La nave espacial era negra, para que los que estaban en la Tierra no viesen una estrella pasar sobre sus cabezas con rapidez, antes de la salida del sol o después de la puesta, y supiesen que los vigilaban. Sin embargo, una ancha transparencia de un único sentido la llenaba de luz. Orbitaba por el lado diurno cuando llegó Everard, y el planeta se extendía vasto, rodeado de azul con blanco alrededor de las zonas agrestes que eran los continentes.
Su ciclo apareció en la bahía de recepción y saltó de él sin molestarse en admirar la vista como había hecho tantas veces. El gravitor le dio peso normal. Corrió hacia la sala de pilotos. Lo esperaban tres agentes que conocía, a pesar de que los siglos separaban sus nacimientos.
—Creemos haber encontrado el momento —dijo inmediatamente Umfanduma—. Aquí puedes ver la repetición.
Otra nave, de las que vigilaban Machu Picchu, había obtenido los datos. Ésta era la nave de mando. Everard había venido tan pronto como había recibido el mensaje enviado y transmitido por el tiempo. La imagen correspondía a unos minutos antes. Era borrosa debido a la ampliación después de que la luz hubiese atravesado la atmósfera. Pero cuando Everard congeló el movimiento y miró de cerca, vio el metal relucir en la cabeza y el torso de un hombre. Él y otro se ponían en pie al lado de un cronociclo, sobre una plataforma desde la que se apreciaba, de un lado a otro, la gran ciudad muerta y las montañas que la rodeaban. Cerca había un grupo de personas vestidas de negro.
Asintió.
—Tiene que serlo —dijo—. No sabemos cuándo escapará Castelar, pero supongo que será en las próximas dos o tres horas. Lo que queremos es caer sobre los exaltacionistas justo después.
No antes, porque eso no sucedió. No nos atrevemos ni a alterar estos acontecimientos prohibidos. El enemigo se atreve a hacer cualquier cosa. Por eso debemos destruirlos.
Umfanduma frunció el ceño.
—Es complicado —dijo—. Siempre mantienen una máquina en alto, bien equipada con detectores. Estoy segura de que están listos para huir de inmediato.
—Ajá. Sin embargo, no tienen máquinas suficientes para huir todos a la vez. Tendrían que hacer varios viajes. O, lo que es más probable, abandonar a aquellos que no tienen la suerte de estar cerca de un transporte. Nosotros no necesitamos demasiado. Vamos a organizamos.
En el periodo que siguió, las naves se llenaron de vehículos armados y sus pilotos. Comunicaciones de banda estrecha fueron de un lado a otro. Everard desarrolló el plan y asignó misiones.
Después debía esperar, intentado mantener los nervios bajo control, la orden. Descubrió que le ayudaba pensar en Wanda Tamberly.
—¡Ahora!
Salto al sillín. El artillero Tetsuo Motonobu ya estaba en su puesto. Los dedos de Everard volaron sobre la consola.
Colgaban en lo alto de una inmensidad azul. Un cóndor giraba a lo lejos. El paisaje montañoso se extendía debajo, un majestuoso laberinto verde excepto allí donde la nieve relucía en un pico o una garganta se hundía en las sombras. Machu Picchu era impresionante. ¿Qué hubiese hecho la civilización que la había creado si el destino le hubiese permitido vivir?
Una vez más, Everard no podía detenerse a meditar. El centinela de los exaltacionistas flotaba a unos metros. Vio con claridad al otro por el aire enrarecido y bajo la candente luz del sol, sorprendido pero feroz, buscando su arma. Motonobu disparó el rifle de energía. Se produjo un rayo y se oyó un trueno. El hombre saltó quemado de la montura y cayó como había caído Lucifer. Dejó un rastro de humo. El vehículo se agitó fuera de control.
De eso nos ocuparemos después. ¡Abajo!
Everard no atravesó de un salto el espacio intermedio. Quería verlo todo. Mientras caía, el viento rugía como una pantalla de fuerza invisible. Los edificios crecieron.
Sus compañeros de la Patrulla los barrían con fuego. Los disparos volaban del color del infierno. Cuando Everard llegó, la batalla había terminado.
La tarde tiñó de amarillo el cielo oriental. La noche se elevó de los valles para alzarse aún más alta que las murallas de Machu Picchu. Empezaba a hacer frío y había caído el silencio.
Everard dejó la casa que había usado para los interrogatorios. Fuera había dos agentes.
—Reunid al resto del equipo, traed a los prisioneros y preparad el regreso ala base —dijo con cansancio.
—¿Ha descubierto algo, señor? —preguntó Motonobu.
Everard se encogió de hombros.
—Algo. El equipo de inteligencia les sacará más, claro, aunque dudo que resulte muy útil. Encontré a uno que está dispuesto a cooperar a cambio de un ambiente agradable en el planeta de exilio. El problema es que no sabe lo que me gustaría que supiese.
—¿Dónde—cuándo han ido los que han escapado?
Everard asintió.
—El jefe, de nombre Merau Varagan, recibió una herida grave de espada cuando Castelar se liberó. Un par de sus hombres estaban preparados para llevarlo a un destino que sólo él conocía para recibir atención médica. Así que estaban en posición de huir con él cuando aparecimos. Tres más escaparon.
Se enderezó.
—Ah —dijo—. Tuvimos todo el éxito que podía esperarse. El grueso de la banda está muerto o bajo arresto. Los pocos que escaparon deben de estar dispersos al azar. Puede que nunca vuelvan a encontrarse. La conspiración está rota.
El tono de Motonobu era melancólico.
—Si hubiésemos podido venir antes, para preparar una trampa de verdad, los hubiésemos pillado a todos.
—No podíamos porque no lo hicimos —dijo Everard con brusquedad—. Somos la ley, ¿recuerdas?
—Sí, señor. Lo que también recuerdo es ese español loco y los problemas que puede causar. ¿Cómo vamos a localizarlo… antes de que sea demasiado tarde?
Everard no contestó, sino que se volvió hacia la explanada donde estaban aparcados los vehículos. Al este vio la Puerta del Sol y su parte superior, grabada en negro contra el cielo.