TRES

«De los bestias», había dicho Dolph. Se había quedado más que corto. Todo estaba lleno de sangre, como si hubieran rociado de pintura las paredes blancas. Una sábana carmesí ocultaba la mayor parte de un sofá blanquecino estampado con flores marrones y doradas. Las pulcras ventanas dejaban pasar un rectángulo de luz de la tarde que daba a la sangre un tono rojo cereza resplandeciente.

La sangre de verdad tiene un color más vivo que el que se ve en el cine y la televisión; en grandes cantidades es de un rojo tomate muy intenso, pero si es más oscura queda mejor en la pantalla. Toma realismo.

Sólo es roja, verdaderamente roja, cuando está fresca. Aquella ya llevaba tiempo allí y debería haberse apagado, pero el juego de luces la mantenía como nueva.

Tragué saliva con dificultad y respiré profundamente.

– Te estás poniendo verde, Blake -dijo una voz casi encima de mí. Di un salto, y Zerbrowski rió-. ¿Te he asustado?

– No -mentí.

El inspector Zerbrowski medía aproximadamente uno setenta y tenía el pelo moreno rizado, algo canoso. Unas gafas de pasta le enmarcaban los ojos marrones. Tenía el traje marrón arrugado, y una mancha, probablemente de la comida, le decoraba la corbata amarilla y marrón. Me sonreía, como siempre.

– Te he pillado, Blake, reconócelo. ¿Nuestra intrépida cazavampiros va a echar la pota encima de las víctimas?

– Te están saliendo flotadores, ¿eh, Zerbrowski?

– Oooh, qué disgusto. -Se llevó las manos al pecho y se contoneó-. No me digas que ya no me deseas tanto como yo a ti.

– Corta el rollo. ¿Dónde se ha metido Dolph?

– En el dormitorio principal. -Alzó la mirada al tragaluz del techo abovedado-. Ojalá Katie y yo pudiéramos permitirnos una casa así.

– Sí, no está mal. -Miré el sofá; la sábana se pegaba a lo que tuviera debajo, como cuando se cae el zumo y se deja un trapo encima. Había algo que no encajaba. Entonces caí en la cuenta: el bulto de debajo no podía ser un cuerpo humano completo. Fuera lo que fuera, le faltaban trozos.

La habitación empezó a dar vueltas, y aparté la vista, tragando saliva convulsivamente. Hacía meses que no se me revolvía el estómago en la escena de un crimen. Por lo menos, el aire acondicionado estaba encendido; algo es algo: con bochorno huele peor aún.

– Oye, en serio, ¿necesitas salir? -Zerbrowski me sujetó por el brazo como si fuera a llevarme a la puerta.

– Estoy bien, gracias -volví a mentir, mirándolo a los ojos, aunque no lo engañé. No es que estuviera bien, pero aguantaría.

Me soltó el brazo y se apartó.

– Me encantan las chicas duras. -Me saludó con sorna.

– Vete al guano. -No pude evitar sonreír.

– Al final del pasillo, abre la última puerta de la izquierda y verás a Dolph.

Se perdió entre la multitud. Una escena del crimen es como un enjambre: repleta de actividad frenética y gente apiñada. Y no me refiero a los curiosos, que se quedan fuera, sino a los policías de uniforme y de paisano, a los técnicos, al tipo de la cámara de vídeo,… Me abrí paso entre el gentío con la identificación plastificada en la solapa de la chaqueta azul marino, para que los policías supieran que no me había colado y, de paso, para que no se preocuparan al verme armada.

Mientras superaba el atasco que se había formado junto a una puerta, en mitad del pasillo, capté unas pocas frases sueltas. «Dios, cuánta sangre.» «¿Ya han encontrado el cadáver?» «Te refieres a lo que queda de él?… Aún no.»

Me abrí paso entre dos policías de uniforme, y uno de ellos protestó. Encontré un hueco libre justo delante de la última puerta de la izquierda; no sé cómo se las habría arreglado Dolph, pero estaba solo en la habitación. Igual acababan de salir los demás.

Estaba arrodillado en mitad de una moqueta color arena con las manos regordetas, enfundadas en guantes de látex, apoyadas en los muslos. Llevaba el pelo negro tan corto que sus orejas parecían varadas a los lados de la cara redonda. Se puso en pie al verme entrar. Medía más de dos metros y tenía la constitución de un luchador; de repente, la cama con dosel pareció minúscula.

Dolph dirigía la Santa Compaña, la brigada policial de creación más reciente. Oficialmente se llamaba Brigada Regional de Investigación Preternatural, o simplemente, BRIP. Se ocupaba de todos los delitos relacionados con lo sobrenatural, y en ella acababan todos los agentes problemáticos. Sabía perfectamente por qué habían destinado allí a Zerbrowski: tenía un sentido del humor retorcido y despiadado. Pero Dolph era el policía perfecto; sospechaba que le había tocado los cojones a alguien de arriba, y no me extrañaría que hubiera sido por exceso de celo.

Junto a él, en la alfombra, había otro bulto tapado con una sábana.

– Anita. -Siempre habla igual: ahorrando palabras.

– Dolph -contesté.

Se arrodilló entre la cama y la sábana empapada de sangre.

– ¿Preparada?

– Sé que lo tuyo no es hablar, pero ¿te importaría decirme qué se supone que busco?

– Quiero saber qué ves, no que me digas lo que yo te haya dicho que veas. -Viniendo de Dolph era todo un discurso.

– De acuerdo. Vamos allá.

Despegó la sábana de la cosa ensangrentada de debajo. Miré y volví a mirar, pero sólo conseguía ver un montón de carne sanguinolenta. Podría ser de vaca, de caballo, de ciervo…, pero ¿humana? Imposible del todo.

Mis ojos lo registraban, pero mi cerebro se negaba a procesarlo. Me acuclillé al lado, con la falda recogida bajo los muslos. La moqueta hacía chof cuando la pisaba, como si le hubiera llovido encima, pero yo sabía que no era lluvia.

– ¿Tienes unos guantes de sobra? Me he dejado las cosas en la oficina.

– Bolsillo derecho de la chaqueta. -Levantó las manos; tenía los guantes manchados de sangre-. Cógelos tú; mi mujer no soporta que le manche de sangre los trajes.

Sonreí. Asombroso; a veces, el sentido del humor se vuelve obligatorio. Tuve que extender los brazos por encima de los restos para sacar un par de guantes de talla única. Los guantes de látex tienen un tacto polvoriento, y me dan la impresión de estar poniéndome condones en las manos.

– ¿Puedo tocar sin miedo de estropear pruebas?

– Sí.

Tanteé con dos dedos. Era consistente, como un corte de ternera. Hasta que noté las costillas bajo la carne no caí en la cuenta de qué había estado viendo. Era un trozo de caja torácica humana: la parte del hombro, con el hueso blanco a la vista donde habían arrancado el brazo de cuajo. Eso era todo. Nada más. Me puse de pie tan deprisa que me tambaleé. Más chof en la moqueta.

De repente hacía un calor sofocante. Me aparté del despojo y me encontré delante de un tocador, con el espejo tan lleno de sangre que parecía un muestrario de laca de uñas. Rojo cereza, Carmesí de carnaval, Manzana caramelizada.

Cerré los ojos y conté hasta diez muy despacio. Cuando los abrí tuve la impresión de que había bajado la temperatura. Entonces me di cuenta de que había un ventilador de techo encendido. Ah, sí, me encontraba perfectamente. La cazavampiros que no se arredra ante nada. Y qué más.

Dolph no dijo nada cuando volví a arrodillarme junto a aquello; ni siquiera me miró. Qué gran tipo. Intenté examinar la carne con objetividad y ver lo que tuviera que ver, pero ya no resultaba tan fácil. Era más llevadero cuando no sabía a qué parte del cuerpo correspondía. No lograba ver nada que no fueran los restos sanguinolentos, ni dejar de pensar que aquello había sido un cuerpo humano. Lo había sido: ahí estaba la clave.

– No veo nada que indique el uso de armas, aunque eso te lo podrá decir el forense. -Alargué la mano para volver a tocarlo, pero me detuve-. ¿Me ayudas a levantarlo para que pueda ver la cavidad pulmonar? O lo que quede de ella…

Dolph soltó la sábana y me ayudó a ladear los restos. No había nada debajo de las costillas; los órganos habían desaparecido. Tenía todo el aspecto de un costillar de ternera, con excepción de la parte de arriba, donde quedaba un trozo de clavícula.

– De acuerdo -dije sin aliento. Me puse en pie, con las manos ensangrentadas apartadas de los costados-. Tápalo, por favor.

El inspector colocó la tela de nuevo y se levantó.

– ¿Qué impresión tienes?

– Violencia. Mucha violencia. Una fuerza sobrehumana, como si hubieran descuartizado el cadáver con las manos.

– ¿Por qué con las manos?

– No hay marcas de cuchillo. -Intenté reír, pero me atraganté-. Casi diría que usaron una sierra de carnicero, pero los huesos… -Sacudí la cabeza-. Esto no lo han hecho con nada mecánico.

– ¿Algo más?

– Sí. ¿Dónde está lo que falta?

– Desde aquí, la segunda puerta de la izquierda.

– ¿El resto del cadáver? -Volvía a hacer demasiado calor.

– Echa un vistazo y dime qué ves.

– Coño, Dolph, ya sé que no te gusta influir en los peritos, pero no quiero ir a ciegas. -Se limitó a mirarme-. Por lo menos, dime una cosa.

– A ver. ¿Qué?

– ¿Es peor que esto?

Pareció meditar la respuesta.

– No. Y sí.

– Vete a la mierda.

– Lo entenderás cuando lo veas.

No quería entenderlo. A Bert le había encantado que la policía me contratara de asesora, y me había dicho que así ampliaría mi experiencia. Pero lo único que se había ampliado era la gama de mis pesadillas.

Dolph encabezó la marcha hacia la siguiente cámara de los horrores. En realidad, yo no quería ver el resto del cadáver; sólo quería irme a casa. Dolph se quedó pensativo frente a la puerta cerrada hasta que lo alcancé. En la puerta había un conejo de cartón, como en Pascua, y debajo, un cartel en punto de cruz: cuarto del bebé.

– Dolph -dije en voz baja. El ruido del salón llegaba atenuado.

– ¿Sí?

– Nada, nada.

Me llené los pulmones y solté todo el aire. Podía hacerlo. Podía hacerlo. Virgen santa, no quería hacerlo. Recé entre dientes mientras la puerta se abría hacia dentro. Hay ocasiones en las que no se puede seguir adelante sin un poco de inspiración divina, y sospechaba que estaba ante una de ellas.

La luz del sol entraba por una ventana pequeña de cortinas blancas, con patitos y conejitos cosidos en los bordes. Las paredes azul celeste estaban decoradas con recortes de animales. No había cuna, sino una de esas camas infantiles con media barandilla que no sé cómo se llaman.

Allí no había tanta sangre, gracias a Dios, para que luego digan que no atiende los ruegos. Pero en un rectángulo de luz intensa de agosto había un osito recubierto de sangre. Un ojo de vidrio redondo me miraba con sorpresa desde el peluche apelmazado.

Me arrodillé junto a él. La moqueta no hizo chof; no estaba pringada de sangre. ¿Qué leches pintaba allí un osito lleno de sangre coagulada? Por lo demás, no parecía que hubiera más sangre en la habitación. ¿Lo habrían colocado allí a propósito? Levanté la mirada y vi una cómoda blanca con más conejitos pintados, y es que hay gente que no se complica la vida con la decoración. La huella de una mano había quedado marcada nítidamente en la superficie blanca; me acerqué a gatas para calibrar su tamaño. Tengo las manos bastante pequeñas, más que la mayoría de las mujeres, pero la que había dejado la huella era diminuta. Dos o tres años, quizá cuatro. Paredes azules: probablemente era un niño.

– ¿Cuántos años tenía el niño?

– En el dorso de la foto del salón pone: «Benjamín Reynolds, tres años».

– Benjamín -susurré, mirando la huella de la mano ensangrentada-. En esta habitación no hay ningún cadáver; aquí no han matado a nadie.

– No.

– ¿Por qué querías que la viera? -le pregunté desde el suelo.

– Si no lo ves todo, tu opinión no sirve de nada.

– Voy a tener pesadillas con ese puto osito.

– Y yo.

Me levanté y estuve a punto de alisarme la falda; no os hacéis una idea de la cantidad de veces que me toco la ropa sin darme cuenta y me la pringo de sangre. Pero aquel día no.

– ¿Lo del sofá del salón es el cadáver del niño? -pregunté rezando para que no fuera así.

– No.

– Gracias a Dios. ¿Es de la madre?

– Sí.

– ¿Y el niño?

– No lo hemos encontrado. -Titubeó un momento e hizo la pregunta-: ¿Crees que se lo ha comido entero?

– ¿De forma que no quede nada que encontrar, quieres decir?

– Sí. -Había palidecido. Y supongo que yo también.

– Es posible, pero ni siquiera los nomuertos pueden comer tanto. -Respiré profundamente-. ¿Hay algún indicio de… regurgitación?

– Regurgitación. -Sonrió-. Bonita palabra. No, no parece que el bicho haya vomitado. Por lo menos, no por nada que hayamos visto.

– Entonces, es probable que el niño esté en algún lado.

– ¿Podría seguir vivo?

Levanté la vista hacia él. Quería contestar que sí, pero estaba casi segura de que no, así que me quedé en tierra de nadie:

– Ni idea. -Dolph asintió, y yo cambié de tema-. Ahora toca el salón, ¿no?

– No.

Salió de la habitación sin decir nada más, y lo seguí; ¿qué otra cosa podía hacer? Pero no me di prisa. Si le iba hacer de poli duro y lacónico, que esperase.

Doblé la esquina, siguiendo sus espaldas anchas, y atravesamos el salón hasta llegar a la cocina, donde una puerta corredera de cristal dejaba ver la terraza. Había cristales por todas partes, que destellaban bajo otro tragaluz. Era una cocina inmaculada que parecía sacada de un anuncio, toda llena de baldosas azules y madera clara.

– Qué bonito -dije.

Vi gente en el jardín; se habían trasladado al exterior. El seto los ocultaba de la vista de los vecinos curiosos, como había ocultado al asesino la noche anterior. En la cocina sólo quedaba un inspector tomando notas junto al fregadero reluciente.

Dolph me indicó con un gesto que mirase bien.

– Vale -dije-. Algo atravesó la puerta de cristal. Tuvo que hacer muchísimo ruido, y se oiría aunque estuviera puesto el aire acondicionado.

– ¿Tú crees?

– ¿Algún vecino oyó algo?

– Nadie lo reconoce.

Asentí, pensativa.

– Se rompe el cristal. Alguien, probablemente el hombre, se asoma a ver qué ha pasado; hay estereotipos sexistas que no suelen fallar.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Dolph.

– El aguerrido cazador que protege a su familia.

– De acuerdo, salió el hombre. ¿Qué pasó después?

– Llega, ve lo que ha entrado por la ventana y avisa a gritos a su mujer. Probablemente le dice que se marche. Que coja al niño y salga corriendo.

– ¿Y por qué no que llame a la policía?

– No he visto ningún teléfono en el dormitorio. -Señalé con un gesto el de la pared de la cocina y añadí-: Puede que este sea el único, y para llegar hasta él habría que pasar por encima del hombre del saco.

– Sigue.

Me volví para mirar el salón; desde allí se veía el sofá, cubierto por la sábana.

– El intruso, fuera lo que fuera, atacó al hombre y lo dejó fuera de juego, pero no lo mató.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿Esto es un examen o qué? Casi no hay sangre en la cocina; se lo comió en el dormitorio, y no creo que se dedicara a llevarlo a rastras después de matarlo. Lo perseguiría hasta la habitación y lo mataría allí.

– No está mal. ¿Quieres inspeccionar el salón?

La verdad es que no quería, pero no lo dije en voz alta. De la mujer quedaban más restos, y tenía el torso casi intacto. Le habían envuelto las manos en bolsas de papel, y habían extraído muestras de debajo de las uñas. Esperaba que sirvieran de ayuda. Los ojos del cadáver, muy abiertos, estaban clavados en el techo, y la chaqueta empapada del pijama se pegaba al lugar que había ocupado la cintura. Tragué saliva y levanté la prenda con el índice y el pulgar.

La columna vertebral resplandeció al sol, blanca y húmeda, colgando como un cable arrancado del enchufe.

– La desgarraron, como al… hombre del dormitorio.

– ¿Cómo sabes que era un hombre?

– Si no había nadie más, tenía que ser el hombre. No tenían invitados, ¿verdad?

– No que sepamos -dijo Dolph negando con la cabeza.

– Entonces es el hombre, porque la mujer conserva las costillas y los brazos. -Intenté contener la cólera de mi voz; Dolph no tenía la culpa-. No trabajo en la policía, así que ¿te importaría dejar de preguntarme cosas que ya sabes?

– De acuerdo -dijo asintiendo-. A veces me olvido de que no eres uno de los chicos.

– Gracias, supongo.

– Ya me entiendes.

– Sí, y hasta sé que es un cumplido, pero ¿podemos seguir hablando fuera?

– Claro. -Se quitó los guantes ensangrentados y los dejó en una bolsa de basura que había en la cocina. Lo imité.

El calor me apresó como una envoltura de plástico, pero fuera me sentí mejor, más limpia. Me llené varias veces los pulmones de aire caliente y húmedo. Ah, el verano.

– Pero no me equivoco al suponer que no ha sido nada humano, ¿verdad? -dijo el inspector.

Había dos agentes de uniforme que contenían a la multitud arremolinada en el jardín y la calle. Niños, padres, adolescentes en bici… Joder, menudo circo.

– No te equivocas. Fuera lo que fuera, no sangró al atravesar el cristal.

– Ya me he fijado. ¿Qué significa eso?

– Hay pocos nomuertos que sangren.

– ¿Cuáles sangran?

– Los zombis recientes, un poco. Los vampiros son los únicos que pueden sangrar casi tanto como una persona.

– Entonces, ¿no crees que fuera un vampiro?

– No. Además, comió carne humana, y los vampiros no pueden digerir nada sólido.

– ¿Podría haber sido un algul?

– No hay cementerios suficientemente cerca, y la casa no ha quedado tan mal. Los algules habrían destrozado los muebles, como animales salvajes.

– ¿Un zombi?

Sacudí la cabeza.

– No sé qué decir. Los zombis devoradores de carne no son nada frecuentes, pero haberlos, haylos.

– Tres casos documentados, ¿no? En todos ellos, los zombis conservan más tiempo las características humanas y no se pudren.

– Buena memoria -dije con una sonrisa-. Y sí, eso es: los zombis que comen carne no se pudren, o se pudren más despacio.

– ¿Son violentos?

– No que se haya visto.

– ¿Y los zombis, en general? -preguntó.

– Sólo si se lo ordenan.

– ¿Qué significa eso?

– Alguien que tenga suficiente poder es capaz de pedirle a un zombi que mate.

– ¿Y usarlo de arma?

– Algo así -confirmé.

– ¿Quién podría haberlo hecho?

– Bueno, no estoy muy segura de que haya sido eso.

– Ya, pero ¿se te ocurre alguien?

– Buf. Hasta yo podría, pero yo no he sido. Y nadie que conozca sería capaz de hacer nada así.

– Eso lo decidiremos nosotros -dijo sacando la libreta.

– ¿De verdad quieres que te dé nombres de amigos míos para que les preguntes si les ha dado por levantar un zombi y mandarlo a matar a esta familia?

– Sí.

– Esto es increíble -dije con un suspiro-. De acuerdo: Manny Rodríguez, Peter Burke y… -Me detuve antes de pronunciar el tercer nombre.

– ¿Qué pasa?

– Nada, que acabo de acordarme de que tengo que ir al entierro de Burke, así que no te sirve de sospechoso.

Dolph me miraba sin disimular su desconfianza.

– ¿Estás segura de que no puedes darme más nombres?

– Te avisaré si se me ocurre alguien más -solté sin flaquear, toda sinceridad. Nada por aquí, nada por allá.

– Eso espero.

– Faltaría más.

Dolph sonrió y sacudió la cabeza.

– ¿A quién intentas proteger?

– A mí. -Me miró extrañado-. Digamos que no quiero que nadie se enfade conmigo.

– ¿Alguien concreto?

– Parece que va a llover.

– Joder, Anita, necesito tu ayuda.

– Ya te he ayudado.

– El nombre.

– Tranquilo. Espera a que haga unas averiguaciones y, si eso, ya te diré algo.

– Oh, qué generosa. -Un tono rojizo le iba subiendo por el cuello. Nunca había visto a Dolph enfadado, pero algo me decía que estaba a punto.

– El primer asesinato fue de un vagabundo; creímos que se lo habían comido los algules mientras dormía la mona, porque estaba cerca de un cementerio. Caso cerrado. -Su voz iba subiendo de tono poco a poco-. Después encontramos a una pareja joven, en el coche del chico. Tampoco se los habían cargado muy lejos del cementerio; llamamos a un exterminador y a un cura. Caso cerrado. -Bajó la voz, pero era tensa, como si se estuviera tragando los gritos. Su cólera era casi palpable-. Y ahora esto. Ha sido la misma bestia, sea lo que sea, pero no hay un puto cementerio en varios kilómetros a la redonda, así que no han sido algules, y puede que se hubiera podido evitar si te hubiera llamado con el primer caso o el segundo. Ya le voy pillando el truco a esta mierda sobrenatural y tengo más experiencia, pero no es suficiente. Ni de lejos. -Tenía las manos crispadas alrededor de la libreta.

– Nunca te había oído hablar tanto.

Soltó una risa entrecortada.

– Necesito el nombre.

– Dominga Salvador. Es la sacerdotisa vodun más importante del Medio Oeste, pero si le mandas a la policía no soltará prenda. Ni ella ni nadie.

– ¿Y contigo sí que hablarían?

– Sí.

– Vale, pero será mejor que me digas algo mañana mismo.

– No sé si podré concertar una cita con tan poca antelación.

– O lo haces tú o lo hago yo.

– De acuerdo, de acuerdo, ya veré cómo me lo monto.

– Gracias, Anita. Por lo menos tenemos un sitio por el que empezar.

– Pero puede que no sea cosa de zombis; es sólo una conjetura.

– ¿Qué podría ser, si no?

– Bueno, si hubiera sangre en el cristal, yo diría que podría haber sido un hombre lobo.

– Cojonudo, justo lo que necesitaba: un cambiaformas descontrolado.

– Pero no había sangre.

– Así que es más probable que se trate de algún nomuerto.

– Exactamente.

– Bueno, pues habla con esa tal Dominga y dime algo cuanto antes.

– A la orden, mi sargento.

Me miró con cara de pocos amigos y volvió a la casa. Mejor que entrara él; yo sólo quería largarme, cambiarme de ropa y prepararme para levantar muertos. Aquella noche me esperaban tres clientes, o tres futuros zombis.

El psiquiatra de Ellen Grisholm consideraba que le vendría bien enfrentarse al padre que había abusado de ella de niña; el problema era que llevaba varios meses muerto, así que me tocaba levantarlo para que su hija pudiera insultarlo a gusto. Según el médico, sería una liberación. Supongo que hace falta un doctorado para poder soltar esas gilipolleces.

Las otras dos reanimaciones eran más normalitas: una disputa por un testamento y un testigo de cargo que había tenido el mal gusto de sufrir un infarto antes del juicio. Aún no estaba muy claro que el testimonio de un zombi fuera admisible ante un tribunal, pero estaban suficientemente desesperados para intentarlo, y dispuestos a pagar por ello.

Me quedé plantada en mitad del césped amarillento. Me alegraba ver que la familia no era adicta a los aspersores; menudo derroche de agua. Igual hasta reciclaban las latas y los periódicos. Igual hasta eran ciudadanos respetuosos con el medio ambiente. O puede que no.

Un agente de uniforme levantó el cordón policial para dejarme salir, y me metí en el coche sin prestar atención a los curiosos. Era un Nova de un modelo reciente; podría haberme comprado algo mejor, pero ¿para qué? Tenía cuatro ruedas.

El volante estaba ardiendo, así que encendí el aire acondicionado. Lo que le había dicho a Dolph de Dominga Salvador era cierto: no hablaría con la policía ni borracha. Pero no había procurado omitir su nombre por eso.

Si intentaban hablar con ella, haría averiguaciones y descubriría que yo los había puesto sobre su pista. Era la sacerdotisa vodun más poderosa que conocía, y levantar un zombi asesino era sólo una de las muchas cosas que podría hacer si le diera la gana.

Francamente: hay cosas que se pueden colar por la ventana en plena noche que son mucho peores que un zombi. Yo intentaba no darme por enterada de esa parte del negocio, pero Dominga era la creadora de casi todo lo relacionado con ella. Desde luego, no tenía ningún interés en cabrearla, así que tendría que hablar con ella al día siguiente. Era como conseguir una cita con el capo del vudú. La putada era que no la tenía muy contenta: me había mandado varias invitaciones para que asistiera a sus ceremonias, y yo las había rechazado con tanta amabilidad como había podido. Estaba convencida de que no le hacía gracia que fuera cristiana, y me las había arreglado para no tener que verla cara a cara. Hasta entonces.

Tenía que preguntarle a la sacerdotisa vodun más poderosa de los Estados Unidos, y puede que de toda América del Norte, si había levantado un zombi y si daba la casualidad de que ese zombi se dedicaba a cargarse gente por orden suya. Mierda, qué locura. Me esperaba otro día movidito.

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