DIECIOCHO

Sin lugar a dudas, los peluches no son sumergibles: los dos que había dejado a remojo se habían echado a perder. ¿Tal vez con quitamanchas? El olor era demasiado intenso, y no parecía que fuera a irse. Dejé un mensaje urgente en el contestador de la tintorería, aunque no di demasiados detalles para no espantarlos.

Preparé una bolsa de viaje con dos mudas, un pingüino con la tripa recién frotada, el expediente de Harold Gaynor… y ya. También me llevé las dos pistolas: la Firestar en la funda de cintura y la Browning en la de sobaco, oculta por un chubasquero con munición de reserva en los bolsillos. Sólo en las dos pistolas ya llevaba veintidós balas, nada menos. ¿Por qué no me sentía a salvo?

A diferencia de la mayoría de los nomuertos, los zombis aguantan perfectamente la luz del sol. No les hace gracia, pero tampoco les molesta demasiado. Dominga podía ordenarle a un zombi que me matara a cualquier hora, tanto de día como a la luz de la luna. Tendría que haberlo levantado de noche, pero si lo planeaba con tiempo, podía enviarlo detrás de mí de buena mañana. Una sacerdotisa vodun con dotes de gestión de personal. Cosas más sorprendentes me encuentro.

En realidad no creía que Dominga tuviera zombis de repuesto preparados para abalanzarse sobre mí, pero aquella mañana yo estaba tirando a paranoica. Y la paranoia conlleva longevidad.

Salí al pasillo silencioso y miré a los dos lados, como si fuera a cruzar la calle. Nada: ningún cadáver ambulante acechando entre las sombras; sólo aquí la madrugadora. No se oía nada más que el aire acondicionado; lo normal en ese pasillo. Llegaba a casa al amanecer con suficiente frecuencia para reconocer aquella clase de silencio. Me quedé pensativa un momento. Sabía que estaba amaneciendo, no por el reloj ni por la luz, sino porque lo sabía. Algún instinto que se habría afinado algún antepasado mío mientras estaba escondido en una cueva oscura, deseando que saliera el sol.

Casi todo el mundo teme a la oscuridad de forma difusa, por miedo a lo que no se ve. Yo levanto muertos y he matado a más de una docena de vampiros; sé qué es lo que no se ve, y me aterroriza. Se supone que se teme a lo desconocido, pero con lo espeluznante que es la realidad, bendita sea la ignorancia.

Sabía perfectamente qué me habría pasado si hubiera fallado la noche anterior, hubiera sido más lenta o hubiera tenido peor puntería. Dos años atrás había habido tres asesinatos, sin más relación entre sí que la causa de la muerte: descuartizamiento producido por zombis, aunque no se los habían comido. Los zombis normales no comen; pueden dar algún que otro bocado, pero no pasan de ahí. A un hombre le habían desgarrado la garganta, pero por accidente; el zombi se había limitado a morder donde le pillaba más cerca, y lo mató a la primera por casualidad.

Normalmente, los zombis desgarran a sus víctimas por cualquier sitio. Como un niño que se pone a despedazar insectos.

Levantar un zombi con el fin de usarlo de arma homicida se castiga con la muerte. El sistema judicial se ha acelerado bastante de un tiempo a esta parte y no escatima ejecuciones, sobre todo si el delito tiene alguna relación con lo sobrenatural. Ya no queman a las brujas; ahora las electrocutan.

Si conseguíamos pruebas, el Gobierno me ahorraría el trabajo de quitar de en medio a Dominga Salvador. Y a John Burke, si demostrábamos que había hecho algo para que se descarriara el zombi. El problema que tienen los delitos sobrenaturales es que hay que demostrarlos en el juzgado, y no es frecuente que los miembros del jurado estén muy puestos en lo relativo a hechizos y encantamientos. Bueno, ni yo, pero me ha tocado hablar de vampiros y zombis en varios juicios, y he aprendido a dar explicaciones sencillas y añadir tanta carnaza como me permita la defensa: a los jurados les gustan los detalles escabrosos. La mayoría de las declaraciones son terriblemente aburridas o espeluznantes, y yo intento mantener el interés, por variar.

El aparcamiento estaba a oscuras, y en el firmamento aún brillaban las estrellas, aunque atenuadas, como llamas ahogadas por el viento. El aire sabía a amanecer; lo notaba en la lengua. Puede que sea por lo de cazar vampiros, pero percibía los cambios entre luz y oscuridad mejor que cuatro años atrás. No siempre había sido consciente del sabor del alba.

Por supuesto, cuatro años atrás tenía pesadillas mucho menos interesantes. Y es que así es la vida: quien algo gana, algo paga.

Cuando me metí en el coche dispuesta a dirigirme al hotel más cercano eran las cinco pasadas. No soportaría quedarme en casa hasta que los de la limpieza sacaran el olor. Y esperaba que lo consiguieran; a mi casero no le haría gracia que fuera permanente.

Aunque aún le harían menos gracia los agujeros de bala y la ventana destrozada. Tendría que poner una nueva, y puede que hasta enyesar y todo. La verdad es que no sé cómo se tapan los agujeros de bala; sólo esperaba que no invalidaran legalmente mi contrato de alquiler.

La primera luz se asomaba por el horizonte, en el este. Era un resplandor que se extendía como la escarcha por la oscuridad. La mayoría de la gente cree que el amanecer es tan vistoso como la puesta de sol, pero al principio es sólo blanquecino, totalmente incoloro, como una simple ausencia de noche.

Había un motel, pero tenía todas las habitaciones en la planta baja o el primer piso, y algunas quedaban terriblemente aisladas. Quería estar rodeada por una multitud, de modo que me registré en el Stouffer Concourse. No era nada barato, pero obligaría a los zombis a coger el ascensor, y dudo que el pestazo les permitiera pasar desapercibidos. Además, el hotel tenía servicio de habitaciones incluso a aquellas horas intempestivas, y necesitaba el servicio de habitaciones. Café, mucho café.

El recepcionista puso cara de «soy demasiado educado para decir lo que pienso», pero en el espejo del ascensor pude entretenerme durante varios pisos examinando mi reflejo. Tenía el pelo apelmazado por la sangre seca, y un reguero me pasaba junto a la oreja y me caía hasta el cuello. No me lo había visto en el espejo de casa; la impresión hace que se pasen por alto esas cosas.

De todas formas, dudo que la expresión del recepcionista se debiera a las manchas de sangre; si no se sabe qué es, no se identifica. El problema era que estaba blanca como la nieve, y aunque tengo los ojos marrones, parecían negros. Los tenía muy abiertos, oscurecidos y… extraños. Como si hubiera visto al lobo, sorprendida de estar viva. Puede ser. Seguía conmocionada, y por mucho que creyera que había recobrado la compostura, mi expresión lo desmentía. Cuando me tranquilizara de verdad podría dormir; hasta entonces leería el expediente de Gaynor.

La habitación tenía dos camas de matrimonio. No necesitaba tanto espacio, pero qué cono. Saqué ropa limpia, dejé la Firestar en el cajón de la mesita de noche y me llevé la Browning al baño. Si tenía cuidado y no ponía la ducha muy fuerte, podía colgar la pistolera del toallero y ni siquiera se mojaría. Las pistolas modernas no suelen estropearse con la humedad, siempre que se limpien después, y la mayoría hasta dispara debajo del agua.

Llamé al servicio de habitaciones envuelta en la toalla. Casi se me había olvidado. Encargué una cafetera llena, azúcar y nata. Me preguntaron si quería descafeinado, y contesté que no, gracias. Qué manía. Como cuando los camareros me preguntan si quiero la Coca-Cola light. Nunca les hacen esa pregunta a los hombres, por hermosos que estén.

Podía ponerme hasta arriba de cafeína y dormir como un bebé. No me mantiene despierta ni me pone nerviosa; sólo mejora el sabor del café.

Que sí, que claro, que dejarían el carrito en la puerta. Que ni siquiera llamarían, y que me cargarían el café en la cuenta. Les dije que muy bien. Tenían mi número de tarjeta de crédito, y a todos les encanta cargar cosas en la cuenta de los clientes, mientras el límite aguante.

Puse la silla de respaldo recto contra el pomo; si forzaban la puerta, me enteraría. Probablemente. Cerré el baño con pestillo, y tenía una pistola en la ducha. No se me ocurrieron más medidas de seguridad, pero no estaba mal.

No sé por qué, pero cuando estoy desnuda me siento más indefensa. Prefiero enfrentarme a los malos con la ropa puesta, aunque supongo que le pasa a todo el mundo.

Con el vendaje del mordisco en el hombro, era todo un problema lavarme la cabeza, pero estaba dispuesta a quitarme la sangre del pelo a toda costa.

Me las apañé con las botellitas de champú y suavizante del hotel, que olían como se supone que deberían oler las flores. Tenía el cuerpo moteado con costras de sangre seca, y el agua que caía por el desagüe estaba teñida de rosa.

Tuve que gastar todo el champú para conseguir que me quedara el pelo limpio, y al aclararme se empapó el vendaje. El dolor era agudo y persistente; eso me recordaría la antitetánica.

Me froté el cuerpo con una esponja y la minúscula pastilla de jabón. Cuando ya me había lavado a fondo y no podía estar más limpia, me quedé bajo el chorro caliente, dejando que el agua me resbalara por todo el cuerpo. A fin de cuentas, el vendaje ya se había echado a perder.

¿Qué pasaría si no conseguíamos relacionar a Dominga con los zombis, si no encontrábamos pruebas? Ella volvería a intentarlo: tenía una reputación que mantener. Me había mandado dos zombis, y yo había dado cuenta de ellos, aunque con un poco de ayuda de la policía. Seguro que se lo tomaba como una afrenta.

Había levantado un zombi que había escapado por completo a su control, y prefería que murieran inocentes a reconocer su error. Y prefería matarme a mí antes que arriesgarse a que la pusiera en evidencia. Zorra vengativa.

Había que detenerla. Si la orden de registro no resolvía nada, tendría que ser más pragmática. La señora había dejado claro que tenía que morir una de las dos, y yo prefería que fuera ella. Hasta estaba dispuesta a hacer lo necesario.

Abrí los ojos y cerré el grifo. No quería seguir pensando en ello. Estaba planeando un asesinato, por mucho que desde mi punto de vista fuera defensa propia. No creo que un jurado compartiera mi opinión; sería rematadamente difícil demostrarlo. Quería demasiadas cosas: que Dominga quedara fuera de circulación, o bien en la cárcel o bien muerta; seguir con vida; que no me encarcelaran ni me acusaran de asesinato; capturar al zombi asesino antes de que volviera a matar, aunque no veía cómo, y averiguar cómo encajaba John Burke en aquel lío.

Ah, e impedir que Harold Gaynor me obligara a realizar un sacrificio humano. Casi se me olvidaba eso.

Ya. Una semana movidita.

El café estaba en el pasillo. Dejé la bandeja en el suelo de la habitación, cerré con llave y volví a colocar la silla contra el pomo. Después me llevé la bandeja a una mesita, junto a las ventanas. La Browning ya estaba ahí, desnuda; había dejado la funda en la cama.

Descorrí las cortinas. Normalmente las habría dejado cerradas, pero me apetecía ver la luz. La mañana había avanzado, llenándolo todo de un resplandor difuso. El calor no había tenido tiempo de asentarse y eliminar el fresco del amanecer.

El café no estaba mal, pero tampoco era para tirar cohetes. Por supuesto, el peor café del mundo habría sido maravilloso. Bueno, calificar de maravilloso el de la comisaría habría sido pasarse, pero hasta eso era mejor que nada. Cuando estaba nerviosa necesitaba café. A otros les da por el alcohol.

Abrí la carpeta de Gaynor y me puse a leer. A las ocho de la mañana, bastante antes de la hora a la que suelo levantarme, ya había leído todas las notas y examinado todas las fotos borrosas. Sabía más de lo que quería saber de Harold Gaynor, pero no había encontrado ningún dato útil.

Gaynor estaba relacionado con la mafia, pero no había manera de demostrarlo. Era el típico multimillonario que se había hecho a sí mismo. Bien por él: podía pagar el millón y medio que me había ofrecido Tommy. No está mal que la gente sea capaz de afrontar sus pagos.

No había tenido más familia que su madre, fallecida diez años atrás. Al parecer, su padre había muerto antes de que él naciera, aunque su muerte no constaba en ningún lado. En realidad, su vida tampoco.

¿Sería un hijo ilegítimo cuyos orígenes se habían disimulado? Puede. Así que Gaynor era un bastardo en el verdadero sentido del término. ¿Y qué? Lo que me molestaba era que lo fuera en el otro sentido.

Apoyé la foto de Wanda la Tragamillas en la cafetera. Sonreía, casi como si supiera que la estaban fotografiando, aunque quizá fuera fotogénica, simplemente. Había dos fotos de ella con Gaynor. En una estaban los dos sonrientes, cogidos de la mano. Tommy empujaba la silla de ruedas de Gaynor, y Bruno, la de Wanda, que miraba a su novio con una mirada que no me resultaba desconocida: de amor y adoración. Hasta yo había tenido aquella mirada durante un tiempo, en la facultad, pero al final se supera.

La segunda foto era casi idéntica: Bruno y Tommy empujaban sus sillas. Pero no estaban cogidos de la mano, y sólo sonreía Bruno. Wanda parecía enfadada. Cicely, la del pelo rubio y los ojos vacíos, iba andando junto a Gaynor, y lo llevaba de la mano. Ajá.

Así que Gaynor había estado con las dos durante una temporada. ¿Por qué se habría marchado Wanda? ¿Por celos? ¿La habría echado Cicely? O igual Gaynor se había cansado de ella. Sólo había una forma de averiguarlo: preguntar.

Me quedé mirando la foto en la que salía Cicely, y la puse junto al primer plano de la Wanda sonriente. Una joven infeliz; una amante despechada. Si el odio pesaba más que el miedo, hablaría de Gaynor conmigo. No sería tan idiota como para hablar con la prensa, pero yo no pretendía divulgar ningún secreto.

Yo quería conocer los secretos de Gaynor, para evitar que me hiciera daño. Aparte de eso, quería algo que presentar a la policía.

Si conseguía meterlo en la cárcel, Gaynor tendría otras preocupaciones, y probablemente se olvidaría de la reanimadora cabezota. A no ser que averiguase que había tenido algo que ver con su detención. No me convenía; tenía pinta de vengativo. Ya sentía el aliento de Dominga Salvador en la nuca, y con eso tenía bastante.

Cerré las cortinas y pedí que me despertaran a mediodía. Irving tendría que esperar un poco para recuperar el expediente. Yo le había conseguido la entrevista con el nuevo amo de los vampiros de la ciudad, aunque hubiera sido sin querer, así que pedirle un poco de paciencia a cambio tampoco era pasarse. Y si no quería esperar, mala suerte, porque yo me iba a la cama.

Lo último que hice antes de irme a dormir fue llamar a casa de Peter Burke. Me imaginaba que John se alojaría allí. El teléfono sonó cinco veces y saltó el contestador.

– Soy Anita Blake. Creo que tengo información para John Burke, sobre un asunto del que hablamos el jueves.

El mensaje no era muy claro, pero tampoco era plan de decir: «Tengo información sobre el asesinato de tu hermano». Demasiado melodramático, y de mal gusto.

Dejé el número del hotel y el de mi casa, por si acaso. Probablemente habían desconectado el timbre del teléfono; yo lo habría hecho. La noticia había salido en portada porque Peter era reanimador, y no es muy frecuente que seamos víctimas de simples atracos. Los reanimadores suelen tener muertes más rebuscadas.

Cuando me fuera a casa dejaría el expediente de Gaynor en recepción. No estaba de humor para hablar con Irving de la entrevista; no quería que me explicara lo majo que era Jean-Claude ni lo interesantes que eran sus proyectos para la ciudad. El amo vampiro habría tenido mucho cuidado de decirle a la prensa algo que quedara bien en portada, pero yo conocía la verdad: los vampiros son monstruosos, como los zombis, o puede que más, porque los zombis no eligen serlo.

Claro que Irving había elegido quedarse con Jean-Claude. Aunque si no hubiera estado conmigo, el amo no le habría hecho ni caso. Probablemente. Me sentía responsable, por mucho que lo hubiera decidido él. Estaba agotada, pero no podría conciliar el sueño si no comprobaba que no le había pasado nada. Y podía decirle que lo llamaba porque le iba a devolver el expediente con retraso.

No sabía si estaría ya de camino al trabajo, pero probé antes en su casa. Contestó al primer timbrazo.

– ¿Diga?

El nudo que tenía en la garganta se aflojó.

– Hola, Irving, soy yo.

– ¿A qué debo el honor de que me llame a estas horas de la mañana, señorita Blake? -Su voz sonaba normal.

– Anoche hubo fiesta en mi casa. ¿Te importa que te devuelva el expediente un poco más tarde?

– ¿Qué clase de fiesta? -No intentó disimular la curiosidad.

– De las que le interesan a la policía y a ti no.

– Me lo temía. ¿Te vas a dormir ahora?

– Sí.

– Supongo que le puedo dar un respiro a una sufrida reanimadora. Y hasta es posible que lo entienda mi compañera.

– Gracias, Irving.

– ¿Tú estás bien?

Estuve a esto de decirle que ni de coña, pero preferí hacerme la loca.

– ¿Se portó bien Jean-Claude?

– ¡Fue estupendo! -contestó verdaderamente entusiasmado y rebosante de satisfacción-. Es una gozada entrevistarlo. -Se quedó callado un momento-. ¡Eh! ¡Has llamado para asegurarte de que no me pasó nada!

– Más quisieras.

– Gracias, Anita. Es un detallazo. Pero fue muy civilizado, de verdad.

– Estupendo. En fin, buenas noches. O para ti, buenos días.

– Insuperables. El jefe está encantado con la entrevista en exclusiva al amo de la ciudad.

Me hizo gracia su forma de pronunciar el cargo.

– Bueno, ya hablaremos.

– Duerme un poco, Blake. Te llamaré mañana o pasado por lo de los artículos de los zombis.

– Vale -dije. Y colgamos.

Irving estaba bien. Debería preocuparme más por mí y menos por los demás.

Apagué la luz y me acurruqué entre las sábanas, abrazada al pingüino… y con la Browning Hi-Power debajo de la almohada. No era tan fácil de alcanzar como en la pistolera de mi cama, pero menos da una piedra.

No sé qué me resultaba más reconfortante, si el pingüino o la pistola. Supongo que los dos, aunque por motivos muy distintos.

Recé mis oraciones como una niña buena, y rogué de todo corazón no soñar nada.

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