SEIS

La escalera del sótano era de madera, muy empinada, y los escalones se combaban a nuestro paso. Mal rollo. La luz del sol que entraba por la puerta se perdía en una oscuridad total; parecía perder ímpetu y desvanecerse, como si no tuviera poder en aquella especie de cueva. Me detuve en el límite de la zona iluminada y miré hacia abajo. Ni siquiera distinguía a Dominga y a Manny, pero tenían que estar justo delante de mí, ¿no?

Enzo, el gorila, esperaba detrás con paciencia, sin meterme prisa. Entonces, ¿era yo quien decidía? ¿Podía recoger los juguetes e irme a casa?

– Manny… -dije.

Me contestó una voz desde demasiado lejos. Quizá fuera un truco acústico de la habitación. O quizá no.

– Estoy aquí, Anita.

Intenté averiguar desde dónde llegaba, pero no veía nada. Di dos pasos más, a ciegas, y me paré como si me hubiera dado contra una pared. Olía a tierra y a humedad, como casi todos los sótanos, pero también asomaba un olor pútrido y agridulce: el hedor indescriptible de los cadáveres. En lo alto de la escalera era tenue, pero estaba segura de que iría empeorando a medida que bajara más.

Mi abuela había sido sacerdotisa vodun, pero su humfo no olía a cadáveres; en esa religión, la frontera entre el bien y el mal no estaba tan definida como en la wicca, el cristianismo o el satanismo, pero existía, y Dominga Salvador la había cruzado. Lo sabía desde el principio, pero me seguía incomodando.

Según mi abuela, yo era nigromante: más, y a la vez menos, que sacerdotisa vodun. Tenía afinidad con los muertos, con todos los muertos. Decía que era difícil ser nigromante y practicar el vudú sin caer en la tentación del mal, y ella misma había fomentado mi cristianismo; me quería tanto, y temía tanto por mi alma, que había alentado a mi padre a apartarme de la rama materna de mi familia.

Y ahí estaba, bajando los escalones que me conducían a las fauces de la tentación. ¿Qué diría mi abuela? Probablemente, que me fuera a casa, y no sería mal consejo: el nudo que tenía en la garganta opinaba lo mismo.

Se encendió una luz al pie de la escalera, una bombilla débil que me Pareció más luminosa que una estrella. Parpadeé; Dominga y Manny estaban justo debajo, mirándome.

Luz. ¿Por qué me sentí mejor al instante? Ya sé que es una tontería, pero qué se le va a hacer. Enzo cerró la puerta a nuestras espaldas. La penumbra dominaba el ambiente, pero se veía un pasillo estrecho con más bombillas desnudas.

Casi había terminado de bajar, y el olor agridulce era más intenso. Probé a respirar por la boca, pero sólo conseguí meterme la peste en la garganta. El olor de la carne putrefacta se pega al paladar.

Dominga abrió la marcha entre las paredes de ladrillo. En algunos sitios había rectángulos de cemento pintado, como si hubieran tapiado puertas. Al parecer, había habitaciones a intervalos regulares. ¿Por qué las habrían cegado? ¿Por qué habrían tapado las puertas con cemento? ¿Qué habría tras ellas?

Pasé los dedos por el cemento; la superficie era áspera y fría, y la pintura era reciente, porque no estaba descascarillada por la humedad. Me pregunté qué habría al otro lado.

De repente me sentí observada, y contuve el impulso de volverme para mirar a Enzo. Estaba segura de que se comportaría, pero también estaba segura de que lo último que debería preocuparme era que me pegaran un tiro.

El aire era muy húmedo y frío: la madre de todos los sótanos. Había tres puertas, dos a la derecha y una a la izquierda. Sólo eran puertas, y una de ellas tenía un candado nuevo y reluciente. Cuando pasamos junto a ella la oí rechinar, como si algo muy grande se hubiera apoyado en ella.

– ¿Qué hay ahí? -pregunté, deteniéndome.

Enzo también se detuvo. Dominga y Manny habían doblado una esquina, y nos habíamos quedado solos. Toqué la puerta, que crujió y se combó como si un gato gigante se hubiera frotado contra ella. Desde abajo me llegó una ráfaga de olor que me saturó la boca y la garganta. Me aparté asqueada y tragué convulsivamente, pero el sabor me llegó hasta el estómago.

La cosa del otro lado soltó algo parecido a un maullido, pero no supe si era un sonido humano o animal. Fuera lo que fuera, era más grande que una persona y estaba muerto. Mucho.

Me tapé la nariz y la boca con la mano izquierda; prefería tener libre la derecha, por si acaso. Por si aquello atravesaba la puerta, por ejemplo. ¿Balas contra un muerto viviente? No servirían de gran cosa, pero me tranquilizaba tener el arma a mano, aunque sólo fuera porque podía disparar a Enzo si se terciaba. Aunque… ¿para qué? Me daba que si la puerta cedía, él correría tanto peligro como yo.

– Tenemos que seguir -dijo.

Su expresión no me revelaba nada; ni que fuéramos por la calle hacia la tienda de la esquina. Parecía tranquilísimo, y lo odié por ello. Cuando estoy aterrorizada, qué menos que no ser la única.

Miré la puerta de la izquierda, que no tenía candado, y la abrí. Tenía que averiguarlo. Era una celda de apenas tres metros cuadrados, con suelo de cemento y paredes encaladas. Estaba vacía, como si esperase a su siguiente ocupante. Enzo cerró de un portazo, y no protesté; no valía la pena. Si tenía que vérmelas con alguien que pesaba el doble que yo, más me valía elegir un buen motivo, y una habitación vacía no lo era.

Enzo se apoyó en la puerta, y las bombillas le iluminaron el sudor de la cara.

– No abra más puertas, señorita. Le pueden pasar cosas muy feas.

– De acuerdo. -Asentí. Había bastado una celda desocupada para que se pusiera a sudar; menos mal que se asustaba por algo. Pero ¿por qué esa habitación y no la otra, la de la cosa apestosa que maullaba? A saber.

– Tenemos que alcanzar a la señora. -Hizo un gesto con la mano, como el de un camarero que me indicara una mesa, y seguí sus instrucciones. ¿Adonde iba a ir si no?

El pasillo daba a una sala rectangular, con las paredes tan blancas como las de la celda. El suelo, también encalado, tenía dibujos trazados en negro y rojo vivo. Eran verves: unos símbolos que se usan en los santuarios para convocar a los loas, los dioses del vodun. Son como las paredes que rodean el camino que conduce al altar; si me salía de la senda, estropearía el dibujo, y no sabía si eso sería bueno o malo. Regla 369 para situaciones de magia desconocida: en caso de duda, no toques nada.

No toqué nada.

Al fondo había un montón de velas encendidas, que llenaban las paredes de luz y calor. Dominga estaba en mitad de la luz, de la blancura, rebosante de maldad. No había otra forma de describirla: era maligna, y la maldad rezumaba a su alrededor como una oscuridad fluida y palpable. La anciana inofensiva había sido sustituida por una criatura llena de poder.

Manny estaba a un lado, un poco alejado y mirándola. Desvió los ojos en mi dirección, y vi que los tenía muy abiertos. El altar estaba justo detrás de la espalda recta de la mujer, rebosante de cadáveres de animales que caían de él y se amontonaban en el suelo: gallos, perros, un cochinillo y dos cabras, además de varios bultos de pelo y sangre seca que no pude identificar. Era como una fuente densa y pringosa de la que manaban cosas muertas.

Los sacrificios estaban frescos; no olía a podrido. Me topé con la mirada vidriosa de una cabra. Odiaba matar cabras; siempre me parecían mucho más inteligentes que los gallos. O igual era que me enternecían más.

A la izquierda de la pila de ofrendas había una mujer alta. Su piel casi negra resplandecía a la luz de las velas, y parecía tallada en madera brillante. Tenía el pelo muy arreglado, por los hombros; pómulos marcados, labios gruesos y un maquillaje muy bien puesto. Llevaba un vestido largo de tela sedosa del color de la sangre fresca, a juego con el pintalabios.

A la derecha del altar había una zombi de pelo castaño claro. Se lo habían peinado tanto que resplandecía, y le llegaba casi por la cintura; era lo único que parecía vivo en ella. Tenía la piel grisácea, y la carne se le había contraído alrededor de los huesos. Se podía ver el movimiento de sus músculos, fibrosos y resecos, bajo los restos descompuestos de la piel. Casi le había desaparecido la nariz, con lo que parecía inacabada, y un vestido carmesí suelto le cubría el cuerpo esquelético.

Hasta habían intentado maquillarla. No había manera de pintarle los labios retraídos, pero una sombra lila le rodeaba los ojos saltones. Tragué saliva y me volví para mirar a la primera mujer.

También era una zombi. De los más logrados y mejor conservados que he visto, pero por cuidado que fuera su aspecto, estaba muerta. Me devolvió la mirada, y en sus ojos marrones perfectos había algo que ningún zombi conserva mucho tiempo: el recuerdo de quién y de qué era, que normalmente se desvanece en unos días, a veces en unas horas. Pero aquella zombi tenía miedo; era como un dolor que relucía en su mirada. Los ojos de los zombis no son así.

Me volví hacia la zombi más deteriorada. También me miraba, con unos ojos protuberantes. Casi toda la carne que los rodeaba había desaparecido, de modo que su expresividad dejaba bastante que desear, pero aun así conseguía parecer asustada. Cristo bendito.

Dominga hizo un gesto con la cabeza, y Enzo me indicó que me adentrara en el círculo. Yo no quería.

– ¿Qué demonios es todo esto? -le pregunté a Dominga.

– Estoy acostumbrada a que me traten con más educación -contestó con una sonrisa, casi una risa.

– Pues desacostúmbrese. -Noté el aliento de Enzo en la espalda, e hice todo lo posible por no prestarle atención. Dejé la mano derecha cerca de la pistola, como quien no quiere la cosa y sin que se notaran mis intenciones. No fue fácil, porque cuando alguien hace el gesto de coger una pistola parece que hace el gesto de coger una pistola, pero nadie se dio cuenta. Bien por mí-. ¿Qué les ha hecho a esos dos zombis?

– Inspecciónalos tú misma, chica. Si eres tan poderosa como dicen por ahí, sabrás contestar a tu pregunta.

– ¿Y si no lo averiguo?

– Será que no eres tan poderosa como dicen -dijo sonriente, pero sus ojos eran negros e inexpresivos como los de un tiburón…

– ¿Esta es la prueba?

– Puede.

Suspiré. La señora del vodun quería comprobar si era una chica dura. ¿Por qué? Quizá porque sí. Quizá fuera simplemente una zorra sádica ávida de poder; no parecía tan descabellado. Por otro lado, igual resultaba que aquel teatro tenía una finalidad, aunque no se me ocurría cuál podía ser.

Miré a Manny, que se encogió de hombros de forma casi imperceptible. Él tampoco sabía de qué iba aquello. Estupendo.

No me hacía gracia seguirle el juego a Dominga, sobre todo porque no conocía las reglas. Las zombis seguían mirándome con ojos que mostraban miedo… y algo peor: esperanza. Mierda. Los zombis no tenían esperanza; no tenían nada. Estaban muertos. Aquellas no lo estaban, y quería averiguar por qué. Sólo esperaba no tener que pagar cara la curiosidad.

Me acerqué a Dominga, respetando una distancia prudencial y mirándola de reojo. Enzo se quedó detrás, bloqueando el camino de los verves, todo imponente e infranqueable. Pero yo sabía que podría pasar al otro lado si me daban motivos, los suficientes para matarlo. Esperaba que no fueran tantos.

La zombi maltrecha me miraba fijamente. Era alta; casi un metro ochenta. Unos pies esqueléticos asomaban bajo el vestido rojo. Había sido una mujer esbelta, tal vez hasta atractiva, pero viendo aquellos ojos saltones que se movían en las cuencas sin párpados… Un sonido húmedo, como de succión, acompañaba el movimiento.

La primera vez que lo oí había vomitado: es el ruido que hacen los globos oculares contra la carne putrefacta. Pero de eso hacía cuatro años, y ya no era ninguna novata. La carne en descomposición no me revolvía el estómago; ni siquiera me daba repelús. Normalmente.

Tenía los ojos de un marrón verdoso, y la rodeaba un olor a perfume caro, algodonoso y no muy penetrante, algo dulce y floral que recordaba los polvos de talco. No bastaba para ocultar el hedor. Arrugué la nariz y cerré la garganta; cuando volviera a oler aquel delicado perfume pensaría en el olor a cadáver. Pero tampoco era tan terrible; probablemente no podría pagarlo.

El caso era que me miraba, y no parecía un cadáver, sino una persona, con el carácter reflejado en los ojos. A los zombis los veo como cadáveres, como fundas vacías; puede que parezcan muy vivos al salir de la tumba, pero no les dura. La personalidad y la inteligencia son lo primero que se deteriora, y después las sigue el cuerpo, siempre por ese orden. Dios no tiene la crueldad de obligar a nadie a presenciar la decadencia de su propio cuerpo. Algo había salido muy mal en aquel caso.

Rodeé a Dominga Salvador manteniéndome fuera de su alcance, aunque no sabía por qué. Estaba casi segura de que no iba armada, pero representaba un peligro que no tenía nada que ver con los cuchillos ni las pistolas. No quería que me rozara, ni siquiera por accidente.

La zombi de la izquierda era perfecta: no mostraba ni rastro de deterioro, y tenía los ojos muy vivos, alerta. Virgen santa, si hasta podría pasar por humana en cualquier sitio. ¿Y cómo me había dado cuenta de que no estaba viva? Ni siquiera lo sabía: no detectaba ninguno de los indicios habituales, pero reconocía la muerte cuando la tenía delante. De todas formas… La miré, y sus facciones perfectas y oscuras me devolvieron la mirada. El miedo surgía de ella a borbotones.

El mismo poder que me permitía levantar muertos me decía que aquella mujer era una zombi, por mucho que la vista me dijera lo contrario. Asombroso. Si Dominga podía levantar zombis como esos, me daba cien vueltas.

Yo tengo que dejar pasar tres días antes de levantar un cadáver, para que el alma tenga tiempo de marcharse. El alma suele quedarse unos tres días cerca del cuerpo, y mientras sigue presente no puedo levantar una mierda. Hay quien dice que si los reanimadores levantaran los cuerpos con el alma intacta, los estarían resucitando. Ya sabéis, resurrecciones de verdad de la buena, como lo que hizo Jesús con Lázaro. Yo no acababa de tragármelo, o puede que fuera consciente de mis limitaciones.

Al mirar a aquella zombi me di cuenta de que era distinta: seguía teniendo alma, y la otra, también. ¿Cómo? ¿Se puede saber cómo cojones lo había conseguido?

– El alma. Los cuerpos conservan el alma.

– Muy bien, chica.

Me coloqué a su izquierda, sin perder de vista a Enzo.

– ¿Cómo lo ha hecho?

– Capturándola en el momento en que pretendía salir.

– Eso no es explicación de nada -dije sacudiendo la cabeza.

– ¿No sabes capturar almas en una botella?

¿Almas embotelladas? ¿Estaba de guasa? Más quisiera.

– No -contesté intentando no sonar condescendiente.

– Podría enseñarte tantas cosas, Anita, tantas cosas…

– No, gracias -zanjé-. Así que capturó las almas, reanimó los cuerpos y les volvió a meter el alma. -Era una conjetura, pero sonaba verosímil.

– Muy, muy bien. Eso es, exactamente. -Me miraba con tanta intensidad que me hacía sentir incómoda; era como si me estuviera memorizando con sus ojos negros y vacíos.

– Pero ¿por qué se está pudriendo una de ellas? ¿No se supone que el alma impide el deterioro?

– No es ninguna suposición; tengo pruebas.

Me giré hacia el cadáver putrefacto, que de nuevo me devolvió la mirada.

– En ese caso, ¿por qué una se está pudriendo y la otra no? -Parecíamos dos nigromantes hablando de curro: «Entonces, ¿tú prefieres levantar tus zombis con luna nueva?».

– Puedo meter el alma en el cuerpo y sacarla siempre que quiera.

Aquello sí que me dejó transpuesta, y me costó lo mío impedir que la repugnancia me dejase también boquiabierta. A Dominga le habría encantado ver que estaba horrorizada, y no estaba dispuesta a darle el gustazo.

– A ver si lo entiendo -dije con mi mejor tono de profesional-. Metió el alma en el cuerpo, y no se pudrió. Después la sacó, para convertirla en un zombi normal, y se pudrió.

– Exactamente.

– Y después volvió a meter el alma en el cuerpo putrefacto, y la zombi recuperó la consciencia y volvió a la vida. ¿Se detuvo la putrefacción cuando volvió el alma?

– Sí.

Mierda.

– ¿Así que puede conservar esa zombi, en ese estado, todo el tiempo que quiera?

– Sí.

Mierda al cuadrado.

– ¿Y esa otra? -Señalé como si estuviéramos en clase.

– Hay quien pagaría una fortuna por ella.

– Un momento. ¿Habla de venderla como esclava sexual?

– Puede.

– Pero… -La idea era demasiado aterradora. Era una zombi, lo que significaba que no necesitaba comer, dormir ni nada. Se podía dejar guardada en el armario, como un juguete. Una esclava perfectamente sumisa-. ¿Son tan obedientes como los zombis normales, o el alma les da libre albedrío?

– Parecen ser muy obedientes.

– Quizá sólo le tengan miedo -dije.

– Quizá -contestó con una sonrisa.

– No puede mantener el alma aprisionada indefinidamente.

– Ah, ¿no puedo?

– El alma debe seguir su camino.

– ¿Para ir a ese cielo o a ese infierno que tenéis los cristianos?

– Sí -dije.

– Esas mujeres no eran ningunas santas, chica. Me las entregaron sus propios parientes, y pagaron para que las castigara.

– ¿Ha cobrado por esto?

– Está prohibido trastear con un cadáver sin permiso de su familia -dijo.

No sé si Dominga tenía intención de espantarme; puede que no. Pero con una sola frase me había dejado claro que lo que hacía era perfectamente legal. Los muertos no tenían derechos, y las cosas como aquella hacían necesaria una legislación que protegiera a los zombis. Mierda.

– Nadie merece pasarse la eternidad encerrado en un cadáver -dije.

– Se podría hacer con los condenados a muerte, para que prestaran un servicio a la sociedad después de morir.

– No. -Sacudí la cabeza-. No, es inmoral.

– He creado zombis que no se pudren. Los reanimadores, creo que os llamáis, lleváis años detrás de ese secreto. Yo lo he descubierto, y seguro que podré sacarle partido.

– Es inmoral. Puede que no conozca bien el vudú, pero creo que ni siquiera los suyos admitirían nada semejante. ¿Desde cuándo se puede mantener un alma en cautividad y no permitirle que se reúna con el loa?

Dominga se encogió de hombros. De repente parecía cansada.

– Tenía la esperanza de que me ayudaras. Juntas podríamos levantar más zombis mucho más deprisa, y no te imaginas la cantidad de dinero que podríamos ganar.

– Ha llamado a la puerta equivocada.

– Ya veo. Yo creía que como no eres vodun note parecería mal.

– Daría igual que se lo dijera a un cristiano, a un budista, a un musulmán o a quien se le ocurra. No le parecería bien a nadie.

– Tal vez sí, tal vez no. Por probar…

– Por lo menos, acabe con el sufrimiento de su primer experimento -dije mirando al zombi putrefacto.

– Es una muestra muy convincente, ¿no crees? -replicó siguiendo mi mirada.

– Ha creado un zombi que no se pudre. Vale. El resto es crueldad.

– ¿Te parezco cruel?

– Sí -dije.

– Manuel, ¿a ti te parezco cruel?

Manny me miró mientras contestaba. Intentaba decirme algo, pero no supe qué.

– Sí, señora. Es una crueldad.

– ¿De verdad crees que soy cruel, Manuel? -preguntó Dominga volviéndose hacia él. Su cara y sus movimientos denotaban sorpresa-. ¿Yo, tu adorada amante?

– Sí -contestó asintiendo lentamente.

– No te dabas tanta prisa en juzgarme hace unos años, Manuel. Más de una vez te encargaste de sacrificarme cabras blancas.

Me volví hacia Manny. Fue como en las películas, cuando el protagonista tiene una revelación sobre otro personaje. Cuando alguien descubre que uno de sus mejores amigos ha participado en sacrificios humanos debería sonar música y haber un cambio de encuadre. Más de una vez, además. Más de una vez.

– ¿Manny? -Sólo conseguí emitir un susurro ronco. Para mí, aquello era peor que lo de las zombis. Allá los desconocidos con su conciencia; se trataba de Manny, y no podía ser verdad-. ¿Manny? -Rehuyó mi mirada. Mala señal.

– ¿No lo sabías, chica? ¿Manny no te había hablado de su pasado?

– Cállese -dije.

– Era mi ayudante más valioso. Habría hecho cualquier cosa por mí.

– ¡Que se calle! -grité. Se detuvo, con las facciones contraídas por la ira, y Enzo dio dos pasos hacia el altar-. Basta. -No sabía muy bien a quién se lo decía-. Quiero que lo diga él, no usted.

Dominga seguía encolerizada, y Enzo se alzaba sobre mí como un alud a punto de desencadenarse. La mujer le hizo un gesto con la cabeza.

– Entonces pregúntaselo -me dijo.

– ¿Es verdad, Manny? ¿Realizaste sacrificios humanos? -Seguía hablando con normalidad, pero no sé cómo. Tenía el corazón en un puño; tanto que me dolía. Ya no tenía miedo, al menos de Dominga. Tenía miedo de la verdad.

Manny levantó la cabeza, y el pelo le cayó por la cara, enmarcándole unos ojos compungidos. Casi conmovedor.

– Es verdad, ¿no? -Estaba helada-. Contéstame, joder -insistí con voz normal, tranquila.

– Sí.

– Sí, ¿qué? ¿Realizaste sacrificios humanos?

Por fin me miró. La ira lo ayudaba a enfrentarse a mi mirada.

– ¡Sí, sí!

– Dios mío, Manny. -Fui yo quien apartó la vista-. ¿Cómo pudiste? -dije con un hilo de voz, menos tranquila que antes. Si no fuera porque sé que es imposible, diría que estaba al borde de las lágrimas.

– Fue hace casi veinte años, Anita. Era vodun y nigromante. Era muy devoto y adoraba a la señora, o eso creía.

Lo miré. Su expresión hizo que se me formara un nudo en la garganta.

– Joder, Manny.

No dijo nada; se quedó allí, con aire abatido. No sabía cómo asociar la imagen de Manny Rodríguez a la de un hombre capaz de sacrificar la cabra sin cuernos. Él era quien me había ayudado a tener clara la diferencia entre el bien y el mal en mi trabajo, y se había negado a hacer muchas cosas que no eran ni la mitad de terribles que aquella. No tenía ni pies ni cabeza.

– Ahora no puedo con eso -me oí decir en voz alta, aunque no había sido mi intención-. Muy bien, ya ha soltado la bomba, señora Salvador. Ha dicho que nos ayudaría, y me he sometido a su prueba, ¿no? -En caso de duda, mejor afrontar los desastres uno a uno.

– Quería ofrecerte la oportunidad de ayudarme en mi nuevo negocio.

– Las dos sabemos que no estoy dispuesta -dije.

– Es una pena, Anita. Con un poco de entrenamiento podrías tener tanto poder como yo.

¿De mayor quería ser como ella? Ni loca.

– Gracias, pero estoy muy bien como estoy.

– ¿De verdad? -me preguntó después de mirar a Manny de reojo.

– Eso ya lo arreglaremos entre nosotros, señora. Ahora, ¿quiere ayudarme?

– Si te ayudo sin pedir nada a cambio, quedarás en deuda conmigo.

– Prefiero intercambiar información. -No quería deberle favores.

– ¿Crees que sabes algo que valga tanto como el esfuerzo que me costará buscar a tu zombi asesino?

Medité durante un momento.

– Sé que se está preparando una legislación sobre los zombis, y pronto tendrán derechos, y leyes que los protejan. -Esperaba que fuera pronto; tampoco era necesario explicarle que el proyecto estaba todavía en mantillas.

– Así que tendré que darme prisa para vender los zombis que no se pudren, porque pronto será ilegal.

– Dudo que eso la incomode demasiado. El sacrificio humano también es ilegal.

– Ya no hago esas cosas, Anita -dijo con una pequeña sonrisa-. He vuelto por el buen camino. -No me lo tragué, y ella lo sabía. Amplió la sonrisa y añadió-: Cuando se marchó Manuel abandoné las prácticas impías; como ya no tenía que acceder a sus impulsos, me convertí en una hermanita de la caridad. -Sabía que yo no podía demostrar nada.

– Le he dado una información muy valiosa. ¿Piensa ayudarme o no?

– Les preguntaré a mis seguidores -dijo asintiendo, toda indulgente ella-. A ver si alguno ha oído hablar de tu zombi asesino.

– ¿Nos va a ayudar, Manny? -Me daba que la sacerdotisa se estaba descojonando para sus adentros.

– Si la señora dice que va a hacer algo, lo hará. En ese sentido es de fiar.

– Encontraré a tu asesino si tiene algo que ver con el vodun -dijo.

– Vale. -No le di las gracias porque me parecía mal. Quería llamarla zorra y meterle una bala entre los ojos, pero también tendría que cargarme a Enzo, y ¿cómo se lo iba a explicar a la policía? No había hecho nada ilegal. Mierda-. Supongo que no tiene sentido apelar a su benevolencia para que abandone esos planes demenciales de esclavizar a los nuevos zombis mejorados.

Chica, chica -dijo sonriente-, voy a ganar más dinero del que hayas soñado nunca. Puedes negarte a colaborar conmigo, pero no Puedes impedírmelo.

– Yo no estaría tan segura -dije.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Ir a la policía? No he infringido ninguna ley, y solo matándome podrías detenerme -dijo mirándome muy fijamente.

– No me dé ideas.

– No la desafíes, Anita -dijo Manny, colocándose junto a mí.

Estaba más o menos enfadada con él, así que a la mierda los reparos.

– La detendré, señora Salvador. Cueste lo que cueste.

– Como intentes usar la nigromancia contra mí, serás tú quien muera.

Yo no tenía ni repajolera de nigromancia. Me encogí de hombros.

– Me refería a algo más vulgar, como una bala.

Enzo entró en la zona del altar y se interpuso entre su jefa y yo. Dominga lo detuvo.

– No, Enzo, se ha levantado con el pie izquierdo y está un poco alterada. -Seguía riéndose de mí con la mirada-. No sabe nada de la magia de verdad, y no puede hacerme daño. Y como se cree moralmente superior, nunca se rebajaría a cometer un asesinato a sangre fría.

Lo peor era que tenía razón. No podría pegarle un tiro si no me amenazaba directamente. Miré hacia las zombis, que esperaban con la paciencia de los muertos, aunque por debajo asomaban el miedo, la esperanza y… Ah, mierda, la frontera entre la vida y la muerte se volvía cada vez más borrosa.

– Por lo menos ponga a descansar a su primer experimento. Ya ha demostrado que puede meter y sacar el alma a su antojo; no la obligue a presenciarlo.

– Pero, Anita, ya tengo comprador para ella.

– ¡Virgen santa! No querrá decir… un necrófilo.

– Los que sienten más atracción por la muerte que tú o que yo pagarían una cifra extraordinaria por algo así.

A lo mejor sí que podría pegarle un tiro.

– Es usted una hija de puta sin escrúpulos ni el menor sentido de la ética.

– Y tú, chica, tienes que aprender a respetar a tus mayores.

– El respeto hay que ganárselo.

– Me parece, Anita Blake, que deberías entender por qué la gente teme la oscuridad. Me encargaré de que recibas muy pronto una visita en tu ventana. Una noche oscura, cuando estés casi dormida en tu cama cómoda y segura, algo maligno entrará en tu habitación. Pienso ganarme tu respeto, ya que insistes tanto.

Debería haberme asustado, pero no fue así. Estaba cabreada y quería irme a casa.

– Puede ir por ahí asustando a la gente, señora, pero eso no la hará más respetable.

– Ya veremos, Anita. Llámame cuando recibas mi regalo. No tardará mucho.

– ¿Sigue estando dispuesta a ayudarme a localizar al zombi asesino?

– He dicho que voy a hacerlo y lo haré.

– Bien -dije-. ¿Podemos irnos ya?

Dominga le hizo una seña a Enzo para que se situara a su lado.

– Desde luego. Sal a refugiarte a la luz del día para poder seguir haciéndote la valiente.

Me dirigí al camino de verves, acompañada de Manny. No nos miramos; estábamos demasiado ocupados observando a la señora y sus experimentos. Me detuve en cuanto puse un pie en el pasillo. Manny me rozó el brazo, como si me hubiera leído la mente y quisiera aconsejarme que cerrara el pico. No le hice caso.

– Puede que no sea capaz de asesinarla a sangre fría, pero si me hace algo, le pegaré un tiro a plena luz del día.

– Las amenazas no te servirán de nada, chica -contestó.

– A ti tampoco, zorra -le dije dedicándole una sonrisa encantadora.

El rostro de Dominga se contrajo de ira, y mi sonrisa se agrandó.

– No lo dice en serio, señora -intercedió Manny-. No piensa matarla.

– ¿Eso es cierto, chica? -Su voz era a la vez amable y estremecedora.

Miré a Manny de reojo, con reproche. Era una buena amenaza, y no quería que me la estropeara con el sentido común ni con la verdad.

– He dicho que te pegaría un tiro, no que te mataría, ¿no es cierto?

– Así es.

Manny me cogió del brazo y empezó a arrastrarme hacia el pasillo. Me había agarrado el brazo izquierdo, con lo queme quedaba libre el derecho, el de la pistola. Por si las moscas.

Dominga no hizo ningún movimiento, pero sus ojos negros me siguieron, airados, hasta que salimos al pasillo. Manny me arrastró hasta doblar la esquina que daba al tramo de las puertas emparedadas. Me zafé, Y nos quedamos mirándonos durante un instante.

– ¿Qué hay detrás de esas puertas? -le pregunté. No lo sé. -Se me debió de ver la duda en la cara, porque añadió-: Te lo aseguro, Anita, no lo sé. Hace veinte años no había nada de esto.

Seguí mirándolo, como si eso fuera a cambiar algo. Habría sido mejor que Dominga Salvador se hubiera guardado el secreto de Manny. Habría preferido no conocerlo-. Pero tenemos que salir de aquí cuanto antes.

La bombilla que teníamos encima se apagó, como si la hubieran sofocado. Los dos miramos hacia arriba, pero no había nada que ver. Se me puso la carne de gallina. La bombilla de delante parpadeó, y también se apagó.

Manny tenía razón: teníamos que marcharnos cuanto antes. Empecé a trotar hacia la escalera, seguida por él. La puerta del candado brillante se agitó, como si el ser que contenía intentara liberarse. Se apagó otra bombilla; la oscuridad nos pisaba los talones. Cuando alcanzamos la escalera íbamos a toda velocidad, y sólo quedaban dos bombillas encendidas.

Andábamos por la mitad de la escalera cuando nos quedamos a oscuras. El mundo se volvió negro, y me quedé paralizada; me resistía a moverme a ciegas. Manny me rozó el brazo, pero no lo veía. Podría tocarme los ojos y no verme los dedos. Nos cogimos de la mano con fuerza. Sus manos no eran mucho más grandes que las mías, pero el contacto era cálido y conocido, y resultaba de lo más alentador.

Los crujidos de la madera resonaban como disparos en la oscuridad, y el hedor de la carne putrefacta llenaba la escalera.

– ¡Mierda! -El eco de mi voz rebotó en la negrura que nos rodeaba, y me arrepentí de haber hablado.

Algo grande salió al pasillo, pero era imposible que fuera tan grande como sonaba. El sonido húmedo y viscoso avanzaba hacia la escalera, o eso me parecía.

Subí dos escalones a tientas y no tuve que incentivar a Manny. Fuimos ascendiendo a trompicones, mientras el sonido se hizo más rápido. La luz que pasaba por debajo de la puerta era tan intensa que casi hacía daño. Manny abrió de par en par, y los rayos de sol nos cegaron momentáneamente.

Detrás de nosotros, algo gritó cuando lo alcanzó la luz. Fue un grito casi humano. Empecé a volverme para mirar, pero Manny cerró de un portazo y negó con la cabeza.

– No quieres verlo, y yo tampoco.

Tenía razón. Pero entonces, ¿por qué sentía el impulso de abrir la puerta y escrutar la oscuridad para contemplar una masa pálida e informe, una visión de pesadilla? Me quedé mirando la puerta cerrada y lo dejé estar.

– ¿Crees que nos va a seguir? -pregunté.

– ¿A la luz del día?

– Sí.

– Me extrañaría, pero será mejor que no nos quedemos a averiguarlo.

Me pareció bien. El sol de agosto, cálido y real, bañaba el salón. El grito, la oscuridad, los zombis… Todo aquello parecía fuera de lugar bajo el sol. No acababa de hacerme a la idea de que hubiera monstruos tambaleándose por ahí de buena mañana.

Abrí la puerta mosquitera con calma y parsimonia, ¿Aterrorizada yo? Ja. Pero aguzaba tanto el oído que podía escuchar mi propia circulación. Eso sí, sonidos que indicaran que nos seguía algo viscoso no capté ninguno.

Antonio seguía montando guardia en el porche. ¿Deberíamos advertirlo de la posibilidad de que una criatura lovecraftiana saliera detrás de nosotros?

– ¿Te has tirado a la zombi de abajo? -preguntó Antonio. No parecía necesitar advertencia.

Manny hizo oídos sordos al comentario.

– Que te den -dije yo.

– ¡Eh! -protestó.

Continué caminando y bajé los escalones del porche. Manny seguía a mi lado, y Antonio no sacó la pistola para liarse a tiros. El día mejoraba por momentos.

La niña del triciclo estaba junto al coche de Manny, y me miró cuando abrí la puerta del acompañante. Estaba muy morena, y no creo que tuviera más de cinco años. Devolví la mirada de sus grandes ojos marrones.

Manny se sentó en el asiento del conductor, puso el motor en marcha y nos marchamos de allí. La niña y yo seguimos mirándonos. Justo antes de que torciéramos por una bocacalle, empezó a pedalear de nuevo por la acera.

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