En el siglo XIX, el Tenderloin era el barrio chino de la Orilla, pero al igual que gran parte de San Luis, se había revalorizado. Si bajáis por la calle Washington, pasáis el teatro Fox, donde las compañías itinerantes representan musicales de Broadway, y seguís bajando hasta el final del centro de San Luis, al oeste, llegaréis al cadáver resucitado del Tenderloin.
De noche, las calles están llenas de neones y todo son luces parpadeantes, vibrantes, de colores vivos. Es como un carnaval pornográfico; sólo falta que instalen una noria en un descampado. Podrían vender algodón dulce con forma de cuerpo desnudo, y los niños se quedarían a jugar mientras papá visitaba las otras atracciones. Mamá no tendría por qué enterarse.
Jean-Claude estaba sentado a mi lado en el coche. Había estado tan callado, todo el camino, que tuve que mirarlo de reojo un par de veces para asegurarme de que seguía allí. La gente hace mido. No me refiero a la conversación, a los eructos ni a nada tan llamativo. Simplemente, las personas no pueden quedarse sentadas en silencio. Se revuelven y la ropa roza el asiento; respiran y se oye como toman aire; se humedecen los labios y emiten un sonido bajo y húmedo pero audible… Jean-Claude no hizo ninguna de esas cosas; ni siquiera sé si llegaría a parpadear. Ah, los muertos vivientes.
Me gusta el silencio tanto como al que más; me lo tomo mejor que la mayoría de las mujeres y que muchos hombres. Pero de repente sentía el impulso de llenarlo, de hablar sólo para oír algo. Era un desperdicio de energía, pero lo necesitaba.
– ¿Estás ahí, Jean-Claude? -Volvió el cuello, con cabeza y todo, y vi los neones reflejados en sus ojos, que parecían espejos oscuros. Mierda-. Sé que sabes hacerte pasar por humano mejor que casi cualquier vampiro, así que ¿a qué viene esta gilipollez sobrenatural?
– ¿Gilipollez? -repitió en voz baja.
– Sí. ¿Por qué te pones tan misterioso?
– ¿Misterioso? -Su voz llenó el coche, como si la palabra tuviera otro significado.
– Ya vale.
– ¿Qué vale?
– Vale de contestarme con preguntas.
– Lo siento, ma petite. -Parpadeó-. Es que siento la calle.
– ¿Cómo que sientes la calle?
Volvió a apoyar la espalda y la cabeza en el asiento, y se llevó una mano al estómago.
– Aquí hay mucha vida.
– ¿Vida? -De pronto era yo la que contestaba con preguntas.
– Sí. Siento a la gente que va de un lado a otro: criaturas que buscan desesperadamente amor, dolor, comprensión, codicia… Hay mucha codicia por aquí, pero sobre todo, amor y dolor.
– La gente no va de putas en busca de amor, sino en busca de sexo.
Volvió la cabeza y me clavó los ojos oscuros.
– Muchas personas confunden lo uno con lo otro.
Me quedé mirando la carretera. Se me había erizado el vello.
– Hoy no has tomado sangre, ¿verdad?
– Tú eres la experta en vampiros; tú dirás. -Su voz se había convertido en un susurro rasposo.
– Ya sabes que contigo me cuesta notarlo.
– Muchas gracias por el cumplido.
– No te he traído a cazar -dije con firmeza, puede que en voz más alta de lo necesario. El sonido de mi pulso me llenaba la cabeza.
– ¿Vas a prohibirme que cace?
Medité la respuesta mientras daba otra vuelta en busca de un sitio donde aparcar. ¿Iba a prohibirle que cazara? Sí, y él lo sabía. Era una pregunta con trampa; el problema era que no sabía dónde estaba la trampa.
– Te agradecería que no cazaras aquí esta noche.
– Dame un motivo, Anita.
Me había llamado por mi nombre sin que se lo pidiera. Sin duda, tramaba algo.
– Te he traído yo, y si no fuera por mí, no cazarías aquí.
– ¿Te sientes culpable por la persona de la que pueda alimentarme esta noche?
– Chupar sangre a la fuerza es ilegal -dije.
– Desde luego.
– Y se castiga con la muerte.
– De tu mano.
– Si cometes el delito en este estado, sí.
– Sólo son putas, chulos, estafadores… ¿Qué te importan, Anita?
Creo que nunca me había llamado Anita dos veces seguidas. Mala señal. Un coche salió de donde estaba aparcado, a menos de una manzana de El Gato Pardo. Qué suerte. Metí el Nova en el hueco. No se me da muy bien aparcar en paralelo, pero por suerte, el vehículo que se había marchado medía el doble que el mío, y tenía sitio de sobra para maniobrar.
Después de dejar el coche no demasiado lejos del bordillo, pero más o menos apartado del tráfico, apagué el motor. Jean-Claude seguía apoyado en el asiento, mirándome.
– Te he hecho una pregunta, ma petite. ¿Qué significa esa gente para ti?
Me quité el cinturón y me volví para mirarlo. Por algún juego de luces y sombras, casi todo su cuerpo estaba sumido en la oscuridad, pero una franja de luz dorada le atravesaba la cara, resaltándole los pómulos. La punta de los colmillos le sobresalía entre los labios, y los ojos le resplandecían como si fueran de neón azul. Me aparté y clavé la vista en el volante.
– No es nada personal, Jean-Claude, pero están vivos. Me caigan bien o mal, o aunque me sean indiferentes, nadie tiene derecho a matarlos arbitrariamente.
– ¿Así que te aferras a eso de que la vida es sagrada?
– A eso y a que todos los seres humanos son especiales. Cada muerte supone la pérdida de algo valiosísimo e insustituible. -Una vez dicho aquello, lo miré.
– Sé que has matado, Anita. Has destruido algo que te parece insustituible.
– Yo también lo soy, y nadie tiene derecho a matarme a mí, tampoco.
Se incorporó con un movimiento fluido, y dio la sensación de que la realidad se reagrupaba a su alrededor. Casi pude percibir el paso del tiempo en el coche, como una explosión sónica procedente del interior de mi cabeza.
Jean-Claude estaba delante de mí, con aspecto completamente humano. Su piel pálida estaba un poco sonrojada, y su pelo negro ondulado, cuidadosamente peinado, invitaba a hundir los dedos. Tenía los ojos azul oscuro, simplemente, sin nada excepcional salvo el color. En un instante se había vuelto a convertir en humano.
– Virgen santa -dije entre dientes.
– ¿Qué pasa, ma petite?
Sacudí la cabeza. Si le preguntaba cómo lo había hecho, se limitaría a sonreír.
– ¿A qué vienen tantas preguntas? -le dije-. ¿Qué te importa mi opinión sobre la vida?
– Eres mi sierva humana. -Levantó la mano para detener mi protesta automática-. He empezado el proceso de convertirte en mi sierva humana, y me gustaría entenderte mejor.
– ¿Es que no puedes… oler mis emociones, como hueles las de la gente de la calle?
– No, ma petite. Percibo tu deseo y poco más. Renuncié a leerte la mente cuando te puse las marcas.
– Entonces, ¿no sabes qué pienso?
– No.
Me alegraba saberlo, pero si Jean-Claude no tenía por qué decírmelo, ¿a qué se debería su confesión? Nunca daba nada a cambio de nada; seguro que aquello conllevaba alguna atadura que yo no sabía ver. Negué con la cabeza.
– Sólo has venido a servirme de apoyo, así que no le hagas nada a nadie si no te lo pido, ¿vale?
– ¿Que no haga nada?
– No le hagas daño a nadie a no ser que intente hacernos daño a nosotros.
Asintió con solemnidad, pero me temo que por dentro se partía de risa. Mira que darle órdenes al amo de la ciudad… Sí, supongo que tenía gracia.
En la calle había mucho ruido. De los edificios salía música, nunca la misma canción, pero siempre a todo volumen. Los carteles proclamaban chicas, chicas, chicas, topless. En un anuncio luminoso de letras de color rosa ponía habla con la mujer desnuda de tus SUEÑOS. Uf.
Una mujer negra, alta y esbelta, se nos acercó. Llevaba un pantalón corto morado, tan pequeño que parecía un tanga, y unas medias negras de rejilla que le cubrían las piernas y las nalgas. Muy provocativa.
Se detuvo entre los dos y nos miró a uno y otro.
– ¿Quién es el activo y quién el mirón?
Jean-Claude y yo intercambiamos una mirada. Vi que sonreía.
– Lo siento, pero estamos buscando a Wanda -le dije.
– No conozco a todo el mundo, pero cualquier cosa que haga esa tal Wanda, os garantizo que la puedo hacer mejor.
Se quedó muy cerca de Jean-Claude, casi rozándolo. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin dejar de mirarme.
– Tú eres el activo -dijo la puta con voz ronca, sexy. O tal vez era el efecto que tenía Jean-Claude en las mujeres. A saber.
El caso es que se acurrucó contra él. Su piel negra contrastaba con la camisa de encaje blanco. Llevaba las uñas pintadas de color pantera rosa.
– Perdonad que os interrumpa -dije-, pero no tengo toda la noche.
– Entonces no es a esta a la que buscas -dijo Jean-Claude.
– No.
La cogió por los brazos, justo por encima de los codos, y la apartó. Ella intentó volver a acercarse y lo agarró, pero él la mantuvo alejada sin esfuerzo. Podría haber mantenido alejado un coche en marcha sin esfuerzo.
– Contigo me voy gratis -dijo ella.
– ¿Qué le has hecho? -le pregunté.
– Nada.
No me lo creí.
– ¿No le has hecho nada y no quiere cobrarte? -El sarcasmo es uno de mis talentos naturales. Me aseguré de que lo percibiera.
– Estate quieta -dijo Jean-Claude.
– No te atrevas a decirme que…
La mujer se había quedado inmóvil. Dejó caer las manos a los lados, inertes. Jean-Claude no hablaba conmigo.
La soltó, pero ella siguió sin moverse. La rodeó como si fuera un socavón y me cogió del brazo. Se lo permití. Me quedé mirando a la prostituta, esperando a que se moviera.
Su espalda recta y casi desnuda se estremeció, y hundió los hombros. Echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente.
Jean-Claude me cogió del codo y echó a andar. La prostituta se volvió y nos miró, pero no reaccionó. Era como si no nos reconociera.
Tragué saliva con tanta fuerza que me dolió. Me aparté de Jean-Claude, que no intentó retenerme. Bien por él.
Me apreté contra un escaparate. Jean-Claude estaba frente a mí, cabizbajo.
– ¿Qué le has hecho?
– Nada, ma petite, ya te lo he dicho.
– No me llames así. Y no me mientas, porque la he visto.
Dos hombres se detuvieron junto a nosotros para mirar el escaparate. Iban cogidos de la mano. Me volví hacia la tienda y me ruboricé: látigos, máscaras de cuero, esposas acolchadas y cosas cuyo nombre ni siquiera conocía. Uno de los hombres susurró algo al oído del otro, que rio. Me vieron mirar y nuestros ojos se encontraron; aparté la vista rápidamente. En aquella zona, el contacto visual era peligroso.
Estaba roja como un tomate, y no me hacía ni pizca de gracia. Los dos hombres se marcharon, aún de la mano.
Jean-Claude miraba el escaparate como si fuera lo más normal del mundo, con absoluta naturalidad.
– ¿Qué le has hecho a esa mujer? -le pregunté.
Seguía concentrado en el escaparate, aunque no sé qué artículo le habría llamado la atención.
– Ha sido un descuido por mi parte, ma… Anita. Ha sido culpa mía.
– ¿Qué ha sido culpa tuya?
– Mis poderes aumentan cuando tengo cerca a mi sierva humana. -Me miró fijamente-. Cuando estás a mi lado soy más poderoso.
– ¡Un momento! ¿Quieres decir que soy como el gato negro de las brujas?
– Sí, algo parecido. -Ladeó la cabeza y me sonrió-. No sabía que entendieras de brujería.
– Tuve una infancia difícil. -No estaba dispuesta a cambiar de tema-. Así que cuando voy contigo se te da mejor hechizar a la gente con la mirada. Hasta tal punto que has hechizado a esa prostituta sin darte cuenta -dije. Asintió, y yo negué con la cabeza-. No te creo.
Se encogió de hombros con su elegancia habitual.
– No me creas si no quieres, pero es la verdad.
No quería creérmelo, porque si era cierto, yo era su sierva humana quisiera o no, independientemente de mis acciones: bastaba con mi presencia. El sudor me chorreaba espalda abajo, pero tenía frío.
– Mierda.
– Y que lo digas.
– No, ahora no puedo con esto, de verdad. -Lo miré fijamente-. Sean lo que sean esos poderes que nos damos mutuamente, mantenlos controlados, ¿vale?
– Lo intentaré.
– No lo intentes, joder. Hazlo.
– Por supuesto, ma petite. -Su sonrisa fue tan amplia que le vi la punta de los colmillos.
Empezaba a notar el peso del pánico en la boca del estómago. Cerré los puños.
– Como vuelvas a llamarme así, no respondo.
Ensanchó los ojos ligeramente, y sus labios se arquearon. Me di cuenta de que estaba esforzándose por no reírse. Odio que encuentren divertidas mis amenazas.
Tenía ganas de partirle la cara por tocacojones, por entrometido y porque me había asustado. No me extrañaba; no era la primera vez que sentía el impulso de recurrir a la violencia. Observé el regocijo que asomaba en su rostro. Era un hijo de puta condescendiente, pero si las cosas se ponían feas entre nosotros, uno de los dos moriría, y no descartaba la posibilidad de que fuera yo.
El humor desapareció de su cara, que quedó tersa, arrebatadora y arrogante.
– ¿Qué pasa, Anita? -preguntó en voz baja, íntima. A pesar del bullicio de alrededor, era una voz que me arrastraba. Menudo don.
– No me acorrales, Jean-Claude; no te conviene dejarme sin opciones.
– Creo que no te entiendo.
– Si tengo que elegir entre tú y yo, me elegiré a mí. No te olvides.
Me miró durante unos instantes, y después parpadeó y asintió.
– Sí, te creo, pero recuerda, ma…, Anita, que si me haces daño, te harás daño a ti. Yo podría sobrevivir a tu muerte, pero ¿estás segura, amante de moi, de que tú podrías sobrevivir a la mía?
¿Qué demonios significaría eso de amante de moi? Mejor no preguntar.
– Maldito seas, Jean-Claude. Maldito seas.
– Eso, mi querida Anita, ocurrió mucho antes de que nos conociéramos.
– ¿Qué quieres decir?
– Hace mucho que tu querida iglesia católica decretó que todos los vampiros somos suicidas, así que ya estamos malditos. -Me miraba con absoluta inocencia.
– Soy episcopaliana -repuse sacudiendo la cabeza-, pero supongo que da igual.
Se echó a reír, con un sonido que era como una caricia sedosa en la nuca: suave y agradable, pero estremecedor.
Me aparté de él y lo dejé ante el escaparate, para perderme en medio de las putas, los chulos y los clientes. No había nadie en aquella calle que pudiera ser tan peligroso como Jean-Claude. Lo había llevado para que me protegiera, ¿seré pardilla? Era ridículo. Obsceno, casi.
Se me acercó un chaval que no debía de tener más de quince años. Llevaba un chaleco sin nada debajo y unos vaqueros destrozados.
– ¿Quieres algo? -Era un poco más alto que yo y tenía los ojos azules. Detrás de él, otros dos chicos nos miraban-. No vienen muchas mujeres por aquí, ¿sabes?
– No me extraña. -Joder, era un crío-. Estoy buscando a Wanda la Tragamillas.
– ¿Te ponen las lisiadas? -dijo un chico-. Puaj.
Estaba de acuerdo con él, pero en fin.
– ¿Sabéis dónde está? -Saqué un billete de veinte. Era demasiado por la información, pero quizá le sirviera para irse antes a casa. Igual si tenía veinte dólares extra podría rechazar a alguno de los clientes que pasaban despacio con el coche. Sí, claro, iba a cambiarle la vida con veinte dólares. Y luego podía detener un escape nuclear con el dedo.
– Está en la puerta de El Gato Pardo, en la esquina.
– Gracias. -Le di el billete; tenía las uñas sucias.
– ¿Seguro que no te apetece un poco de marcha?
Su voz era insegura, como su mirada. Vi de reojo que Jean-Claude avanzaba por la multitud. Me buscaba para protegerme. Me volví hacia el chaval.
– Creo que ya tengo más marcha de la que necesito.
El chico frunció el ceño, desconcertado. No era para menos; yo también lo estaba. ¿Qué se hace con un maestro vampiro acosador? Buena pregunta. Lástima que no tuviese ninguna buena respuesta.