30 de octubre de 1986

El señor Everard es una sorpresa. Sus cartas y luego las llamadas de teléfono desde Nueva York fueron, bien, amables y algo intelectuales. Aquí, en persona, resulta un gran gorila con la nariz torcida. ¿Cuántos años tiene?, ¿cuarenta? Es difícil saberlo. Estoy segura de que ha visto mucho.

No importa su aspecto (podría ser muy sexy si las cosas fuesen por ese camino. Que no irán. Maldición, sin duda para mejor). Habla con suavidad, del mismo modo chapado a la antigua que en sus comunicados.

Nos damos la mano.

—Me alegro de conocerla, señorita Tamberly —dice con voz profunda—. Ha sido muy amable por su parte venir hasta aquí. —Un hotel del centro, el vestíbulo.

—Bien, se refiere a mi único tío, ¿no? —le suelto.

Asiente.

—Me gustaría hablar con usted. Humm, ¿sería muy atrevido si le ofreciese una bebida? ¿O una cena? Le daré muchos problemas.

Cuidado.

—Gracias, pero ya veremos. Ahora mismo, para serle sincera, estoy muy tensa. ¿Podríamos pasear un rato?

—¿Por qué no? Hace un día precioso y no venía a Palo Alto desde hace años. ¿Quizá podamos llegarnos hasta la universidad y pasear por allí?

Un día espléndido ciertamente, un veranillo de san Martín antes de que las lluvias empiecen en serio. Si dura demasiado acabaremos teniendo smog. Ahora mismo, cielo azul sobre las cabezas y la luz del sol cayendo como una cascada. Los eucaliptos en el campus estarán plateados, de un verde pálido y perfumados. A pesar de la situación (oh, ¿qué ha sido de tío Steve?) no puedo controlar la emoción. Yo, con un detective de verdad.

En la calle giramos a la izquierda.

—¿Qué quiere, señor Everard?

—Entrevistarla, exactamente como le dije. Me gustaría que me hablase del doctor Tamberly. Cualquier cosa que diga podría darme alguna indicación.

Está bien que la fundación se preocupe, que contrate a este hombre. Bien, naturalmente, en tío Steve tienen una inversión. Está investigando en Sudamérica, pero nunca ha comentado nada. Debe de ser un libro explosivo el que quiere escribir. Ese trabajo se refleja en la fundación. Le ayuda a justificar la reducción de impuestos. No, no debería pensar así. El cinismo barato es para los de primer año.

—Pero ¿por qué yo? Es decir, mi padre es su hermano. Él sabría mucho más.

—Quizá. Tengo intención de visitarlo, a él y a su esposa. Pero según la información que me han dado usted es la favorita de su tío. Tengo la corazonada de que le reveló cosas sobre sí mismo, nada importante, nada que usted crea muy especial, que podrían iluminar su carácter, darme algunas pistas de adónde fue.

Menudo trago. Ya lleva seis meses sin ni siquiera una postal.

—¿En la fundación no tienen ni idea?

—Ya me lo preguntó antes. —Le recordó Everard—. Siempre ha sido un operador independiente. Fue la condición que puso para aceptar los fondos. Sí, iba en dirección a los Andes, pero apenas saben más que eso. Es un territorio enorme. Las autoridades policiales de los distintos países posibles no han podido decirnos nada.

Es difícil decirlo. Resulta melodramático. Pero…

—¿Sospecha… juego sucio?

—No lo sabemos, señorita Tamberly. Esperamos que no. Quizá se arriesgó un poco demasiado… En todo caso, mi trabajo es intentar entenderlo. —Sonrió. Se le arrugaba la cara—. Mi idea para hacerlo es comenzar comprendiendo a las personas por las que él siente aprecio.

—Siempre fue, ya sabe, reservado. Un tipo bastante introvertido.

—Que, sin embargo, sentía mucho aprecio por usted. ¿Le importa si le hago algunas preguntas sobre usted, para empezar?

—Adelante. No le garantizo que las conteste todas.

—Nada demasiado personal. Veamos. Está en el último año de Stanford, ¿no? ¿En qué se gradúa?

—En biología.

—Eso es casi tan amplio como «física», ¿no?

No es tonto.

—Bien, en general me interesan las transiciones evolutivas. Probablemente me dedicaré a la paleontología.

—Entonces, ¿planea cursar un postrado?

—Oh, sí. Un doctorado es el carné de entrada si quieres dedicarte a la ciencia.

—Tiene más aspecto atlético que académico, si me permite decírselo.

—Tenis, acampada, claro, me gusta el aire libre, y buscar fósiles es una forma genial de que te paguen por estar al aire libre. —En un impulso—. Tengo en cartera un trabajo de verano. Guía turística en las Galápagos. El Mundo Perdido si alguna vez hubo un Mundo Perdido. —De pronto los ojos me pican y se me nublan—. Tío Steve lo arregló para mí. Tiene amigos en Ecuador.

—Suena genial. ¿Cómo va de español?

—Muy bien. Nosotros, mi familia, solíamos pasar muchas vacaciones en México. Todavía voy de vez en cuando, y he viajado por Sudamérica.

Ha sido increíblemente fácil hablar con él. «Cómodo como un zapato viejo», diría papá. Nos sentamos en un banco del campus, tomamos cervezas en la cafetería y acaba llevándome a cenar. Nada espectacular, nada romántico. Pero ha valido la pena saltarse las clases. Le he contado un montón de cosas.

Es curioso cómo se las ha arreglado para contar poco de sí mismo.

De eso me doy cuenta cuando me dice adiós ante mi edificio de apartamentos.

—Me ha sido de mucha ayuda, señorita Tamberly. Quizá más de lo que supone. Mañana hablaré con sus padres. Luego supongo que volveré a Nueva York. Tome. —Saca la cartera y extrae una pequeña cartulina blanca—. Mi tarjeta. Si le viene cualquier otra cosa a la cabeza, por favor, llámeme inmediatamente, a cobro revertido. —Muy serio añade—: O si sucede cualquier cosa que le parezca peculiar. Por favor. Este asunto podría ser un poco peligroso.

¿Tío Steve implicado con la CIA, o qué? De pronto la noche ya no parece agradable.

—Vale. Buenas noches, señor Everard. —Acepto la tarjeta y me apresuro a entrar.

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