6 de febrero de 1536 (calendario juliano)

Bajo el amanecer del altiplano, la ciudad imperial ardía. Las flechas de fuego y las piedras ardientes envueltas en algodón rociado de aceite volaban como meteoros. La paja y la madera se quemaban. Las paredes de piedra cercaban hornos. Las llamas llegaban hasta lo alto, caían chispas y el humo se movían denso en el viento. Las cenizas teñían los ríos. Por entre el ruido gritaban las gargantas. Por decenas de miles, los indios rodeaban Cuzco. Era una marca marrón de la que sobresalían estandartes de guerra, penachos de plumas, hachas y lanzas de bordes de cobre. Cargaban contra la débil línea española, golpeaban, luchaban, retrocedían llenos de sangre y confusión, y volvían a gritar para atacar de nuevo.

Castelar llegó sobre una ciudadela que se encontraba al norte del combate. La observó llena de nativos. Durante un instante deseó caer, matar y matar y matar. Pero no, más allá era donde luchaban sus camaradas. Con la espada en la mano derecha, la izquierda al timón, fue por el aire en su ayuda.

¿Qué importaba que no hubiese podido traer armas del futuro? Su hoja estaba afilada, su brazo era fuerte, y el arcángel de la guerra volaba sobre su cabeza desnuda. Sin embargo, se mantenía completamente alerta. Los enemigos podrían vigilar desde el cielo o aparecer de la nada. Mejor sería que estuviese preparado para saltar en el tiempo, escapar de la persecución, volver a atacar con rapidez una y otra vez, como un lobo ataca un alce.

Voló sobre la plaza central, donde un gran edificio se estremecía por el enfrentamiento. Los jinetes trotaban por una calle. Su acero relucía, los estandartes flameaban. Iban hacia una salida, contra las hordas enemigas.

La decisión de Castelar se formó. Se alejaría un poco, esperaría unos minutos, dejaría que entrasen en combate y luego atacaría. Con tal águila vengadora a su lado, los españoles sabrían que Dios los había escuchado, y se abrirían camino entre los enemigos aterrorizados.

Algunos lo vieron pasar. Entrevió caras vueltas hacia arriba, oyó gritos. Le siguió un trueno de galopes, un profundo:

—¡Santiago y cierra España!

Cruzó el límite sur de la ciudad, viró, se preparó para el ataque. Ahora que conocía la máquina, respondía de forma espléndida; ese caballo del aire que cabalgaría para liberar Jerusalén y, finalmente, ¿hacia la presencia del Salvador sobre la tierra?

¡Yaaa!

A su lado volaba otra máquina, con dos hombres en ella. Sus dedos buscaron los controles. Sintió la agonía.

—¡Madre de Dios, ten piedad!

Su montura estaba herida. Caía al vacío. Al menos moriría en la batalla. Aunque las fuerzas de Satanás habían prevalecido contra él, no lo harían contra las puertas del Cielo que se abrirían para el soldado de Cristo.

El alma huyó de él, hacia la noche.

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