11 de mayo de 2937 a.C.

—Cuando los vi juntos y me di cuenta de que habían bajado la guardia —dijo Castelar—, invoqué mentalmente a Santiago y salté. La patada le dio al primero en la garganta y cayó al suelo. Me giré y le di al segundo con la parte baja de la mano debajo de la nariz y luego hacia arriba, así. —El movimiento fue rápido y salvaje—. También cayó. Recogí la espada, me aseguré de que los dos no pudiesen seguirme y fui a buscarte.

Su tono era casi casual. Tamberly pensó, con el cerebro todavía atontado, que los exaltacionistas habían cometido el error común de subestimar a un hombre de una época pasada. Aquél ignoraba casi todo lo que ellos sabían, pero en inteligencia era su igual. Sobre ella pesaba una ferocidad producida por siglos de guerra; no un conflicto impersonal de alta tecnología sino el combate medieval en el que mirabas a los ojos a tu enemigos y los matabas con tus propias manos.

—¿No temías su… magia? —murmuró Tamberly.

Castelar negó con la cabeza.

—Sabía que Dios estaba conmigo. —Se persignó, luego suspiró—. Fue estúpido por mi parte dejar sus pistolas. No volveré a cometer ese error.

A pesar del calor, Tamberly se estremeció.

Estaba tumbado sobre la hierba crecida, bajo el sol del mediodía. Castelar estaba de pie, con el metal reluciendo, la mano en la empuñadura, las piernas separadas, como un coloso que recorriese el mundo. Más allá, una corriente fluía hacia el mar; no era visible desde allí sino que, estimaba por lo que había visto desde lo alto, se encontraba a unos cuarenta kilómetros de distancia. Palmeras, chirimoyas y el resto de la vegetación le indicaban que «todavía» estaban en la América tropical. Recordaba vagamente haber dado un golpe mayor al activador temporal que al espacial.

¿Podía ponerse en pie, correr hacia él, llegar antes que el español a la máquina y escapar? Imposible. Si estuviese en mejores condiciones físicas lo intentaría. Como la mayoría de los agentes de campo, había recibido entrenamiento en artes marciales. Usándolas podría superar las habilidades del otro y su mayor fuerza (cualquier caballero pasaba toda su vida dedicado a actividades físicas; en comparación un campeón olímpico parecería fofo). Ahora estaba demasiado débil, tanto de cuerpo como de mente. Sin el quiradex en la cabeza volvía a tener voluntad. Pero todavía no le servía de mucho. Se sentía agotado, como si tuviese arena en las sinapsis, plomo en los párpados y el cráneo vacío.

Castelar lo miraba desde arriba.

—Deja de retorcer palabras, hechicero —dijo—. Tengo que interrogarte.

¿Debería mantenerme callado y provocarle para que me mate? —Se preguntó Tamberly con cansancio—. Me imagino que primero me torturaría, buscando conseguir mi cooperación. Pero después estaría atrapado, indefenso… No. Seguro que jugaría con el vehículo. Eso podría provocar con facilidad su destrucción; pero si no es así, ¿qué otra cosa podría pasar? Debo mantener mi muerte en reserva basta asegurarme de que es lo único que puedo ofrecer.

Levantó la vista al oscuro rostro de águila y dijo:

—No soy un hechicero. Simplemente tengo conocimientos de varias artes y dispositivos. Los indios pensaban que nuestros mosqueteros controlaban el trueno. No era más que pólvora. La aguja de una brújula señala el norte, pero no es magia. —Aunque no entiendes el principio involucrado, ¿no?—. Lo mismo vale para las armas que matan sin herir, y para los carruajes que permiten viajar por el espacio y el tiempo.

Castelar asintió.

—Tenía esa sensación —dijo lentamente. Los captores dijeron algunas cosas.

¡Dios, es un hombre brillante! Quizá, a su modo, un genio. Sí, recuerdo que comentó que, aparte de sus estudios entre los sacerdotes, había disfrutado de la lectura de las historias de Amadís (esas novelas fantásticas que infamaron la imaginación de su época)y en otro comentario demostró una visión sorprendentemente sofisticada del Islam.

Castelar se puso tenso.

—Entonces dime qué pasa —exigió—. ¿Qué eres en realidad, tú que falsamente finges estar ordenado?

Tamberly rebuscó en su mente. No había ninguna barrera. El quiradex había eliminado los reflejos que le impedían revelar la existencia de la Patrulla del Tiempo y el viaje temporal. Sólo quedaba su sentido del deber.

De alguna forma, debía controlar aquella terrible situación. Una vez que hubiese descansado, dejando que la carne y la inteligencia se recuperasen del sufrimiento, podría tener una buena oportunidad de engañar a Castelar. No importaba lo rápido que aprendiese, las novedades lo sobrepasarían. Pero, por el momento, Tamberly sólo estaba medio vivo. Y Castelar sentía su debilidad y la utilizaba con inteligencia y sin piedad.

—¡Dímelo! Nada de perder el tiempo, nada de rodeos. ¡Di la verdad! —La espada salió ligeramente de la vaina para volver a meterse.

—La historia es larga y larga, don Luis…

Una bota dio a Tamberly en las costillas. Rodó y quedó tendido sin aliento. El dolor lo recorría en ondas. Como si fuese un trueno oyó:

—Venga. Habla.

Se obligó a sentarse, hundido bajo lo implacable.

—Sí, me disfracé de fraile, pero no con intenciones anticristianas. —Tosió—. Era necesario. Hay hombres malvados que también tienen esos carruajes. Resultó que querían robar tu tesoro y nos llevaron a…

El interrogatorio continuó. ¿Habían sido los dominicos, con los que Castelar había estudiado, los que dirigían la Inquisición española? ¿O simplemente había aprendido a tratar con prisioneros de guerra? Al principio Tamberly tuvo la intención de ocultar la idea del viaje en el tiempo. Se le escapó, o se la arrancó, y Castelar la siguió como un sabueso. Era asombrosa la rapidez con la que asimilaba nuevos conceptos. Nada de la teoría. El mismo Tamberly no tenía más que una atisbo de la teoría, que pertenecía a una ciencia milenios por delante de la suya. La idea de que el espacio y el tiempo estuviesen unidos anonadó a Castelar, hasta que la descartó con un juramento y siguió con las cuestiones prácticas. Pero acabó comprendiendo que la máquina podía volar; podía flotar; podía ir instantáneamente a donde su piloto le indicase.

Quizá su aceptación fuese natural. Los hombres educados del siglo XVI creían en milagros; era un dogma cristiano, judío y musulmán. También vivían en un mundo de nuevos descubrimientos, ideas e inventos revolucionarios. Los españoles, en especial, estaban sumergidos en cuentos de caballería y encantamientos… lo estarían, hasta que Cervantes hiciese burla de ellos. Ningún científico le había dicho a Castelar que el viaje al pasado era físicamente imposible, ningún filósofo le había señalado las razones por las que era lógicamente absurdo. Se enfrentaba a los simples hechos.

La mutabilidad, la posibilidad de destruir todo un futuro, parecía escapársele. O se negaba a dejar que lo detuviese.

—Dios se ocupará del mundo —afirmó, y fue en busca del conocimiento de lo que podía hacer y cómo.

Imaginó con facilidad carracas viajando entre las épocas, y eso lo enardeció. No es que estuviese realmente interesado en los preciosos artículos de esos viajes: los orígenes de la civilización, los poemas perdidos de Safo, una representación por parte del gamelán más virtuoso que hubiese existido, imágenes tridimensionales de obras de arte que serían fundidas para formar parte de un rescate… Él pensaba en rubíes, esclavos y, sobre todo, en armas. Para él era razonable que los reyes del futuro aspirasen a regular ese tráfico y que los bandidos buscasen violar la regulación.

—Así que eras un espía de tu señor, y sus enemigos se sorprendieron al encontrarnos cuando llegaron como ladrones en la noche, pero por la gracia de Dios volvemos a estar libres —dijo—. ¿Ahora qué?

El sol estaba bajo en el cielo. La sed atenazaba la garganta de Tamberly. Se sentía como si la cabeza estuviese a punto de rompérsele, y los huesos de partírsele.

Castelar, como una imagen borrosa, se agachó frente a él, incansable y terrible.

—Pues, nosotros… nosotros deberíamos volver con mis compañeros. —Pudo decir Tamberly—. Te recompensarán bien y… te llevarán a la época que te corresponde.

—¿Lo harán? —Tenía una sonrisa de lobo—. ¿Sería mi pago? No estoy seguro de que hayas dicho la verdad, Tanaquil. Lo único que sé seguro es que Dios me ha entregado este instrumento, y debo emplearlo para Su gloria y el honor de n~ nación.

Tamberly se sentía como si las palabras lanzadas contra él, hora tras hora, fuesen cada una un puñetazo.

—¿Qué harás?

Castelar se acarició la barba.

—Creo que primero —murmuró con los ojos entrecerrados—, sí, está claro que primero me enseñarás a manejar esta montura. —Se puso en pie de un salto—. Levanta.

Casi tuvo que arrastrar a su prisionero hasta el cronociclo.

Debo mentir, debo retrasarlo, en el peor de los casos debo negarme y aceptar mi castigo. Tamberly no podía. El agotamiento, el dolor, la sed y el hambre lo traicionaron. Era físicamente incapaz de resistirse.

Castelar se situó a su lado, vigilando cada movimiento, listo para atacar a la mínima sospecha, y Tamberly estaba demasiado aturdido para engañarlo.

Examinó la consola entre el manillar. Buscó la fecha. La máquina grababa cada movimiento que realizaba por el continuo. Sí, realmente había retrocedido en el tiempo, al siglo XXX antes de Cristo.

—Antes de Cristo —dijo Castelar—. Pues claro, puedo ir a donde mi Señor cuando caminaba sobre la tierra y arrojarme a sus pies…

En aquel instante de éxtasis, un hombre sano le hubiese propinado un golpe de karate. Tamberly sólo pudo arrastrarse por el asiento y llegar hasta el activador. Castelar lo apartó a un lado como un saco de comida. Se quedó tendido medio inconsciente en el suelo hasta que la punta de la espada lo obligó a levantarse de nuevo.

La representación de un mapa. Situación: cerca de la costa de lo que algún día sería el sur de Ecuador. Por orden de Castelar, Tamberly hizo girar todo el globo en la pantalla. El Conquistador se quedó un rato sobre el Mediterráneo.

—Destruir a los paganos —murmuró—. Recuperar Tierra Santa.

Con ayuda de la unidad de mapa, que podía mostrar una región a cualquier escala deseada, el control del espacio era infantil en su manejo. Al menos, si bastase con una posición aproximada. Castelar estuvo de acuerdo con inteligencia en no intentar algo como aparecer en el interior de una cámara cerrada antes de tener mucha práctica. Los controles de] tiempo eran igualmente fáciles, una vez que aprendió los dígitos postarábigos. Lo hizo en unos minutos. La facilidad de manejo era una necesidad. Un viajero podía tener que salir de algún sitio o momento con rapidez. Volar, con el impulsor antigravitatorio, paradójicamente requería más habilidad. Castelar hizo que Tamberly le mostrase los controles, y luego lo subió para un vuelo de prueba.

—Si yo me caigo, también caerás tú —le recordó.

Tamberly deseó que así fuese. Al principio dieron tumbos, y casi perdió el control, pero pronto Castelar tomó completamente el mando. Experimentó con un salto en el tiempo, retrocedió medio día. De pronto el sol estaba en lo alto, y en la pantalla amplificadora se vio a sí mismo y al otro a un kilómetro de distancia en el valle. Eso lo afectó. Con rapidez, saltó a la puesta de sol. Con el salto espacial, se acercó al suelo ahora desierto. Después de flotar durante un minuto, realizó un accidentado aterrizaje.

Se bajaron.

—¡Gracias a Dios! —gritó Castelar—. Sus maravillas y favores no tienen fin.

—Por favor —le rogó Tamberly—, ¿podemos ir al río? Me muero de sed.

—Luego podrás beber —le contestó Castelar—. Aquí no hay ni comida ni fuego. Busquemos un sitio mejor.

—¿Dónde? —gruñó Tamberly.

—He estado pensando —dijo Castelar—. Buscar a tu rey no, eso sería entregarme a su poder. Reclamaría este dispositivo que tanto puede significar para la cristiandad. ¿De vuelta a la noche en Caxamalea? No, no inmediatamente. Podríamos encontrarnos con los piratas. Si no, entonces seguro que mi gran capitán Pizarro, con todos los respetos, causaría dificultades. Pero si regreso con armas invencibles, entonces oirá mi consejo.

Entre la oscuridad interior que se cernía sobre él, Tamberly recordó que los indios de Perú no habían sido dominados por completo cuando los conquistadores entraron en combate unos contra otros.

—Me dices que vienes de unos dos mil años después de Nuestro Señor —siguió diciendo Castelar—. Esa época podría ser un buen refugio durante un tiempo. Sabes cómo moverte en ella. Al mismo tiempo, las maravillas no deberían confundirme demasiado… si este invento se realizó mucho después, como me has dicho. —Tamberly comprendió que no soñaba con automóviles, aeroplanos, rascacielos y televisión… conservó su precaución de tigre—: Sin embargo, preferiría comenzar en un refugio pacífico, un lugar apartado en el que haya pocas sorpresas, para avanzar desde él. Sí, si pudiésemos encontrar a alguien más ahí, alguien cuyas palabras pudiese comparar con las tuyas… —En una explosión—: Me oyes. Debes de saber algo. ¡Habla!

La luz corría larga y dorada por el oeste. Los pájaros corrían a casa para anidar en los árboles oscurecidos. El río relucía como agua, como agua. Una vez más Castelar empleó la fuerza física. Era muy eficiente.

Wanda… estaría en Galápagos en 1987, y Dios sabía que esas islas eran muy pacíficas… Exponerla a ese peligro era todavía peor que romper la directiva de la Patrulla; de todas formas, esto último lo había roto el quiradex. Pero ella era inteligente y tenía muchos recursos, y era casi tan fuerte como cualquier hombre. Ella sería leal a su pobre tío. Su belleza rubia distraería a Castelar, y no esperaría demasiado peligro de una simple mujer. Entre ellos, el americano podría encontrar o producir una oportunidad…

Después, muy a menudo, el patrullero se maldijo. Pero realmente no fue él quien respondió, entre gimoteos y quejidos, al deseo del guerrero.

Mapas y coordenadas de las islas, que ningún hombre de la historia recorrería antes de 1535; unas descripciones; algunas explicaciones de lo que la muchacha hacía allí (Castelar estaba asombrado, hasta que recordó a las amazonas de los romances medievales); algo sobre ella como persona; la probabilidad de que la mayor parte del tiempo estuviese rodeada de amigos, pero que hacia el final podría dar ocasionales paseos sola… Una vez más fue la mente inquisidora, la hábil mente carnívora, la que lo persiguió todo.

Había caído el crepúsculo. Con rapidez tropical se convertía en noche. Las estrellas parpadeaban. Un jaguar rugió.

—Ah, bien. —Castelar rió, con alegría—. Has hecho bien, Tanaquil. No por tu propia voluntad; sin embargo, has ganado tiempo.

—Por favor, ¿puedo beber? —Tamberly tendría que arrastrarse.

—Como desees. Pero vuelve aquí, para que pueda encontrarte luego. En caso contrario, me temo que morirás en la jungla.

La consternación atravesó a Tamberly. Provocado, se sentó sobre la hierba.

—¿Qué? ¡Vamos juntos!

—No, no. Todavía no confío demasiado en ti, amigo. Veré lo que puedo hacer por mí mismo. Después… eso está en manos de Dios. Hasta que regrese a buscarte, adiós.

El brillo del cielo se reflejaba en el casco y el peto. El caballero de España fue hasta la máquina del tiempo. Montó. Luminosos, los controles obedecieron a sus dedos.

—¡Santiago y cierra España! —gritó con fuerza.

Se elevó varios metros. Hubo un soplo de aire y desapareció.

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