Un carruaje llevó a Manse Everard desde Dalhousie Roberts, importadores —que era también la base en Londres de la Patrulla del Tiempo en aquel entorno— a la casa en York Place. Subió los escalones a través de una densa niebla amarillenta e hizo sonar una campanilla. Una sirvienta le hizo pasar a una antesala revestida de madera. Le entregó su tarjeta. Ella regresó al cabo de un minuto para comunicarle que la señora Tamberly estaría encantada de recibirlo. Él dejó su sombrero y su abrigo en un perchero y la siguió. La calefacción interior no conseguía evitar que entrase el frío, lo que por una vez ¡e hizo sentirse agradecido de ir vestido como un caballero inglés. Normalmente esa ropa le parecía abominablemente incómoda. Por lo demás, se trataba en general de una época maravillosa para vivir, si tenías dinero, una salud de hierro y podías pasar por protestante anglosajón.
El salón era una estancia agradable iluminada con gas, llena de libros y sin demasiados cachivaches. Había un fuego de carbón. Helen Tamberly estaba de pie cerca del fuego, como si necesitase la alegría que daba. Era una mujer pequeña de pelo rubio rojizo; el vestido largo destacaba sutilmente una figura que sin duda muchas envidiaban. Su voz convertía el inglés regio en musical, pero le fallaba un poco.
—¿Cómo se encuentra, señor Everard? Por favor, tome asiento. ¿Le apetece tomar té?
—No, gracias, señora, a menos que usted también quiera. —No intentó disimular su acento americano—. Dentro de poco llegará otro hombre. ¿Quizá después de haber hablado con él?
—Claro. —Le indicó a la sirvienta que se retirase; al irse, dejó la puerta abierta. Helen Tamberly se levantó a cerrarla.
—Espero que no afecte demasiado a Jenkins —dijo con una sonrisa triste.
—Me atrevería a decir que se ha acabado acostumbrando a que aquí pasen cosas poco normales —contestó Everard en un esfuerzo por igualar la compostura de la mujer.
—Bien, intentamos no llamar demasiado la atención. La gente tolera cierta medida de excentricidad. Si nuestra fachada fuese clase alta, en lugar de burgueses acomodados, podríamos hacer cualquier cosa; pero en ese caso estaríamos demasiado tiempo en el punto de mira. —Atravesó la alfombra para situarse frente a él, con los puños apretados a los lados—. Basta ya —dijo desesperada—. Es usted de la Patrulla. Un agente No asignado, ¿es cierto? Es sobre Stephen. Debe serlo. Dígame.
Sin temor a ser oídos, siguió hablando en inglés, lo que a oídos de ella podría sonar más amable que el temporal.
—Sí. Por ahora no sabemos nada con seguridad. Ha… desaparecido. No se presentó. Supongo que recuerda que debía hacerlo en Lima a finales de 1535, varios meses después de que Pizarro la fundase. Tenemos un puesto allí. Una investigación discreta reveló que el fraile Esteban Tanaquil desapareció misteriosamente dos años antes, en Cajamarca. Desapareció, que quede claro, no que murió en algún accidente o reyerta u otra cosa. —Con frialdad—: Nada tan simple.
—Pero ¿podría estar vivo? —gritó ella.
—Eso esperamos. Sólo puedo prometer que la Patrulla intentará con todas sus jodidas… eh, perdóneme.
Ella soltó una risa entrecortada.
—No importa. Si viene usted del entorno de Stephen, todos hablan así, ¿no?
—Bien, él y yo nacimos y nos criamos en Estados Unidos, a mediados del siglo XX. Por eso se me ha pedido que realice esta investigación. Un pasado compartido con su marido podría darme alguna idea.
—Se le pidió —murmuró ella—. Nadie da órdenes a un agente No asignado, nadie excepto un daneliano.
—Eso es del todo exacto —dijo incómodo. En ocasiones le avergonzaba su situación, sin estar asignado a ningún entorno, sino con libertad para ir a donde fuese preciso y cuando fuese preciso para actuar siguiendo su propio juicio. No era por naturaleza pretencioso, sino un hombre sencillo.
—Me agrada que esté de acuerdo —dijo ella, y parpadeó para evitar las lágrimas—. Por favor, siéntese. Fume si quiere. ¿Está seguro de que no le apetece té y galletas, o un poco de brandy?
—Quizá más tarde, gracias. Pero siempre me sirvo de mi pipa. —Él esperó a que ella se sentase frente al fuego para ocupar el sillón opuesto, que debía de ser el de Steve Tamberly. Entre ellos ardía el fuego azul.
—En el pasado he tenido algunos casos como éste… en el pasado de mi vida —empezó diciendo con cautela—. Es deseable comenzar descubriendo todo lo posible sobre la persona implicada. Eso significa hablar con sus allegados. Así que hoy he venido un poco antes, con la esperanza de que pudiésemos conocernos. Un agente que ha estado en el lugar vendrá dentro de un rato para contarnos lo que ha descubierto. Di por supuesto que no le importaría.
—Oh, no. —Tomó aliento—. Pero dígame, por favor. Siempre he tenido dificultad para entenderlo, incluso cuando pienso en temporal. Mi padre era profesor de física, y es difícil dejar a un lado la lógica estricta de causa y efecto que me enseñó. Stephen… tuvo problemas, en el Perú del siglo XVI. Quizá la Patrulla pueda salvarlo, quizá no pueda. Pero cualquiera que sea el resultado… la Patrulla lo sabrá. Habrá un informe en los archivos. ¿No puede ir inmediatamente y leerlo? ¿O saltar en el tiempo y preguntarle a su yo futuro? ¿Por qué tenemos que pasar por esto?
Educación o no, debía de estar terriblemente afectada para hacer tal pregunta, ella que también había recibido entrenamiento en la Academia en el Oligoceno, mucho antes de que hubiese una existencia humana que pudiese ser alterada. No por ello Everard la tuvo en menor consideración. Más bien, le hizo apreciar el coraje que mantenía su calma. Y, después de todo, su trabajo no la exponía a las paradojas y peligros del tiempo mutable. Ni tampoco los había experimentado Tamberly —había sido un observador directo aunque disfrazado— hasta que los acontecimientos lo atraparon de pronto.
—Sabe que eso está prohibido. —Mantuvo el tono suave—. Los bucles causales pueden convertirse con facilidad en vórtices temporales. Que se anulase todo el esfuerzo sería el menor de los riesgos que correríamos. Y en todo caso, es fútil. Esos registros, esos recuerdos, podrían ser de algo que nunca sucedió. Sólo imagínese como se verían afectados nuestros actos si creyésemos conocer el futuro. No, debemos realizar nuestro trabajo de la forma más estrictamente causal que podamos, para así convertir en reales nuestros éxitos o fracasos.
Porque la realidad es condicional Es como el dibujo de las olas en el mar. Si las ondas (las ondas de probabilidad del caos cuántico que subyace a todo) cambian de ritmo, abruptamente la estructura de pliegues y espuma desaparece, convertida en otra. Ya en el siglo XX los físicos entreveían algo de eso. Pero no fue hasta la invención del viaje en el tiempo que el hecho penetró en las vidas humanas.
Si vas al pasado lo conviertes en tu presente. Tienes el mismo libre albedrío de siempre. No hay ninguna limitación especial. Es inevitable que influyas en lo que sucede.
Normalmente los efectos son pequeños. Es como si el continuo espacio-tiempo fuese una red de fuertes bandas de goma: restaura su configuración después de sufrir una fuerza distorsionadora. Es más, normalmente eres parte del pasado. Hubo realmente un hombre que viajó con Pizarro y se hacía llamar hermano Tanaquil. Eso «siempre» fue cierto, y el hecho de que no naciese en ese siglo, sino mucho después, es sólo accidental Si haces pequeñas cosas anacrónicas, eso no importa; podrían producir algún comentario, pero el recuerdo morirá. Es una cuestión filosófica si la realidad parpadea o no por esos cambios insignificantes.
Pero algunos actos tienen importancia. ¿Qué pasaría si un lunático viajase al siglo V y diese ametralladoras a Atila el huno? Cosas así son tan evidentes que es fácil prevenirlas. Pero cambios más sutiles… La revolución bolchevique de 1917 casi fracasó. Sólo la energía y el genio de Lenin la hicieron triunfar. ¿Qué pasaría si viajases al siglo XIX y, sin causar ningún daño, evitases que los padres de Lenin se conociesen? Luego el Imperio ruso no se convertiría en la Unión Soviética, y las consecuencias de ese hecho permearían toda la historia. Tú, en el pasado de los cambios, todavía estarías aquí; pero si viajases al futuro encontrarías un mundo completamente diferente, un mundo en el que probablemente no naciste. Existirías, pero como un efecto sin causa, arrojado a la existencia por la anarquía que está en su base.
Cuando se construyó la primera máquina del tiempo, aparecieron los danelianos, los superhumanos que habitan el remoto futuro. Establecieron las reglas del tráfico temporal y fundaron la Patrulla para ponerlas en práctica. Como la otra policía, generalmente ayudamos a gente en situaciones legales; cuando podemos los sacamos de situaciones difíciles; ofrecemos la ayuda y atención que podemos dar a las víctimas de la historia. Pero siempre la misión básica es proteger y preservar la historia, porque es lo que finalmente producirá a los gloriosos danelianos.
—Lo siento —dijo Helen Tamberly—. Ha sido una idiotez por mi parte. Pero he estado… tan preocupada. Se suponía que Stephen sólo iba a estar fuera tres días. Seis años para él, tres días para mí. Quería tanto tiempo para poder acostumbrarse de nuevo a este entorno. Quería vagar de incógnito, adoptar de nuevo los hábitos victorianos, para no hacer distraído nada que pudiese sorprender a los sirvientes o a los amigos. ¡Ha pasado una semana! —Se mordió el labio—. Perdóneme. Estoy desvariando, ¿no?
—En absoluto. —Everard sacó la pipa y el tabaco. Quería ese pequeño placer frente a la angustia—. Parejas que se aman como la suya hacen que un soltero como yo se sienta melancólico. Pero vayamos al grano. Será lo mejor para los dos. Usted es nativa de Inglaterra en este siglo, ¿no?
Ella asintió.
—Nací en Cambridge, en 1856. Me quedé huérfana a los diecisiete, con unos modestos medios, estudié clásicas, me convertí en toda una marisabidilla y, finalmente, me reclutó la Patrulla. Stephen y yo nos conocimos en la Academia. A pesar de la diferencia de edad, que, gracias a Dios, no nos importa, nosotros… nos gustamos, y nos casarnos después de graduamos. Él no creyó que me gustase su tiempo de nacimiento. —Hizo una mueca—. Lo visité, y tenía razón. Por su parte, se sentía… se siente feliz aquí y ahora. Su tapadera es la de un empleado americano de una firma de importación. Cuando yo voy a mi trabajo, o lo traigo a casa, bien, es poco común que una mujer tenga intereses intelectuales, pero no extraordinario. Marie Kslodowska (madame Curie), se matriculará en la Sorbona dentro de unos cuantos años.
—Y a la gente de este entorno se le da mejor meterse en sus propios asuntos que a la del mío. —Everard se ocupó de llenar la cazoleta—… Me atrevería a decir que ustedes dos hacen más cosas en común de lo que es habitual para un hombre y su esposa de estos días.
—Oh, sí. —Era patético oír su afán—. Empezando con nuestras vacaciones. Nos encanta el Japón arcaico y hemos estado varias veces. —Everard llegó a la conclusión de que era un país lo suficientemente aislado, con una población lo suficientemente pequeña y sin instruir como para que la Patrulla permitiese visitas ocasionales de extraños evidentes—. Tenemos aficiones, la cerámica, por ejemplo; ese cenicero que tiene al lado es obra suya… —La voz se apagó.
Con rapidez, él siguió preguntando.
—¿Su campo es la Grecia antigua? —El hombre de la base no estaba seguro.
—Las colonias jónicas, principalmente en los siglos VII y VI antes de Cristo. —Suspiró—. Es irónico que ahí la Patrulla no pueda admitirme, una mujer nórdica. —Intentó recuperarse Pero como ya le he dicho, hemos visto muchas otras cosas maravillosas. —Con la vestimenta adecuada y una cuidadosa guía—. No, no debo quejarme. —Se rompió su estoicismo—. Si Stephen, si le trae de vuelta, ¿cree que se le podría persuadir para que se estableciese e investigase en casa, como yo?
La cerilla de Everard produjo un chirrido agudo en el silencio. Dejó que el humo le envolviese la lengua y acarició la cazoleta en la mano.
—No cuente con ello —dijo—. Además, los buenos investigadores de campo son escasos. La buena gente de cualquier tipo es escasa. Puede que no sea consciente de la escasez de personal que tenemos en la Patrulla. La gente como usted permite que la gente como él pueda operar. Y la mía. Normalmente regresamos sanos y salvos a casa.
El trabajo de la Patrulla lo era todo menos baladronadas y actos heroicos. Dependía del conocimiento exacto. Gente como Steve recopilaban la mayor parte de los datos sobre el terreno, pero también requerían la paciente labor de personas como Helen, que reunía los informes. Por tanto, los observadores en jonia traían una cantidad de información mucho mayor que la que contenían las crónicas y reliquias que habían sobrevivido hasta el siglo XIX; pero no podían hacer el trabajo de ella, que consistía en reunirlo todo, interpretarlo, ordenarlo y preparar informes para las siguientes expediciones.
—Algún día tendrá que encontrar algo más seguro. —Enrojeció—. Me niego a tener hijos hasta que lo haga.
—Oh, estoy seguro de que pasará a un puesto administrativo a su debido tiempo —contestó Everard. Si podemos salvarlo—. Tendrá demasiada experiencia para que le permitamos ir corriendo por ahí. En lugar de eso, dirigirá los esfuerzos de gente nueva. Humm, eso podría requerir que asumiese una identidad de colono español durante algunas décadas. Sería más fácil si usted pudiese unirse a él.
—¡Qué aventura! Me adaptaría. No planeábamos ser victorianos por siempre.
—Y han descartado la América del siglo XX. Humm, ¿qué hay de sus lazos allí?
—Él proviene de una vieja familia californiana. Tiene lejanas conexiones peruanas. Un tatarabuelo suyo fue un capitán que se casó con una joven dama de Lima y se la llevó a casa. Quizá eso lo ayudó a interesarse por el viejo Perú. Supongo que sabe que se convirtió en antropólogo, y que después practicó allí la antropología. Tiene un hermano casado en San Francisco. El primer matrimonio de Stephen terminó en divorcio y, poco después, se alistó en la Patrulla. Eso fue, será, en 1968. Después renunció a su puesto de profesor y le dijo a todo el mundo que tenía una beca de investigación en una institución, lo que le permitiría investigar de forma independiente. Eso explica sus frecuentes ausencias prolongadas. Todavía conserva una residencia de soltero, para poder seguir en contacto con amigos y familiares, y no tiene planes por el momento de salir de sus vidas. Al final tendrá que hacerlo, y lo sabe, pero… —Sonrió—. Habla mucho de ver a su sobrina favorita casada y con hijos. Dice que quiere disfrutar de ser un tío abuelo.
Everard pasó por alto la combinación de tiempos verbales. Era inevitable cuando hablabas en una lengua que no fuese el temporal.
—Sobrina favorita, ¿eh? —murmuró—. Ese tipo de persona a menudo es útil, saben mucho y lo dicen con tranquilidad sin sospechar. ¿Qué sabe de ella?
—Se llama Wanda, y nació en 1965. Según los últimos comentarios que me hizo Stephen, era… estudiante de biología en un lugar llamado Universidad de Stanford. De hecho, él ajustó la partida de su última misión desde California en lugar de hacerlo desde Londres para poder ver a su familia en, oh, sí, 1986.
—Mejor será que me entreviste con ella.
Llamaron a la puerta.
—Entre —dijo la mujer.
Entró la sirvienta.
—Hay una persona que pide verla, señora —anunció—. Señor Basscase, dice que se llama. —Con fría desaprobación—: Un caballero de color.
—Es el otro agente —le murmuró Everard a su anfitriona—. Llega antes de lo que esperaba.
—Que pase —indicó ella.
Julio Vásquez ciertamente parecía fuera de lugar: bajo, rechoncho, de piel broncínea, pelo negro, rasgos anchos y nariz arqueada. Era casi un nativo puro de los Andes, aunque nacido en el siglo XXII, según sabía Everard. Aun así, aquel vecindario debía de estar ya acostumbrado a los visitantes exóticos. No sólo era Londres el centro de una imperio planetario, York Place dividía Baker Street.
Helen Tamberly recibió al recién llegado con amabilidad y mandó pedir el té. La Patrulla la había curado de cualquier racismo victoriano. Por necesidad, la lengua pasó a ser el temporal, porque ella no hablaba español (ni quechua) y el inglés no era lo suficientemente importante en la vida de Vásquez, ya fuese antes o después de unirse a la Patrulla, para haberse molestado en aprender algo más que unas frases sueltas.
—He descubierto muy poco —dijo—. Era una empresa especialmente difícil, más aún tan de improviso. Para los españoles era simplemente otro indio. ¿Cómo iba a acercarme a uno de ellos y, menos aún, hacer preguntas? Podrían haberme azotado por insolencia, o ejecutado inmediatamente.
—Los conquistadores eran una panda de bas… de perros del infierno, cierto —comentó Everard—. Por lo que recuerdo, después de la entrega del rescate de Atahualpa, Pizarro no lo liberó. No, lo puso ante un tribunal de pega por cargos falsos y lo condenó a muerte. A ser quemado vivo, ¿no?
—La pena fue conmutada por estrangulación cuando aceptó el bautismo —dijo Vásquez—, y muchos españoles, incluyendo al mismo Pizarro, se sintieron luego culpables por el asunto. Habían tenido miedo de que Atahualpa, una vez liberado, provocase una revuelta contra ellos. Su última marioneta inca, Manco, así lo hizo. —Se detuvo—. Sí, la Conquista fue horror, asesinato, pillaje, esclavitud. Pero amigo, aprendiste historia en una escuela anglófona, y España fue durante siglos el rival de Inglaterra. La propaganda del conflicto sigue ahí. La verdad es que los españoles, con Inquisición y todo, no eran peores que cualquiera en su propia época, y mejores que muchos. Algunos, como Cortés e incluso Torquemada, intentaron obtener algo de justicia para los nativos. Vale la pena recordar que esas poblaciones sobrevivieron en casi toda Latinoamérica, nuestra tierra ancestral, mientras que los ingleses, con sus sucesores yanquis y canadienses, casi exterminaron a los indios por completo.
—Touché —dijo Everard de mala gana.
—Por favor —susurró Helen Tamberly.
—Mis disculpas, señora. —Vásquez se inclinó desde su sillón—. No pretendía atormentarla, sólo explicar por qué descubrí tan poco. Aparentemente el fraile y el soldado entraron una noche en la casa donde se guardaba el tesoro. Cuando no volvieron a salir por la mañana, los guardias se pusieron nerviosos y abrieron la puerta. No estaban dentro. Todas las salidas habían estado vigiladas. Se lanzaron rumores sensacionales. Lo que oí fue por los indios, y tampoco podía interrogarlos. Recuerde que yo era un extraño entre ellos, y que apenas se habían alejado de su lugar de nacimiento. La confusión me permitió fabricar una historia que explicase mi presencia en la ciudad, pero no hubiese soportado un examen atento si alguien se hubiese sentido interesado en mí.
Everard chupó la pipa.
—Humm —dijo—, entiendo que Tamberly, como el fraile, tenía acceso a cada nueva entrega del tesoro, para rezarle o lo que fuese. En realidad, tomaba hologramas de las obras de arte, para información y disfrute de la gente del futuro. Pero ¿qué hay del soldado?
Vásquez se encogió de hombros.
—Oí su nombre, Luis Castelar, y que era un oficial de caballería que se había distinguido en la campaña. Algunos dijeron que planeaba robar el tesoro, pero otros contestaron que eso era impensable de un caballero tan honorable, sin mencionar el buen corazón de fray Tanaquil. Pizarro interrogó durante mucho tiempo a los guardias Pero, según escuché, quedó satisfecho de su honradez. Después de todo, el tesoro seguía allí. Cuando me fui, la idea general era que se trataba de cosas de hechiceros. La histeria estaba aumentando con rapidez. Podría tener terribles consecuencias.
—Que no constan en la historia que aprendimos —gruñó Everard—. ¿Cuál es la importancia de esa pieza exacta del espacio-tiempo?
—La Conquista, como un todo, es claramente vital, una parte importante de los acontecimientos del mundo. Este episodio en particular… ¿quién sabe? No hemos dejado de existir, a pesar de estar en el futuro.
—Lo que no implica que no podamos dejar de existir —dijo Everard secamente. Podemos no haber sido nunca, nosotros y todo el mundo que nos vio nacer. Es una desaparición más absoluta que la muerte —. La Patrulla debe concentrar todo lo que pueda en ese periodo de días o semanas. Y moverse con extremo cuidado. —Y añadió para beneficio de Helen Tamberly—: ¿Qué pudo suceder? ¿Tiene alguna pista, agente Vásquez?
—Podría tener una muy frágil —le dijo el otro hombre—. Sospecho que alguien con un vehículo temporal tenía la intención de robar el rescate.
—Sí, es una suposición lógica. Una de las tareas de Tamberly era vigilar los acontecimientos e informar a la Patrulla de cualquier cosa sospechosa.
—¿Cómo podía hacerlo sin viajar en el tiempo? —preguntó en voz alta la mujer.
—Dejaba mensajes grabados en lo que parecían piedras normales, pero que emitían una radiación tipo «Y» que las identificaba —explicó Everard—. Se comprobaron los puntos designados, pero no había otra cosa que breves informes rutinarios sobre lo que experimentaba.
—Se me apartó de mí misión real para esta investigación —siguió diciendo Vásquez—. Mi trabajo era una generación antes, en el reino de Huayna Cápac, padre de Atahualpa y Huáscar. No podemos comprender la Conquista sin comprender la gran y compleja civilización que destruyó. —Un imperio que iba desde Ecuador hasta Chile, y desde el Pacífico hasta las aguas del Amazonas—. Y… parece que unos extraños aparecieron en la corte de ese inca en 1524, un año antes de su muerte aproximadamente. Se parecían a los europeos y se dio por supuesto que lo eran; en el reino habían oído rumores de hombres de lejos. Se fueron al cabo de un tiempo, nadie supo adónde o cómo. Pero cuando regresé al futuro, empezaba a tener la sospecha de que intentaron persuadir a Huayna de que no diese a Atahualpa poder para rivalizar con Huáscar. Fracasaron; el viejo era testarudo. Pero es significativo que se realice el intento, ¿no?
Everard silbó.
—¡Dios, sí! ¿Tuvo alguna indicación de quiénes podrían ser los visitantes?
—No. Nada que valiese la pena. Todo el entorno es excepcionalmente difícil de penetrar. —Vásquez esbozó una sonrisa torcida—. Después de defender a los españoles contra las acusaciones de haber sido monstruos, según los niveles el siglo XVI, debo decir que el Estado inca no era una nación de inocentes pacifistas. Se extendía agresivamente en todas las direcciones posibles. Y era totalitario; regulaba la vida hasta los más mínimos detalles. No era agradable; si lo aceptabas se te daba. Pero mal te iba si no lo hacías. Los mismos nobles carecían de cualquier libertad que valiese la pena mencionar. Sólo el inca, el dios rey, la tenía. Pueden apreciar las dificultades a las que se enfrenta alguien de fuera, aunque pertenezca a la misma raza. En Caxamalca dije que había sido enviado para informar sobre el distrito a la burocracia. Antes de que Pizarro pusiese patas arriba el reino, nunca hubiese podido sostener semejante historia. En todo caso, lo que oí fueron rumores de segunda y tercera mano.
Everard asintió. Como prácticamente todo en la historia, la Conquista española no fue ni completamente mala ni completamente buena. Cortés, al menos, puso fin a los horrendos sacrificios—masacre de los aztecas, y Pizarro abrió el camino para un concepto de la dignidad y el valor individual. Ambos invasores tenían aliados indios, que se unieron a ellos por excelentes razones.
Bien, moralizar no era el trabajo de un patrullero. Su deber era preservar lo que fue, de un extremo al otro del tiempo, y ayudar a sus compañeros.
—Hablemos de cuanto se nos ocurra que pueda servimos de ayuda —propuso—. Señora Tamberly, no abandonaremos a su marido a su suerte. Quizá no podamos rescatarlo, pero le aseguro que vamos a intentarlo.
Jenkins trajo el té.