CATORCE

El cielo nocturno era un cuenco de líquido negro. Las estrellas, nítidas como diamantes, le daban un cariz frío y duro, y la luna era una composición resplandeciente en tonos de gris y plata. Cuando se vive en la ciudad se tiende a olvidar lo oscura que es la noche, lo brillante que es la luna y cuántas estrellas hay.

En el cementerio Burrell no había farolas; no llegaba más luz artificial que el débil resplandor amarillo de las ventanas de una casa lejana. Yo estaba en la cima de la colina, toda sudorosa, enfundada en el mono y con las zapatillas de deporte.

Ya se habían llevado el cadáver del niño. Estaría en el depósito, esperando a que el forense se encargara de él. Para mí ya había pasado; no tenía que volver a verlo nunca, excepto en sueños.

Dolph estaba a mi lado. Se limitaba a contemplar la hierba y las lápidas rotas, sin decir palabra, en espera de que yo obrara mi magia y me sacara un conejo del sombrero. Lo ideal sería que apareciera el conejo y nos lo cargáramos. Lo segundo mejor, que encontráramos el agujero del que salía. Eso podría darnos alguna pista, porque de momento estábamos dando palos de ciego.

Dos exterminadores nos seguían de cerca. El hombre era bajo y corpulento, con el pelo entrecano cortado al uno. Tenía pinta de entrenador retirado, pero parecía creer que el lanzallamas que llevaba en bandolera era un animalito: no paraba de acariciarlo con sus manos rechonchas.

La mujer no debía de tener más de veinte años, y llevaba el pelo rubio y liso recogido en una coleta, con mechones sueltos que le colgaban delante de la cara. No era mucho más alta que yo, y tenía unos ojos enormes con los que recorría la hierba de lado a lado, como una francotiradora dispuesta a pasar a la acción.

Esperaba que no fuera de gatillo fácil; no tenía ningún interés en que me devorase un zombi asesino, pero tampoco me apetecía que me rociaran con napalm. ¿La señorita prefiere morir devorada o abrasada? No sé, déjeme ver si hay algo más en la carta…

La hierba se agitaba y susurraba como las hojas de los árboles en otoño. Si usábamos un lanzallamas en el cementerio, se montaría una buena, y no nos resultaría fácil escapar. Pero el fuego es lo único que puede detener a un zombi. Aunque estaba por ver que fuera un zombi y no algo distinto, claro.

Sacudí la cabeza y eché a andar; las dudas no me iban a llevar a ningún sitio. En estos casos, mí máxima es: «Compórtate como si supieras qué haces».

Estoy segura de que la señora Salvador conocería un rito o un sacrificio que sirviera para buscar la tumba de un zombi; su forma de hacer esas cosas estaba sujeta a más normas que la mía. Por un lado, ella era capaz de encerrar almas en cuerpos putrefactos; por otro, yo tampoco había odiado nunca a nadie tanto como para hacerle algo así. Para matarlo, sí, pero ¿para atrapar su alma y esperar a que se le pudriera el cuerpo antes de volver a ponérsela? No, eso era peor que perverso; era el no va más de la maldad. Había que pararle los pies, pero como no me la cargase… Suspiré; era un problema del que ya me encargaría en otra ocasión.

Me incordiaba tener a Dolph pisándome los talones. Me volví a mirar a los exterminadores. Su trabajo consistía en matar lo que fuera, desde termitas hasta algules, pero los algules son carroñeros asustadizos, y yo no definiría así al bicho que buscábamos.

Los tres caminaban detrás de mí, y tenía la impresión de que hacían más ruido que yo. Intenté concentrarme en la búsqueda, pero sólo conseguía oír sus pasos y sentir el miedo de la mujer. Así no hay quien trabaje.

– Necesito más espacio, Dolph-dije, deteniéndome.

– ¿Qué quieres decir?

– Quedaos a más distancia. Me estáis desconcentrando.

– Entonces puede que estemos demasiado lejos para ayudarte.

– Si el zombi sale de la tierra y me ataca… -Me encogí de hombros-. ¿Qué vais a hacer? ¿Rociarlo con napalm y gratinarme a mí de propina?

– Según tú, el fuego es lo único que sirve.

– Y es cierto, pero si el zombi engancha a alguien, diles a tus chicos que no frían también a ese alguien.

– ¿No podemos usar el napalm si el zombi los atrapa? -preguntó Dolph.

– Ahí quería yo llegar.

– Podías haberlo dicho antes.

– Acabo de caer en la cuenta.

– Cojonudo.

– Tienes razón -dije con otro encogimiento hombros-, ha sido un descuido. Y ahora, retrasaos y dejadme hacer mi trabajo. -Me acerqué y bajé la voz, para que sólo me oyera él-. Mantén vigilada a la chica; está tan asustada que le puede dar por disparar a las sombras.

– Son exterminadores, no policías ni matavampiros.

– Esta noche es posible que nuestra vida dependa de ellos, así que no la pierdas de vista, ¿vale?

Se volvió a mirarlos. El hombre sonrió y saludó con la cabeza; la mujer se quedó mirando con los ojos muy abiertos. Su miedo se podía masticar.

Tenía derecho a estar acojonada, así que ¿por qué me molestaba tanto? Quizá porque tenía la impresión de que las mujeres debíamos ser mejores que los hombres: más valientes, más rápidas, más lo que fuera. No teníamos más remedio si queríamos jugar en primera.

Me adelanté sola hasta que no pude oír nada más que el sonido de la hierba, seco y susurrante, que parecía intentar decirme algo con su voz rasposa. Era un sonido apremiante, como si la hierba tuviera miedo, aunque menuda estupidez. La hierba no siente una mierda. Pero yo sí, y estaba sudando a mares. ¿Estaría cerca esa cosa? ¿Me estaría acechando entre los matojos el monstruo que podía convertir a una persona en un pedazo de carne cruda?

No. Los zombis no eran suficientemente listos para acechar a nadie… Claro que este había sabido ocultarse de la policía. No estaba mal para un cadáver; estaba demasiado bien. Quizá no fuera un zombi ni nada parecido. Por fin había encontrado algo que me asustaba más que los vampiros. La muerte no me preocupaba tanto, por aquello de que soy cristiana, pero la forma de morir era otro cantar, y que me comieran viva no estaba en mi lista de preferencias.

Quién iba a pensar que yo tendría miedo de un zombi, fuera del tipo que fuera. No dejaba de ser irónico, pero tenía la boca demasiado seca para reírme.

Como en todos los cementerios, reinaba una especie de calma desasosegada, como si los cadáveres estuvieran conteniendo la respiración, pero ¿a qué esperaban? ¿A que los resucitaran? Quizá, pero ya he tratado bastante con los muertos como para creer que haya una sola respuesta. Cada muerto, igual que cada vivo, tiene sus propias expectativas.

Normalmente, la gente muere, va al Cielo o al Infierno y eso es todo. Pero en algunos casos, sea por el motivo que sea, se tuercen las cosas. Los fantasmas, los espíritus inquietos, la violencia, el mal y la simple confusión pueden aprisionar los espíritus en la tierra. No creo que eso signifique que el alma se queda atrapada; más bien diría que perdura una especie de recuerdo del alma, de su esencia.

¿Esperaba que un espectro saliera de la hierba y se abalanzara sobre mí, gritando? No, aún no había visto ningún fantasma capaz de provocar daños físicos. Los demonios y algunos espíritus de lechuceros, mediante la magia negra, sí que pueden provocarlos, pero los fantasmas no hacen nada.

Por lo menos podía consolarme con eso.

El terreno cayó en picado y perdí pie, pero me sujeté a una lápida. La tierra hundida significaba que había una tumba sin señalar. Me subió un cosquilleo por la pierna, una especie de electricidad fantasmal. Me aparté y me quedé sentada en el suelo.

– ¿Te has hecho daño, Anita? -gritó Dolph.

Volví la vista; la hierba me ocultaba por completo.

– Estoy bien -grité.

Me levanté con cuidado de no pisar la vieja turaba. Fuera quien fuera su ocupante, no estaba satisfecho con su morada: era una zona activa. No se trataba de un fantasma ni de una presencia, pero algo había. Era probable que en sus tiempos hubiera sido un fantasma hecho y derecho, pero se había ido debilitando. Los fantasmas se deshilachan, como la ropa, y se van marchando poco a poco adonde sea que se marchen.

La tierra de la tumba volvería a nivelarse, probablemente antes de que me enterraran a mí… si antes no me mataba un zombi asesino, vamos. O un vampiro. O un humano de gatillo fácil. Bien pensado, era probable que la zona activa durase más que yo.

Volví la cabeza y vi que Dolph y los exterminadores estaban a unos veinte metros. ¿No era demasiado lejos? Les había pedido que no me resoplaran en el cogote, pero tampoco esperaba que se quedaran a tanta distancia. Está visto que nunca estoy contenta.

¿Se enfadarían si les pedía que se acercaran más? Probablemente. Empecé a caminar de nuevo, con cuidado de no pisar más tumbas, pero no era fácil con la mayoría de las lápidas ocultas por los matojos. Cuántas tumbas sin identificar, cuánto abandono.

Podría pasarme toda la noche dando vueltas sin rumbo fijo. ¿Acaso pensaba que podía topar accidentalmente con la tumba adecuada?

Supongo que sí. La esperanza es lo último que se pierde, sobre todo cuando la alternativa es inhumana.

Tanto los vampiros como los zombis han sido antes seres humanos normales y corrientes. Y casi todos los licántropos también, aunque a veces nacen así. Todos los monstruos empiezan por ser normales, excepto yo, y no levantaba muertos por vocación. No es que un día me plantara en el despacho de un asesor profesional y le dijera: «Quiero dedicarme a reanimar cadáveres». Nada tan fácil, ni de lejos.

Siempre he tenido cierta afinidad con la muerte. Nada que tenga que ver con los muertos recientes; con las almas no me meto, pero me doy cuenta en cuanto se van. Puedo sentirlo. Reíos todo lo que queráis, pero lo sé.

De pequeña tuve perro, como la mayoría de los niños. Y como suele pasar, se me murió. Yo tenía trece años. Enterramos a Jenny en el patio trasero. Una semana después me desperté y la encontré tumbada a mi lado; su denso pelaje negro estaba cubierto de tierra, y sus ojos marrones, muertos, seguían todos mis movimientos, igual que cuando la perra estaba viva.

Durante un momento pensé que nos habíamos equivocado al enterrarla, pero la verdad es que reconozco la muerte cuando la veo. La percibo, la saco de la tumba. ¿Qué pensaría Dominga Salvador si supiera eso? El zombi de un animal, nada menos, y levantado por accidente. Da miedo. Es espeluznante.

Judith, mi madrastra, no llegó a recuperarse de la impresión. Es raro que le diga a alguien a qué se dedica su hijastra. En cuanto a mi padre… Bueno, él también prefiere mirar para otro lado. Yo intenté hacer lo mismo durante un tiempo, pero no había manera. Sin necesidad de entrar en detalles, ya sabéis que en las carreteras suele haber animales atropellados, ¿no? Judith lo sabía mejor que nadie, porque yo era como el flautista de Hamelin pero en macabro.

Al final, mi padre me llevó a conocer a mi abuela materna. No asusta tanto como Dominga Salvador, pero… digamos que es interesante. Se mostró de acuerdo en que no deberían enseñarme vudú, sólo lo suficiente para mantener los problemas a raya. «Basta con que la enseñes a controlarlo», había dicho mi padre.

Y me enseñó. Cuando ya controlaba mis habilidades, mi padre me llevó a casa, y no se volvió a mencionar el asunto, por lo menos delante de mí. Siempre me pregunté qué diría mi querida madrastra a mis espaldas. Claro que a mi padre tampoco le hacía gracia. Qué coño, ni a mí.

Bert me reclutó en cuanto terminé los estudios, aunque no había llegado a averiguar cómo se enteró de mi existencia. Al principio decliné la oferta, pero me ofrecía tanto dinero… Puede que fuera un acto de rebeldía, o que al final me diera cuenta de que los licenciados en biología especializados en lo sobrenatural no contábamos con demasiadas salidas profesionales. Bueno, en realidad me especialicé en criaturas legendarias, que quedaba casi igual de inadecuado en el currículo.

Era como especializarse en la antigua Grecia o en poesía romántica: interesante, y puede que divertido de estudiar, pero ¿para qué demonios sirve? Sólo para dedicarse a la enseñanza, y de hecho tenía intención de hacerme profesora universitaria cuando apareció Bert y me enseñó la forma de sacar partido a mis dotes… Y por lo menos puedo afirmar que los estudios me sirven de algo.

Nunca me pregunté de dónde había sacado esas habilidades. No era ningún misterio: las llevaba en la sangre.

El caso es que allí estaba, rodeada de tumbas. Respiré profundamente, y una gota de sudor me bajó por la cara. Me la enjugué con el dorso de la mano; sudaba como un cerdo, pero estaba temblando. No por miedo al hombre del saco, sino por lo que yo me disponía & hacer.

Si fuera un músculo, lo movería; si fuera uní idea, la pensaría; si fuera una palabra mágica, la diría. Pero no es nada parecido; es como si desaparecieran la piel y la ropa, como si las terminaciones nerviosas me quedaran al aire. Y a pesar del bochorno de la noche de agosto, tenía frío y la sensación de que el viento emanaba de mi piel. Aunque no es viento, porque nadie más lo percibe ni sopla en habitaciones cerradas como en las películas de terror. Nada llamativo; es algo silencioso, privado, sólo mío.

Las ráfagas heladas se dispersaron a mi alrededor, y supe que podría explorar todas las tumbas que tuviera cerca, en casi cinco metros a la redonda. A medida que avanzara, el círculo avanzaría conmigo, sin dejar de buscar.

¿Qué se siente cuando se explora bajo la tierra, en busca de cadáveres? No se parece a ninguna percepción humana. La descripción más ajustada que se me ocurre es que tengo la impresión de que me salen unos dedos incorpóreos con los que puedo atravesar la tierra, aunque tampoco es eso exactamente. Se parece, pero no.

Hacía años que la humedad había deshecho el ataúd que tenía más cerca. Había fragmentos de madera y hueso mezclados con tierra: nada entero, todo muerto e inerte. La zona activa, en cambio, casi quemaba, custodiando sus secretos. No podía averiguar nada de aquel ataúd, pero tampoco valía la pena investigarlo: había una especie de fuerza vital atrapada en la tumba muerta, y allí seguiría hasta que se desvaneciera. Qué mal rollo.

Seguí caminando lentamente, rodeada por el círculo invisible. Toqué huesos, ataúdes intactos, jirones de roja en las tumbas más recientes… Era un cementerio antiguo, y no había cadáveres en plena descomposición. La muerte había alcanzado la etapa pulcra.

Noté que me agarraban por el tobillo. Di un salto y seguí avanzando sin bajar la vista; nunca hay que bajar la vista, pase lo que pase. Vi, aunque sin llegar a verlo, algo pálido y nebuloso, unos ojos desorbitados e implorantes.

Un fantasma de verdad. Le había pisado la tumba, y quería demostrarme que no le había hecho gracia. Pero ya veis lo que me impresiona que un fantasma me agarre el tobillo; si no se les hace ni caso, las manos espectrales se desvanecen. Lo problemático es fijarse en ellos: entonces es cuando cobran forma física y pueden causar problemas.

Es una máxima que se puede aplicar a casi todos los entes sobrenaturales: son más inocuos cuanto menos caso se les hace. Claro que esto no se aplica a los demonios ni a los seres de ese estilo. Tampoco a los vampiros, ni a los zombis, ni a los algules, ni a los licántropos, ni a las brujas… Bueno, vale, lo de hacerse el sueco se aplica sólo a los fantasmas. Pero funciona.

Las manos me tiraron de la pernera del pantalón, y noté que los dedos intentaban aferrarse, como si el fantasma quisiera usarme para salir de la tumba. Mierda, mierda, mierda. Tenía que seguir andando como si nada.

Al final, los dedos se dieron por vencidos. Algunos fantasmas parecen guardarnos rencor a los vivos, como si nos tuvieran envidia. Aunque no puedan hacernos daño, creo que nada les resulta más divertido que darnos sustos de muerte.

Encontré una tumba vacía, cubierta de hierba alta. La madera se estaba deshaciendo, pero no había huesos. No tenía ningún cadáver. La tierra estaba seca y compacta por la falta de lluvia, pero se notaba que se habían removido los matojos: había raíces a la vista, como si hubieran intentado arrancarlos. O quizá fuera el rastro de algo que había salido de la tierra.

Me puse a cuatro patas al lado. Apoyé las manos en la tierra rojiza y pude sentir el interior de la tumba. Es como pasarse la lengua por los dientes: no se ve qué hay, pero se percibe.

El cadáver no estaba, pero el ataúd seguía en su sitio: de ahí había salido un zombi, aunque nada me garantizaba que fuera el que buscábamos. Aun así, era el único levantamiento que había encontrado.

Miré a mi alrededor. Me costó usar sólo los ojos para examinar la hierba; casi podía ver lo que había debajo. Captaba la tumba en algún lugar del cerebro que no recibe estímulos del nervio óptico. Mi campo de visión, lo que veía con los ojos, acababa en una verja, a poco menos de cinco metros. ¿Había recorrido el cementerio entero? ¿Era esa la única tumba vacía?

Me incorporé y miré a mi alrededor. Dolph y los dos exterminadores seguían por allí, a unos treinta metros de distancia. ¿Treinta metros? Pues vaya forma de cubrirme las espaldas.

Sí, había recorrido todo el cementerio. Distinguí el lugar donde estaba el fantasma sobón, la zona activa… La tumba más reciente quedaba un poco más allá. Ya me sabía todo el cementerio, y me había enterado de qué muertos estaban inquietos… o había inquietado yo. Todo lo que no estaba completamente muerto se había puesto a bailar sobre la tumba: fantasmas blanquecinos, luces furiosas y agitadas…, Hay formas y formas de levantar cadáveres.

Pero ya se tranquilizarían y seguirían durmiendo, si se puede llamar así. No era grave. Bajé la vista a la tumba vacía. ¿No era grave?

Les hice una seña a Dolph y a los otros para que se acercaran. Mientras tanto, me saqué una bolsa de plástico del bolsillo del mono y metí en ella un puñado de tierra de la tumba.

De repente, la luz de la luna pareció atenuarse. Dolph estaba a mi lado y la opacaba con su presencia.

– ¿Y bien? -preguntó.

– De esta tumba ha salido un zombi -dije.

– ¿Es el zombi asesino?

– No puedo estar segura.

– No lo sabes.

– Aún no.

– ¿Y cuándo lo sabrás?

– Voy a llevarle esto a Evans, para que haga todo eso de toquetear y notar cosas.

– ¿Evans? ¿El vidente? -preguntó Dolph.

– Ese mismo.

– Es un bicho raro.

– Pues sí, pero es bueno.

– La policía ha prescindido de sus servicios.

– Asunto vuestro -dije-. En Reanimators seguimos recurriendo a él cuando toca.

– No confío en Evans -dijo Dolph sacudiendo la cabeza.

– Y yo no confío en nadie, así que ¿dónde está el problema?

– Apúntate un punto -contestó con una sonrisa.

Metí en otra bolsa unos hierbajos, con cuidado de dejar las raíces intactas, y después aparté los matojos de la cabecera de la tumba. No había lápida. Mierda. Sólo quedaba la base; la habían roto y se habían llevado los fragmentos. Ya empezamos.

– ¿Por qué se habrán cargado la lápida? -preguntó Dolph.

– El nombre y las fechas podrían habernos dado alguna pista sobre el motivo por el que levantaron al zombi y sobre qué salió mal.

– ¿Mal?

– Habría gente capaz de levantar un zombi y ordenarle que matara a una o dos personas, pero no que organizara una masacre. Nadie haría eso.

– Excepto un lunático.

– Eso no ha tenido gracia -dije mirándolo fijamente.

– Ya.

Un maniaco que levantaba muertos; un zombi asesino controlado por un psicópata… Cojonudo. Y si lo había hecho una vez…

– Mira, Dolph, si fuera cosa de un lunático, podría haber más de un zombi.

– Y según lo loco que esté, puede que no tenga pauta.

– Mierda.

– Eso mismo.

Si no había pauta, no había motivo; si no había motivo, quizá no fuéramos capaces de resolver el caso.

– Prefiero no pensar eso -dije.

– ¿Por qué?

– Porque significaría que estamos perdidos. -Saqué la navaja que llevaba para esos casos y me puse a raspar los restos de la lápida.

– Es ilegal deteriorar tumbas -dijo Dolph.

– Qué pena.

Seguí raspando y metiendo las limaduras en una bolsa hasta que desprendí un trozo de piedra de buen tamaño. Después me guardé las tres bolsas en los bolsillos, junto con la navaja.

– ¿De verdad crees que Evans podrá sacar algo en claro de todo eso?

– No lo sé. -Me incorporé y eché un vistazo. Los dos exterminadores guardaban las distancias, para dejarnos hablar en privado. Qué educados-. Aunque hayan destrozado la lápida, la tumba sigue en su sitio.

– Pero sin cadáver.

– Ya, pero puede que el ataúd nos diga algo. Cualquier pista podría ser útil.

– De acuerdo -dijo asintiendo-. Pediré una orden de exhumación.

– ¿No podemos ponernos a cavar ahora mismo?

– No, tengo que guardar las formas. -Me miró con dureza-. Y no quiero volver y encontrarme con que se me han adelantado; las pruebas no valdrían para nada si las hubieran manipulado.

– ¿Pruebas? ¿Es que crees que esto va a llegar a los tribunales?

– Sí.

– Por favor, Dolph, lo que tenemos que hacer es pararle los pies a ese zombi.

– También quiero pillar a los hijoputas que lo levantaron y presentar cargos de asesinato contra ellos.

Asentí. Estaba de acuerdo con él, pero me parecía muy poco factible. Dolph era policía y tenía que preocuparse por la Ley; yo me preocupaba por cosas más sencillas, como la supervivencia.

– Si Evans descubre algo útil, te avisaré.

– De acuerdo.

– Y no sé dónde estará el bicho, pero sé dónde no está.

– ¿Ha salido del cementerio?

– Sí -dije.

– Y estará matando a más gente mientras nosotros perseguimos fantasmas.

Me apeteció darle unas palmaditas en el hombro y asegurarle que todo iba bien, pero no me lo creía ni yo. Lo entendía perfectamente, y en efecto, sólo estábamos persiguiendo fantasmas. Aunque aquella fuera la tumba del zombi asesino, dar con ella no nos había servido para encontrarlo, y teníamos que encontrarlo, atraparlo y acabar con él. La pregunta del millón era: ¿lo conseguiríamos antes de que le diera otra vez por comer? No tenía la respuesta. Mentira, sí que la tenía, pero no me gustaba: fuera, en algún sitio, el zombi se estaba poniendo ciego.

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