TREINTA

Antes de adoptar ningún otro color, los muertos se ponen grises. Bueno, si un cadáver ha perdido mucha sangre, puede quedar blanquecino o azulado, pero en cuanto empieza a deteriorarse, sin haber empezado aún a pudrirse, adquiere un tono grisáceo.

La mujer estaba gris. Le habían limpiado y cerrado la herida del cuello, y parecía que le había salido una boca gigante debajo de la barbilla.

La doctora Saville le echó la cabeza hacia atrás con naturalidad.

– El corte fue muy profundo. Le seccionó varios músculos del cuello y la arteria carótida; murió casi al instante.

– Obra de profesionales -dije.

– Sí. Quien degollara a esta mujer sabía lo que se hacía. Con frecuencia, los cortes en el cuello no son mortales o tardan en matar.

– ¿Queréis decir que mi hermano tenía práctica? -preguntó John Burke.

– No sé. -Me dirigí a Marian-. ¿Tienes sus efectos personales?

– Sí, aquí están. -Abrió una bolsa mucho más pequeña y la vació en una mesa. La pulsera de amuletos dorados reflejaba la luz de los fluorescentes.

La cogí con la mano enguantada. Tenía un arco con su flecha, un par de notas musicales y dos corazones entrelazados. Encajaba con la descripción de Evans.

– ¿Cómo sabías lo de esta mujer y su pulsera?-me preguntó John Burke.

– Le llevé unas pruebas a un vidente, que revivió el momento en que la degollaron.

– ¿Qué tiene que ver esto con Peter?

– Creo que una sacerdotisa vodun le encargó que levantara un zombi, pero escapó a su control y se puso a matar gente. Así que la sacerdotisa mató a Peter para protegerse.

– ¿Quién es?

– No tengo pruebas, a no ser que este gris-gris la delate.

– Una visión y un amuleto vudú. -John sacudió la cabeza-. No será fácil convencer a un jurado.

– Ya lo sé; por eso necesitamos más pruebas.

La doctora Saville escuchaba atentamente nuestra conversación, sin decir nada.

– Un nombre, Anita -insistió John-. Dame un nombre.

– Sólo si me prometes que no liarás nada hasta que la ley haya tenido ocasión de actuar. Si falla la vía judicial, ya se verá qué se hace.

– Tienes mi palabra.

Lo observé durante un momento. Sus ojos oscuros me devolvieron la mirada, firmes y seguros… Pero estoy segura de que era capaz de mentir con la conciencia limpia.

– No confío en la palabra de nadie. -Seguí mirándolo, pero no se encogió. Supongo que mi mirada de chica dura como el acero ya no es lo que era, o puede que pretendiera mantener la promesa. Pasa a veces-. De acuerdo, aceptaré la tuya. Que no tenga que arrepentirme.

– No te arrepentirás, pero dame el nombre.

Me volví hacia la forense.

– Discúlpanos, Marian, pero cuanto menos sepas de esto, menos posibilidades tendrás de que te entre un zombi por la ventana. -Era una exageración, más o menos, pero tuvo efecto. Puso cara de ir a protestar, pero al final asintió.

– De acuerdo, pero me encantaría enterarme del resto de la historia cuando puedas contármelo.

– Si puedo, te lo contaré.

Volvió a asentir, cerró el compartimiento de la desconocida y se dirigió a la puerta.

– Pega un grito cuando termines; tengo trabajo -dijo antes de cerrar.

No se llevó la bolsa de pruebas. Supongo que confiaba en mí. ¿O en nosotros?

– Dominga Salvador -dije.

John respiró profundamente.

– He oído hablar de ella. Si lo que se dice es cierto, está hecha de la piel del diablo.

– Es cierto.

– ¿La conoces?

– Sí, por desgracia. -No me gustaba la expresión del hombre-. Me has prometido que no te vengarías.

– La policía no podrá hacer nada contra ella; es demasiado poderosa.

– Creo que podemos presentar cargos oficialmente.

– Pero no estás segura.

¿Qué podía decir? Él tenía razón.

– Estoy casi segura.

– Con eso no basta. Hablamos del asesinato de mi hermano.

– Ese zombi ha matado a un montón de gente; tu hermano no es la única víctima en todo esto. Yo también quiero pararle los pies, pero la detendremos legalmente e irá ajuicio.

– Hay otras formas de pararle los pies.

– Si no conseguimos nada sin saltarnos la legalidad, usa el vudú si quieres, pero no me lo digas.

– ¿No te molesta que recurra a la magia negra? -preguntó extrañado.

– Esa mujer ya ha intentado matarme una vez, y no creo que se haya dado por vencida.

– ¿Has sobrevivido a un ataque de la señora? -Su sorpresa iba en aumento. No me gustaba.

– Sé cuidarme.

– No lo dudo. -Sonrió-. Pareces molesta. Te resulta ofensivo que me sorprenda, ¿eh?

– Guárdate tus conclusiones, ¿vale?

– Si has sobrevivido a un enfrentamiento directo con lo que fuera que te mandó Dominga Salvador, quizá debería prestar oídos a ciertas cosas que cuentan sobre ti. La Ejecutora, la reanimadora que puede levantar cualquier cadáver por antiguo que sea…

– No estoy segura de que lo último sea cierto, pero desde luego, intento seguir con vida.

– Si Dominga Salvador quiere verte muerta, no te resultará fácil.

– Ya. Me resulta difícil de cojones.

– Pues vamos a adelantarnos.

– Legalmente.

– ¿Cómo puedes ser tan ingenua?

– La oferta de llevarte a registrar su casa sigue en pie.

– ¿Estás segura de que puedes conseguir que me dejen pasar?

– Casi.

Sus ojos brillaban con una especie de luz oscura, como un resplandor negro. Sonrió con los labios apretados, sin un atisbo de humor. Me juego el cuello a que estaba ideando torturas para Dominga Salvador, y que las fantasías le parecían muy satisfactorias.

Su expresión me puso la carne de gallina. Esperaba que John no pusiera nunca esa cara pensando en mí; algo me decía que sería un enemigo temible. Casi tan temible como Dominga Salvador, aunque tenerla a ella de enemiga seguía siendo más aterrador.

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