VEINTE

Aquella noche, a las diez y media, llegué al barrio de los vampiros. Llevaba un polo azul oscuro, unos vaqueros y un chubasquero rojo, que ocultaba la pistolera de sobaco y la Browning Hi-Power. Tenía charcos de sudor bajo los brazos, pero era preferible a ir desarmada.

La fiesta de aquella tarde había terminado bien, pero en parte porque habíamos tenido la suerte de que Seymour perdiera la calma y los golpes no me dejaran fuera de combate. Había conseguido contener la hinchazón a base de hielo, pero tenía el lado izquierdo de la cara magullado y rojizo, como si estuviera a punto de florecer. Aún no se me había amoratado.

El Cadáver Alegre era una de las discotecas más recientes del Distrito. Los vampiros son sexys, lo reconozco, pero ¿alegres? No acabo de verlo, aunque me da que la rara era yo, porque la cola para entrar doblaba la esquina.

No se me había ocurrido pensar que podría necesitar un pase, una reserva o lo que fuera sólo para entrar. Pero un momento, conocía al jefe. Caminé en paralelo a la cola, en dirección a la taquilla. Casi todos los que esperaban eran jóvenes. Ellas llevaban vestido, y ellos, ropa deportiva elegantoide, con algún que otro traje. Charlaban emocionados, con mucho toqueteo y haciendo manitas. Protoparejas. Recordé los tiempos en que yo también salía con hombres, aunque ya hacía mucho de eso. Igual saldría más si no estuviera siempre tan liada. Puede ser.

Adelanté a un cuarteto que iba de cita doble. Un tipo protestó y le pedí perdón.

– Espere su turno, señora -me dijo la taquillera frunciendo el ceño.

¿Señoraaa?

– No quiero entrada; no he venido a ver el espectáculo. He quedado con Jean-Claude.

– ¿Seguro que no es periodista?

¿Periodista? Respiré profundamente.

– Llame a Jean-Claude y dígale que ha venido Anita, ¿de acuerdo? Si soy periodista, él ya sabrá qué hacer, y si soy quien digo, se alegrará de que lo haya avisado. No tiene nada que perder.

– No sé…

Tuve que esforzarme para no soltarle un ladrido. Se giró en el taburete y abrió la parte superior de una puerta que tenía detrás. La taquilla no era muy grande. No oí qué decía, pero tardó poco en volverse hacia mí.

– De acuerdo, el encargado dice que puede pasar.

– Estupendo. -Subí los escalones, con la mirada asesina de toda la cola clavada en la nuca. A nadie le gusta que se le cuelen, pero había recibido miradas peores de verdaderos profesionales, y tío me iba a amilanar por unos meros aficionados.

El interior de la discoteca estaba oscuro, como cabía esperar. Un tipo me pidió la entrada.

Me quedé mirándolo. Llevaba una camiseta blanca con la leyenda: «El Cadáver Alegre, el último grito» y la caricatura de un vampiro con la boca abierta. Era grande y musculoso; sólo le faltaba la palabra gorila tatuada en la frente.

– La entrada -repitió. ¿Primero la taquillera y luego el portero?

– El encargado ha dicho que puedo pasar a ver a Jean-Claude.

– Willie -dijo-, ¿tú la has dejado pasar?

Me volví, y a mis espaldas estaba Willie McCoy. Sonreí al verlo, y me sorprendí de alegrarme. No suele hacerme gracia ver a un muerto.

Willie es bajito y delgado, y lleva el pelo negro peinado hacia atrás. Estaba demasiado oscuro para que se viera el color exacto de su traje, pero juraría que era rojo tomate. También llevaba una camisa blanca y una gran corbata verde chillón. Tuve que mirar dos veces para asegurarme, pero sí, la corbata estaba decorada con una hawaiana fosforescente. Era el atuendo más elegante que le había visto a Willie.

– ¡Anita! ¡Cuánto me alegro de verte! -dijo con una sonrisa llena de colmillos.

– Lo mismo digo.

– ¿De verdad?

– Sí.

Su sonrisa se amplió, y los caninos le resplandecieron a pesar de la poca luz. No llevaba muerto ni un año.

– ¿Cuánto hace que eres el encargado? -le pregunté.

– Alrededor de dos semanas.

– Felicidades.

Dio un paso hacia mí, y yo retrocedí por instinto. No era nada personal, pero un vampiro es un vampiro, y mejor que no se acerquen demasiado. Por muy reciente que fuera, Willie ya era capaz de hipnotizar con la mirada. Bueno, puede que a mí no, pero las viejas costumbres…

Se quedó cabizbajo, y una expresión, puede que de ofensa, cruzó su rostro. Bajó la voz, pero no volvió a intentar acercarse. Cuando estaba vivo tardaba más en pillar las cosas.

– Gracias por ayudarme la última vez; me gané el favor del jefe.

Parecía salido de una película de gánsteres, pero así es Willie.

– Me alegro de que Jean-Claude te trate bien.

– Desde luego. Es el mejor trabajo que he tenido en la vida. Y el jefe no es… -Subió y bajó las manos, buscando las palabras-. Ya sabes, cruel.

Asentí; lo sabía. Podía echar todas las pestes que quisiera de Jean-Claude, pero en comparación con la mayoría de los amos de una ciudad era un corderito. Un corderito grande, peligroso y carnívoro, pero mucho mejor que los otros.

– Ahora está ocupado -añadió Willie-. Ha dicho que te diéramos una mesa cerca del escenario si llegabas antes de que terminara.

Justo lo que estaba deseando.

– ¿Cuánto le queda? -pregunté en voz alta.

– Ni idea -contestó encogiéndose de hombros.

– Vale. Esperaré un rato.

– ¿Quieres que le diga que se dé prisa? -Volvió a sonreír, enseñando los colmillos.

– ¿Tú crees?

– Bien pensado, no -dijo con cara de querer tragarse sus palabras.

– Tranquilo. Si me canso de esperar, se lo diré yo misma.

– Serías capaz, ¿verdad? -Me miró de reojo.

– Sí.

Se limitó a sacudir la cabeza mientras me conducía entre las mesas redondas. Todas estaban llenas de gente que reía, hacía aspavientos, bebía y se acariciaba. La sensación de estar rodeada de vida densa y sudorosa era apabullante.

Miré a Willie. ¿Se habría fijado? ¿Se le retorcerían las tripas por el hambre con tanta humanidad alrededor? Cuando salía del trabajo, ¿soñaría con despedazar a la multitud vociferante? Estuve por preguntárselo, pero Willie me caía tan bien como me puede caer un vampiro, y si la respuesta era que sí, prefería no saberlo.

Había una mesa vacía, justo en la primera fila, con un cartón doblado en el que ponía reservada. Willie intentó apartarme la silla, pero le dije que no con un gesto. No por el rollo de la liberación de la mujer, sino porque nunca había sabido qué hacer cuando un hombre me apartaba la silla. ¿Sentarme y esperar a que él la acercara a la mesa conmigo encima? Qué corte. Normalmente me quedaba remoloneando delante de la silla, hasta que el tipo me la incrustaba en las corvas. Bah.

– ¿Quieres tomar algo mientras esperas? -me preguntó Willie.

– Una Coca-Cola.

– ¿No prefieres algo más fuerte?

Negué con la cabeza.

Willie se alejó entre las mesas repletas. En el escenario había un hombre delgado de pelo corto y oscuro. Su cara era casi una calavera, pero sin duda era humano. Su aspecto era fundamentalmente cómico, como el de un payaso larguirucho. A su lado había un zombi que miraba a la multitud sin verla.

Sus ojos seguían siendo claros, humanos, pero no parpadeaba. Era la mirada pétrea característica de los zombis. El público no prestaba demasiada atención a los chistes; casi todo el mundo estaba absorto en el cadáver. Estaba suficientemente deteriorado para dar miedo, pero no se percibía el mal olor, ni siquiera en la primera fila. Buen truco.

– Ernie es el mejor compañero de piso que he tenido en la vida -decía el humorista-. No come mucho, no me da la brasa, no es de los que vuelven a casa con una chica y me piden que me largue mientras se lo pasan bien… -Risas nerviosas del público; todos los ojos clavados en el bueno de Ernie-. Aunque una vez se me estropearon unas chuletas de cerdo que tenía en la nevera, y a Ernie le encantaren.

El zombi se giró, tan lentamente que casi resultó doloroso, para mirar al humorista, que le devolvió la mirada y se encaró de nuevo hacia el público, sin dejar de sonreír. Pero Ernie seguía mirándolo a él, que parecía incómodo. Ni a los muertos les gusta ser blanco de burlas; la verdad es que no lo culpaba.

De todas formas, tampoco tenía mucha gracia. El protagonista de la actuación era el zombi. Bastante original, y de bastante mal gusto.

Willie volvió con mi refresco. Me servía la bebida el encargado, nada menos. Por supuesto, también me habían reservado una buena mesa. El vampiro dejó el vaso en la mesa, encima de uno de esos posavasos inútiles de papel que imita encaje.

– Pásalo bien -me dijo, y se volvió para marcharse, pero le rocé el brazo. Me arrepentí en el acto.

Era un brazo sólido y real, pero fue como tocar madera; no se me ocurre otra forma de explicarlo. No transmitía sensación de movimiento. Nada.

Bajé la mano lentamente, y gracias a las marcas de Jean-Claude, pude mirarlo a los ojos. Eran marrones y transmitían algo parecido al dolor.

De repente podía oír mi propio pulso, y tuve que respirar profundamente para contener las palpitaciones. Mierda. Quería que Willie se fuera. Aparté la vista de él y la clavé en el vaso. Puede que fuera por el ruido de fondo, pero no lo oí marcharse.

Willie McCoy era el único vampiro al que había conocido de humano, y recordaba cómo era en vida. Un chorizo de poca monta, el chico de los recados de los peces gordos. Quizá pensara que si se hacía vampiro se convertiría en pez gordo, pero se equivocaba: se había convertido en un don nadie nomuerto. Jean-Claude o cualquier otro le daría órdenes durante toda la eternidad. Pobre Willie.

Me froté contra el pantalón la mano con la que lo había tocado. Quería arrancarme la sensación que había notado bajo el nuevo traje rojo tomate, pero no había manera. Tocar a Jean-Claude era muy distinto. Claro que Jean-Claude casi parecía humano; con el tiempo lo conseguían. Willie acabaría por aprender. Pobrecillo.

– Los zombis son mejores que los perros: van a buscar las zapatillas, pero no hay que pasearlos. Y si se lo pidiera, Ernie también se sentaría en el suelo y me daría la patita.

El público se rio, aunque no sé muy bien por qué. No era una risa de diversión; era más bien de pasmo.

La típica risa de incredulidad nerviosa.

El zombi avanzaba hacia el cómico casi a cámara lenta. Adelantó los dos brazos, y reviví lo ocurrido la noche anterior. Se me hizo un nudo en la garganta. En eso no se equivocan las películas: los zombis suelen atacar con los brazos extendidos.

El humorista no se dio cuenta de que Ernie había decidido que ya estaba bien. Cuando se levanta un zombi sin más, sin darle ninguna orden en concreto, suele adoptar su comportamiento anterior: una buena persona sigue siéndolo hasta que su cerebro se deteriora tanto que se desvanece cualquier rastro de personalidad. Es muy raro que un zombi mate si no se le ha ordenado, pero de vez en cuando cae la breva y se levanta un muerto con tendencias homicidas. A aquel hombre estaba a punto de tocarle el premio.

El zombi caminó hacia él como un monstruo de Frankenstein de segunda. Cuando el humorista se dio cuenta por fin de que algo marchaba mal, se detuvo a mitad de un chiste y abrió los ojos desmesuradamente.

– Ernie… -No pudo seguir hablando; las manos putrefactas se cerraron alrededor de su garganta y empezaron a apretar.

Durante un segundo me tentó la idea de permitir que el zombi siguiera adelante; tengo convicciones muy firmes en lo relativo a la explotación de los muertos… Pero la estupidez no merece pagarse con la muerte. Si así fuera, el censo caería en picado.

Me puse en pie y miré a mi alrededor para ver si alguien lo tenía previsto. Willie subió corriendo al escenario, rodeó la cintura del zombi con los brazos y tiró. Consiguió levantarlo del suelo, a pesar de que era mucho más alto que él, pero las manos seguían apretando.

El humorista cayó de rodillas, emitiendo sonidos entrecortados, mientras su rostro pasaba del rojo al morado. El público se reía, creyendo que formaba parte del espectáculo. La verdad es que resultaba mucho más divertido.

Subí al escenario y me acerqué a Willie.

– ¿Necesitas ayuda? -le dije al oído.

Me miró, sin soltar la cintura del zombi. Es probable que con su fuerza vampírica pudiera haberle arrancado los dedos uno a uno para salvar al hombre, pero la fuerza no sirve de nada si no se sabe qué hacer con ella, y Willie no tuvo nunca demasiadas luces. Por otro lado, quizá el zombi pudiera aplastarle la tráquea a su víctima antes de quedarse sin dedos. Mejor no averiguarlo.

Aunque el tipo me parecía detestable, no podía quedarme cruzada de brazos mientras lo mataban. De verdad, no podía.

– Basta -dije en voz baja, junto al zombi. Dejó de hacer fuerza, pero continuó apretando. El comediante estaba casi inconsciente-. Suéltalo.

El zombi obedeció, y el hombre cayó inerte al escenario. Willie abandonó su forcejeo frenético y se alisó el traje rojo. Seguía perfectamente peinado; demasiada gomina para que un simple zombi le descolocara un solo pelo.

– Gracias -susurró. Después se alzó en su metro sesenta y dijo-: Señoras y señores, Albert el Increíble y su zombi de compañía.

El público parecía un poco inseguro hasta entonces, pero empezó a aplaudir. Cuando Albert el Increíble se levantó y se acercó al micrófono, la ovación inundó la sala.

– Ernie opina que ya va siendo hora de volver a casa -dijo con voz cascada-. Muchas gracias a todos.

El público volvió a aplaudir, y el humorista abandonó el escenario. El zombi se quedó, mirándome, esperando a que le diera instrucciones. No sé por qué los zombis no le hacen caso a todo el mundo; a mí me parece normalísimo que me obedezcan. No siento ningún cosquilleo ni nada especial; cuando hablo, los zombis hacen lo que les digo. Como si fuera un sargento.

– Vete con Albert y sigue sus órdenes hasta nuevo aviso.

El zombi se quedó mirándome un momento; después se giró lentamente y se marchó. El humorista ya estaba a salvo, pero prefería no decírselo; mejor que se creyera en peligro y me pidiera que pusiera a descansar al zombi. Ese era el plan, y probablemente lo que quería el zombi.

Desde luego, a Ernie no parecía gustarle ser objeto de burlas en un número cómico, aunque estrangular a quien se burlaba de él era pasarse un poco.

Willie me acompañó cuando volví a mi mesa. Me senté y bebí un trago de Coca-Cola. Él se sentó delante de mí; parecía alterado, y sus manos diminutas estaban temblorosas. Sería un vampiro, pero seguía siendo Willie McCoy. Me pregunté cuánto tardaría en perder el resto de su personalidad. ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Un siglo? ¿Cuánto tardaría el monstruo en aniquilar al hombre?

Quizá tardase menos, pero no era mi problema; yo no esperaba presenciarlo. En realidad, no quería presenciarlo.

– Nunca me han gustado los zombis -comentó.

– ¿Te dan miedo? -pregunté, observándolo con extrañeza.

Me lanzó una mirada y bajó la vista a la mesa.

– No.

– Te dan miedo los zombis -proclamé con una sonrisa-. Les tienes fobia.

– No se lo digas a nadie. -Se inclinó hacia delante, verdaderamente atemorizado-. Por favor.

– ¿A quién se lo iba a decir?

– Ya lo sabes.

– No sé de qué me hablas, Willie -dije sacudiendo la cabeza.

– Del Jefe. -De verdad que oí la mayúscula.

– ¿Por qué se lo iba a decir a Jean-Claude?

Otro humorista había subido al escenario. A pesar de las risas y el bullicio, Willie seguía hablando en susurros.

– Eres su sierva humana, quieras o no. Dice que cuando hablamos contigo hablamos con él.

Estábamos tan inclinados que me llegaba su aliento. Olía a pastillas de menta. Casi todos los vampiros huelen a pastillas de menta; no sé qué hacían antes de que se inventaran. Supongo que sobrellevar la halitosis con dignidad.

– Sabes de sobra que no soy su sierva.

– Pero quiere que lo seas.

– Que Jean-Claude quiera algo no significa que lo vaya a conseguir -dije.

– Ya sabes cómo es.

– Creo que…

Me tocó el brazo, y en esa ocasión no me aparté. Estaba demasiado enfrascada en la conversación.

– Ha cambiado desde que murió el ama. Ahora es mucho más poderoso que cuando lo viste por última vez.

Me lo imaginaba.

– ¿Y por qué no quieres que le diga que te dan miedo los zombis?

– Porque lo usaría para castigarme.

– ¿Quieres decir que tortura a la gente para controlarla? -pregunté, mirándolo muy de cerca. Asintió-. Mierda.

– ¿No le dirás nada?

– No, te lo prometo.

Su alivio fue tan palpable que le di unas palmaditas en la mano. Era una mano normal; ya no tenía el tacto de la madera. ¿Por qué? No lo sabía, y supongo que si se lo hubiera preguntado, él tampoco lo habría sabido. Uno de los misterios de la… muerte.

– Gracias.

– ¿No decías que Jean-Claude es el mejor jefe que has tenido nunca?

– Sí -confirmó.

Aquello sí que acojonaba. Si le parecía que alguien capaz de torturarlo con su peor temor era un buen tipo, ¿cómo habría sido Nikolaos? Bueno, ya conocía la respuesta: era una psicópata. La crueldad de Jean-Claude no era gratuita; no torturaba a nadie por el placer de verlo sufrir. Todo un adelanto.

– Tengo que irme -dijo levantándose-. Gracias por ayudarme con el zombi.

– Has sido muy valiente, ¿sabes?

Me dedicó una breve sonrisa, enseñando los colmillos, y de repente la borró como quien acciona un interruptor.

– No puedo permitirme el lujo de no serlo.

Los vampiros son como las manadas de lobos: los débiles acaban dominados o muertos, y no existe la opción del destierro. Willie iba subiendo en el escalafón, y un indicio de debilidad podía detener su ascenso, o algo peor. Me había preguntado muchas veces a qué tenían miedo los vampiros, y ante mí había uno que tenía miedo de los zombis. Me habría parecido gracioso si no fuera por su mirada de temor.

El humorista del escenario era un vampiro reciente. Tenía la piel blanquísima, los ojos negros como tizones, unas encías pálidas y retraídas, y unos colmillos que habrían sido la envidia de cualquier pastor alemán. Nunca había visto un vampiro de aspecto tan monstruoso. Casi todos se esfuerzan por parecer humanos; aquel, todo lo contrario.

No me había fijado en la reacción del público cuando había salido a escena, pero todo el mundo se descojonaba. Si los chistes sobre el zombi ya eran malos, aquellos eran directamente penosos. En la mesa de al lado, una mujer se reía con tanta fuerza que le saltaban las lágrimas.

– Fui a Nueva York, que dicen que es muy peligroso. Y bueno, intentó atacarme una banda callejera, pero no tenía ni medio bocado. -La gente se sujetaba la tripa como si le doliera.

No lo entendía. De verdad, no tenía la menor gracia. Miré a mi alrededor y vi que todos tenían la vista clavada en el escenario, y lo contemplaban con la devoción de los hechizados.

Estaba usando trucos. Los vampiros son aficionados a ellos, y se los he visto emplear para seducir, amenazar, aterrorizar y todo a la vez, pero era la primera vez que veía a un vampiro obligar a la gente a reírse.

Peores usos he visto hacer de los poderes vampíricos. El cómico no intentaba hacerle daño a nadie, y aquella hipnosis colectiva era inocua y provisional. Pero aun así me parecía mal. El control mental de una multitud es una de las cosas más espeluznantes que pueden hacer los vampiros sin que nadie se entere.

Yo me enteraba, y no me hacía ni pizca de gracia. El vampiro no llevaba mucho tiempo muerto, y ni siquiera me habría afectado antes de las marcas de Jean-Claude. Reanimar zombis proporciona cierta inmunidad contra otros nomuertos; es uno de los motivos por los que es frecuente que los reanimadores hagamos horas extras de cazavampiros. Jugamos con ventaja, por así decirlo.

Había quedado con Charles allí, pero no aparecía. Y no es alguien que pueda pasar más desapercibido que Godzilla en medio de Tokio. ¿Dónde se habría metido? Y ya puestos, ¿cuándo se dignaría recibirme Jean-Claude? Eran más de las once; hacía falta ser un capullo displicente para obligarme a quedar con él y luego hacerme esperar.

En aquel momento, Charles entró por la puerta basculante que daba a la zona de la cocina y atravesó el local en dirección a la salida. Sacudía la cabeza y le murmuraba algo a un asiático bajito que tenía que trotar para no perderle el paso.

Le hice una seña, y Charles giró en mi dirección.

– Mi cocina está muy limpia -decía el otro hombre.

Charles murmuró algo que no alcancé a oír. El público hechizado no se daba ni cuenta. Podríamos haber disparado una salva con veintiún mosquetones y nadie se habría percatado. Hasta que el vampiro humorista terminara el número, nadie oiría nada más.

– Ni que fuera el ministro de Sanidad -decía el hombrecillo. Llevaba ropa de cocinero, aunque retorcía el gorro entre las manos, y sus ojos almendrados brillaban de cólera.

Charles pasa de uno ochenta y cinco, pero parece aún más alto. Su cuerpo es un mazacote, desde los hombros anchísimos hasta los pies. No creo que tenga cintura; es una montaña ambulante. Sus ojos, de un marrón inmaculado, son del mismo color que su piel, muy oscuros, y una mano suya bastaría para cubrirme toda la cara.

A su lado, el cocinero asiático parecía un cachorro enfadado. Sujetó a Charles por el brazo. No sé qué pretendía, pero mi amigo dejó de moverse y bajó la vista hacia la mano inoportuna.

– No me toque -dijo muy despacio, con una voz tan grave que casi hacía daño.

El cocinero lo soltó como si se hubiera quemado y dio un paso atrás. Charles sólo le había dedicado parte de su famosa mirada. El tratamiento completo puede hacer que un aspirante a atracador pida socorro a gritos, pero en aquella ocasión bastó con una muestra.

– Mi cocina está muy limpia -insistió con voz más contenida.

– Es ilegal tener zombis en la zona donde se prepara la comida -dijo Charles, negando con la cabeza-. Las normas sanitarias prohíben que los cadáveres se acerquen a los alimentos.

– Mi ayudante es un vampiro. También está muerto.

Charles me lanzó una mirada de impotencia; le devolví otra de comprensión. Yo había tenido la misma charla con un par de cocineros.

– Los vampiros ya no se consideran muertos legalmente, señor Kim. Los zombis, sí.

– Pues no lo entiendo.

– Los zombis se pudren y transmiten enfermedades como cualquier otro cadáver. Que se muevan no significa que no sean una fuente de infecciones.

– Pero…

– O mantienen a los zombis fuera de la cocina o precintamos el local. ¿Entiende eso?

– Y tendrá que explicarle al propietario por qué se cierra su negocio -intervine, sonriéndoles a los dos.

El cocinero palideció un poco. Qué mono.

– De… De acuerdo. Lo resolveremos.

– Muy bien -dijo Charles.

El chef me lanzó una mirada atemorizada y volvió a la cocina. Tenía gracia que Jean-Claude empezara a inspirar temor en tanta gente. Antes de convertirse en el chupasangres jefe había sido uno de los vampiros más civilizados. El poder corrompe.

Charles se sentó delante de mí. La mesa le quedaba pequeña.

– He recibido tu mensaje. ¿Qué pasa?

– Necesito que me acompañes al Tenderloin.

Es difícil averiguar cuándo se sonroja Charles, pero se agitó en la silla.

– ¿Qué demonios se te ha perdido en ese barrio?

– Busco a una persona que trabaja allí.

– ¿Quién?

– Una prostituta.

Volvió a mostrar su inquietud. Era como ver una montaña incomodada.

– A Caroline no le va a hacer ninguna gracia.

– Pues no se lo digas.

– Ya la conoces, y ya sabes que no nos ocultamos nada.

Me esforcé por mantener la compostura. Si Charles quería rendirle cuentas a su mujer de todo lo que hacía, era asunto suyo. No tenía por qué permitir que Caroline lo controlase; lo hacía porque le daba la gana. Pero me daba más grima que una limpieza bucal.

– Dile que te has retrasado en el trabajo y no te pedirá detalles.

A Caroline le parecía asqueroso nuestro trabajo: decapitar gallos, levantar zombis… Qué guarrería.

– ¿Por qué buscas a esa prostituta?

Pasé por alto esa pregunta y contesté a la que no me había hecho. Cuanto menos supiera Charles sobre Harold Gaynor, más a salvo estaría.

– Sólo necesito a alguien con pinta amenazadora; no quiero tener que pegarle un tiro al primer imbécil que se pase conmigo. ¿Vale?

– Vale -contestó, asintiendo-. Me halaga que me lo pidas a mí.

Le dediqué una sonrisa alentadora. En realidad, Manny era mucho más duro, y con él me habría sentido más a salvo, pero le pasaba lo que a mí: no acojonaba. Charles, sí. Lo que necesitaba era tirarme un farol, no llevar refuerzos.

Miré el reloj. Eran casi las doce; Jean-Claude me había tenido una hora esperando. Me volví y vi a Willie, que se acercó de inmediato. Debería usar mis poderes sólo para hacer el bien.

Se acercó, pero no demasiado, y saludó a Charles con un gesto de la cabeza. Charles le devolvió el saludo. Qué estoicos.

– ¿Qué quieres? -preguntó Willie.

– ¿Está libre Jean-Claude, o no?

– Sí, venía a buscarte. No sabía que tuvieras compañía. -Miró a Charles.

– Trabajamos juntos -expliqué.

– ¿Otro reanimador? -preguntó Willie.

– Sí -dijo Charles, impasible, con la mirada algo amenazadora.

Willie asintió impresionado.

– ¿Tienes que levantar zombis después de ver a Jean-Claude?

– Sí. -Me levanté y me dirigí a Charles en voz baja, aunque era probable que Willie me oyera. Hasta los más recientes tienen mejor oído que muchos perros-. Vendré en cuanto pueda.

– De acuerdo -dijo-, pero tengo que volver pronto a casa.

Lo entendía; su mujer lo tenía atado corto. Aunque Charles se lo había buscado, parecía molestarme más a mí que a él. Igual seguía soltera por eso: los compromisos no son lo mío.

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