacer un gran esfuerzo para hablar. La voz de un caballero deteriorado por la tumba. Me volví hacia él despacio, muy despacio-. Devuélveme.

Había girado la cabeza lo suficiente para verlo en parte. No veo mal del todo en la oscuridad, y llegaba un poco de luz de las farolas.

Tenía la piel muy clara, de un blanco amarillento. Se le pegaba a los huesos de la cara como cera semiderretida, pero sus ojos conservaban la vitalidad. Me traspasaron con un brillo que los hacía más que ojos.

– ¿Devolverte?

– Devuélveme a la tumba. -No podía mover bien los labios; no le quedaba bastante carne en ellos.

Una luz me llenó los ojos, y el zombi se tapó la cara y gritó. No se veía una mierda. El zombi se abalanzó contra mí y apreté el gatillo a ciegas. Creo que oí un gruñido cuando la bala alcanzó su objetivo. Volví a disparar con una mano, mientras me protegía el cuello con el otro brazo y caía.

Cuando conseguí enfocar algo estaba sola e ilesa. ¿Por qué? El zombi me había pedido que lo devolviera a la tumba. ¿Cómo sabía que era capaz? Pocos humanos se daban cuenta. Las brujas lo notaban a veces, y los otros reanimadores me identificaban siempre. Los otros reanimadores. Mierda.

De repente, Dolph estaba junto a mí y me ayudaba a levantarme.

– Dios, Blake, ¿estás herida?

– No. ¿Qué cojones ha sido esa luz?

– Una linterna halógena.

– Pues casi me dejáis ciega.

– No podíamos disparar sin ver nada.

Varios policías pasaron corriendo cerca de nosotros, y se oyeron gritos de «¡Ahí está!». Dolph y yo nos quedamos atrás en compañía de la linterna agresiva, mientras continuaba la persecución.

– Ha hablado conmigo -dije.

– ¿Cómo que ha hablado contigo?

– Me ha pedido que lo devuelva a la tumba. -Lo miré mientras lo decía, y me pregunté si estaría como Ki, pálida y con las pupilas muy dilatadas. ¿Por qué no tenía miedo?-. Es antiguo; tiene un siglo por lo menos. En vida tuvo algo que ver con el vudú; eso fue lo que salió mal, y el motivo por el que Peter Burke no pudo controlarlo.

– ¿Cómo sabes todo eso? ¿Te lo ha dicho?

Negué con la cabeza.

– Le he calculado la edad por el aspecto. Al verme se ha dado cuenta de que era capaz de devolverlo a la tumba, y sólo una bruja u otro reanimador me habría reconocido como tal. Yo diría que levantaba muertos.

– ¿Y eso cambia nuestros planes?

– ¿A cuánta gente ha matado? -pregunté mirándolo a los ojos. No esperé a que contestara-. Vamos a cargárnoslo y punto.

– Tienes mentalidad de policía, Anita. -Viniendo de Dolph, era todo un cumplido, y como tal me lo tomé.

Daba igual a qué se hubiera dedicado en vida. Pues bueno, pues había sido reanimador, o puede que practicara el vudú. ¿Y qué? Era una máquina de matar, y aunque no me había matado, aunque ni siquiera me había hecho daño, no podía permitirme el lujo de devolverle el favor.

Se oyeron disparos a lo lejos. Algún efecto acústico raro del aire de verano hizo que sonaran con eco. Dolph y yo nos miramos.

– Vamos -dije. Aún llevaba la Browning en la mano. Dolph asintió.

Echamos a correr, pero él me sacó ventaja rápidamente; sólo sus piernas medían tanto como yo, y no podía seguirle el ritmo. Puede que fuera capaz de derribarlo, pero nunca alcanzaría su velocidad. Se detuvo y se giró para mirarme.

– ¡Corre! -le dije.

Dio un acelerón y se perdió en la oscuridad, sin volver a mirar atrás. Si alguien le dice a Dolph que lo puede dejar solo y a oscuras con un zombi asesino suelto, Dolph lo cree. A mí me creyó, por lo menos.

Sí, me sentía muy halagada, pero allí estaba corriendo sin ver nada por segunda vez en aquella noche. Llegaban gritos de dos lados distintos: lo habían perdido. Joder.

Dejé de correr; no me apetecía toparme a ciegas con el zombi. Aunque él no me hubiera hecho daño de entrada, yo le había pegado un tiro, como mínimo, y hasta los muertos vivientes se cabrean por esas cosas.

Me quedé bajo un árbol. Allí hacía más fresco. Estaba en el límite de la urbanización, junto a la alambrada de espino que la rodeaba. Más allá se extendían campos de cultivo que se perdían en el horizonte. Por aquella zona habían plantado judías, por lo que el zombi debería tumbarse por completo si quería esconderse. Había varios policías con linternas, buscando en la oscuridad, pero ninguno estaba a menos de cincuenta metros de mí.

Exploraban el terreno, las sombras, porque les había dicho que a los zombis no les gustaban las alturas. Pero no se trataba de ningún zombi normal. Las ramas se agitaron sobre mi cabeza, y un escalofrío me recorrió la columna. Giré en redondo y miré hacia arriba, apuntando con la pistola.

El zombi gruñó y saltó.

Disparé dos veces antes de que me cayera encima. Los dos acabamos en el suelo. Había recibido dos balazos en el pecho y ni siquiera se inmutaba.

Volví a disparar, pero tanto habría dado que me liara a tiros con una pared.

Me gruñó en la cara. Tenía los dientes rotos y negros, y el aliento le olía a tumba recién abierta. Intenté gritar, aunque no me salió ningún sonido, y volví a apretar el gatillo. La bala le dio en la garganta, y se detuvo, intentando tragar. ¿Pretendía tragarse la bala?

Sus ojos resplandecientes me miraron. Tenía alma, como los zombis de Dominga: detrás de esos ojos había alguien. Nos quedamos paralizados durante uno de esos segundos que parecen años. Estaba sentado a horcajadas en mi cintura y me rodeaba el cuello con las manos, pero no apretaba, no me hacía daño, aún no. Yo tenía el cañón de la pistola apretado contra su barbilla. Ninguna de las balas anteriores le había hecho nada; ¿qué me hacía suponer que aquella sería distinta?

– No quería matar -dijo el zombi en voz baja-. Al principio no lo entendía. No recordaba quién era. -Estábamos rodeados de policías, y Dolph les pedía a gritos que no disparasen-. Necesssitaba carne; la necesssitaba para recordar. No quería matar. Quería passsar por delante de las casssasss, pero no podía. Demasssiadasss casssasss. -Sus manos se tensaron, y las uñas empezaron a clavarse. Le pegué un tiro en la barbilla y se sacudió hacia atrás, pero siguió apretándome el cuello.

Cada vez notaba más presión, y se me empezaba a nublar la vista. La negrura de la noche derivaba hacia el gris. Le incrusté el cañón encima del puente de la nariz y volví a disparar, varias veces.

Ya no veía nada, pero aún era capaz de apretar el gatillo. La oscuridad me desbordó los ojos y se tragó el mundo. Perdí la sensación en las manos.

Me despertaron unos gritos espeluznantes. El hedor de la carne y el pelo quemados se me pegaba a la lengua y me impedía respirar.

Me llené los pulmones de aire, y me dolió. Tosí e intenté sentarme en el suelo, ayudada por Dolph, que tenía mi pistola en la mano. Dejé escapar el aliento poco a poco y volví a toser, tanto que se me quedó la garganta en carne viva. O puede que fuera por el estrangulamiento.

Algo del tamaño de un hombre rodaba por la hierba, envuelto en llamas de un naranja intenso que arrojaban destellos como los del sol reflejado en el agua.

Al lado había dos exterminadores, con sus trajes ignífugos, rodándolo de napalm, como si fuera un algul. El zombi seguía gritando, un sonido agudo y estremecedor.

– Joder, ¿por qué no se muere? -Zerbrowski estaba al lado, con la cara iluminada por el fuego.

No contesté. No quería decirlo en voz alta, pero el zombi no moría porque en vida había sido reanimador. Era algo que sabía sobre los zombis de los reanimadores; lo que no sabía era que salían de la tumba con ansia de carne, que no recuperaban la memoria hasta que comían. Y habría preferido quedarme sin saberlo.

Las llamas iluminaron a John Burke, que estaba sujetándose un brazo contra el pecho y tenía la ropa manchada de sangre. ¿También habría hablado con el zombi? ¿Sabría por qué no moría?

El zombi giró, y el fuego formó remolinos a su alrededor. Era como la mecha de una vela. Dio un paso tambaleante hacia nosotros y me tendió una mano llameante. A mí.

Después cayó hacia delante, lentamente, como un árbol derribado a cámara lenta, aferrándose a la vida, si se podía decir así. Los exterminadores se apartaron. No podía culparlos por no correr riesgos.

Había sido nigromante en otro tiempo. Aquel bulto llameante que incendiaba la hierba había sido lo que era yo. ¿Me convertiría en un monstruo si me levantaban de la tumba? Mejor no averiguarlo. Había pedido expresamente que me incinerasen, porque no me apetecía que alguien me reanimara para pasar el rato, pero ya tenía otro motivo. Aunque con uno bastaba.

Observé la carne mientras se ennegrecía, se retorcía y se desprendía. Los músculos y los huesos se deshacían en pequeñas explosiones que lanzaban chispas.

Mientras veía morir al zombi me prometí que me encargaría de hacer que Dominga Salvador ardiera en el Infierno por haber hecho aquello. Hay fuegos que duran toda la eternidad; en comparación con ellos, el napalm no es más que una molestia pasajera. Ardería durante toda la eternidad, aunque no me parecía bastante tiempo.

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