Donde el río se encontraba con el mar, la villa estaba formada por casas de barro. Sólo había dos canoas talladas en la orilla, porque los pescadores habían salido en aquel día tranquilo. La mayoría de las mujeres también habían salido, para cultivar pequeñas plantaciones de calabaza, patata y algodón al borde del manglar. El humo se elevaba lento de un fuego comunal que siempre atendía una persona mayor. Otras mujeres y hombres de edad tenían tareas de las que ocuparse en sus casas, mientras que los niños se encargaban de otros aún más pequeños. La gente vestía falda corta de fibra trenzada, adornos de concha, dientes y plumas. Reían y charlaban.
El fabricante de vasijas estaba sentado con las piernas cruzadas a la puerta de su casa. Hoy no daba forma a recipientes y cuencos ni los cocía. En su lugar, miraba al vacío y permanecía en silencio. A menudo lo hacía, desde que aprendió la lengua de los hombres y comenzó su asombrosa labor. Debía ser respetado. Era amable, pero tenía esos ataques. Quizá planeaba una hermosa pieza nueva, o quizá se comunicaba con los espíritus. Ciertamente era un ser especial, con su gran altura, su piel, ojos y pelo pálidos y las grandes patillas. Una capa le cubría del sol, que le resultaba más duro que a la gente normal. Dentro de la casa, su esposa molía grano silvestre en el mortero. Sus dos niños supervivientes dormían. Hubo gritos. Las labradores aparecieron. La gente se apresuró a ver qué significaba aquello. El fabricante de recipientes se Puso en pie y los siguió.
Por la orilla del río se acercaba un extraño. Los visitantes eran frecuentes, en su mayoría traían bienes para comerciar, pero nadie había visto antes a ese hombre. Tenla su mismo aspecto, pero con mas músculos. Su vestimenta era claramente diferente. Algo duro y reluciente descansaba en una funda, sobre su cadera.
¿De dónde podía venir? Seguro que los cazadores hubiesen advertido a un recién llegado que recorriese el valle hacía días. Las mujeres chillaron cuando las saludó. Los ancianos las hicieron retroceder y le ofrecieron saludos.
Llegó el fabricante de recipientes.
Durante un buen rato Tamberly y el visitante se miraron. Es de la raza autóctona. Era extraño la calma con la que lo aceptaba, ahora que al fin el tiempo le había concedido lo que deseaba. Debe de serlo. Es mejor no despertar más preguntas, incluso en la cabeza de simples miembros de la Edad de la Piedra. ¿Cómo piensa explicar el arma?
El explorador asintió.
—Casi esperaba esto —dijo en lento temporal—. ¿Me entiende?
Tamberly tenía la lengua oxidada. Sin embargo…
—Sí. Bienvenido. Eres el que he esperado durante los últimos… siete años, creo.
—Soy Guillem Cisneros. Nacido en el siglo XXX, pero con el Universarium de Halla. —En un entorno en el que el viaje en el tiempo se había conseguido y por tanto podía realizarse abiertamente.
—Y yo soy Stephen Tamberly, siglo XX, historiador de campo de la Patrulla.
Cisneros rió.
—Lo apropiado es un apretón de manos.
Los aldeanos miraban anonadados.
—¿Está varado aquí? —preguntó Cisneros, innecesariamente.
—Sí. Hay que comunicárselo a la Patrulla. Llévame a una base.
—Claro. He escondido el vehículo a diez kilómetros corriente arriba. —Cisneros vaciló—. Mi idea era pasar por un viajero, permanecer un tiempo e intentar resolver un misterio arqueológico. Sospecho que usted es la respuesta.
—Lo soy —dijo Tamberly—. Cuando comprendí que estaba atrapado a menos que recibiese ayuda, recordé la cerámica de Valdivia.
La cerámica más antigua conocida en el hemisferio occidental, y de su periodo natal. Casi un duplicado exacto de la cerámica contemporánea Jomon en el Japón arcaico. La explicación convencional era que botes de pesca habían atravesado el Pacífico empujados por el viento. La tripulación encontró refugio y enseñó el arte a los nativos. No tenía mucho sentido. Había que sobrevivir a más de ocho mil millas náuticas; y aquellos hombres resulta que poseían unas complejas habilidades que en su sociedad eran cosa de mujeres.
—Así que la creé yo y esperé a que apareciese alguien del futuro.
No había violado del todo las leyes de la Patrulla. Por necesidad eran flexibles. Consideradas las circunstancias, su regreso era importante.
—Es ingenioso —dijo Cisneros—. ¿Cómo ha sido su vida aquí?
—Son gente agradable —contestó Tamberly.
Me dolerá decirle adiós a Aruna y a los pequeños. Si fuese un santo, jamás hubiese aceptado cuando su padre me la ofreció. Esos siete años se hacían muy largos y no sabía si terminarían. Mi familia me echará de menos, pero le dejaré tanto mana que pronto encontrará otro marido (un hombre fuerte, probablemente Ulamamo) y vivirán tan bien y tan felices como cualquier otro de la tribu. Que a su modo humilde, es mucho mejor forma de vida que la de muchos seres humanos del futuro.
No podía librarse del todo de las dudas y la culpa, y sabía que nunca lo haría, pero en él se despertó la alegría. Vuelvo a casa.