El camping de caravanas en el que vive Evans está en Saint Charles, al lado de la autopista 94: una extensión enorme con casas rodantes por todas partes… aunque de rodantes tienen poco, la verdad. Cuando yo era pequeña, había quien enganchaba la caravana a la parte trasera del coche para irse de viaje; para eso estaba. Ahora hay casas móviles que tienen tres o cuatro dormitorios y varios baños, y para moverlas haría falta un tráiler o un tornado.
La de Evans era de un modelo antiguo. Supongo que en caso necesario podría engancharla a la parte trasera de una furgoneta para llevársela. Mucho más fácil que contratar un camión de mudanzas, pero dudo que Evans llegue a mudarse nunca. Si ni siquiera ha salido de su caravana en un año…
Las ventanas refulgían al sol, y un porche artesanal, con toldo y todo, protegía la puerta. Sabía que Evans estaría levantado; siempre estaba levantado. El insomnio parece algo inofensivo, pero lo elevaba a la categoría de enfermedad.
Me había vuelto a poner el conjunto de los pantalones cortos negros, y llevaba las tres bolsas de muestras en una riñonera; si me hubiera presentado con ellas a la vista, a Evans le habría dado un ataque. Tenía que actuar con sutileza, como si pasara por allí, decidiera visitar a un viejo amigo y no pretendiera nada más. Ya.
Abrí la mosquitera y llamé. Silencio, ni un movimiento, nada. Fui a llamar otra vez, pero dudé. ¿Y si Evans había conseguido echar una cabezada por fin? No había dormido en condiciones desde que lo conocía. Mierda. Seguía allí plantada, sin saber si seguir llamando, cuando noté una mirada.
Subí la vista hacia la ventanita de la puerta y vi una cara pálida que asomaba entre las cortinas. Los ojos azules de Evans se clavaban en mí.
Lo saludé con la mano.
El rostro desapareció; después oí que quitaban el cerrojo, y se abrió la puerta. No había ni rastro de Evans, sólo la puerta abierta. Entré. Evans estaba escondido detrás.
Se apoyó en la puerta para cerrarla. Tenía la respiración agitada, como si hubiera estado corriendo, y un pelo amarillo como las guedejas de una fregona le caía por un albornoz azul oscuro. Tenía la cara cubierta por una barba rojiza, descuidada.
– ¿Cómo estás? -pregunté. Evans se apoyó en la puerta con los ojos desorbitados. Seguía respirando demasiado deprisa. ¿Estaría colocado?-. ¿Cómo estás? -repetí algo alarmada. En caso de duda, cambia la entonación.
– ¿Qué quieres? -jadeó.
Tenía el palpito de que no iba a tragarse lo de la visita de cortesía.
– Necesito tu ayuda.
– No -dijo sacudiendo la cabeza.
– Ni siquiera sabes qué quiero.
– No importa. -Siguió sacudiendo la cabeza.
– ¿Puedo sentarme? -Ya que no funcionaba lo de abordarlo directamente, a ver si apelando a su educación…
– Sí, claro. -Asintió.
Miré a mi alrededor. Estaba segura de que había un sofá debajo de las pilas de periódicos, platos de papel, tazas medio llenas y ropa sucia; la mesita estaba ocupada por un fósil de pizza. El aire estaba viciado.
Igual se ponía histérico si empezaba a mover cosas. ¿Sería capaz de sentarme en la montaña bajo la que suponía que estaba el sofá sin provocar una avalancha? Decidí intentarlo. Con tal de conseguir su ayuda, hasta me habría sentado en los restos de la pizza enmohecida.
Me encaramé a un montón de periódicos. Sin duda, debajo había algo grande y consistente, quizá el sofá de marras.
– ¿Me invitas a un café?
– No tengo tazas limpias -dijo con un gesto de negación.
Me lo creía. Seguía aplastado contra la puerta, como si le diera miedo acercarse, y tenía las manos en los bolsillos del albornoz.
– ¿Podemos hablar, simplemente?
Sacudió la cabeza, y lo imité. Vi que me miraba extrañado; igual le quedaba alguna neurona.
– ¿Qué quieres? -me preguntó.
– Ya te lo he dicho: que me ayudes.
– Lo he dejado.
– ¿Qué?
– Ya lo sabes.
– Pues no, no lo sé. ¿Me lo cuentas?
– He dejado de tocar cosas.
Parpadeé. Era una forma bastante rara de expresarlo. Entonces contemplé las pilas de platos sucios, de ropa… Pues no parecía que las hubieran tocado.
– Déjame verte las manos.
– No -dijo en voz alta y clara.
Me puse en pie y me acerqué a él. No me costó demasiado: lo arrinconé entre la puerta de entrada y la del dormitorio.
– Enséñame las manos -le ordené.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, que le resbalaron por las mejillas cuando parpadeó.
– Déjame en paz.
Tenía un nudo en la garganta. Virgen santa, ¿qué habría hecho?
– Puedes enseñarme las manos por las buenas o por las malas. -Contuve el impulso de tocarle el brazo; iba contra las normas.
Se había echado a llorar, con hipo, sollozos y todo, pero sacó la mano izquierda del bolsillo. Estaba pálida, huesuda y… entera. Solté un suspiro de alivio. Gracias, Dios mío.
– ¿Qué creías que había hecho?
– No preguntes. -Sacudí la cabeza.
Por fin me miraba de verdad; había logrado captar su atención.
– Tampoco estoy tan loco -dijo.
Iba a decirle que ni se me había pasado por la cabeza, pero no creí que colara. Los dos sabíamos que había llegado a temer que se hubiera cortado las manos para no tener que tocar nada más. Pensar eso sí que era cosa de locos, de locos de atar. Y allí estaba yo, pidiéndole ayuda para resolver un asesinato. ¿Quién estaba peor? No contestéis.
– ¿A qué has venido, Anita? -Todavía no se le habían secado las lágrimas y ya hablaba con normalidad.
– Necesito que me ayudes con un asesinato.
– Ya te he dicho que lo he dejado.
– Una vez me dijiste que no podías evitar tener visiones, que no se pueden desactivar.
– Por eso no salgo nunca. Si me quedo aquí y no veo a nadie, se acabaron las visiones.
– No te creo.
Se sacó del bolsillo un pañuelo blanco y limpio, y agarró el picaporte con él.
– Largo.
– Hoy he visto el cadáver de un niño de tres años al que se habían comido vivo.
Evans apoyó la cabeza en la puerta.
– No me hagas esto, por favor.
– Conozco a otros videntes, pero ninguno te llega a la suela de los zapatos. Necesito al mejor. Te necesito a ti.
– No, por favor -dijo frotando la frente contra la puerta.
Debería haberle hecho caso y haberme largado, pero me quedé. Me quedé detrás de él y esperé. Venga, viejo amigo, arriesga la cordura por mí. La indómita reanimadora estaba siendo implacable: el fin justifica los medios. Y qué más.
Pero en cierto modo, sí, sólo importaba el resultado.
– Si no conseguimos detenerlo, morirá más gente -dije.
– Me da igual.
– No te creo.
Se metió el pañuelo en el bolsillo y se volvió.
– Lo del niño es verdad, ¿no?
– Sabes que no te mentiría.
– Sí, ya. -Se humedeció los labios-. Dámelo que tengas.
Me saqué las bolsas de la riñonera y abrí la que contenía los fragmentos de lápida. Por algún sitio tenía que empezar.
No me preguntó qué era; eso sería hacer trampa. Ni siquiera habría mencionado al niño si no fuera porque necesitaba convencerlo. La culpa es una herramienta cojonuda.
Cuando le eché los trozos más grandes le tembló la mano. Tuve mucho cuidado de no rozarlo; no me apetecía revelarle mis secretos. Se moriría de miedo.
Agarró con fuerza el trozo de piedra, y un estremecimiento le recorrió la columna. Se quedó muy tenso, con los ojos cerrados, y entró en trance.
– Un cementerio, una tumba. -Giró la cabeza, como si intentara escuchar-. Hierba alta. Calor. Sangre, está untando la lápida de sangre. -Miró a su alrededor con los ojos cerrados, pero no creo que hubiera visto la caravana aunque los tuviera abiertos-. ¿De dónde sale esa sangre? -No supe si debía contestar-. ¡No, no! -Cayó hacia atrás y se golpeó la espalda con la puerta-. Una mujer que grita, que grita. ¡No, no! -Abrió los ojos desmesuradamente y lanzó los trozos de piedra tan lejos como pudo-. ¡La han matado, la han matado! -Se tapó los ojos con los puños-. Oh, Dios mío, la han degollado.
– ¿Quiénes?
Sacudió la cabeza, sin apartar las manos de la cara.
– No sé.
– ¿Qué has visto, Evans?
– Sangre. -Separó los brazos para mirarme, sin dejar de cubrirse el rostro-. Sangre por todas partes. Degollaron a una mujer y untaron la lápida con su sangre.
Tenía otros dos objetos para que los examinara, pero no me atrevía a pedírselo… Aunque ¿no dicen que por pedir nada se pierde?
– Quiero que toques dos cosas más.
– Ni hablar. -Retrocedió hacia el dormitorio-. Lárgate. Vete de mi casa inmediatamente.
– ¿Qué más has visto, Evans?
– ¡Que te vayas!
– Dime algo de la mujer. ¡Ayúdame, Evans!
La espalda le resbaló por la puerta y quedó sentado en el suelo.
– Una pulsera. Llevaba una pulsera en la mano izquierda. Amuletos pequeños: corazones, un arco y una flecha, notas musicales… -Sacudió la cabeza y la hundió entre los brazos-. Vete de una vez.
Empecé a darle las gracias, pero no me pareció apropiado. Me puse a buscar la piedra, y la encontré en una taza de café que contenía algo verde y orgánico en el fondo. La recogí, la limpié con unos vaqueros que había en el suelo y la volví a echar a la bolsa, y después me lo guardé todo.
Miré a mi alrededor; no quería dejarlo en medio de tanta mierda. Quizá me sintiera culpable por haberme pasado tanto con él. Quizá.
– Muchas gracias, Evans. -No levantó la vista-. Si te mando a una asistenta, ¿dejarás que limpie esto?
– No quiero que nadie venga aquí.
– La factura la pagaría Reanimators. Estamos en deuda contigo. -Me miró sin disimular la rabia-. Necesitas ayuda, Evans, te estás desmoronando.
– Lárgate de una puta vez de mi casa.
Cada palabra fue como un dardo envenenado. Nunca lo había visto tan furioso. Lo había visto asustado, sí, pero nunca así. ¿Qué podía decir? Era su casa.
Me largué y me quedé en el porche desastrado hasta que oí que cerraba la puerta a mis espaldas. Tenía lo que quería: información. Así que ¿por qué me sentía tan mal? Porque le había impuesto mi voluntad a alguien que tenía un problema grave. Vale, era eso: culpabilidad, culpabilidad, culpabilidad.
Una imagen me acudió a la mente: la sábana ensangrentada del sofá marrón. La columna vertebral de la señora Reynolds, húmeda, resplandeciente a la luz del sol.
Fui a mi coche y entré en él. Si lo que le había hecho a Evans servía para salvar a una familia, valía la pena. Si con eso me libraba de volver a ver a un niño de tres años con los intestinos arrancados de cuajo, sería capaz de pegar a Evans con un bate, o de dejar que me pegara a mí.
Bien pensado, ¿no era lo que acabábamos de hacer?