Machu Picchu había desaparecido. El viento lo rodeaba. A cientos de metros por debajo había un valle fluvial, lleno de hierba y árboles. En la distancia relucía el océano.
El cronociclo cayó. El aire aullaba. Las manos de Tamberly buscaron el impulsor gravitatorio. El motor despertó. La caída se detuvo. Condujo el vehículo en un aterrizaje suave y silencioso.
Empezó a estremecerse. Frente a sus ojos sólo tenía tinieblas.
La reacción pasó. Fue consciente de la presencia de Castelar, de pie a su lado, y de la punta de la espada del español a un centímetro de su garganta.
—Baja de esa cosa —dijo Castelar—. Muévete con cuidado, con los brazos en alto. No eres un hombre santo. Creo que eres un mago que debería arder en la hoguera. Lo descubriremos.