DIECISIETE

Había estado en suficientes escenas del crimen para saber qué esperar. Como quien está harto de ver una película: podía decir de carrerilla quién entraba, quién salía y la mayoría de los diálogos. Pero aquella escena era distinta: era mi casa.

Era una estupidez que encontrase ofensivo que Dominga Salvador me atacara en mi propia casa, pero es lo que hay, No supe que existía la norma hasta que esa mujer la transgredió: no atacarás al bueno en su propia casa. Mierda.

Pensaba hacérselo pagar con intereses. Ya, ¿yo y cuántas como yo? Aunque igual con ayuda de la policía…

La brisa agitaba las cortinas de la sala; un tiro había roto el cristal. Menos mal que había firmado un contrato de alquiler de dos años; por lo menos tardarían un poco en echarme.

Dolph se acercó a la cocina y se sentó enfrente de mí. La mesa, con sus dos sillas de respaldo recto, presentaba un aspecto minúsculo con él allí; era como si lo llenara todo. O igual era que yo me sentía más pequeña que nunca aquella noche… o aquella mañana. Lo que fuera.

Me miré el reloj, pero tenía la esfera manchada con algo oscuro y pringoso, y no pude ver la hora. Tendría que limpiarlo. Volví a meter el brazo debajo de la manta que me habían dado los enfermeros; tenía la piel más fría de lo que correspondía, y ni siquiera los planes de venganza me ayudaban a entrar en calor. Más adelante echaría humo, cuando el cabreo cobrara fuerza, pero de momento me alegraba de estar viva.

– Bueno, Anita, ¿qué ha pasado?

Miré hacia el salón. Estaba casi vacío; ya se habían llevado a los zombis. Y los habían incinerado en la calle, nada menos: fiesta en el barrio, un bonito espectáculo para toda la familia.

– ¿Te importa que me cambie de ropa antes de prestar declaración? -Me miró durante un segundo o así y asintió-, Estupendo.

Me levanté bien envuelta en la manta, con las puntas cuidadosamente recogidas. No quería tropezar; ya había hecho Distante el ridículo por una noche.

– Necesitaremos la camiseta como prueba -gritó Dolph.

– Vale -contesté sin volverme.

Habían cubierto las manchas más gordas con sábanas, para no pringarse los zapatos y llenar de sangre todo el edificio. Qué monos. El dormitorio apestaba a podrido, sangre estancada y cadáveres rancios. Aquella noche ya no sería capaz de dormir en él; hay cosas que no haría ni yo.

Necesitaba una ducha, pero no creía que Dolph estuviera dispuesto a esperar tanto tiempo, así que me conformé con coger unos vaqueros, unos calcetines y una camiseta limpia, y me lo llevé todo al baño. Con la puerta cerrada prácticamente no llegaba olor. Allí no había pasado nada.

Tiré al suelo la manta y la camiseta sucia. Tenía el hombro vendado, en la zona donde me había mordido el zombi; había tenido suerte de que no me arrancara un bocado. La enfermera me dijo que tenía que vacunarme contra el tétanos. Nadie se convierte en zombi por un mordisco, pero los muertos tienen la boca llena de bacterias. Aunque el riesgo principal es de infección, tampoco estaba de más tomar precauciones.

Tenía los brazos y las piernas llenos de sangre seca. No me molesté en lavarme; ya me ducharía después para limpiarme a fondo.

La camiseta, que me llegaba casi por las rodillas, tenía una caricatura enorme de Arthur Conan Doyle mirando por una gran lupa que le ampliaba el ojo desproporcionadamente. La contemplé en el espejo del baño. Era suave, cálida y reconfortante. Lo último era imprescindible en aquel momento.

La ropa que llevaba durante el ataque había quedado destrozada sin remedio, pero igual podía salvar algún pingüino. Dejé la bañera llenándose con agua fría. Si funciona con la ropa, con un poco de suerte, funcionaría con los peluches.

Saqué unas zapatillas deportivas de debajo de la cama, para no tener que pisar la sangre con los calcetines. El calzado se inventó para casos como ese. Bueno, puede que no específicamente para la sangre de zombi coagulada, pero es que es difícil pensar en todo.

Dos pingüinos se estaban poniendo marrones, a medida que se secaba la sangre. Los llevé corriendo a la bañera, los mantuve hundidos hasta que se empaparon lo suficiente para no flotar y cerré el grifo. Ya tenía las manos más limpias, pero no se podía decir lo mismo del agua: los peluches rezumaban sangre. Si conseguía limpiar aquellos dos, los demás serían pan comido.

Me sequé las manos con la colcha; para qué ensuciar nada más.

Sigmund, el pingüino con el que dormía a veces, no se había pringado mucho; sólo tenía unas motas en la tripa blanca. Algo es algo. Estuve a punto de llevármelo abrazado para ir a prestar declaración; suponía que Dolph no se lo diría a nadie. Pero me limité a apartarlo de las manchas más gordas, por si acaso. Ver a ese bicho estúpido en una esquina, a salvo, me hizo sentir mejor. Hay que estar mal.

Zerbrowski apartó la vista del acuario para mirarme.

– Nunca había visto peces ángel de este tamaño. No sé si te van a caber en la sartén…

– Deja los peces en paz -ladré.

– Claro, sólo era una idea -contestó sonriente.

Dolph estaba en la cocina, sentado con las manos entrelazadas en la mesa y el semblante inescrutable. Si lo había alarmado que hubieran estado a punto de darme pasaporte, no lo exteriorizaba. Claro que Dolph no exteriorizaba nada nunca; lo más parecido a una emoción que le había visto era precisamente su reacción con el asunto del zombi asesino y los civiles destrozados.

– ¿Quieres un café? -le pregunté.

– Sí.

– Yo también -dijo Zerbrowski.

– Sólo si me lo pides por favor.

– Por favor -dijo apoyándose en la pared. Saqué la bolsa de la nevera-. ¿Guardas ahí el café? -me preguntó extrañado.

– ¿Es que nunca has tomado café de verdad?

– No sé. ¿Cuenta el soluble?

– Bárbaros. -Sacudí la cabeza.

– Si habéis terminado con las pullas, ¿podemos empezar con la declaración? -La voz de Dolph no sonaba tan severa como sus palabras.

Les sonreí a los dos; que me aspen si no me alegraba de verlos. Aunque debía de estar peor de lo que imaginaba si me alegraba de ver a Zerbrowski.

– Estaba durmiendo sin meterme con nadie cuando me desperté y vi un zombi al lado de la cama -expliqué mientras metía la medida exacta de granos de café en el molinillo. Me lo había comprado negro para que hiciera juego con la cafetera.

– ¿Qué te despertó? -preguntó Dolph.

Pulsé el botón del molinillo, y el olor a café recién molido llenó la cocina. Qué maravilla.

– El olor a cadáver.

– Amplía.

– Estaba durmiendo y me llegó un olor a cadáver putrefacto, pero no pegaba con el sueño, y eso me despertó.

– ¿Qué más? -Tenía la libreta y el bolígrafo preparados.

Me concentré en cada paso de la preparación del café mientras se lo contaba todo, incluidas mis sospechas sobre la señora Salvador. Cuando terminé de hablar, el café empezaba a salir, llenando el piso con ese aroma arrebatador.

– ¿Así que crees que ella levantó al zombi que buscamos? -preguntó.

– Sí.

– ¿Puedes demostrarlo? -Me miraba muy serio desde el otro lado de la mesa.

– No.

Respiró profundamente y cerró los ojos un momento.

– Estupendo. Cojonudo.

– Creo que el café ya está hecho -dijo Zerbrowski. Se había sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta. Me levanté y serví tres tazas.

– Si quieres azúcar o nata, sírvete.

Dejé la nata, nata de verdad, en la encimera, al lado del azucarero. Zerbrowski se puso un montón de azúcar y una nube de nata; Dolph se lo tomó solo. Así me lo tomaba yo casi siempre, pero aquella vez le eché de todo. Nata de verdad con café de verdad. Ñam, ñam.

– Si pudiéramos entrar en la casa de Dominga, ¿crees que conseguirías alguna prueba?

– De algo las encontraría, pero del levantamiento del zombi asesino… -Sacudí la cabeza-. Si fue obra suya y le salió rana, habrá destruido todas las pruebas, para que nadie la relacione con el bicho.

– Quiero empapelarla por esto -dijo Dolph.

– Yo también.

– Puede que vuelva a intentar matarte -dijo Zerbrowski desde la puerta, mientras soplaba el café para enfriarlo.

– No me digas.

– ¿Crees que lo intentará? -preguntó Dolph.

– Es muy probable. ¿Cómo cono han entrado dos zombis en mi casa?

– Habrán forzado la cerradura -dijo Dolph-. ¿Tú crees que un zombi…?

– No. Podría arrancar la puerta, pero no se entretendría en forzar la cerradura, ni aunque tuviera la capacidad motriz necesaria.

– Así que alguien les abrió la puerta -dijo Dolph.

– Eso parece -dije.

– ¿Alguna idea de quién pudo ser?

– Yo apostaría por alguno de sus matones. Su nieto Antonio, o puede que Enzo, un tipo grande de cuarenta y tantos que puede que sea su guardaespaldas. No sé si saben forzar cerraduras, pero lo harían. Aunque yo descartaría a Antonio.

– ¿Y eso?

– Si hubiera dejado pasar a los zombis, se habría quedado a mirar.

– ¿Estás segura?

– Es de esos -contesté encogiéndome de hombros-. Enzo haría su trabajo y se largaría; sabe cumplir órdenes. Pero el nieto de Dominga, no.

Dolph asintió.

– Los de arriba están presionando mucho para que resolvamos el caso del zombi asesino. Creo que podría conseguir una orden de registro en cuarenta y ocho horas.

– Es mucho tiempo.

– Sin más pruebas que tu palabra, Anita. Me la juego mucho con esto.

– Está involucrada, seguro. No sé por qué lo lizo ni cómo se le descontroló el zombi, pero fue ella.

– Conseguiré la orden.

– Hay un agente que dice que te has hecho pasar por policía -dijo Zerbrowski.

– Le he dicho que trabajaba con vosotros; no le he dicho en ningún momento que formara parte de la brigada.

– Ya veo. -Zerbrowski sonrió.

– ¿Estarás a salvo aquí esta noche? -me preguntó Dolph.

– Supongo que sí. A la señora no le interesa enfrentarse a las fuerzas del orden; a las brujas las tratan más o menos como a los vampiros: sentencia de muerte automática si se pasan al lado oscuro.

– Porque la gente les tiene miedo -dijo Dolph.

– Porque hay brujas que pueden salir de cualquier cárcel.

– ¿Y reinas del vudú? -preguntó Zerbrowski.

– No quiero saberlo. -Sacudí la cabeza.

– Será mejor que nos vayamos y te dejemos dormir un poco -dijo Dolph.

Había dejado la taza vacía en la mesa. Zerbrowski no se había acabado la suya, pero la dejó en la encimera y siguió a Dolph. Los acompañé a la puerta.

– Te avisaré cuando tengamos la orden de registro -dijo Dolph.

– ¿Puedes conseguir que me enseñen los efectos personales de Peter Burke?

– ¿Para qué?

– Sólo se puede perder el control de un zombi hasta ese punto de dos formas. La primera, ser capaz de levantarlo, pero no de controlarlo, y Dominga puede controlar cualquier cosa que levante. La segunda, que interfiera alguien con un poder equivalente, como en una especie de desafío. -Miré fijamente a Dolph-. Es posible que John Burke sea bastante poderoso para haber sido él, y puede que se le escape algo si le echo una mano y lo llevo a ver las cosas de su hermano. Ya sabes… por si ve algo raro y tal.

– Ya has conseguido cabrear a Dominga Salvador. ¿No es bastante para una semana?

– Para toda una vida -contesté-, pero si podemos ir haciendo algo mientras esperamos la orden judicial…

– De acuerdo -dijo Dolph asintiendo-. Llama a Burke mañana por la mañana, queda con él y llámame después.

– Vale.

Se quedó un momento en el umbral.

– Ten cuidado -me dijo.

– Siempre lo tengo.

– Bonitos pingüinos -dijo Zerbrowski inclinándose hacia mí. A continuación siguió a Dolph por el pasillo.

Sabía que cuando volviera a ver a los de la Santa Compaña, todos estarían al tanto de que colecciono pingüinos de peluche. Mi secreto había salido a la luz; Zerbrowski se encargaría de propagarlo a los cuatro vientos. Por lo menos era un tipo previsible.

Me alegraba de que algo lo fuera.

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